L
os demás —jóvenes, un poco más tontos— entraron primero. La mole giratoria destacaba por su negrura en el centro de la galaxia, donde predominaban el fuego y la furia, el color y el esplendor. Tal vez fuera el residuo carbonizado de una catástrofe anterior. El agujero negro —todavía oculto detrás de la violenta marejada que estaba a punto de arrollarlos— había dejado muchas moles en órbita, calcinadas y barridas por ardientes borbotones de intensa radiación.
Cuerpos resecos, fruto de ciegos estallidos.
En su dermotraje, Nigel se internó en la profunda grieta que habían encontrado. La tripulación había optado por anclar la nave sobre la boca de la grieta. Luego penetraron en ella un poco más, para escapar de las ondas de choque que se encontraban a pocos minutos de distancia.
La nave se había encabritado, procurando activar sus motores, reanudar su curso programado. Nikka había anulado sus funciones ejecutivas, tal vez incluso acallado sus alarmas. Pero no estaba segura…
En traje y en gravedad cero, Nigel se sintió como en los viejos tiempos. Una vez había sido astronauta, una palabra que ahora resultaba incomprensiblemente antigua. ¿La Tierra aún existía?
Recobró cierto ímpetu juvenil. Estaba pletórico de energía.
Los datos físicos, reflexionó, no bastaban para despertar los sentimientos. La combinación del sueñofrío con el tiempo dilatado de la relatividad especial lo había catapultado a un futuro remoto de paisajes distantes y fulgurantes. Había llegado a ese tiempo y lugar tan distantes sólo con la formación y la cultura de una sociedad ya desaparecida. Pero todavía enviaba borbotones de datos a casa, el último una hora antes. Un mensaje en una botella cósmica.
Penetró, mareado y ligero, por un largo conducto de roca astillada. Lejos de los demás.
Tomó una muestra, como en los lejanos días de la NASA. Un acrónimo muerto. Al menos no echaba de menos esa costumbre americana de comprimir el nombre impronunciable de ciertos organismos para formar palabras sin sentido. Eso sí, quedaban grabadas en la memoria. Aun al cabo de treinta mil años.
Estudió la roca. ¿Origen volcánico? Trató de recordar algo de geología. Había algo raro en aquellos terrones granulosos.
En el interior, una bóveda. Paredes grises.
Las examinó flotando. El espacio infundía cierta gracia de pájaro incluso a su cuerpo achacoso.
Por doquier, líneas prolongándose hacia arriba, la roca formando protuberancias. ¿Debía continuar o reunirse con los tripulantes? Cada vez que movía la linterna, las sombras se desplazaban como un público que siguiera cada movimiento.
Dibujos en las paredes.
¿Debía continuar? Cautela, amigo. Detrás de cada sonrisa aguardan dientes afilados.
Hacia abajo. Adentro. Deslizándose.
Las piernas blandamente suspendidas en nubes de algodón, sombras disipándose, sumiéndolo en nuevos cubos de espacio, geometrías deformes. Ahora una sala esférica, respondiendo a la luz de la linterna con un fulgor rojizo. ¿Un engaño de los ojos?
No, había mensajes en las paredes, una maraña de símbolos. ¿La mente tratando de curvar el universo sobre sí mismo?
Le costaba concentrarse. Quizá fuera la pérdida de la vertical local, le decía su viejo entrenamiento de la NASA. Bastaría con ladear la cabeza para reponerse.
Escalinatas de piedra gastada subiendo en espirales imposibles. Hacia un cielo raso cóncavo salpicado de manchas anaranjadas, ojos parpadeantes.
Una vieja película, recuerdos. La tumba de Tutankamón. El dios chacal Anubis erguido sobre enemigos derrotados.
Abriendo la tumba.
Entrando.
Un paso pequeño para un hombre: una voz que llegaba a través de los milenios.
Subiendo desde el valle de los Reyes, reyes antiguos y muertos, el primero en elevarse triunfalmente desde Karnak y Luxor, flotando en una trayectoria lenta y sinuosa, volando a Alejandría, la biblioteca abarrotada de rollos; Alexandria, una mujer antigua, de muñecas enrojecidas y piernas entumecidas…
Sacudió la cabeza.
Vertical local.
Insistentes campanillas mentales de alarma. Recobra la vertical.
Viejas verdades. Sin duda habían perdido validez.
El zumbido. Insistente. No había aire, pero no podía ahuyentarlo. Un zumbido de insecto.
Una esfera, adelante. Logró aferrarse con la superficie adhesiva de los guantes. Giró con inesperada agilidad.
Más allá de la esfera metálica se abría un espacio tan vasto que su linterna no arrancaba ningún reflejo. Se dispuso a regresar, evocando otra época y lugar…
El zumbido fluctuó, subió de tono. Gritó, gimió. Una cuerda de violín forzada para emitir una octava demasiado alta, cortante, una sierra poco afilada mordiendo acero…
Silencio. Nigel parpadeó, sorprendido.
Así había sido hacía mucho. Durante su misión a Ícaro, un presunto asteroide que había florecido convulsivamente, lanzando una fugaz cola de cometa. La causa había sido la pérdida de la atmósfera interna que escapaba de una nave. Una nave construida dentro de un asteroide, una nave estelar. La roca era extrasolar y no encajaba en los protocolos de datación, los isótopos no daban cifras coherentes. Giraba en órbita en el sistema solar interior desde hacía cien millones de años.
Y allí Nigel había hallado esta misma configuración. Espacios de forma insólita. El zumbido. Un chillido electromagnético.
Su traje lo había grabado todo. Giró despacio en una bolsa de oscuridad. Ahora la esfera parecía agotada, más pequeña.
Mensaje recibido. Regresó para unirse a los demás.