E
staba bajo un cielo opaco y negro enmarcado por un horizonte escabroso.
De pronto lo supo como jamás lo había sabido. Experimentó en lo más profundo de su ser una visión cinestésica del mundo, tuvo percepciones que eran impulsos y geometrías, no palabras. Procuró expresar las sensaciones en términos que su mente pudiera comprender.
El cielo negro se abría formando serpentinas de luz plumosa.
Qué diferente, pensó, de la física que había aprendido cuando niño. En las visiones newtonianas de Boltzmann y Clausius, el universo se extendía sin cesar, pero siempre estaba amenazado por el colapso. Nada contrarrestaba la atracción de la gravedad.
Con el tiempo suficiente, la materia se buscaba a sí misma y se juntaba en forma de astros cada vez más grandes. Pero las estrellas morían chisporroteando, tal como ordenaba la cruda termodinámica, siempre buscando el máximo desorden. Se imponía la segunda ley de la termodinámica.
Cruzó los brazos, tratando de interpretar las zumbonas imágenes. Por tanto…
Ese viejo y firme universo estaba condenado. Con el tiempo, hasta el infierno se congelaría. Las estrellas arderían hasta ser rescoldos moribundos. Los planetas, con su atmósfera congelada en tersos lagos de oxígeno, rodarían describiendo órbitas erráticas, sin el calor de ninguna estrella. El reloj universal se detendría al final del tiempo.
Sólo después de haber abandonado la Tierra, con tiempo para estudiar temas que había descuidado en la universidad, comprendió lo que el siglo XX había hecho con esa oscura perspectiva anterior.
El universo no era una configuración estática de estrellas. Crecía. El nombre más apropiado para el Big Bang era la Gran Aparición: espacio-tiempo intacto e íntegro asomando de golpe a la existencia. Con el espacio-tiempo venía la distorsión ejercida por la materia, y el uno se desposaba con la otra por toda la eternidad.
Durante sus primeros cien mil millones de años, el universo rebosaba de luz. El gas y el polvo se compactaban formando nuevos soles. Durante un período similar persistían las estrellas. En las proximidades de los soles que enrojecían, la vida planetaria se calentaba a la lumbre agonizante de la muerte estelar.
Cuerpos estrellándose en el cielo, pensó Nigel. Las estrellas inevitablemente chocaban, se fusionaban. Toda la sabiduría, todo el orden de los planetas y los soles se comprimía al fin en las nupcias de muchas estrellas que se precipitaban por el pozo de la gravedad para convertirse en agujeros negros. Pues el destino final de casi toda la materia era la oscura pira del colapso.
Ahora sentía, como una sopa de plomo en las tripas, las implicaciones de lo que veía allá arriba, un sonoro remolino de luz difusa.
Las galaxias eran tan mortales como las estrellas. Con el lento correr del tiempo, aquellas espirales que antaño habían brillado con lozano resplandor perecerían. Los agujeros negros succionarían brazos rojos en espiral, roerían las galaxias.
La vida basada en la materia sólida no tenía opción. Para obtener energía tenía que fusionar agujeros negros. Sólo esas fusiones podían generar nueva energía en un universo que se adormecía.
Llegaban civilizaciones superiores, montadas sobre el cadáver de la materia: las crecientes legiones de agujeros negros. Sólo moviendo esas masas, extrayendo potencia de las fuerzas magnéticas y el lento giro de órbitas en extinción, la vida podía dominar los menguantes recursos del creciente universo.
Ay, que estas sólidas carnes deban derretirse[2]… Le sorprendía que las frases aprendidas por un estudiante quisquilloso en un pasado borroso todavía acudieran a su mente. Viejas y persistentes.
Una gran melancolía impregnaba esta visión de un universo expansivo que agotaba su fuerza vital.
Pues la materia misma estaba condenada. Su ladrillo elemental, el protón, decaía. Esto tardaba un tiempo inimaginablemente largo, pero era inevitable: la espada del verdugo descendía con lánguida gracia.
Algo sobrevivía, sin embargo. No toda la materia moría, como ocurría con el protón. Una vez que las grandes óperas de la masa y la energía llegaban al desenlace, el escenario universal se despejaba para revelar… lo más pequeño.
La más diminuta de las partículas —el electrón y su antipartícula, el positrón— seguían viviendo. Ningún proceso de decadencia hacia mella en su escala infinitesimal, ni lograba disgregarlas. El electrón bailaba con su antigemelo en enjambres: el más leve de todos los plasmas posibles.
Cuando estos eran los únicos actores, el escenario había crecido enormemente. Cada partícula descubría que su vecina más próxima estaba a un año-luz. Tardaban años en comunicarse, pero esto no era nada en el lento palpitar del corazón universal.
¿Podía suceder de veras? Tal vez, pensó, el mejor universo posible fuera uno en constante cambio. Uno donde la supervivencia fuera viable pero no fácil.
Con una sacudida eléctrica, sintió toda la fuerza de esta revelación.
Si la vida nacida de la materia bruta hallaba un modo de incorporarse al plasma de electrones y positrones, podía durar para siempre.