26 - Lejanía

L

a criatura todavía estaba de pie en el otro extremo de la mesa del comedor, bañada por una luz gélida y marfileña.

Nigel la miró y sintió una indefinible mezcla de alegría y pesadumbre a la que no podía dar nombre. Jadeó entrecortadamente, como si hubiera corrido una larga distancia.

La criatura le recordaba la distorsión de una mujer en el espejo deformante de una feria. Latidos y contracciones sugerían profundos cambios, pero la tez vibrante era siempre la misma.

La inteligencia refulgía en aquellos ojos grandes, inescrutables, violáceos.

Se movía con soltura: la indecisa curva de la columna vertebral humana había sido reemplazada por una compleja fisura doble en la región lumbar. Las caderas más anchas sostenían más peso. Cuatro brazos se ahusaban hasta formar manos, cada una de ellas con los dedos diferentes.

En esto se había convertido la humanidad en los miles de millones de años transcurridos desde sus tiempos. Y Nigel comprendía que no se trataba de una simple adaptación al esti. Así había evolucionado la humanidad para ir al encuentro de su destino en todas partes, entre los cientos de miles de millones de estrellas que constelaban el bullente disco galáctico.

Lecciones genéticas desde la lejanía.

Nigel se levantó sin saber por qué, salió. Ahora veía aquel horizonte escabroso que había percibido mentalmente.

Esa Vía se había abierto, desplegándose como un capullo en flor, a una orden de aquella criatura.

Y en lo alto cantaba la galería multicolor que él había visto en las mentes-memorias de los cuerpos muertos. Inmensos e intrincados plasmas de electrones y positrones, colgando donde antaño estaban las estrellas. Estaba viendo el confín extremo del universo, el Punto Omega, en un cielo donde, por lógica, no podía estar. Pero estaba.

Se preguntó cómo podía ver un cielo abierto desde el interior del esti plegado sobre sí mismo. Ese cambio simple pero colosal significaba que alguien —algo— había dominado el esti, podía desenvolverlo como un paquete de Navidad para encontrar nuevos deleites.

Salió al patio desgarrado y calcinado.

Sin una seña ni una palabra, supo que la criatura lejana se había ido.

Por un paisaje devastado llegaba su familia. Nikka cojeaba, Benjamin y Angelina llevaban el cuerpo de Ito.

—Se ha ido —dijo sencillamente Nikka.

El rayo de un Mec Gris había matado a su hijo. En el mismo instante Angelina había sufrido un estallido del sistema electrónico corporal que le había afectado la piel del lado izquierdo; tenía un cardenal que ya se estaba poniendo amarillo.

En el rostro de su hijo mayor había una expresión de sorpresa y dolor. Nigel estiró la mano hacia el cuerpo yerto y le acarició tiernamente el cabello, se agachó para aspirar su olor familiar. Luego se contuvo.

—Yo… Nosotros… tenemos que… —Le costaba hablar.

—Los lectores —dijo Nikka, dirigiéndose hacia la casa.

La criatura que había visto antes ya no estaba. Las habitaciones estaban frías.

Llevaron a Ito hacia los lectores e hicieron lo que pudieron para arrancar su esencia de sus células cerebrales. Fluidos, suturas, artificios digitales. Fue una tarea prolongada y los Walmsley apenas hablaban, concentrados en su trabajo y vacíos de todo salvo de su añoranza.

Al fin se sentaron en el porche para mirar las plumosas manchas que resplandecían en el cielo. Nigel les dijo lo que podía y Nikka habló por primera vez desde que habían sumergido a Ito en las soluciones de preservación.

—Conque los cuerpos…

—Estaban dirigidos a nosotros —confirmó Nigel—. O a alguien como nosotros.

Angelina sugirió, con voz lánguida y hueca:

—A alguien que llegara.

—Y quizá no seamos los primeros. —Nikka observó impasible el lento hervor del cielo—. El Mec Gris que mató a Ito puede haber matado a otros.

—Pero no nos pilló a todos —añadió Nigel—. El otro Mec Gris se lo impidió.

Benjamín había contenido su furia mientras trabajaba, pero ya no pudo soportarlo más. Profirió una sarta de juramentos y un gemido de dolor.

—¿Por qué? —jadeó al fin—. Cuerpos enviados como invitaciones… Mecs Grises… Ito… ¿para qué?

Nigel sabía que no había respuesta para la desesperación que traslucían las palabras de Benjamín, mucho más profunda de lo que podía expresar. Entrelazó las manos y dijo gravemente:

—Los cuerpos llamaron la atención de los humanos. Eran como botellas arrojadas al mar con mensajes en su interior. Sólo los curiosos, sólo alguien que comprendiera la necesidad humana de comunicarse a través de una imposible extensión de tiempo les prestaría alguna atención.

Tensa, Nikka movió la boca sin mover el resto de la cara, mirando el vacío.

—La mayoría de los mecs nunca nos han tenido el respeto suficiente para aprender a leer directamente nuestros cerebros. Para ellos somos precarios y arcaicos. Así que no sabrían descifrar los cuerpos, aunque hubieran querido.

—Excepto el Mec Gris —terció Angelina.

—Los Mecs Grises —puntualizó Nigel—. Un Mec Gris se opuso al otro. Creo que nos salvó.

Guardaron silencio mientras vientos gélidos barrían el paisaje convulso. Nigel sabía que todos estaban asimilando el extraño dato de que había más de un Mec Gris actuando independientemente.

—¿Entonces una facción de los mecs quiere que sobrevivamos? —preguntó Nikka con súbita amargura.

Nigel se levantó, se le acercó por detrás y le masajeó el cuello y los hombros. El brazo roto no le dolía, aunque sabía que más tarde pagaría irremisiblemente por ello.

Ella se resistió un instante, pero al fin se distendió. Él la notó más relajada.

—Supongo que hay Mecs Grises de diferentes tiempos —dijo ella—. El Mec Gris de nuestra época quería impedir que los humanos se enterasen de la existencia de este cielo.

Arriba, ondas esplendorosas formaban nudos anaranjados y efervescentes.

—Eso es lo que quieren hacer los mecs —exclamó de pronto Angelina, mirando hacia arriba—. Convertirse en esos plasmas.

Nigel asintió.

—Así podrán sobrevivir a la materia sólida.

—¿Nuestro hijo murió porque había visto eso? —dijo Nikka con cáustico desdén.

—En cierto modo —murmuró Nigel, friccionándole los músculos tensos—. Para impedir que propagáramos la información. Y por eso ese alguien —pensó en la extraña figura humana que había visto— envió los cuerpos. Para traernos aquí.

—Me enfurece que nos hayan usado de esa forma —dijo Angelina.

Nigel cabeceó con expresión distante.

—Aquí no somos la especie superior. Nos usan, así son las cosas. Me pregunto si a veces nuestros animales de compañía sienten lo que sentimos ahora.

Nikka no tenía consuelo.

—¿Y todo para qué?

De pronto Nigel recordó las palabras de Alexandria: ¿Quién podría leer un cuerpo que ha sufrido la muerte definitiva, amor mío?

Nigel aventuró una conjetura, la única que quedaba.

—Para que regresáramos. Nosotros comprendemos esto de un modo que no está en las imágenes y los recuerdos de un cuerpo. Alguien quiere que comuniquemos lo que hemos aprendido.

—¿Quién?

—Alguien. O algo.