N
igel se había criado en un hogar inglés apropiadamente escéptico. Dudaba del barniz cortés y glacial que había llegado a desarrollar la Iglesia de Inglaterra, barniz que enmascaraba una prosaica incredulidad acerca de todo lo sobrenatural o sobrehumano, que reducía la moralidad a una pálida y frágil ética social. No era preciso un Dios para la Iglesia de Inglaterra, la única fe conocida por su unión a un país, la Iglesia de Inglaterra, aleluya. La duda cómoda de una religiosidad raída, pensaba.
El esti le había enseñado que el espacio y el tiempo eran maleables, un mutuo reflejo. Ahora habían trascendido el tiempo tan fácilmente como se desplazaban por el espacio, una propiedad que los textos antiguos atribuían únicamente a Dios, una deidad omnipotente.
Si había Dios, Él o Ella —más probablemente Ello—, actuando en estricto acuerdo con las leyes físicas (que presuntamente Ello había creado, lo cual planteaba otro tema de discusión interesante) podía retroceder en el tiempo. Podía influir sobre el pasado, aunque para Nigel los acontecimientos ya hubieran sucedido. Jugó con esta idea hasta que comenzó a rezar en silencio. Nada habría sorprendido más al yo de su juventud.
Había conocido y amado a personas que habían padecido muertes crueles. Pidió a Dios que se manifestara en una época anterior, no para alterar el curso de los acontecimientos, sino para entrar en la mente de los moribundos, para aliviar los insoportables tormentos, los agudos dolores, los voraces remordimientos, los paralizantes temores que los acechaban en su agonía.
Tal vez fuera posible y tal vez el gran Ello lo hiciera. O tal vez no. Pero, habiéndosele ocurrido, sabía que tenía que intentarlo. Alexandria, esposa. Ichino, amigo. Nombres ahora, personas entonces. Dolores agotados.
Luego, sin ninguna lógica, rezó por Ito. No sabía si el destino de su hijo se encontraba en el pasado o en el futuro. Cuando cerraba los ojos veía a Ito tal como había sido, regresando de una excursión mientras la familia estaba convaleciente. El rostro curtido y moreno, el cabello rizado, negro y reluciente, una sonrisa en el rostro agotado; e impulsivamente Nigel había abrazado al hombre en que se había convertido su muchacho.
Así veía ahora a Ito. No como un cuerpo flotando en suspensión en la casa, una frágil esperanza.
La fluctuación se aceleró.
Un brillo cegador se abalanzó sobre ellos desde la piedra de tiempo, seguido al instante por una oscuridad cerrada.
Nigel y Nikka estaban en el porche, él fumando un puro, cuando el paisaje externo saltó de nuevo. Vibró. Se reacomodó.
—¡Estamos de vuelta! —exclamó Nikka.
—Es… igual —dijo Nigel—. Pero mira. Retazos vidriosos manchaban la topografía familiar. Esquirlas de piedra de tiempo en erupción atravesaban las hileras de árboles frutales, vomitando líquidos amarillos. Los acontecimientos se desprendían de los picos con detonaciones y chasquidos.
Benjamin y Angelina salieron gritando. Una turbulenta esfera de oscuridad se deslizaba a lo lejos como una magulladura palpitante.
—Es nuestro hogar… pero cambiado —gritó Angelina en medio de una ráfaga de aire caliente.
El mapache salió de unas matas y entró en el porche.
—Bienvenidos —dijo con toda claridad.
Nigel recogió aquella bola peluda y notó que pesaba más de lo que recordaba. Había echado de menos esos ojos con antifaz y esa personalidad traviesa. Retrayendo las zarpas, Scooter se le subió al hombro. La esfera morada estaba más cerca. Detrás de ella se erguía una forma abigarrada y borrosa. Nigel contuvo el aliento.
—¡Mec Gris! —gritó Benjamin.
—Ellos esperaban aquí —gorjeó Scooter con toda precisión.
—¿Ellos?
—Llegaron otros, lucharon. Queda uno.
Nigel estaba sorprendido. La mascota dominaba notablemente el habla.
—¿Cuánto hace que nos fuimos?
—Unos instantes.
—¿Unos…?
—Aquí han combatido varias fuerzas y destruido gran parte de esta Vía.
Con una zarpa negra Scooter señaló las grietas humeantes que se divisaban en lontananza. La piedra de tiempo estaba despojada de su exuberante verdor. Grandes penachos grises se propagaban por doquier como niebla sucia.
—¿Por qué? —le preguntó Nikka.
—El de allí arriba os espera, creo.
Nigel miró la mole que se aproximaba lentamente. Planos de masa color pizarra, un aire amenazador.
—Tiene la paciencia de un perro guardián. Mmm, admirable. Pero está olfateando la pierna equivocada.
—Sabe por qué fuisteis enviados —dijo el mapache.
—¿Enviados? —preguntó Nikka.
—Nosotros sólo podíamos lograr que el Mec Gris iniciara el proceso, engañándolo en cuanto a la importancia de este agujero de gusano —dijo Scooter.
—¿Vosotros? —exclamó Nikka.
Scooter se lamió las patas como si buscara restos de comida, un gesto habitual que contrastaba con su dicción repentinamente fluida.
—Lamentablemente no tenemos los medios para destruirlo —comentó con calma el mapache.
El rostro de Nikka se ensombreció
—¿Qué demonios…?
—Sin embargo, es cauto. La boca del gusano gira en órbita de este lugar. Esa dinámica es un vestigio del tensor que se formó con vuestro tránsito. El Mec Gris teme la boca del gusano. No nos matará sin tomar antes precauciones.
—Qué reconfortante —dijo Nikka.
