P
ing, chilló la cápsula.
Nikka tenía el semblante tenso bajo la luz reflejada. Un cegador fulgor azul inundaba la grieta. Si había tanto brillo ahí abajo, significaba que furias resplandecientes barrían la cara externa del asteroide. Estaban encerrados en ese refugio improvisado y precario. Una maciza detonación los aplastó contra sus amarras.
—Ahí viene —dijo Nikka—. La onda de choque.
Delgadas lenguas de fuego lamieron la ventana de observación.
A pocos cientos de metros un frenesí ionizado procuraba abatirse sobre ellos, o al menos eso les indicaba su visión antropocéntrica, reflexionó Nigel.
La escalofriante verdad era peor: las desaforadas y abrasadoras energías que escapaban del agujero negro no buscaban a nadie, no significaban nada. Las angustias humanas les resultaban indiferentes. Triturarían la inteligencia y la escupirían a las soñolientas estrellas. Allí la mente se adaptaba a la naturaleza, no a la inversa.
Aguantaron la acometida un día, dos. Un gigante tamborileaba contra las paredes. Los sensores de la nave enviaban datos, pintando una imagen de enormes flujos de masa más allá del casco. La nave se rajó, se autorreparó, se rajó de nuevo, destruyó algunos escombros. Habían llegado a respetar ese sistema de autorreparación en la larga travesía desde los suburbios de la galaxia. Eran parásitos, a fin de cuentas. Si llamaban la atención sobre sí mismos, tal vez activaran un escuadrón de limpieza.
Nigel llevaba consigo algunos efectos personales que traía desde la Tierra. Bajo la tenue luz del traje releyó el ajado y amarillento librito, manchado por los accidentes de la adolescencia. Hacia el final había un pasaje que había memorizado sin proponérselo tiempo atrás.
Y entonces Tom se puso a hablar y a hablar, y dijo: «Larguémonos los tres una de estas noches, busquemos un vehículo y vayamos en busca de aventuras por territorio indio, un par de semanas». Y yo respondí: «De acuerdo, por qué no».
Nigel nunca se había sentido ni remotamente americano, a pesar de haber vivido y trabajado décadas en los Estados Unidos, pero siempre sentía un nudo en la garganta al leer este pasaje en voz alta.
La cápsula se zarandeaba y comprendió que él y los demás habían vivido tanto tiempo en aquellos corredores alienígenas de metal que estaban habituados a esa sensación de callada e implacable extrañeza. Una vez que abandonabas tu hogar, todos los lugares eran remotos y extraños y lo mejor era seguir andando. Hasta el límite, hasta el punto omega de un alfabeto que uno sólo podía leer recorriéndolo hasta el final.
Cuando salieron, la grieta estaba bloqueada por los escombros. Terrones y trozos de roca cubrían cada hendidura. Nigel trabajó un rato para apartarlos y luego descansó. Era viejo y, aunque gozaba de buena salud, conocía sus límites. Se preguntó si habría otro modo de salir de aquel lugar, que era evidentemente el resto de una nave estelar del tamaño de un asteroide.
—Es como esa vieja nave náufraga de la luna —le dijo a Nikka por el sistema de comunicaciones—. La de Mare Marginis.
—Mmm. Había notado cierta semejanza.
—Y la nave abandonada que encontré, Ícaro.
—Lo cual implica… ¿qué? ¿Que quienes las construyeron estaban desperdigados por toda la galaxia?
—Han llegado hasta aquí. Tiene que haber sido así.
—¿Y esta mole está tan muerta como las demás?
Nigel asintió.
—Eso significa que los mecs los pillaron, supongo.
—Debió haber millones de ellos, para que unos se toparan con otros a treinta mil años luz de distancia.
—Sí. Se está jugando una gran partida.
Se internaron juntos en un corredor lateral, examinando bóvedas y recintos metálicos destrozados.
—Parece que alguien lo despojó de sus elementos —dijo Nigel, alumbrando un oscuro conejar con la linterna—. No nos queda mucho por rescatar.
Por el rabillo del ojo, Nigel vio aparecer a gran velocidad esa imagen serpenteante.
Helicoide, con apéndices voluminosos, una proa puntiaguda y reluciente. No era mayor que un hombre pero sí más rápida, y se lanzaba contra Nikka y él como si hubiera estado al acecho.
El tiempo cesó de repente.
Al girar, Nigel sintió en los hombros una energía resbaladiza y blanda que le arrebataba la mochila y la caja de herramientas.
Era sin duda una criatura mec, chisporroteaba en el espectro electromagnético de los oídos de Nigel con un sonido semejante al tocino friéndose en una helada mañana inglesa de hacía siglos.
Nigel echó mano al láser. Nikka acababa de ver la cosa, y la miraba boquiabierta desde las sombras.
