2 - La morada de los dioses iracundos

A

nte todo debes recordar que viajábamos en una anticuada nave mec. Mortalmente lenta, en comparación con los viajes de hoy. Una enorme nave de pala, con una cola azulada y recta, que avanzaba a trompicones por el espacio.

Mucho mejor de lo que había sido nuestra nave terrícola, aquel viejo cacharro, el Lancer. Tenía un nombre arrogante, pero aventurarse entre las estrellas de ese modo era como para los indios intentar explorar Europa en canoas de corteza de abedul. Un error histórico y técnico.

Verás, los mecs nos habían explorado bastante bien a nosotros. Habían estado en el sistema solar tiempo atrás, hacía millones de años. Una vida más primitiva basada en el carbono había librado una batalla cerca de la Tierra contra los mecs. Presuntamente, defendiendo la Tierra cuando los primates todavía aguzaban el intelecto, empeñados en ser Homo sapiens.

Dejaron una nave estelar caída en la luna. Así fue como supimos que el conflicto era muy anterior a nosotros. Mi esposa Nikka estaba enterada de ello. Yo lo supe más tarde, historia antigua.

Salimos juntos en la primera nave estelar humana, el Lancer. Nos atacaron los mecs. Casi no logramos sobrevivir.

Luego tuvimos un golpe de suerte y robamos una nave mec.

¡Ah! Qué parquedad tan británica. En realidad había dos especies alienígenas oprimidas agazapadas bajo el hielo de ese mundo. Seres que podían ver electromagnéticamente en la región de las microondas. Resultó ser que ellos habían abatido la nave que hallamos en nuestra luna, una nave que yo había inspeccionado, a cargo de la cual me habían puesto. Ansiaba saber qué eran, cómo pensaban.

Pero también había otros. Criaturas semejantes a cetáceos que se deslizaban serenamente en honduras turbias, entibiadas por un núcleo radiactivo que habían ensamblado en el centro de la luna.

Todos inmensamente extraños, pero todos aliados contra el mec Observador, que se encontraba arriba. Juntos, dos especies alienígenas y los parlanchines chimpancés, atacaron al Observador y lo capturaron. Ahora parece tan fácil…

¿Eh? Lo lamento, estaba distraído. ¿La nave mec?

La equipamos con nuestros instrumentos, el equipo de soporte vital, todo lo que sobrevivió después del ataque mec contra el Lancer. Un trabajo duro.

Bravo. ¿Y luego?

Allá estábamos, a poca distancia de nuestra estrella natal. Muchos tripulantes —mejor dicho, los pocos supervivientes— querían ir a casa.

Yo no le veía sentido. Con mis años, tenía poco que perder. Y pocas inversiones en la vieja Tierra… no tenía hijos, ni siquiera parientes cercanos.

Pero sabíamos que los mecs ya habían atacado la Tierra. Utilizaron un arma ingeniosa, unos alienígenas pisciformes que arrojaron en nuestros mares. ¿Debíamos regresar para ayudar?

Aquello fue motivo de muchas discusiones. Yo debía admitir que los otros tenían buenas razones, salvar nuestro mundo y todo eso. Así que llegamos a una solución intermedia. Construimos una nave robot, usando piezas mecs. No fue tarea fácil. Luego la llénanos de tecnología mec. Que la Tierra aprovechara esas triquiñuelas, pensamos.

Algunos querían ir también. Un clásico gesto wagneriano… pura emoción, nada de razón. Demasiado arriesgado.

Así que la despachamos a la Tierra, lanzándola a un vigésimo de la velocidad de la luz. Me temo que no podíamos conseguir más.

A decir verdad, yo quería quedarme allí, formando una comunidad con las dos especies que todavía vivían bajo el hielo lunar. Pero estaba la otra facción.

Nikka y yo teníamos aliados en la tripulación. Odiábamos a los mecs, queríamos hacer algo. Seguir el acertijo hasta el final. Así que levamos anclas… si esa pintoresca expresión puede aplicarse a la idea de lanzarse al espacio a casi la velocidad de la luz.

Hacia el interior. Hacia el Centro.

Tardamos casi treinta mil años en llegar aquí, si lo medimos dentro del marco galáctico, lo que algunos llaman tiempo «real». Pero todos los marcos inerciales son equivalentes, como sabes. Lo demostramos. La única diferencia es que los relojes andaban despacio en nuestra nave. Además, teníamos sueñofrío.

