E
l cuerpo que encontró Angelina había sufrido una larga agonía.
Angelina vio un pequeño ciclón de aves que aleteaban sobre una encrespada franja de roca ardiente y fue a mirar. Las pequeñas aves de cuatro alas eran depredadores sólo en bandada, nunca a solas. Flotaban sobre la cálida corriente que surgía de la espesa sopa de roca anaranjada, mirando hacia abajo con voraz intensidad.
El cuerpo roto se movía de cuando en cuando y las aves se elevaban un poco, un reflejo nacido de una larga evolución, pues si la presa revivía podía resultar peligrosa. Su coraje era puramente colectivo. Habrían huido en desbandada de no ser por la calma que les infundía, por mandato genético, el rumor de su vuelo en círculos.
Angelina encontró el cuerpo encorvado, con las piernas y el pecho quebrados. Era una mujer, con un vestido rojo sencillo. El tejido flexible estaba desgarrado y embadurnado de sangre parda. Al arrodillarse para ayudarla, Angelina sintió el olor cobrizo de la sangre fresca y vio el temblor de un párpado. Un vendaje enrojecido cubría la sien de la mujer.
Angelina transmitió una rápida alerta a sus hermanos Benjamin e Ito, que acudieron desde la casa, situada a una hora de marcha. Recorrieron esa distancia a la carrera y en mucho menos tiempo, llevando angarillas y medicamentos.
Angelina había detenido la hemorragia con un torniquete, pero la mujer estaba débil por el calor y la deshidratación, además de por las muchas heridas: una magulladura roja en el pecho, la barbilla hundida, el brazo derecho roto, con el hueso expuesto.
La acostaron en las angarillas y le recompusieron el brazo antes de trasladarla por el accidentado terreno. Sólo entonces la torre que los sobrevolaba se dispersó; centenares de pájaros entonaron un gorjeo decepcionado. Algunos todavía seguían a los humanos, pues los exploradores también formaban parte de las lecciones genéticas colectivas.
Les costó llegar a un terreno más seguro, y fue entonces cuando sospecharon el origen de la moribunda. Era difícil mantener el equilibrio. Por la fuerza de la costumbre, consideraban roca la materia sólida donde apoyaban las botas, pero sabían que aquella capa reluciente y resbaladiza era esti, una forma compacta de espacio-tiempo. El esti podía ser firme y denso un instante y al siguiente disolverse en un difuso velo de bruma. Vital y duradero pero flexible, se regía por sus propias leyes, imposibles de conocer, o al menos desconocidas para los humanos de esa época.
Mientras se turnaban para transportar el cuerpo inerte, los inquietaba un presentimiento. Esa mujer había irrumpido en su limitado mundo como una bengala, una advertencia. Abría nuevamente las puertas a la especulación, pues conocían historias de personas arrojadas por el esti desde lugares y épocas de peligro y promisión. No mencionaron esos turbadores pensamientos, pero los embargaba la desazón.
Los humanos habían vivido mucho tiempo en el esti, adaptándose a ese entorno que modelaba su mundo. Pero el esti también era un enemigo de espíritu caprichoso, casi vengativo. Se deslizaba bajo sus botas mientras llevaban a la mujer, de cuyas muchas heridas todavía manaba sangre y pus. Relámpagos azulados rasgaban el aire. Caprichosas fuerzas eléctricas les tironeaban de la manga como vientos fugitivos.
Llegaron a su desvencijada casa. Su padre, Nigel, había regresado del huerto. Frunció el ceño cuando vio a la herida. Su madre Nikka ya había activado el equipo médico, reluciente y en buen uso a pesar de sus años, pero para entonces quedaban pocas esperanzas.
La mujer jadeaba y se ahogaba, y su aliento caliente le silbaba entre los dientes rotos. Chasqueó un momento los labios como si saborease el olor de la casa: tréboles y ajo, flores marchitas, trapos húmedos, una sopa espesa hirviendo todo el día en la marmita, un penetrante olor a madera matizado por el del aceite que la untaba.
Entonces su conmoción habló por ella, arrancando murmullos ahogados y gritos roncos de su garganta seca.
—Cielo… ardiendo… ohkan… okkan… ¡marchaos de aquí!
Los Walmsley se miraron.
—Los demás nunca podían hablar —susurró Nikka.
—Y apuesto a que ella no lo hará por mucho tiempo —dijo Nigel.
Le disgustaba todo lo que perturbaba su apacible mundo, el rústico refugio que Nikka y él habían construido. Terrícolas, mecs, Antiguos: sus batallas se libraban lejos de allí, en otras Vías, o entre las febriles estrellas. Esa mujer le recordaba todo aquello.
Pero él había escogido aquel lugar para su granja. Sabía que los puntos de erupción del esti eran importantes. En cierto modo no quería apartarse totalmente de lo que sucedía.
La mujer se calmó un rato. La rodearon, siguiendo las instrucciones de la inteligencia artificial, que hablaba en tono tranquilizador. El programa tenía una falsa nota de compasión que irritaba a Nigel, pero para la familia resultaba tranquilizador.
