Q
uizá todo aquello les trajera la paz con los mecs. Quizá pudieran poner la granja de nuevo en funcionamiento. Quizá.
Nada de eso tenía importancia en comparación con el momento en que Ito salió de los recicladores. Ceniciento, los músculos encogidos, la tez manchada. Vivo.
—Yo… ¿qué ha pasado?
Ito sacudió la cabeza y trató de sentarse. Su madre lo contuvo. Lo cual era difícil, porque lo bañaba con sus lágrimas al mismo tiempo.
Ito parpadeó. Las soluciones aún le cubrían el rostro con una pátina lustrosa.
—Tengo… hambre. —Frunció el ceño con desconcierto cuando todos se echaron a reír.
Estaba de vuelta. Pero no era del todo él, como supieron en las semanas siguientes. Era un Ito pero quizá no el Ito.
Ninguna transcripción era perfecta. Algunas células cerebrales se perdían, o no las leían los grabadores, o quedaban mutiladas en el minucioso proceso.
Entre Nigel e Ito existía cierta distancia que jamás franqueaban.
Nigel no podía discernir si se debía a los errores en el rescate de Ito o a la frialdad que a menudo se da entre padre e hijo. Nunca lo sabría.
Nikka no parecía notarlo. Tenía espasmos, al parecer debidos a un daño neurológico que le había infligido el Mec Gris con su ataque. La cabeza y las manos repentinamente le temblaban y no podía controlarlas. El dispositivo médico no encontró solución, pero ella no quiso que se preocuparan.
—Pasará con el tiempo. El cuerpo conoce sus propios caminos.
Aun así, acabó comentando algo que sugería que estaba al corriente de lo que le ocurría a Ito. Hablaban de su hijo tal como hacen los padres, sabiendo que al final es muy poco lo que pueden hacer. Eso sirvió para consolar a Nigel, que se sentía distanciado de aquel hombre que había regresado de la muerte, modificado por ella.
Padres e hijos hablan inevitablemente salvando un abismo. El tiempo desgasta. No es posible rehacer las cosas. Uno continúa sin enmiendas, porque el horizonte de Cauchy no las permite.