I
to hacía su trabajo, conectando algunos tubos, y entretanto miraba en silencio a lo lejos.
Cuando no pudo esperar más, Nigel preguntó:
—De acuerdo, ¿qué pasa?
—¿Tienes que preguntármelo?
—No soy rápido para las sutilezas.
—¿Sutilezas? El mejor modo de llamar tu atención es con un garrote.
Hacía semanas que realizaban tareas serviles, alzando esto, limpiando lo otro. Cumpliendo tiempo de castigo para la presidenta, había dicho Tonogan. Era evidente que en esa Vía la mujer púrpura lo dirigía todo con mano de hierro, por motivos que aún resultaban oscuros para Nigel. Y se había visto forzado a reconocer que ella cargaba sobre sus espaldas con todo lo que allí consideraban ley.
Nigel suspiró y pegó dos tubos con sellador. Por muy avanzada que fuera la tecnología, siempre había que sudar para poner la terca materia en su lugar. Ni legiones de robots o de animales modificados podían reemplazar las manos diestras del hombre.
Era hora de repetir de nuevo sus disculpas.
—Hijo, lamento haberte metido en esto.
—Mira, he oído un rumor —dijo Ito.
Nigel sacudió la cabeza con fatiga. Se sentía derrotado, estaba amargado.
—No estoy de humor para rumores.
Hacía tiempo que había problemas entre Ito y Nigel. Su mal trato con la presidenta no había mejorado la creciente tensión —inevitable, suponía— entre él y un hijo mayor que se aproximaba a la edad adulta.
La disciplina impuesta por la callada e impasible policía de la presidenta había sublevado a Ito. Malos tratos. Despertares abruptos. Largos días de trabajo agotador. Comidas precipitadas. Poca intimidad en el estrecho apartamento que les habían asignado, en una casa abarrotada. Ningún descanso. Ninguna oportunidad de librarse del toque de queda, de la severa disciplina, de los rígidos horarios. Ningún acceso a ningún medio, ningún contacto con gente común, salvo para recoger su basura.
Angelina y Benjamin lo sabían soportar. Nigel y Nikka también podían resistir el castigo, pero su hijo mayor se había rebelado contra sus «escoltas» policiales. Se había negado a limpiar mugre cuando se rompían las cañerías, maldecía en respuesta a las órdenes. Así que la impasible policía le había propinado golpes, lo había aguijoneado con picanas neuronales, le había aplicado un «tratamiento» que le agarrotó los músculos en vibrantes manojos contraídos, siempre sonriendo. Eso no había contribuido a mejorar el estado de ánimo de Ito.
No era un futuro utópico, no.
Pero desde luego era el futuro. La ciudad que veían desde los callejones donde trabajaban era extraña y fabulosa. Por lo que podían discernir, el complejo estaba estratificado, con una capa superior que revelaba las tecnomaravillas, una vasta mayoría opulenta, y una casta inferior que hacía el trabajo sucio. No era precisamente una idea nueva.
Había tecnologías que no existían en ninguna parte del esti de su época, Nikka y Nigel estaban seguros de ello. El Mec Gris los había arrojado a un futuro alejado de las comodidades que conocían.
—Según ese rumor, quizá la presidenta nos escuche de nuevo —insistió Ito.
Nigel estudió el rostro de su hijo, tratando de pensar con claridad a pesar del creciente dolor que sentía en la espalda de tanto estar agachado, y de la fatiga que lo invadía. Aún le quedaba una hora de su jornada laboral.
—No estás hablando de un rumor. ¿Quién te lo dijo?
Ito se acarició nerviosamente el cabello grasiento.
—Tonogan. Quiere verte.
—¿Has estado negociando con ella?
—No exactamente.
—¿No?
—Bien, un poco.
—La familia tiene que hablar con una sola voz, como bien sabes.
Ito se mordió el labio.
—Bien, tú no estás haciendo nada.
—Estoy esperando a que se decida.
—Su espera es más cómoda que la nuestra.
—Ella quiere nuestra propiedad. Tal vez valga mucho más de lo que nosotros creemos.
Ito torció la boca con disgusto.
—¿Cómo podemos saber qué creer? Nos pasamos todo el día en sótanos y callejones, deslomándonos, sin obtener nada…
Nigel se sentó en un bote de basura y pateó una botella marrón vacía. Nunca hubiese pensado que en el futuro remoto habría residuos tan comunes que resultarían reconocibles para un campesino medieval.
—Cierto —concedió—, no está saliendo bien. Esa presidenta (qué nombre tan insulso para una tirana) parece estar limitada por lo que aquí llaman ley. No puede adueñarse de lo que quiere y cuando quiere. Hay procedimientos.
—No veo que nosotros tengamos derechos.
—El funcionamiento de este lugar parece basarse más en la intimidación que en los derechos.
Ito rio entre dientes.
—Con un toque de cortés brutalidad, sin duda.
Nigel asintió. La familia se estaba deprimiendo y la presidenta podía recurrir a tecnicismos legales para mantenerla indefinidamente en aquella situación.
—Papá, aquí no estás bien. Esa caída que tuviste la semana pasada fue de consideración y veo que todavía cojeas…
—Apenas lo notaba.
