La noche llegó con fanfarria de bombillas. Salían de los puntos más extremos. Farolillo viejo, colgado de la horca. Cayó el crepúsculo y, de pronto, cada uno a su madriguera. Almas en pena. Animalillos de algún lugar fabuloso. Crispín, los prismáticos en la mano (había tratado desde el balcón, ¡ay!, de descubrir inútilmente a Fernandita), se enardeció contemplando el fenómeno. Venían voces de niños, cristales que se rompen en la calle. Como si hablaran las plantas, digo, los insectos, invisible tropa vagando en la negrura. La hora, la bandurria, en que los novios venían al amor, paseo por la carretera. Crispín, ¿te pasa algo?…, la voz de doña Delfina, el abanico, intranquila. Nada, madre… No sé, la oyó musitar, el vuelo triste del abanico. Por la puerta, bajo la luz, la vio, de viso, Crispín, sentada en la butaca. No sé, repitió. Era la hora en que los fantasmas volvían reiterativos, a la espera de algo, a ver lo que hacían los vivos con las cosas de los muertos. Crispín, una vez más, la casa de los Romero de Torres, las macetas en el balcón, gorriones, rosas, gladiolos, alelíes. Habían echado las persianas. Dentro, no lo podía soportar, a cal y canto, el amor de su vida…
También, como tantas veces, el famoso don Carlos. Las manos en la madera, el balcón abierto, capitán de un barco que se pierde. Sentía, tantas veces dormida, el temblor del agua. La onda, la costalada en la nave. ¿No será este mundo una fragata? ¿No serán los cielos un mar?… Más allá, apuntó con el dedo, orillas de otras tierras, océanos a la espera de almirantes. No se quitaba el hidalgo, la noche entera suya, lejos, ladridos, los pensamientos de la cabeza. Puede que vivamos engañados, se dijo, la mano en el pecho, riguroso greco. Acaso sólo exista la mar y estos frágiles barcos, las estrellas…
Muchas veces, recordó, había visto juntarse el cielo con la tierra. El sol, tardes aquellas, se descolgaba de pronto y caía, bola de fuego, en el mar. En un momento, el agua, sangre, herrumbre que se convertía rápidamente en cieno.
Sentado, de pie, vuelto a sentar, le enardecían las ideas al viejo capitán. Sobre la mesa, un barco de vela. Recuerdos de islas y tesoros. Ancoras. Postales de Haití y Porto Bello. Baltimore. Mar del Plata. Manila… Los ojos velados, volvió a la singladura, aleteo de olas en el casco. Solitario, la botella de ron en la mano, la pierna sobre la otra, intranquilo en el salón apagado. En el rincón, la lámpara, pantalla chinesca. Los libros de marear. La foto de la promoción. Recuerdos de familia. Cortinas, pátinas, sombras de cosas que estuvieron y que, al cabo, no se sabe cómo, no se sabe cuándo, salieron de la casa por el excusado.
La ciudad, desde allí, destellos apagados. Se adivinaban los tejados. Las paredes. Las cabezas. Las veletas (vuelos de pájaros de algodón). Se oyó el reloj de la catedral. Repitió el viejo reloj de la casa, las dos pesas, la esfera con números romanos, corazón vivo, tic, tac. Esto, acaso, lo que le hizo volver a los cielos, azul tan suave, leer los signos estelares. Es el momento de un hidalgo, pensó, resuelto. Abrió el balcón del chinero. Dentro, envuelta en un pañuelo japonés, una pistola, la culata de nácar, regalo de un samurai.
Decían que, en libros viejos, historias viejas, a propósito de las monjas de Santiago. Sor Recareda los había anotado allá, en su celda, año 1798. Noches hubo en que, acaso por el calor, la tibieza del aire, el rezo, la luz de las velas sobre el altar, las monjas subían un palmo del suelo y se quedaban un rato en el espacio, hasta que el viento, la ventana abierta, hacía temblar las velas, refrescaba el ambiente, y las monjas, sorprendidas, volvían todas en sí.
Aquella noche, oídas las cosas que se contaban por la ciudad, se dijo hacían hora santa para que Dios alejara el mal que la amenazaba. Desde la calle, azulejos y colorines.