Para mí fue como dormir varias siestas reconfortantes, despertando sólo para los chequeos médicos y para enviar algún mensaje. Mi turno de patrullar por la nave, de hacer reparaciones. Una experiencia solitaria. Mis amigos, congelados. Yo, recorriendo una máquina robada y extraña. Surcando un corredor de refracciones relativistas semejante a un túnel revestido de arcos iris. Asombroso. Apabullante, además, por mucho que entendieras los datos físicos.

Yo había armado —mejor dicho, Nikka había armado, ella era un prodigio— un transmisor infrarrojo. Enviábamos mensajes a la Tierra cada mil años luz. Poniéndolos al corriente de nuestros hallazgos con montones de datos. Más un poco de cháchara de mi cosecha. Esperaba que aún estuvieran allí. En ese momento parecía un gesto insignificante, pero mucho después comprenderíamos su importancia.

Entonces, presto physico… apareció el Centro, fulgurando como un burdo anuncio publicitario en la ventana. Estos ingenios mecs son muy cómodos. Uno se pregunta si sus diseñadores los valoran. Sería una pena desperdiciarlos en criaturas incapaces de saborear los deleites que pueden provocar.

¿El Centro? Bien, hoy no puedes verlo como lo veía yo. Los Antiguos ya estaban allí, y entonces eran más visibles que ahora.

Entramos junto con un flujo entrante, para aumentar aún más nuestra aceleración. El Centro era un fuego de artificios perpetuo. Sobre él, como un vasto arco de triunfo, se erguía un sinuoso río de fuego. Erizado de pinchos amarillos, anaranjados y sulfurosos. Sobrecogedor. El potencial gravitatorio del agujero negro, expresado como un gas rojo llameante, filamentos de plasma, incandescencias de años luz de longitud.

No me pillaba desprevenido. En la Tierra, nuestros radiotelescopios habían detectado los largos arcos que cortaban el plano galáctico. Colgaban a cien años luz del Centro Verdadero. Había otros también, encajes borrosos, todos iluminados por corrientes gigantescas.

Luces de neón galácticas, sostenían los especialistas. ¿Pero por qué tan delgadas y largas? Algunas tenían varios centenares de años luz de longitud, y apenas medio año luz de anchura.

Al aproximarnos, discernimos esos filamentos, no en ondas de radio, sino en registro óptico. Deslumbrantes. Tan limpios, tan escrupulosamente ordenados. ¿Sería una colosal fuente de energía? ¿Un corredor de transporte, una inimaginable autopista? ¿Qué o quién necesitaría tanto espacio para desplazarse?

Colgaban allí como abigarrados letreros en el cielo. ¿Pero para qué? ¿Un monumento religioso? ¿Un equivalente alienígena del sacrificio, irradiando su promesa eterna a toda la galaxia?

Todos pensábamos en estas posibilidades mientras nuestra nave —un aparatoso armatoste, con muchísimo espacio en comparación con el Lancer— surcaba turbias nubes de polvo, regiones de formación de estrellas y mucho más, internándose deprisa, como un viejo perro regresando a casa.

Su equipo de navegación era sencillo y directo, y estaba configurado para ir al Centro Verdadero.

Piensa en ello. Este era uno de sus destinos estándar.

Retrospectivamente, es fácil entender por qué. Densidad energética. Un vendaval de luz. Una granizada de fotones. Enormes corrientes de plasma. El lugar ideal para un mec hambriento. El comedero.

Yo había pensado en el Centro Verdadero como una especie de cofre abarrotado de estrellas que relucían como esmeraldas, rubíes, zafiros calientes, todo girando en torno del agujero negro, que, por supuesto, había engullido el polvo tiempo atrás, dejando este agradable paño de encaje.

Eso creían los astrónomos, al menos. Nunca confíes en las teorías, muchacho, si son obra de sujetos que trabajan en una oficina.

¿Qué? Ah, las oficinas son cubículos donde trabaja la gente… no, no se trata de trabajos pesados, de levantar cosas, sino… Bah, no tiene importancia.

Verás, yo había olvidado que con varios millones de estrellas apiñados en pocos años luz se producen colisiones, rozaduras. Y hay muchas esquirlas.

Al aproximarnos podíamos ver la refriega. Gordas y tambaleantes estrellas llameando como dioses iracundos, escupiendo lenguas rojas. Eran hijas de matrimonios espeluznantes, de dos estrellas que habían chocado y se habían fusionado enzarzándose en una enconada batalla.

Otras se disponían a participar, girando en órbitas recíprocas, arrojando rizos de gas como insultos. Vimos casos peores cuando avistamos el borde exterior del disco de acreción. Estrellas desgarradas, destripadas, derretidas. Alumbraban la oscuridad masas orbitales de escombros que parecían diminutas y rojas cabezas de cerilla ardiendo en un mugriento saco de carbón.

