11 - Terrícolas

N

o eran lo que él esperaba.

—Espero que no estés herido —dijo la mujer alta, en un inglés cuyo acento resultaba extraño para Nigel. Era la primera terrícola que veía.

—Un poco vapuleado, nada más —respondió Nigel, tratando de restarle importancia.

Apenas había sobrevivido a un enfrentamiento con algunos mecs que parecían salir de las paredes como en un complicado truco de magia. Entonces habían aparecido los terrícolas y habían liquidado a los extraños y líquidos mecs.

Terrícolas. Nigel les había visto aproximarse a la Guarida, sabía que estaban allí, pero en el Laberinto no sabía cómo encontrarlos. En cambio, ellos lo encontraron a él.

—¿Por qué habláis inglés todavía? —preguntó.

—Oh, tenemos registrado este dialecto arcaico. Oímos que tú lo hablabas.

—Mmm. Muy considerados.

—Lo usabas en tus transmisiones.

Eran dos cabezas más altos que Nigel, y se movían con rapidez y aplomo, cuidando de los heridos. Él había recibido un impacto en las costillas, una pulsación que incineraba la piel dejándola crocante como un pavo de Acción de Gracias. Se acostó y dejó que la mujer le pusiera una compresa. Sintió frío en la herida, luego calor, después no sintió nada.

Conque esa era la gente que había construido naves estelares —mucho mejores que la nave mec en la que habían venido Nigel y Nikka— y estaba empeñada en llegar al Centro Galáctico. Trató de examinar a aquellas personas objetivamente, aunque por sus primeros mensajes de salutación sabía que habían nacido varios miles de años después de su época en la Tierra. Trató de imaginar lo que el embate del tiempo podía provocar después del muerto siglo XX y del desalentador siglo XXI.

Sin levantarse, los miró con los ojos entornados. Hablaban en voz baja, usaban frases breves.

Sé objetivo, anciano. Considéralos otra raza orgánica más. Sólo otro gran mamífero.

Homínidos, pero diferentes. Le satisfacía notar que todavía se parecían a los chimpancés comunes y los chimpancés pigmeos, sólo que eran más corpulentos, tenían menos pelo y caminaban erguidos. Había menos diferencias visibles entre los humanos y los chimpancés que entre un gran danés y un chihuahua. Pero las razas de perros podían cruzarse, y los chimpancés no. El genoma mantenía sus secretos bien ocultos a la vista. Los humanos diferían de los chimpancés en un simple porcentaje de ADN. Esos sujetos todavía pertenecían a su especie.

Y los terrícolas habían matado mecs con obvia satisfacción. Muy humanos. No era estrictamente un rasgo homínido; el genocidio era propio de lobos y chimpancés por igual. El asesinato era común entre los animales. Los patos y orangutanes violaban. Las hormigas habían organizado la guerra y la captura de esclavos. Los chimpancés salvajes, recordó, tenían tantas probabilidades de morir asesinados como los humanos de las ciudades.

Nigel sintió un mareo. De todos los logros humanos consagrados —el lenguaje, el arte, la tecnología y demás— el único que procedía obviamente de sus antepasados humanos era el genocidio. Quizá las tribus humanas hubieran surgido como defensa grupal. Lo cual cumplía su función, dados los milenios que lo separaban de esos homínidos corpulentos y brillantes.

—La unión hace la fuerza —dijo en voz alta, que sonó cascada. Sí, estaba divagando, su mente volaba como una polvareda brillante.

Esos terrícolas tenían unas orejas raras, el cuerpo más musculoso, ojos extraños y grandes. Sus uniformes no eran precisamente uniformes: envoltorios multicolores que mostraban escenas cambiantes. Cuando la mujer se le acercó para reconocerlo de nuevo, su atuendo suelto le mostró de repente una playa soleada, olas. ¿Para calmarlo?

Imágenes artísticas adornaban la ropa ceñida de otros terrícolas: collages, cuadros abstractos, paisajes puntillistas y expresionistas. Mareado, pensó en ello. El arte no era útil en el sentido estricto utilizado por los especialistas en conducta animal o los biólogos evolucionistas. ¿Por qué el Cromagnon lo desarrolló? Las canciones de las aves eran harina de otro costal; ayudaban a cortejar a una pareja, a defender un territorio. ¿Por qué los humanos, los terrícolas, conservaban aún sus frágiles artes? Había pájaros que construían hermosas estructuras de hojas, hebras y hongos, todo en nombre del amor, o de los genes. Nigel no creía que el expresionismo abstracto pudiera tener esa aspiración. ¿Era posible que las cumbres del arte humano fueran una estrategia exhibicionista, como el plumaje de un pavo real?