Nikka vio el bulto en el disco óptico de la mujer. Papiledema, explicó la tranquilizadora voz del ordenador, mencionando graves daños en el enorme cráneo de la mujer. Tenía fracturas en todo el cuerpo, como si la hubieran pisoteado sistemáticamente: costillas, caderas y tibias fracturadas; dedos de los pies arrancados; vasos sanguíneos reventados y cauterizados por un fuego abrasador. Nadie sabía cómo sanar esas cosas al instante y el ordenador no aventuraba ninguna conjetura sobre su posible causa. Mientras hacían una lista de las heridas y curaban lo que podían, la mujer ladró ásperamente. Abrió los ojos, como movida por una descarga, y se sentó.
—Mec Gris… sabe… llegó al… cielo… fuego, fuego.
Bostezó, abriendo mucho las mandíbulas por el repentino dolor, y luego se relajó por completo. Cuando apoyó la cabeza en la almohada, sus funciones vitales habían cesado por completo.
No pudieron devolver a su cuerpo ni una chispa de vida. Tenía la mente destruida. Pusieron en práctica las medidas que podían recuperar un fragmento de la mujer, haciendo circular la sangre con una bomba insertada en el sistema circulatorio, leyendo su mapa cortical.
—Del esti —dijo Nigel mientras trabajaban.
—Y mencionó al Mec Gris —añadió Benjamin. Se miraron sombríamente.
Nigel activó el programa de diagnóstico, pero se mantuvo a distancia. Había visto muchos heridos en su vida y no compartía la fascinación de sus hijos.
—Salió del agujero de gusano, ¿verdad? Igual que hace tiempo.
Benjamin, el hijo menor, torció la boca dubitativamente.
—¿Ese cuerpo también estaba muerto?
—Un hombre que vive cerca de aquí, Ortega, lo encontró colgando de una especie de esfera de niebla, según dijo. —Nigel ya era muy viejo (tenía unos cuatrocientos años terrícolas, según sus cálculos) pero recordaba muy bien. Recorría con cautela aquel territorio, pues le despertaba dudas sobre sí mismo, sobre quién había sido tiempo atrás, sobre aquello que el abismo de los siglos había devorado. Dejó de pensar en ello y continuó—: Es el único caso que he oído mencionar por aquí, pero ha habido más en la historia del esti.
—¿De ese lugar tembloroso de la Vía? —Benjamin sacudió la cabeza—. Pero los gusanos son como bolas, esferas, no como agujeros en la pared.
—Es verdad —dijo Nikka—. Pero los gusanos penetran mejor en el esti compacto. Allí disponen de más energía libre, al menos en teoría.
Benjamin dejó de trabajar y apoyó la mano en la mesa cubierta de sangre.
—¿Conque esta mujer atravesó un gusano? Creí que las presiones internas eran increíbles.
—Lo son. El cuerpo que encontró Ortega estaba estirado, triturado. Venía de tiempo arriba —le dijo Nigel.
—¿Muerte definitiva? —preguntó Benjamin fascinado.
—Algunos recuerdos, pero nadie pudo formar una Personalidad con ellos.
Nigel pensó en el tiempo y el espacio distantes de donde tal vez procediera esa mujer. Un pasaje de ida a un pasado o futuro desconocidos, un viaje plagado de fuerzas asesinas.
Pero había venido. ¿O la habían enviado?
—Quizá trajera algo —reflexionó.
—¿Pero qué? —preguntó Benjamín, poco convencido. Con dedos largos y huesudos hurgó entre los jirones que habían arrancado del cuerpo—. Aquí sólo hay tela.
Se difundía un penetrante hedor. Ito la estaba limpiando. Las entrañas de la mujer se habían aflojado en el estertor final.
—¿Crees que los Antiguos querrán examinarla?
—Espero que no —dijo Nikka—. Tardarán cuarenta eternidades en mandarnos a alguien.
—Espero que no se pudra rápidamente, como el que encontró Ortega —rezongó Nigel.
—No seas desalmado —replicó Nikka, mirándolo con severidad.
—El respeto por los muertos no significa correr riesgos. —Nigel se avergonzaba de su comentario y se sentía obligado a justificarse.
—¿Protocolos completos? —preguntó Angelina. Era musculosa y robusta, de tanto trabajar en el huerto, y lucía una bonita sonrisa a pesar de las circunstancias.
—Traeré los lectores —dijo ávidamente Benjamín.
Siendo el menor, pues era apenas un adolescente, estaba dispuesto a realizar cualquier tarea para demostrar que no le iba en zaga a su hermana, la hija segunda. Ito había sido así, pero ya había pasado la adolescencia y, a juicio de Nigel, parecía un poco desorientado.
