P
odían presentarse con cualquier clase de material de alta tecnología, por supuesto. Artilugios incomprensibles. Así que Nigel optó por la baja tecnología.
Había cacharros de cerámica tirados en los pasillos —los modales de la gente no mejoraban nunca— y él los juntó en un saco para llevárselos a casa. Con una cuchara dentro serían una alarma sencilla y rudimentaria que quizá funcionara.
—Podría encargarme de asegurar mejor las puertas y ventanas —sugirió Nikka.
—Las cerraduras sólo son útiles contra los chapuceros.
—¿Y si intentan algo cuando estemos trabajando?
—Estamos demasiado desperdigados, en diferentes cuadrillas.
—¿Crees que intentarán hacer algo con toda la familia? ¿Y aquí?
Nigel reflexionó.
—No, a menos que juzgue mal a esa mujer monstruosa. Hará algo para humillarme y amansar al resto.
Nikka se echó hacia atrás, sorprendida, apartándose de la mesa desvencijada y entrelazando las manos con una tensión que su rostro nunca evidenciaba. Nigel recordó que Nikka lo había atraído precisamente por su autodominio.
—¿Te darán una paliza delante de nosotros?
Era exactamente lo que Nigel pensaba. Algunos métodos simplemente no podían mejorarse. Esta era una cultura extraña, sí, pero él comenzaba a entenderla. Aun así, para aplacar los temores de Nikka, comentó:
—Demasiado obvio.
—¿Algún truco tecnológico?
—Un sujeto de mi cuadrilla de trabajo me contó que esos bastones blancos que lleva la policía son proyectores acústicos. El disco de la punta emite una onda en la frecuencia de respuesta de los músculos.
Nikka se estremeció. Odiaba la descripción de la violencia, aunque podía controlarse en caso de necesidad.
—Suena espantoso.
—Habitualmente lo sintonizan con la frecuencia del esfínter.
Ella hizo una mueca. Él se rio.
Ahora estaban siempre cansados. No tanto físicamente —antes trabajaban muchas horas en el huerto y bailaban por la noche— como por la incertidumbre y la amargura. Sus dormitorios eran estrechos, desnudos y sofocantes. La única sala de cierto tamaño era la de estar, a la que se accedía desde un corredor fétido. Un agujero deprimente.
Tal vez una visita cuando estuvieran durmiendo. Eine Kleine Nachtmusik, como lo había llamado Mozart, muerto más de treinta mil años atrás. Una pequeña serenata nocturna.
Nigel no veía otra manera de entrar que por la desvencijada puerta y las dos ventanas que daban sobre el pozo de ventilación. Estaban en un décimo piso y el pozo de metal desnudo era un camino improbable. Sabía por experiencia que los matones eran perezosos.
El truco de la cuchara sólo les serviría de advertencia. ¿Con qué defensa contaban? No tenían más armas que un cuchillo de cocina.
A pesar de las protestas de todos, Nigel se habituó a dormir en un jergón junto a la puerta delantera. La puerta se abría hacia el jergón, pero el suelo era desigual y la detenía antes de que llegara a tocarlo.
No le importaba dormir así, aunque echaba de menos el suave abrazo de Nikka. El jergón era bastante grueso para sus articulaciones nudosas y lejos de las ventanas oía menos el bullicio constante que llegaba por el pozo de ventilación. Durmió allí una semana. Dormía cada vez más profundamente porque el trabajo y la creciente desesperanza lo fatigaban cada vez más. Despertó una noche; pensaba sombríamente hasta dónde iba a llegar todo aquello cuando oyó un tintineo: un bote y una cuchara emitieron su musiquita. El roce de la puerta tal vez lo había despertado de un sueño espasmódico.
Se levantó deprisa. Ellos tendrían equipo infrarrojo, aunque la puerta lo protegía. Por otra parte, él no tenía nada y no sabía dónde estaban. Se aplastó contra la puerta. Ningún ruido. Tal vez pensaban que nadie se despertaría y que así podrían llevar a cabo su plan.
¿Ellos? Algo le decía que se trataba de una sola persona. Un jadeo a la derecha. Eso concordaba con la probabilidad de una tunda humillante, más aún si era obra de un solo matón. Quizás el sujeto usara un paralizador para inmovilizar al resto de la familia.
¿Dónde estaba? Nada se había movido después de la alarma. El corazón de Nigel palpitaba con ritmo acelerado. Trató de dominar la respiración, se refugió en la oscuridad.
Recuerda que eres viejo y tienes poca resistencia. Lo mejor es un trabajo rápido.
Allí, una sombra rápida. Nigel se lanzó contra la espalda del hombre, lo golpeó y lo empujó hacia delante.
No tenía sentido tratar de herirlo. Lo rodeó rápidamente con los brazos. No le dejó usar las manos. Algo cayó al suelo. Tal vez el paralizador.
Cabeza abajo, manteniéndolo en la dirección que seguía antes. Otro paso. Un empellón. Otro. El hombre movió las piernas tratando de recobrar el equilibrio, de detenerse. Corrección de curso, vuelta a la izquierda. Hacia el rectángulo de luz. Nigel sabía que el otro podía tumbarlo con una llave, pero si mantenía la velocidad…
Hacia la ventana. Al suave resplandor se veía que el hombre era corpulento y buscaba algo en su cadera. Una pistola, tal vez.
Sin pausa, Nigel lo alzó con los brazos. El hombre trató de girar pero el ímpetu era irresistible. Cayó contra el alféizar de la ventana.
Era pesado y macizo, pero logró girar sobre el alféizar. Nigel no logró sostenerlo y el hombre le asestó un puñetazo en la boca. Se tambaleó. Gusto a sangre. Un segundo puñetazo lo tumbó. El hombre todavía estaba apoyado en la ventana. Jadeó al notar que estaba previsoramente abierta.
Nigel se lanzó hacia delante. El hombre reaccionó deprisa y le golpeó la garganta. Lo único que Nigel tenía a su favor era la cinética. No dejó que el golpe lo detuviera y embistió al hombre. Aferró el marco de la ventana para detenerse.
El hombre no pudo aferrarse. Cayó. Corto y fuera, pensó Nigel.
Recibido. Afirmativo, corto y fuera. Nunca olvidaba esa jerga de la juventud. El cuerpo caía, encogiéndose en la oscuridad. Un alarido retumbó en el metal.
Un golpe blando. Luego nada. Bajo el fulgor rojizo de la ciudad que se curvaba en el horizonte, Nigel vio sombras que correteaban abajo.
¿El equipo de refuerzo? Bien, parecían haber perdido interés.
Oyó un ruido a sus espaldas, Ito cerrando la puerta. Cualquiera que lo intentara de nuevo se encontraría con una familia armada con toda clase de instrumentos romos.
Suspiró. Satisfactorio. La vista desde allí debía de ser maravillosa cuando había luz. Nunca había tenido descansos a las horas en que la piedra de tiempo resplandecía, inundando la ciudad con un torrente de luz y calor. Pero con buena iluminación él no habría podido salirse con la suya. Todo tenía su compensación. Sentía el fulgor húmedo de la piedra de tiempo en las mejillas, pero no sentía el menor remordimiento. Tal vez la madurez era eso. Curiosamente, visto desde fuera podía parecer insensibilidad. Tal vez uno era siempre injusto cuando juzgaba a los demás.
Pensó en ello, atento a los ruidos procedentes de la oscuridad. No llegó a ninguna conclusión. Rara vez lo hacía. Tal vez eso también fuera madurez.