Un constante dolor sordo en su pierna izquierda nunca lo abandonaba. Por alguna razón, no había pensado que en el futuro lejano todavía habría dolor. Demasiadas visiones rosadas de Walt Disney, pensó. ¿En esa extraña ciudad alguien reconocería ese antiguo nombre? Claro que no.
—Así que decidí hablar con Tonogan…
—Sin contárselo a nadie. Rompiendo la tradición familiar de…
—Tú no hacías nada para…
—Silencio.
Tonogan se acercaba por el callejón. Vestía ropa color gris oscuro, y se daba golpecitos en el muslo con una fusta. Nigel le advirtió a Ito que fuera prudente.
—Por lo que ha dicho tu hijo —dijo ella—, deduzco que estás dispuesto a reanudar las negociaciones.
—Llegas justo a tiempo —dijo Nigel, irguiéndose—. Estaba a punto de irme al gimnasio a hacer ejercicio.
—Muy gracioso. Recuerda que tengo tus índices médicos.
—No hay mucha intimidad en este sitio, ¿verdad? —le preguntó Nigel a su hijo en tono jocoso.
Tonogan ignoró el sarcasmo, y añadió:
—Los cuales incluyen los factores de fatiga.
—Vaya. Pues debemos agradecerte este estimulante programa de ejercicios. Nos estamos poniendo en muy buena forma.
—Serías gracioso si tu situación no fuera tan patética.
—Lamentablemente, no puedo decir lo mismo de ti.
Tonogan se sentó de mal humor en otro bote de basura y dijo que quería explicar «ciertas cosas». Nigel miró de soslayo a su hijo, instándolo a ser cauto.
Nigel tuvo pronto la certeza de que Tonogan le tendía una trampa. Y sin demasiada sutileza. La codicia enturbiaba aun las mentes más agudas.
Se tomó su tiempo, divertido por la impaciencia de la mujer. Sabía que se establecería un contacto, pero no sospechaba que Ito sería el mediador. Aun así, Nikka había predicho acertadamente la conducta de Tonogan, una semana antes. A pesar de la fatiga de Nigel, ella intentaría seducirlo, tal vez le ofrecería un trago. Y se lo estaba ofreciendo, en un termo. Luego, con vehemencia, con grandes muestras de preocupación, le haría una advertencia.
—No sé si puedo protegerte de la presidenta.
—¿Quién podría?
—Nadie la ha insultado jamás de ese modo. Y mucho menos la ha golpeado y ha vivido para contarlo.
—Alguna zurra le habrán dado, al menos su madre. Tal vez tú, ¿eh?
Enarcó las cejas, un pícaro gesto siglo veinte, para ver si se traducía a través del abismo cultural.
—¡No bromees así! —Una mueca de rechazo, poco convincente—. Pudo haberte matado al instante.
—Pudo haberlo intentado.
—Es una mujer muy peligrosa. Puedo ayudarte con ella, sin embargo. Le dije que tu intención no era mala.
—Pero lo era.
—¡No sabes lo que haces!
—Dile que quiero una disculpa.
—Eres forastero, pero eso no es excusa.
Tonogan puso los ojos en blanco con expresividad excesiva. Sobreactuación. Nigel bostezó.
—Escucha, hablé con ella, la calmé. Dijo que aceptaría algunos de tus bienes a cambio de tu vida.
—¿Bienes?
Un gesto de indiferencia.
—Algunos de tus artilugios pueden ser valiosos… bien, un poco.
—Mmm. ¿Es su última oferta?
—Así es. Tienes un día estándar para dar tu consentimiento. De lo contrario, no tendrá piedad.
—Entiendo. Dile que le hago la misma oferta.
—¿Qué? —Incredulidad, esta vez genuina.
—Dame alguna bagatela y no la mataré.
—Estás loco.
—Así estaremos igualados. Yo no la mato a ella y ella no me mata a mí. Diremos que también estamos igualados con las bagatelas.
—Los insultos son peligrosos aquí. No sé de dónde has sacado esa absurda historia sobre la Tierra pero no puedes hablar así, vengas de donde vengas. ¡Y golpear a la presidenta!
Tonogan se estaba acalorando e incluso parecía creerse lo que decía. Decía cosas asombrosas. Nigel no tenía en cuenta que la gente cree en las cosas más ridículas simplemente porque otros creen en ellas. En la autoridad absoluta de una gorda con una túnica, por ejemplo.
—Papá, déjate de bromas —intervino Ito—. Esta presidenta es la que manda aquí, pese a su apariencia.
Nigel miró a su hijo.
—Pero lo que dice me hace dudar de su equilibrio mental. El sistema político que tienen aquí apesta.
Tonogan se mordisqueó el labio inferior con sus perfectos dientes amarillos y Nigel notó que había acertado. Hasta los sicarios de la presidenta pensaban de ella que estaba chiflada. El momento pasó y Tonogan dijo:
—Yo no debería hablar de estas cosas, supongo, pero… te torturará antes de matarte, ¿no lo comprendes?
Nigel puso cara larga. Conque las cosas eran peores de lo que creía. Sacudió la cabeza. Tal vez la advertencia de Ito había sido un buen consejo. Bien, era demasiado tarde.
—Y a todos tus amigos —añadió Tonogan.
—Parientes, en realidad. Ve a darle mi mensaje.
—¡Tus hijos! Ella…
—Ve —repitió Nigel, señalando el camino.