28 - Granjeros diminutos

E

l siguiente tránsito llegó pronto. Al fin habían superado el atasco.

Estaban aturdidos y fatigados, y dormían durante los tránsitos mientras seguían el largo arco del agujero de gusano en el espacio-tiempo.

No hablaban de Ito. Las soluciones de preservación conservarían el cuerpo mucho tiempo, pero ignoraban cuánto se perdería del yo de Ito antes de que pudieran registrarlo, guardar la estructura de su cerebro moribundo.

Nigel observaba los paisajes mientras los demás dormían. Los padres temen ante todo la pérdida de sus hijos y ahora que había perdido al menos una parte de Ito —pues ningún proceso podría devolverle del todo a su hijo viviente tal cual era— no podía dejar de recordar momentos de su infancia, aquellos episodios que el tiempo transformaba en recuerdos áureos. No hay perfección en el mundo, pero una de las funciones de la memoria es lograr un pasado perfecto, al menos en ciertos detalles. Se aferraba a ello sabiendo que también esa fase pasaría, pero aun así la disfrutaba.

Transcurrieron varios días de tiempo relativo.

Todos tenían prisa por regresar a su época y las pausas aleatorias durante los tránsitos los irritaban. Estaban nerviosos, de mal humor. Nigel se encerraba en su silencio.

Durante una pausa más larga salió a caminar con Angelina por unos campos situados más allá de la granja. Parecían maizales y Nigel ansiaba ver algo tranquilizador mientras caminaba por parcelas descuidadas bajo un amarillo fulgor de piedra de tiempo.

Eran maizales, en efecto, pero en sus lindes había un enjambre negro en filas ordenadas. Se agazapó en el polvo para inspeccionar. Hormigas. Tantas que de pronto sintió aprensión. Pero las hormigas lo ignoraron a él y a Angelina.

Una hilera llevaba grano. Otras acarreaban trozos de vaina y un equipo entero se reunía en torno a un fragmento de mazorca. Las siguió y notó que las hileras se dividían. Las portadoras de grano iban a una torre de cerámica, subían una rampa y se internaban bajo una bóveda. Regresaban laboriosamente al campo. La hilera más gruesa se desparramaba en hilillos que dejaban la carga en una serie de hormigueros ordenados: cúpulas marrones con portales regularmente espaciados.

—Maravilloso —dijo. Angelina cabeceó.

—Es tan… intrincado.

Nigel se maravilló. Estas habían sido hormigas que cortaban hojas y se contentaban con recolectar para su colonia. Aún lo hacían, reduciendo a pulpa mazorcas, tallos y vainas, cultivando hongos en la humedad de sus escondrijos. Granjeros diminutos, a su modo. Pero la humanidad, en su larga travesía, los había modelado genéticamente para cosechar y seleccionar.

Rendían fielmente a sus amos humanos el tributo del rico grano, que entregaban para su almacenamiento, sin duda siguiendo pistas químicas. Nigel pensó en los robots; eran criaturas ruidosas. Los insectos eran robots diminutos modelados por la evolución, pero más sutiles. ¿Por qué no aprovechar su programación original, en el nivel genético, y explotar la mecánica de una naturaleza dócil?

Lentamente, mientras vagabundeaban por los campos cercanos, comprobó que toda la biosfera del esti estaba modelada de forma similar. Como la vieja Tierra, el esti era una máquina que alentaba la vida y la adaptaba a las necesidades de… ¿quién? ¿Qué? ¿La inteligencia?

Había unas manos hábiles detrás del esti, algo inmenso e insondable. Pero la Tierra, durante casi toda la evolución humana, había sido igualmente misteriosa para las mentes lentas que se desarrollaban en sus maravillosos valles, bosques y mares salados. El esti era un paso en esa cadena. Un lugar que trascendía la comprensión de los simios inteligentes que habían irrumpido en esa inmensidad, desconcertados y torpes.

Este descubrimiento acerca del esti del futuro le causó un cierto vértigo, y también Angelina sintió la extrañeza familiar que forma parte del ser humano en un orden que trasciende su conocimiento. Padre e hija, por tácito acuerdo, se cogieron de la mano al cruzar el campo.

Regresaron para el siguiente tránsito. Más tarde, Nigel prestó más atención al panorama que presenciaba mientras se deslizaban por la tortuosa geometría del meandroso gusano.

De nuevo vio temas recurrentes. Veleros que hendían las aguas verdosas de lagos curvos aprovechando los vientos que soplaban en las Vías, mientras presiones masivas ajustaban las verdades termodinámicas. Casas esféricas que se aferraban a peñascos imposibles, imitando nidos de avispa con gracia euclidiana. Globos de aire caliente; lágrimas invertidas —amarillas, doradas y rojas— colgando en medio del caos algodonoso de las nubes. Más tarde notó que las lágrimas no eran manejadas por hombres. Estaban vivas. Grandes cabezas reemplazaban las barquillas. Ojos inmensos escrutaban la comarca en busca de comida. La sorpresa de Nigel se convirtió en placer. Una lágrima descendió abruptamente, aferró algo del suelo y se elevó.

En todos los casos, la forma se adecuaba tanto a la función que las mismas uniones se repetían en muchas sociedades, en culturas separadas por diferencias inconmensurables, pero unidas por una estética profunda que modelaba las herramientas convirtiéndolas en manos obedientes.

Nigel aprendió todo esto en el transcurso de sus excursiones en busca de provisiones, durante pausas que ahora parecían intolerablemente largas. El esti albergaba toda clase de gente, como supo al negociar con ella. Tal vez era necesario que así fuera, para que funcionara. Había muchas personas que vivían engañadas, ilusos que necesitaban usar ventosas emocionales para aferrarse a aquel lugar. Nada en la naturaleza decía que la vida tenía que ser fácil.