En medio de todo eso estaban las estrellas más extrañas. Eran rápidas. Cada cual cubierta por una máscara semiesférica. La máscara despedía emisiones infrarrojas y tardé un tiempo en deducir qué sucedía.

Verás, la máscara semiesférica colgaba a una distancia fija respecto de la estrella. Flotaba sobre la luz, y la gravedad apenas compensaba la presión de la luz.

La máscara reflejaba la mitad del flujo estelar sobre la estrella, aumentando el calor. Eso obligaba a la pobre estrella a enviar bonitos arcos y chorros de masa hacia el exterior. Lo cual quizá contribuía al propósito de todo aquello.

La luz escapaba por un lado, la máscara la retenía por el otro, y este proceso empujaba la estrella hacia la máscara. Pero la máscara estaba unida a la estrella por la gravedad. Se adaptaba, se mantenía a la distancia justa. Sin embargo, la desdichada estrella sólo podía irradiar luz en una dirección, así que retrocedía hacia el lado contrario.

Alguien conducía en manada aquellas estrellas. Las máscaras las convertían en motores de fusión fotónica. Lentos pero efectivos. Y el rebaño se encaminaba hacia el disco de acreción.

Alguien ayudaba a satisfacer el apetito del agujero negro.

¿Quién era capaz de semejante obra de ingeniería? No había tiempo para averiguarlo.

Nos estábamos acercando, recalentándonos, hacia un calor endemoniado.

Y ahora, al cabo de tantos años, teníamos mensajes en los receptores de la nave. Gorjeos, pitidos, tupidas matas de código cegadoramente rápido.

Evidentemente, señales dirigidas a los mecs que antes tripulaban la nave. ¿Qué debíamos responder?

Todavía vacilábamos cuando comprendimos una verdad elemental. La nave no sólo transportaba mecs. Era un mec.

Había transportado mecs de nivel superior, por supuesto. Pero todavía era un miembro de la tribu, como quien dice.

Al aproximarnos, el curso que habíamos seleccionado tocaba a su fin. Desacelerábamos deprisa. La garganta magnética por donde caía nuestra insignificante nave se comprimía. Luego el torrente de plasma nos embistió en ángulo. La nave entera giró, y nunca he oído una maniobra tan crujiente y aullante. Evidentemente, los mecs no tenían sensibilidad acústica.

Por poco ensordecimos. Duró una semana.

Pero dio resultado. Hizo girar la nave, de tal modo que el propulsor de fusión quedó a proa. Su chorro nos protegía de la chatarra sólida que obstruía el camino, incinerándola, convirtiéndola en iones para el motor.

Ahora la garganta estaba a popa, pero las líneas de los campos magnéticos recobraban parte de los escombros y los arrojaban a las fauces de la rechoncha y enorme nave. Los quemadores de fusión hacían rechinar los paneles, calentaban el aire… pero nuestro equipo de soporte resistía.

Un milagro, de hecho. Había energía de sobra, así que perfeccionamos el sistema de aire acondicionado. No fue tarea fácil con aquel calor tan sofocante. El problema era dónde arrojar el calor sobrante. Los refrigeradores no anulan el calor, sólo lo desplazan.

Al fin decidimos usar armas mecs. Eran láseres, pero parecían monstruosas tuberías de cloaca. Eran artilugios inmensos, muy voluminosos.

La gracia de los láseres es que irradian mejor que cualquier fuente natural. Poseen una mayor temperatura de brillo, en la jerga. Para que tu entorno pierda energía, necesitas algo más caliente. Los láseres podían hacerlo. Así que arrojamos el calor sobrante de la desaceleración a unos conversores, y luego a los motores de los láseres. La nave comenzó a emitir haces de luz cortante, despidiendo energía.

Aquello nos volvía aún más risibles. Y nos aterraba. ¿Nuestra nave informaba a sus superiores de que llevaba alimañas a bordo? Nosotros, los aventureros, nos sentíamos condenadamente pequeños.

Nuestra velocidad se redujo a una gravedad y media. Aplastante. Era como ser obeso sin haber experimentado los placeres de la gula. Preparamos cubas de provisiones y estanques de agua. Flotábamos allí durante días, simplemente para escapar del peso.

Al fin la visión se despejó. El motor de fusión alcanzó energías mayores mientras desacelerábamos. Se volvió transparente en la región óptica, de modo que podíamos ver a través del penacho. Primero los rojos… qué visión tan extraña.

Distinguíamos claramente la muerte, una gran muralla de muerte abalanzándose hacia nosotros.

En cuanto a su forma…