También, más tarde, repique de campanas…
La noche, a pesar de las palabras del Alcalde, esperada con expectación. El primer escéptico, Camilo, ahogado en el Nilo. La gente aguardaba en silencio, inquieta, los ojos, como agujas, en el cielo. Ya veremos en lo que queda todo esto… Y eso que se sabía que el campanero estaba en la cárcel y que Amalia, su mujer, los cuatro hijos, había ido a llorarle al señor Juez. Nada, nada, le había respondido éste, muy serio: Su marido cumple un arresto preventivo. Amalia, los cuatro hijos, arremetieron con fuerza el llanto, y el señor Juez, qué impertinencia, se metió en su casa dando un portazo.
Por la calle, a esa hora, las luces del Casino. Jugadores de dominó. El Alcalde, repantigado, en su tertulia. Sonriente, exponía las argucias de Crispín, trucos mil.
En la confitería, doña Paquita, el gato de Angora, lacito y cascabel, sobre el mostrador, nuevamente la historia a los canónigos don José y don Francisco. La escuchaban con reserva, sin atreverse a dar una opinión que luego, los más avisados, tratarían de aprovecharla para decir que ése era el parecer de la Iglesia. Figúrese…
Don Constante, la barriga por delante, tenía invitados esa noche en su casa. Su hermano del Grove le había mandado una caja de langostinos y unas botellas de vino del Ribeiro.
Los estudiantes, el banco de la plaza, dándole vueltas al tema. ¿No será todo esto invento de los judíos?… ¿Y por qué no? Eso es lo que yo digo, ¿y por qué no?…
—Lo que sea (el estudiante de la voz bajita), eso Dios lo sabe…
En la calle, por cualquier parte:
—¿Usted cree que un hombre honrado, que no le debe nada a nadie, puede echarse a dormir tranquilamente esta noche?
—¿Y por qué no?
—Pues, porque no…
—Pues, el Ayuntamiento dice…
—Mire usted, don Julito, ¿cumplió el Ayuntamiento lo que prometió hace dos años? ¿Arregló la calle del Ciprés?
—Pues…
—¿Hubo bailes públicos en las fiestas pasadas?
—Pues…
—¿Y la corrida de toros? ¿Qué me cuenta usted?
—Pues…
—Lo que yo le digo a usted, que un hombre honrado no se puede echar esta noche a dormir…
Don Julito Rodríguez, platero, no pudo replicarle ni tanto así a don José Baca, quien se abanicaba, en tanto, con el periódico. ¡Demonio de hombre!…
Don Juan, la sonrisa en los labios, el pelo, a pesar de las razones del Alcalde, le pidió a su mujer le preparara la cena y lo armase caballero. Se sentó, grave, debajo del emparrado, el mosquitero, la lucecilla colgada de un alambre, y el perro, chusco, husmeándole los zapatos. Su mujer, nerviosa, le había puesto la mesa en la puerta. Sabía hasta qué punto eran negros los pensamientos de su marido. Los mosquitos, a millares, contra la bombilla. Don Juan, la vara hasta para mear, comía con desgana. No sé lo que me pasa…
—Juan —suplicó su mujer.
—Se trata de mi deber —explicó, puesto en pie, besándola en la mejilla.
La noche, dulce como pocas. Por lo alto, los cerros, manadas de elefantes cercando la ciudad, rasgándola, relámpago de sus tremendos colmillos.
Don Juan, mientras marchaba, el perrillo corriéndole entre los pies, anda, vete a casa, pensaba, viendo a su mujer en la puerta, como se despedirían los famosos griegos de la historia…
Crispín, desde el balcón, vio pasar a don Juan uniformado.
El campo, una madeja de lana. Silbó, lejos, el tren. Lo más que se veía, la casa de los Romero, perdida en la tempestad.
Don Julio, a pesar, permanecía al acecho detrás de la persiana. En mangas de camisa, los tirantes, vio, también desde el observatorio, al Jefe de los municipales. Don Julio, viendo a don Juan, tan seguro, se sintió francamente tranquilo.
La ciudad está en buenas manos…
Las luces de la plaza, salido de la Amargura, animaron a don Juan. Derecho a la Casa Consistorial. Un guardia, acalorado, le saludó con la mano en la visera. «Buenas noches, don Juan…»
—Buenas noches, Regalado. ¿Alguna novedad?
—Todavía, no… —contestó Regalado. Se podía decir que, en cualquier momento, podía ocurrir lo inevitable.
—¿Y el señor Alcalde?
—En su despacho.
—¿Sólo?
—Con el segundo…
Don Juan subió la escalera de mármol. Del patio, el chorro de agua. Una lámpara en la pared. Desde el pasillo vino la voz del Alcalde.
—Señoría…
—Pasa, Juan.
