12 - Respeto renuente

M

ientras se dirigían a la audiencia con la presidenta, entrevieron partes de la ciudad. Un templo que albergaba un pelo de la barba de un profeta de nombre olvidado. Carne asada al aire libre, macerada en polvo y moscas. Una iglesia hecha totalmente de tela. Uno de los efectos de los lugares religiosos, señaló Nikka, era que algunos eran tan absurdos que por asociación todo el conjunto caía en el descrédito. A Tonogan, que los escoltaba, le ofendió que considerasen esos edificios sólo como ejemplos de arquitectura excéntrica. Nigel recordaba que la reacción de su madre era similar cuando él expresaba su opinión sobre las ideas de la Iglesia anglicana.

La presidenta estaba aún menos complacida.

—Podría examinar el cuerpo que encontraron en tu pozo de ventilación, ¿sabes?

—Sí, ojalá lo hicieras —respondió Nigel—. Gritaba espantosamente. Despertó a los vecinos. ¿Conocido tuyo?

—Difícilmente…

—Mi hijo encontró un aparato que llevaba.

Nigel le mostró un instrumento formado por enigmáticas cajitas negras.

—No entiendo…

—Te preguntarás para qué sirve, ¿verdad?

Según las extrañas costumbres de aquel lugar, al haber matado a un agente de la presidenta se habían ganado un renuente respeto, incluso cierta protección. La gente que mencionaba el hecho parecía considerarlo más un osado movimiento de ajedrez que un acto de violencia, algo más digno de aplauso que merecedor de venganza. El código también determinaba que los matones enviados para humillarlo no tuvieran mejoras físicas, como Tonogan: un vestigio de la noción de pelea justa propia del siglo XX.

Toda época tiene sus rarezas, pero Nikka había señalado que una constante de las poblaciones urbanas era la adopción de una versión refinada de ciertos actos delictivos. Esta teoría había inducido a Nigel a tener la audacia de provocar a Tonogan cuando esta fue a visitarlos. La treta de los Walmsley había sido una travesura en cierto modo admirable.

La corpulenta mujer púrpura se acomodó en su diván y los miró desdeñosamente.

—Os haré una oferta razonable por vuestra propiedad.

—Sólo queremos lo necesario para irnos de aquí —dijo Nikka—. Queremos conservar nuestros edificios.

—¿Por qué? No podéis costearos el viaje de regreso a vuestra Vía.

—Queremos los edificios y basta —declaró Ito. La familia lo había decidido y Nigel notó complacido que Ito daba a entender que no podían separarlos, como había intentado Tonogan.

Nikka dijo, más directa:

—Si no podemos comprar un tránsito breve, ¿qué hay de uno largo?

La presidenta, cuyo rostro parecía normalmente un pastel de pasas, quedó pasmada.

—¿Cómo lograsteis…?

—Los viejos no son del todo inútiles —dijo animadamente Nikka—. Estuve curioseando.

—Con curiosidad carnívora —añadió Nigel—. Descubrió que la densidad de energía es mayor cuanto más curvo es el agujero de gusano.

Nikka asintió.

—Y el coste del tránsito depende de la densidad de energía.

—Mmm. —La presidenta frunció los labios—. No creía que fueras capaz de deducirlo.

—Ofrécenos condiciones. Queremos… —Nikka enumeró una larga lista, encabezada por un motor de causalidad polarizado.

—¿Comprendes que tendréis que dar varios saltos, alejándoos cada vez más en las cords esti? ¿Y luego varios de regreso?

La presidenta parecía francamente interesada; no sólo buscaba una ventaja.

—También necesitaremos dermotrajes —confirmó Nikka.

—¿De veras queréis correr ese riesgo? —preguntó la presidenta con un cabeceo.

—Debemos hacerlo —dijo Angelina—. Queremos ir a casa.

Nigel asintió, sin atreverse a hablar. Notaba que ese era el momento crucial. A casa. De regreso a un mundo comprensible, fuera del gran escenario. Al menos de momento. Algo le decía que pronto volvería a participar en las fintas de terrícolas, mecánicos y Antiguos. Pero no ahora. No mientras tuviera una familia y horizontes dichosamente finitos.

La presidenta les echó una ojeada.

—Sois más valientes de lo que parecéis.

Aprobó los detalles económicos con una rapidez y un fingido desinterés que enmascaraba una derrota desagradable. No porque los Walmsley hubieran hecho mella en su mundo de burócrata, Nigel estaba seguro. En tal caso no habrían sobrevivido. A veces, pensaba Nigel, era más útil ser irritante, mientras a uno no lo aplastaran como a un insecto molesto.

Cerrado el trato, la presidenta fue cordial. Con gestos amanerados —al parecer parte de un ritual que indicaba el éxito de una negociación— se acomodó en una hamaca en espiral —al parecer signo de informalidad— y comentó:

—Nadie había escogido esto nunca.

—¿Por qué? —preguntó Nigel—. No somos tan brillantes. Es una opción obvia.

—Obvia, sí. Pero peligrosa, y nadie lo ha intentado.

Nikka parecía fatigada.

—¿Tan peligroso es internarse en las cords?

—Nosotros, los de esta ciudad y Vía, sabemos más que vosotros. —La presidenta frunció la nariz—. Hemos visto los cuerpos.