Se echó a reír y se incorporó. El costado quemado ni siquiera le dolía. Tenía la cabeza más despejada. Nikka estaba a poca distancia, hablando con un sujeto corpulento. Nigel saludó con la mano.

Nikka y el hombre se le acercaron.

—Soy Akran —dijo el hombre, parpadeando—. ¿Eres… Walmsley?

—Eso creo.

—¡Por Dios! ¡Es increíble que te hayamos encontrado!

—Y justo a tiempo. Gracias.

—¡Pero todavía estás vivo!

—Hasta cierto punto.

Otros terrícolas se acercaron, formaron un círculo en torno de Nikka y Nigel.

—¡Es él!

—¡Y ella! Es la que se menciona en el Mensaje Cincuenta y Siete.

—No lo creo.

—Claro que sí. Míralo.

—¿Después de tanto tiempo?

—Ha vivido en esta distorsión del espacio-tiempo.

—No olvides el Largo Sueño.

—Aun así, es increíble que…

—Es Walmsley.

Nigel les miró las caras, aturdido. Todos se pusieron a hablar y Nikka lo silenció con los ojos, como si supiera qué sucedía. Hablaban tan deprisa que apenas lograba entender lo que decían.

Uno de ellos reprodujo una grabación y Nigel oyó su propia voz, aflautada y precisa.

«Hola. Siguen datos sobre la nube molecular que estamos atravesando. Al parecer, aún seguimos nuestro rumbo. —Un borbotón de datos; luego—: Esta es la expedición de la humanidad. A toda marcha, volando hacia el interior. —Estática. Un siseo crujiente, como grasa friéndose—. Hola. Todavía estamos aquí. ¿También vosotros?».

Los terrícolas guardaron un largo silencio cuando calló la grabación.

—Recibíamos tus mensajes cada varios siglos —dijo Akran—. ¿Estabas al corriente del primer ataque de los mecs, cuando arrojaron vida alienígena en nuestros mares? Recibimos tu primera transmisión cuando empezábamos a vencerles.

Nigel frunció el ceño.

—Entonces no necesitabais nuestra ayuda.

—Oh, no. Esa fue sólo la primera vez. La segunda trataron de triturarnos con asteroides, con gran cantidad de ellos, y casi nos vencieron.

Nigel sacudió la cabeza para despejarse.

—Os enviamos algunos equipos mecs, datos…

—Los recibimos. Nos fueron de mucha ayuda. Sucedió durante lo peor del tercer ataque, en la época del hurón, que duró cinco siglos.

—Por Dios —dijo Nikka—. ¿Los mecs tenían efectivos tan poderosos?

—Claro que sí —respondió Akran—. Luego llegaron los inteligentes. Trataron de engañarnos. Perdimos gran parte de la Tierra. Eso duró mil años.

—¿Y aún recibíais mis mensajes? —preguntó Nigel.

Akran asintió.

—Instalamos grandes antenas. Al principio en órbita, luego en todo el sistema solar. Los mecs las encontraban y las destruían.

Nigel pensó en los siglos de lucha y suspiró. Sentía un leve mareo, y todo parecía girar de izquierda a derecha.

—¿Está cansado? —preguntó Akran alarmado—. Podemos hablar luego, dejarlo dormir.

—Continúa —dijo Nikka. Nigel asintió.

—Perdimos algunos mensajes, cuando los mecs nos atacaron con armas positrónicas. Pero teníamos antenas en la luna al cabo de cuatrocientos años. Eso fue después de que se derritieran los polos y perdiéramos la mayoría de los continentes.

—Cielo santo —suspiró Nigel.

—Pero liquidamos a los demás. Nadie quería legar una Tierra vacía. Así que nos recobramos. Inspeccionamos todo el sistema solar en busca de los últimos puestos de avanzada mecs. Estaban bien escondidos, algunos en las nubes de Júpiter. Y los eliminamos todos.

Nigel parpadeó. El mundo había dejado de girar y él comenzaba a comprender.

—Y vinisteis…

—Aquí. Para averiguar qué os había pasado. Y de qué se trata todo esto.

Hola, todavía estamos aquí. ¿También vosotros?

Vio en aquellos rostros algo parecido a la reverencia. Para ellos, Nikka, él y los demás eran piezas históricas antiquísimas.

Esos terrícolas eran inmensamente capaces. Los mecs les temerían.

Nigel parpadeó, sonrió.

—Todavía estamos aquí. Todavía estamos.

Resultaba muy divertido y él no podía hablar más porque tenía un nudo en la garganta.