3 - Ratones

—E

s como tratar de beber un trago de una manguera de bombero —dijo Nigel.

—¿A qué te refieres? —Nikka seguía estando pálida y delgada, pero sus ojos negros relucían como canicas vivientes, con una mirada divertida e inteligente.

—A procesar estos malditos datos.

Nigel irguió el cuello para ver toda la pared. Sus chispeantes superficies de mica formaban ángulos desconcertantes, al estilo mec.

En las superficies titilaban las diferentes vistas que rodeaban la nave. Vistosos chorros de gas ionizado. Nubes moleculares, negras en el núcleo, con llamas ondulantes en su piel desgarrada. Estrellas rebosantes, incinerando las ondas de gas furibundo que las sofocaban.

Y más adelante, una muralla frenética rodando desde el Centro Verdadero de la galaxia. Abalanzándose sobre ellos.

—Como un resto de supernova —dijo Nikka desde su consola.

No descansaba un instante. Debido a su origen japonés, decía ella para explicar su adicción al trabajo. Cuando amas a una mujer, comprendió Nigel, aceptas sus obsesiones junto con lo demás. Tal como ella hacía con él. Y a juicio de Nigel, ella se había llevado la peor parte. Nigel era cada vez más insoportable.

Frunció el ceño.

—Parece la mano de Dios dispuesta a aplastar una mosca.

—Vaya, no se me había ocurrido esa teoría.

—Parece probable. Esa cosa se acerca a bastante velocidad.

—Los dopplers muestran mucho hidrógeno desplazándose a cuatrocientos veinte kilómetros por segundo —leyó ella.

—Me cuesta entender por qué Dios se molestaría en aplastarnos.

Las ondas de choque formaban filigranas doradas en la superficie de la muralla. Nikka rio entre dientes.

—Te tomas hasta la astrofísica como algo personal.

—¿Por qué no? Así es más fácil recordar su jerga.

—¿Egocentrismo, tal vez?

—Tal vez. De todos modos, aquí Dios tiene muchas diversiones. Nosotros somos aburridos en comparación.

—El elefante rodando en sueños, pues.

La lacónica lógica de Nikka divertía a Nigel. ¿Cómo podía no estar enamorado de una mujer capaz de ser más aguda e incisiva que él?

—¿Mmm?

—En los viejos días de Kioto, mi padre nos contaba una historia acerca de un hombre que pensó que se salvaría de la tormenta si dormía junto a un elefante. Para refugiarse.

—Entiendo. Sólo porque los grandes sobreviven…

—Aguarda, aquí están las lecturas de paralaje —exclamó Nikka, toda ella actividad.

Nigel estudió las extrañas facetas sesgadas de la muralla. Nunca había entendido esos ángulos. Espejos de Fresnel, recordó. Un viejo experimento de laboratorio que él había realizado una fría mañana de invierno en Cambridge. Un equipo rechinante, antiguas grapas y lentes del siglo XIX. Lo había hecho en un santiamén, luego se había ido a beber té y jugar al billar.

Pero aún recordaba cómo funcionaba. Los planos levemente al sesgo, para que la luz se reflejara en ambos sentidos. Así se creaban cuñas de interferencia. Se retenía la información de fase en las ondas de luz. Astuto. Los mecs habían refinado ese efecto clásico para lograr un deslumbrante smorgasbord óptico.

Y en uno de los paneles oblongos ahora veía un nódulo que se hinchaba, negro y abultado. Un fulgor rojo bailaba detrás.

—Ese frente está más cerca de lo que pensaba —dijo Nikka—. A pocas horas.

—Nos destrozará, no cabe duda.

Nikka cabeceó.

—No podemos alejarnos a esa velocidad. Acabamos de bajar al cero local.

En los altos potenciales de las inmediaciones del Centro Verdadero, las masas que seguían la danza de la gravedad giraban a velocidades enormes. «Cero local» sólo significaba la velocidad orbital de la región.

Era más seguro, pensaban, mantenerse cerca de esa velocidad mientras trataban de entender los fuegos de artificio. Los ratones se aventuran bajo la mesa a su propio riesgo, sobre todo si los comensales usan botas claveteadas.

—No podemos huir —dijo Nigel, mirando los paneles—. Así que nos esconderemos.

Ella siguió su mirada.

—¿Entre los escombros?

—Le había echado el ojo a aquella mancha. —Una roca del tamaño de un asteroide.

—¿Por qué aquella?

—Recibí un extraño eco en respuesta a una exploración de superficie.

Ella lo miró de soslayo.

—¿Otra corazonada?

—Es lo único que tengo siempre.

—Una masa sólida; buena protección. Pero hay otras más cerca.

—Hay algo allí. Un recuerdo.

Él mismo ignoraba por qué había escogido aquel pedrusco. Su respuesta le había hecho pensar en el Snark, aquel desgarbado representante de los mecs de hacía tanto tiempo.

¿Sería buena señal?

Estudió el desconcertante despliegue de información en el panel mec. Le admiraba que Nikka hubiera descifrado los diagnósticos mecs, que los hubiera traducido a las cifras que preferían los humanos.

Nikka era brillante y podía manipular con naturalidad esos procesos raros, extravagantes. A fin de cuentas, las leyes de la mecánica y los campos tienen su propia lógica interna. Toda inteligencia se adapta a esos datos primarios. En última instancia, el universo ha modelado a sus hijos. La mente, como habría recalcado el viejo y tozudo Wittgenstein, estaba cortada como un traje, con contornos que no eran inherentes a la tela.

Aquel pensamiento le trajo recuerdos estremecedores. ¿Entonces por qué las miríadas de formas mortales que adoptaba la vida dedicaban tanto tiempo a chocar con sus semejantes?

—¿Estás seguro? —insistió Nikka con escepticismo.

Nigel se echó a reír.

—Por todos los diablos. Claro que no.