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legaron al extremo de su trayectoria curva por el esti. A la vista de los datos, Nikka declaró:
—Nos hemos atascado en un bache.
—¿Y eso qué significa?
Nigel salió a la familiaridad local de su granja. Más allá se extendían tierras de extrañas sombras.
—Estamos varados. El vórtice vira aquí —sonrió, tranquilizando a su familia con su tono jocoso— y el esti empieza a curvarse en sentido opuesto. A partir de ahora regresaremos.
—¡Vamos a casa! —exclamó la alborozada Angelina, batiendo palmas.
—¿Pero? —preguntó Nigel.
Nikka cabeceó consternada.
—Pero… estamos atrapados aquí, en el punto de inflexión. Recorremos una y otra vez el mismo intervalo de tiempo.
—Patinando en el espacio-tiempo. —Nigel le dio vueltas a la idea.
Caminaron hasta el linde de sus tierras. En lo que parecía ser una masa sólida Nigel vio hojas claras y sombras azules, como si en alguna parte se pusiera un sol. Hojas radiantes bailaban como si reflejaran la luz bajo la ondeante superficie de un lago, como si la claridad del verano penetrara en una profunda caverna submarina. Y mientras él miraba, todo se repetía, una y otra vez.
Era desconcertante, y a punto estuvo de perder el equilibrio, como un hombre que al aproximarse a un precipicio siente las piernas flojas aunque pise terreno sólido. Una simple corteza lo salvaguardaba de un abismo.
—Atravesamos el mismo momento —le susurró Ito—. Una y otra vez.
—¡Maldición! —Benjamín no sentía la menor fascinación. Sólo quería ir a casa.
La escena dio un salto. Surgieron colinas erizadas de rocas desnudas. En sucesivas imágenes espasmódicas vieron cómo las laderas sufrían el paso del tiempo, cómo se abrían grietas en ellas. Los picos se erosionaban, los cerros se fragmentaban, brotaban extrañas agujas de gélido color azul. Glaciares turbadoramente verdes se deslizaban por los valles. Nigel notó que no eran glaciares sino un fluido inmensamente frío, en la muerte terminal del futuro más remoto. Estaban viendo aquellas tajadas de tiempo donde la información todavía podía formar paquetes, cuñas de instantes recogidos de una inmensa extensión de tiempo. Podían escrutar inmensidades resbaladizas que carcomían montañas y se disolvían en la nada, pues estaban presenciando una física y una dinámica que quedaba más allá de los confines del tiempo humano.
Súbitamente regresaron al mismo momento incesante que habían visto antes. Habían dado un gran brinco hacia delante, luego hacia atrás. Miraron un rato aquel repetido intervalo, pero no sucedió nada más.
—Mamá… ¿qué haremos para salir del atasco? —preguntó Angelina.
—No haremos nada. —Nikka miró la piedra de tiempo que se curvaba sin cesar, como un montón de víboras viscosas—. Esperaremos.
—¿Cuánto tiempo? —Benjamín miró con disgusto aquella efervescencia.
Nigel se preguntó con desgana si esa pregunta tenía sentido cuando el tiempo giraba en círculos. Y también el espacio. Los mismos riscos se elevaban y descendían, se elevaban y descendían. Pero su pequeña cuña de esti seguía por su propio eje temporal. Al menos así parecía. ¿Cómo saberlo? Empezaba a dolerle la cabeza.
—Me temo que esto es una variable estocástica, irreductible —dijo Nikka.
—¡Aquí todo es caótico! —estalló Nigel.
Nikka sonrió.
—Excepto tú. Tú eres totalmente previsible.
Todos se echaron a reír, pero no les pareció tan gracioso al cabo de varios días de tensa espera.
Entonces los acontecimientos externos cambiaron.
El aire se enfrió con una crudeza repentina que ningún ámbito planetario podía imitar. Y sin causa aparente, el terreno comenzó a evolucionar más allá de la encapsulada granja.
—¿Ha terminado el atasco? —exclamó Angelina, excitada.
—No lo sé —musitó Nikka, con profundas arrugas de preocupación en torno a los ojos—. Parece que el tiempo exterior se está acelerando.
—¿Estamos fijos en el espacio pero nos deslizamos en el tiempo? —preguntó Ito.
—Así parece —dijo Nikka.
Al parecer allí la física era ante todo una cuestión de opinión.
La turbulenta e inestable piedra de tiempo se movía como antes cuando llegaba un «despuntar», y al siguiente amanecer hubo valles, suelo, vida vegetal. Fuerzas ignotas hendían y trabajaban la tierra mientras se manifestaban otros fenómenos: chubascos, olor a salvia, carne curándose en un saladero distante.
Las aguas de la tormenta formaron arroyos y ríos lentos bordeados por árboles copudos. Retazos de suelo se elevaban hacia un cielo moteado. Se formaban a ojos vistas crestas escarpadas, cuyas cumbres horadaban nubes algodonosas.
Se internaron con cautela en ese nuevo paraje. Criaturas de forma extraña correteaban entre las rocas, bailando sobre patas acolchadas como si el calor del suelo fuera insoportable. Los Walmsley bajaron una cuesta y vieron casas de troncos al pie de cerros empinados, ventanas iluminadas, volutas de humo crepuscular escapando de las chimeneas, cubriendo los tejados y flameando como banderas valle abajo. Entraron por una hendidura en una cuenca penumbrosa y vieron una ciudad, semejante a una lluvia de chispas cayendo desde un fuego invisible, puntos de luz multiplicándose en la opacidad del esti. Pero no vieron gente. Nigel comprendió que aquella construcción avanzaba a rastras hacia ellos. Una ciudad viviente.
Se preguntó qué contendría. ¿Había todavía algo que pudiera sorprender a un viejo como él? ¿Un lugar que pudiera asombrarlo y aun así dejarle dormir en paz?
Cabeceando amargamente, pensó que por la mañana aún despertaría con la vieja gárgola de sus miedos oprimiéndole el pecho, escrutándole el rostro con su sonrisa desdentada y triunfal.
Abruptamente la piedra de tiempo asomó por el suelo. Se rajó y ardió, mordiendo la tierra con dientes afilados. Huyeron de regreso a sus tierras, y apenas lograron llegar.
Poco después apareció el Mec Gris.