Y
despertó allí, en una cuesta de piedra de tiempo.
El brazo roto, dolores en las piernas.
No, quizá no podía haber actuado de otro modo.
Siempre era reconfortante pensar así, pero tratándose de los mecs era la verdad. Operaban con mucha más celeridad que los seres hechos de músculos y nervios. Pero pensar así no le servía de consuelo porque seguía pareciéndole una excusa.
Gruñó y abrió los ojos, los párpados legañosos. El relámpago lamió el cielo como si buscara un sitio donde descansar. Nigel sabía que ese relámpago era sólo una horda de electrones buscando una senda para descargar un potencial electrostático, pero eso no aplacaba la turbadora sensación de que extraños y afanosos espíritus surcaban, sondeaban y fustigaban el aire. Estaba observando los luminosos dedos amarillentos que jugaban en la techumbre del esti cuando ella regresó.
Has cambiado.
—Tú no.
Los de mi especie nunca cambian.
Nigel pestañeó, pero eso no cambió las cosas. Alexandria, su primera esposa, estaba junto a él mirando el escurridizo relámpago. En los sulfurosos centelleos él pudo ver la frente alta y clásica, los delicados pómulos. Habían sido así hasta que la enfermedad empezó a desgastarla, robándole las carnes hasta enviarla a una tumba de una ladera de Pasadena, California.
—Alexandria, yo…
Me gusta cuando dices mi nombre.
—Siempre me ha gustado como suena.
¿Qué decías de él?
—Que era un nombre perfecto. Que era como tú. Alejandría de Egipto, cuya biblioteca ardió. Conocimientos perdidos, irrecuperables.
Oh sí. Mucha gente lo pronunciaba mal. Pensaba que era un nombre común. Alexandra, sin la i.
—Donde la civilización clásica encalló y se hundió, perdiendo la mayor parte de su cargamento.
Cero en historia, amor mío. Los griegos ya se habían ido cuando ardió la biblioteca.
—Pero no su civilización. Eso permanece mientras es recordado.
¿Y la nuestra?
Nigel se encogió de hombros.
—Mientras nosotros estemos aquí, supongo.
Mientras tú estés aquí. Yo no cuento. Soy un fantasma.
—No para mí. Eres la mujer que yo amaba.
Ella se volvió hacia él, apenas lo suficiente para dejarle ver la curva ascendente de su sonrisa eterna. Siempre era así. Nigel nunca podía verle el rostro por completo. Ni librarse de él. Ella podía visitarlo a pesar del paso de los siglos.
¿En pasado?
—Lo siento, cariño.
Conocimientos perdidos.
—En realidad no.
Ella curvó los labios en una sonrisa muda.
¿Estás muy seguro?
—Recuerdo cada hueco y cada deleite.
¿Al cabo de tantos años?
—Ten en cuenta la relatividad. Han pasado veintiocho mil años en la Tierra. Pero aquí —Nigel se tocó la cabeza— han sucedido pocas cosas. Verdaderamente aburrido. Dilatación del tiempo, dicen los físicos.
Nunca he comprendido esas cosas.
—No creo que nadie las comprenda del todo. Es un simple dato del universo.
¿Y tú?
Nigel no pudo ver su expresión.
—¿Yo?
¿También eres un simple dato del universo?
—Mmm. Sí, un dato sin importancia.
Eras importante entonces, y lo eres ahora.
—Soy una cucaracha en un teatro de Stratford. Podría decirse que me han dado un papel muy secundario.
¿Quién?
—El director, supongo.
¿Quién es…?
—Me lo he preguntado. Siempre que haya aquí algún tipo de representación.
¿Dios?
—Es un nombre demasiado corto para una idea tan amplia. De todos modos, yo creía que tú podrías preguntárselo a Él directamente.
¿Porque estoy en el cielo?
—¿No es así? ¿O en un lugar diferente al menos?
Ella se echó a reír.
Estoy en tu cabeza. No es el cielo, no.
Pero cuando ella se volvió un poco más y le sonrió, Nigel pudo verla con total claridad. Era demasiado bueno para ser una alucinación. Demasiado sólido, tangible, real. Debía de estar peor de lo que pensaba.
—Alexandria…
¿Sí?
—Yo quiero… yo…
Todavía no.
—¿Acaso soy un niño a quien se le dice cuándo ir a la cama? —protestó él.
Esto no es la cama. Por lo pronto, no es tan divertido.
—Estoy cansado.
Pero no físicamente.
—Tal vez haya visto demasiado.
Todavía no es tu momento.
—Tampoco era el tuyo —rezongó Nigel.
Todavía tienes erecciones de noche con sólo pensar en mí, ¿verdad?
—Mmm. No puedo negarlo, ¿verdad? Pareces vivir dentro de mi cabeza.
Exacto, amor mío. Y mientras así sea… bien, tal vez no fuera mi momento. Tal vez todavía esté aquí.
—Las copias no son el original.
Una dama sabe agradecer los cumplidos. Especialmente cuando sé que tienes a Nikka.
—Espero que esto no sea una deslealtad hacia ella.
No puede serlo. Somos todos los amores que hemos conocido… he ahí mi intento de autodefinición.
—Me gusta eso. Una definición que está libre de ese corrupto envoltorio, el cuerpo.
No ignores el cuerpo. Ni los cuerpos.
Él hizo una pausa, pasándose la lengua por los dientes.
—Los cuerpos…
Los cuerpos te metieron en esto.
—No me lo recuerdes.
Tómatelos como invitaciones.
—Qué gracioso. De los Mecs Grises, sin duda. Ven al baile, por favor, y muere.
¿Quién podría leer un cuerpo que ha sufrido la muerte definitiva, amor? Piénsalo.
—Empiezo a odiar los acertijos. —Nigel sintió un mareo. El mundo giraba lentamente a su alrededor.
Yo también formo parte del acertijo. Como todos. Hasta pronto, amor mío.
—¡Todavía no!
Adiós.
Aguantó la larga noche. Sus índices corporales se habían recuperado parcialmente. Eran inconstantes y el índice que él observaba con mayor cuidado había bajado tres puntos más.
Suspiró, alegrándose por un instante de que Nikka no estuviera allí para preocuparse, y luego sintió todo el peso de las circunstancias. En medio de la fiebre y los amargos remordimientos, tuvo pensamientos de una profundidad abisal.
Algo lo había arrojado a gran distancia por la Vía donde habían estado. Lo descubrió al trepar a un pico de inestable piedra de tiempo y mirar por encima de una capa de nubes verdosas. Reconoció el terreno que había ocupado su granja y decidió regresar allí. Tardó más de lo que esperaba, con el brazo roto, y al final apresuró el paso.
Al principio la granja parecía desierta. Se sentó a la gran mesa del comedor, y la habitación parecía llena de fantasmas tan tangibles como Alexandria. Fue entonces cuando apareció aquella criatura.
Se quedó quieto.
La criatura tenía dos piernas y dos brazos, pero allí terminaba toda semejanza…
¿Humana? No, lo supo al instante.
Espectral, silenciosa, irradiaba extrañeza como una onda helada.
Nigel notó que los sistemas electrónicos de su cuerpo funcionaban de nuevo. Le ayudaron un poco con el brazo fracturado. La criatura se movía deprisa. Los dispositivos electrónicos de Nigel emitieron una turbadora fluorescencia en respuesta, inundándole las retinas con deslumbrantes fuegos de artificio. Súbitamente lo percibió todo en un estallido prolongado.