Él saltó para interceptarla mientras rebotaba en un bruñido panel de acero.
(Sintió la matemática de esa cosa, una geometría límpida como el continente de júbilo euclidiano que había explorado en su infancia, sentado con los dedos bajo las piernas mientras estudiaba al alba en su fría habitación, calentándose las manos mientras volvía las páginas con la lengua).
Un zumbido de estática.
El mec serpiente se arqueó y se alejó. Se dirigió hacia Nikka.
(Orden a partir del tosco caos de la vida. Eso era lo que siempre había anhelado, una gracia hiperbólica que se fusionara claramente con la vida, sin dividir el mundo en sujeto y objeto, observador y observado).
Alzó el láser describiendo un lento movimiento circular, átomos en concierto, mientras la vieja dualidad de mente y materia lamía el frágil pero inexorable impulso de ese instante.
Nikka fue más rápida que él. Le disparó.
El rayo titiló un instante en la moteada superficie azul de la cosa. Luego patinó, se refractó. Nigel también le disparó y la cosa se partió en dos, convirtiéndose en dos hélices esquivas.
(¿Un pintoresco retruécano visual? División en hélices, parodiando la clave de la vida orgánica: pares de ADN escindiéndose en espirales; el emblema de la vida desplegándose en un viento de vacío que soplaba desde un pasaje lúgubre. Una visión parcial, se dijo Nigel: siete hombres ciegos y un elefante que dejaba de ser tal porque todos describían lo que ninguno entendía. Sus pulmones exhalaron aire seco).
La cosa irradió un fulgor esmaltado.
Y viró de nuevo, arrojó una lanza electromagnética.
El disparo revoloteó en el vacío, una descarga de electrones renuentes escupiendo una furibunda radiación roja. Luego se partió.
Una chispa alcanzó a Nikka, estalló formando gusanos amarillos. Nikka se desplomó.
Al suelo. Nigel tocó el panel de acero un instante antes de que la lanza lo ensartara. Sintió una sacudida de megavoltios.
(Corrosión, ascenso de kiloamperios. Su caparazón se activó y de pronto Nigel estuvo dentro de la superficie conductora del dermotraje: roce y estiramiento de potenciales circulando a un milímetro del vello erizado de su carne trémula; respiración, succión, pulsaciones fugaces, beso electromagnético; inductancias luchando contra la corriente desatada; astillas de corriente pinchándole los hombros y lamiéndole el brazo. Le bastaba un leve movimiento para lanzar otro sinfín de veloces electrones en busca de otra presa, todo a frecuencias que él no podía vislumbrar, información deslizándose en él por portales que jamás conocería, debajo de la percepción, una fracción de segundo de intuición…).
Antes de que los crujientes voltajes pronunciaran su discurso, alzó la pistola de choque con la mano izquierda; tenía los músculos agarrotados y tuvo que forzar los dedos para…
La cosa avanzaba hacia él. Nikka flotaba inerte.
Nigel se apartó del panel, a riesgo de perder su escudo eléctrico. Tal vez faltaran unos segundos para que el mec recargara.
(Deseos y sentimientos bifurcándose como relámpagos estivales en su interior. Una parte de él devorándolos mientras restallaban en su mente, viéndolos tal como eran: mensajes de una parte de sí mismo hallando una hoja en blanco y aguardando a cada instante para escribir en ella, tiempo como agua lavando las erupciones, perdigonadas de furia y granizadas de miedo).
Apuntó el arma. Disparó con placer.
Era una burda salva de energías eléctricas anudadas, pero lo tosco y grosero a veces funcionaba.
Zigzagueando, sin dar cuartel, disparó también el láser con la derecha, contra el otro aspecto del mec dividido, yin y yang, flexible pero sin la rudeza suficiente para afrontar las sudorosas urgencias de las formas de vida orgánica. La poda darwiniana de la evolución mec lo había escogido para tareas específicas, reduciéndolo como un cuchillo al ser afilado. Para obtener un borde cortante había que limar la hoja, y esa pérdida se puso de manifiesto en el lapso de una palpitación mientras el aparatoso y fiel láser descargaba su devastadora energía.
El mec dividido murió. Sin duda los daños puramente mecánicos no hacían mella en las funciones de su programa, pero los potenciales no pueden acumularse en recipientes mutilados y destrozados, y su carga se propagó por donde no debía, hacia dentro, disolviendo estructuras cristalinas de intrincada artesanía. Una joya aplastada por una bota lodosa.
Nigel giró sosteniendo la pistola de choque, disparó contra la otra parte para mayor seguridad y mientras el zumbido moría chocó contra el otro cadáver descoyuntado, sintiendo el retroceso en las piernas. Resopló secamente bajo la profusión de luz agonizante del mec despanzurrado.
Se lanzó impulsivamente hacia Nikka.
Flotando, hacia Nikka.