N
igel salió a pasear días después, cuando la casa estuvo asegurada y él pudo caminar bien. Nikka no se sentía bien y rechazó su invitación.
En la universidad había aprendido fragmentos de poesía, y ahora recordó uno:
Y crecen bonitas flores
para deleite de otros.
¡Piénsalo bien, oh cantor,
pronto llegará el anochecer!
En esa penumbra que no era noche, pensó en el momento en que el esti se desplegaría, allá en el futuro remoto.
Fue a una ladera desde donde pudo ver el perfil de la otra margen de la Vía.
Era algo semejante al horizonte imposible que había visto en el otro extremo del agujero de gusano. Recordó los traslúcidos filamentos que colgaban en ese cielo extraño. Pensó en el horizonte de Cauchy, más allá del cual la física no podía ver. Como si Dios tuviera cierto pudor metafísico.
Suspiró, como si respirase entre nubes de telarañas, y trató de sentir cómo sería.
Entidades plasmáticas inmensas de andar cansino surcan una era extremadamente lejana.
Con aplomo y serenas, al fin libres de antiguos enemigos.
Ni el espanto termodinámica de la muerte térmica ni el gaznate de la gravedad pueden devorarlos. Mientras el universo se hincha, la energía disminuye, y la vida plasmática sólo necesita reducir su ritmo.
Al adaptarse con precisión a ese entorno cada vez más frío, este tipo de vida puede durar para siempre. La segunda ley no es definitiva.
Y tendrán mucho en lo que pensar. Podrán recordar y revivir detalladamente la gloria del breve período primitivo, esa época distante y legendaria durante la cual la materia generaba energía triturando soles.
Cuando todo el espacio estaba frenéticamente caliente, desbordante de energía ilimitada. Cuando había vida en estado sólido y planetas insignificantes constituían el escenario.
Cuando frágiles conjuntos de sustancias químicas miraban las deslizantes formas de plasma y las reconocían por lo que eran. Destino vislumbrado, luego perdido.
Tuvo la abrumadora convicción de que aquello sucedería. Debía suceder. El hombre y el mec trabajarían juntos para alcanzar ese destino final y remoto.
Al fin se reconciliarían y comprenderían que la inteligencia trascendía el sustrato que la albergaba.
Sintió las estrellas, más allá de los pliegues del esti. En alguna parte de esa noche lejana sonaba una vibración del esti, como la campana de una vieja iglesia de Cambridge.
El repique sordo lo elevó momentáneamente hacia aquel enjambre de luces enjoyadas, de tal modo que no caminaba debajo de ellas sino entre ellas, saltarín e irreverente, riendo como un ladrón en un huerto fulgurante, con más senderos a elegir de los que la mente podía contar.
Se tambaleó, jadeando, y regresó a su casa. Un sorbo de vino y un trago, quizás. Una buena botella de su bodega. Él y Nikka se sentarían sonrientes y no hablarían de los índices de Nigel. Nunca más.
Tal vez hablaran de la inquietud de Ito, que ya quería ir a cortejar a una muchacha en una Vía cercana.
Nigel evocó su juventud y sonrió.
O quizás hablaran de la necesidad de Angelina de ir a estudiar en altas ciudadelas del conocimiento, pues sus intereses ahora iban más allá de aquella granja. O del mapache, que todavía vivía en esa Vía y estaba muy atareado.
Haciendo algo que no quería mencionar, o que quizá no podía mencionar.
El tema no importaría demasiado. El presente era lo único que importaba. Una astilla delgada, pero tan maravillosamente ancha como un latido de tiempo.