Soplaron vientos calientes. La esfera morada temblaba en el aire. La familia retrocedió, mirando a Nigel, pero él no sabía qué hacer. Lamentaba no haber escuchado con más atención cuando Nikka le explicaba todo aquello. Abrió la boca sin saber qué diría.
En el otro lado de la Vía las montañas se rasgaron. Era como si una fuerza invisible hubiera cortado la hilera de cumbres, abriendo una grieta que se ensanchaba. De allí salió otra esfera oscura, aureolada por energías amarillas. Soplaron ráfagas, que levantaron el polvo del patio.
—La otra boca del gusano —susurró Nikka—, está tratando de morderse la cola.
—Pero dijiste que eso era imposible —gritó Nigel por encima del aullido del viento—. Hablaste de un horizonte…
—El horizonte de Cauchy. Impide que se enlacen… pero la elasticidad del gusano puede lanzar un extremo contra el otro.
—¿Por qué diablos…?
—¡Las energías! Nadie había ido tan lejos como nosotros. La tensión almacenada…
El vendaval se llevó sus palabras. En la bóveda morada que flotaba sobre ellos crecían las dos esferas, girando sin ton ni son en un cielo desgarrado. Aullaban tormentas. Asomaron dientes afilados de piedra de tiempo, atraídos por fuerzas arrasadoras.
Nigel se sintió flotar, como si cayera. Las ramas cercanas se estiraron hacia arriba como en una súplica a ese horror giratorio. Marejadas, estirándose y dilatándose.
Vientos crujientes, ruinas que daban vueltas. Un terrón le golpeó la pierna.
—¡Adentro! —gritó Nikka.
—¡No! —gritó él. Algo le decía que refugiarse ahora sería la muerte.
—Lo teníamos bien planeado —dijo con calma el mapache—, pero esta eventualidad trasciende nuestra capacidad de controlar los hechos. Lo lamento.
Vientos gemebundos desgarraron el techo de la casa. Las tejas cayeron al suelo y los Walmsley las esquivaron. Benjamin y Angelina corrieron adentro. Las dos bocas de gusano aceleraron, viraron. Se estrellaron contra las laderas y las pulverizaron. Las sacudidas hicieron temblar el suelo. Una onda de choque arrojó a Nigel y Nikka contra el suelo del porche, y la baranda se desprendió. Nigel notó el gusto de la sangre en la boca. En el brazo, ya casi curado, sintió un aguijonazo de dolor.
—¡Adentro! —insistió Nikka, obligándolo a levantarse.
La virulencia morada crujía y crepitaba. Monstruosidades gemelas girando en un cielo febril. De rodillas, Nigel vio que el Mec Gris se acercaba, manteniéndose lejos de las ondulantes bocas de gusano. Todavía los perseguía.
—Desea borrar la información que habéis traído —dijo el mapache con tranquilidad, aunque Nigel notó que le clavaba las zarpas en el hombro.
—Es obstinado —dijo Nigel.
—Sabe que hay muchas cosas en juego.
—Pues yo no lo sé y… —En ese momento entrevió una posibilidad—. ¡Nikka! ¡Vamos! ¡Tu motor de causalidad!
Ella lo miró con incredulidad. Él le tiró del brazo. Ella lo siguió a los trompicones por el patio.
Las ramas quebradas del huerto cubrían la consola de acero blanco. Nigel las apartó con colérica energía.
—¿Tiene energía almacenada? —gritó Nigel por encima del rugido.
Ella asintió apretando los labios. Apoyó la muñeca en la consola de mando, inició una secuencia.
—¿Por qué?
—El horizonte de Cauchy.
Nigel señaló la boca de gusano más próxima. Estaba erizada de chispas: descargas que brotaban como cabello azul eléctrico.
—¿Qué? Es una teoría…
—¿Eso te parece teórico?
Cuando las movedizas aberturas del agujero se aproximaban una a la otra, freían el aire con energías anaranjadas.
Nigel señaló la boca más próxima, una esfera brumosa que atravesaba el cielo.
—¡Empújala!
Nikka apuntó el aparato. Hileras de números y gráficos se deslizaban por la consola.
—¿Hacia dónde?
—Hacia la otra… ¡Pero no, espera!
Las bocas bostezaron, palpitaron. El Mec Gris estaba debajo de ellas, pero con la trayectoria errática que seguían quizá era posible…
—¡Allí! Apunta hacia arriba y a la izquierda.
Señaló con el brazo. La geometría apropiada duraría sólo un segundo.
Una boca de gusano crujió en el cielo, desbaratando nubes y desechos, arrojando chorros anaranjados.
Su gemela lo siguió, el otro extremo de ese larguísimo corredor buscándose a sí mismo. Para cerrarse, aparearse y contraerse en una singularidad de acontecimiento-espacio, intacta para sí misma por un tiempo que trascendía la duración…
—Ahora, allí. Pronto.
Nikka disparó los transductores gravitatorios. La descarga los tumbó. Les punzó los tímpanos, les arrancó sangre de la nariz y los oídos.
Nigel rodó, se apoyó contra uno de los cilindros de cerámica. Al mirar hacia arriba, vio que la boca más cercana se lanzaba hacia el otro extremo. El aire se fracturó, chisporroteó, se rasgó. El impulso arrastró las dos bocas hacia abajo, hacia el Mec Gris.
Un crujido de lija, creciendo. Zarcillos de energía hirvieron entre ambas bocas.
El Mec Gris, que surcaba el espacio entre ambas, allí donde la espuma cuántica comenzaba a hacer erupción con partículas espontáneas, trató de escapar.
Lento. Demasiado lento.