Todos salvo Benjamin habían oído hablar del hombre que encontró Ortega, que se había descompuesto de tal manera —fungosidad que crecía a ojos vistas, esporas que echaban a volar, ojos que despedían vapor— que les había inspirado pesadillas en la infancia. Ni siquiera ahora, ya mayores, querían recordar las descripciones de Nigel: pústulas que brotaban en las carnes del hombre como cúpulas de vidrio, púrpura pútrido y rojo furioso. Habían estallado con detonaciones húmedas, escupiendo gotas esponjosas, tan pegajosas que tuvieron que rasparlas con un cuchillo. Y deprisa, pues buscaban alimento, horadando la carne.
Se apresuraron a realizar las lecturas. Nikka se cercioró de que las almohadillas de inspección estuvieran bien adheridas al cráneo de la mujer. En cuanto terminaron, Benjamin preguntó con falsa calma:
—¿La sepultamos, pues?
—No —aventuró Angelina. Era raro que contradijera a sus hermanos, pero era ella quien había encontrado a la mujer y su expresión decidida indicaba que se sentía dueña y responsable del caso—. ¿Y si los Antiguos la reclaman?
Nigel asintió, para sorpresa de Angelina.
—Cuando se trata con las autoridades, es mejor simplificar las cosas. La última vez Ortega y yo tuvimos que exhumar el cuerpo.
—¿De veras? —jadeó Angelina.
—Los Antiguos creen en la responsabilidad local. O así parece, pues obligan a sus agentes humanos a conducirse de esa manera. Yo era un vecino, así que cavé. Punto. —Nigel se encogió de hombros—. Tuvimos que hacerlo en dermotraje. Hacía calor. Teníamos sed.
Los tres hijos de Walmsley se miraron con inquietud. Su padre nunca les había revelado ese detalle. La expresión de Benjamin indicaba que como hermano menor quería tomar parte en la decisión.
—Esos científicos querrán un informe completo, hacer experimentos, tomar muestras. Ya sabéis cómo son.
—Yo no confiaría en nuestro depósito —comentó Nikka con preocupación—. La podredumbre podría escapar y…
—Devolvámosla al esti —sugirió Angelina.
La idea era sencilla pero desconcertante. Sepultado en tierra, el cuerpo sería recuperable. En el esti, jamás.
Aquella nueva erupción del esti al cabo de años de reposo los había conmocionado. La idea de caminar entre esas cambiantes mareas de no-roca, la piedra de tiempo, era inquietante. Pero Nigel notó que ninguno quería demostrar su preocupación ante los demás. Esa zona del esti era legendaria y los niños temían su promesa de misterio y aventura pero también sentían fascinación por ella. Así que llegaron a un acuerdo.
Primero procesaron las lecturas. Era todo lo que requería la costumbre: un repaso de las vías neurales, de las bóvedas de memoria del córtex cerebral, un inventario que al menos estableciera en líneas generales la identidad de la mujer. Los cuerpos del futuro aparecían en sólo unos cuantos lugares conocidos, y Nigel se había instalado deliberadamente cerca de uno de ellos.
El cuerpo de la mujer ya empezaba a deformarse y rezumaba líquido mientras lo llevaban de regreso a las vertiginosas distorsiones de la rumorosa zona del agujero de gusano, con su olor a ozono. Ito y Angelina lo llevaban en precario equilibrio, temerosos, dispuestos a brincar en cualquier momento. Altas frecuencias zumbaban en el sistema sensorial común, una especie de mecanismo de alarma que los unía. La erupción apenas comenzaba y prometía ser fuerte. Un olor acre cortaba el aire. Vientos de poniente ásperos y calientes les invadían los pulmones y el suelo temblaba amenazadoramente. Llevaban el cuerpo al sitio donde lo habían encontrado, o eso intentaban, pues allí ya se había abierto una grieta gravitatoria. Una polvorienta nube color zafiro se cernía sobre el espumoso esti. El aire tironeaba y empujaba.
Se alejaron de ese polvo danzarín, que se estiraba en cilindros alargados, en lágrimas, formando arabescos, evidenciando que era otra manifestación del futuro remoto. Un crujido agudo, y el esti se curvó y escoró como una balsa en un río rugiente.
Ito se cayó y el cuerpo echó a rodar, moviendo las tiesas extremidades como palillos. Giró en el aire y se zambulló en la fisura espacial. La niebla color zafiro se abrió y se cerró como la boca de un pez bajo el agua, oval e indiferente. Nigel se aferró a sus hijos y observó. El cuerpo pareció disolverse, luego se volvió compacto y sólido de nuevo, antes de fundirse con ese material que sólo unas horas antes era sólida piedra de tiempo. Pronto desapareció. Consumido, tal vez transportado.
—Me pregunto adonde ha ido —murmuró el perplejo Benjamín.
—Se está deslizando por el esti. En tránsito, como dicen los Antiguos —comentó la inquieta Angelina, frotándose los guantes en las piernas como para desembarazarse del cuerpo, de su contacto y su olor. Pero su rostro anguloso revelaba una curiosa y asombrada expectación.
—El viaje hacia ese lado no parece afectarlo —dijo Benjamin.
—Pero algo la afectó antes —dijo Ito—. La mató.
Nigel señaló la casa con el pulgar.
—Este lugar se ablandará y se expandirá. Así sucedió la última vez. Vámonos.