—Buenas noches, señores.
—¿Pasa algo?
—Todavía no, señor Alcalde.
—Bien. Conviene que todo esté tranquilo. Nada de escándalos. En cuanto pasen un par de horas, que todo el mundo se meta en la cama. ¡No hay más remedio que madrugar!
—Sí, señor.
—Vigílame la casa de don Crispín. Procura que nadie entre ni salga sin mi conocimiento.
—¿No desea Su Señoría otra cosa?
—Nada, Juan.
—Buenas noches, señores —saludó don Juan, cerrando la puerta del despacho.
A pesar, don Juan, agua y pan, no se sentía tranquilo. Lo había meditado. Comprendía que lo mejor era esperar… Con esperar nada se pierde. Si la razón está del Alcalde, ya lo veremos…
Bajó y fue derecho a su despacho. Un grupo de guardias esperaba nervioso. Se les veía que, responsables, parecían caballos en el picadero. Al fin, un golpe de don Juan sobre la mesa fue señal de convocatoria. Bajaba la tulipa. Un tintero. Una carpeta, con unos cuantos papeles de multas. La voz de don Juan, paseando por el cuarto, era dura y autoritaria. Puede que recordara tiempos pasados. Puede que se sintiera en el escenario, el sable, la vara. Se volvía de repente, tornaba a dar con el puño en la mesa, miraba fijo y señalaba con el dedo. ¡Ay de vosotros si no cumplís lo que se os manda!… Al final, como si bajaran el telón. La obra había terminado. El público, en la calle, como un aguacero. Fueron desfilando los guardias. Don Juan, comentaban, ha estado dramático…
Vino Torcuato:
—¿Da usted su permiso?
—Pasa, Torcuato.
—No me diga que anda usted preocupado. A usted le pasa lo que a mí. Mire usted, yo soy un ignorante, pero, cuando algo no me gusta, lo huelo desde una legua. Y esto (señaló para arriba), esto me lo he olido yo…
—Torcuato (don Juan, confidencial), son treinta años de servicio. Uno tiene que respetar al que manda. Y, esto, desengáñate, es una conspiración. ¿Qué piensas que intenta el campanero? Pues quiere nada menos que arrebatarme la vara. Figúrate. ¡Mi vara! Treinta años sirviendo al Ayuntamiento para que, en un momento, venga uno de la calle y te la quite.
Torcuato, el chuzo en la mano, meneó la cabeza. No creo yo que eso sea la verdad… A mí me parece que todo esto es política…
—Créetelo; me lo ha dicho el Alcalde.
—¿Y el ovni? ¿Qué me dice usted de eso?…
—¡Torcuato!
—Le voy a decir una cosa: los ovnis existen y esta noche los vamos a ver…
—¡Torcuato! —don Juan se puso de pie, muy serio, la vara pegada al muslo—. ¿Pretendes insubordinarte?
—¿Yo? No, señor. Usted perdone.
—Lo ha dicho el Alcalde, y basta.
—Lo que usted mande.
—Anda, vete a la puerta.
—Sí, señor —salió el sereno, confuso, la nariz apuntando el suelo—. Sí, señor…
El que más temía la llegada de la noche, Camilo. Hasta muy tarde, en el Casino. La partida de ajedrez con don Alberto, el aparejador. Había salido luego disimulando, la escalerilla, el paso acelerado. Le parecía que la noche amenazaba al pueblo como un lobo. Ni contestó cuando don Miguel, desde la puerta de su tienda: Buenas noches, don Camilo. Nadie, como él, hasta dónde llegan las raíces de un pueblo. Pensaba en los días en que había sido arqueólogo (todavía lo era) y cavaba hasta dar con la primera huella, la ceniza, aquellos hombres dormidos en el fondo de la tierra. Por eso, esta noche, en su conciencia, el peso de aquellas historias inventadas. Nadie mejor que él para comprender la posible existencia de otros hombres, otros planetas. ¿Y qué es un hombre? Se detuvo, asaltado por la duda. Un compuesto orgánico sabiamente dispuesto y un alma inmortal…
Medio pueblo, hasta llegar a su casa. Plaza de San Diego. De noche, el cielo grande sobre la iglesia-convento. Las casas, pequeñas; tejados; la pared blanca, sucia, ocre, riberas de un río. Muchas noches, silencioso, la butaca en el balcón, las macetas, pensaba en aquellos tiempos en que la ciudad era romana, tenía legiones y se hablaba el latín en todas partes. Por arriba, la autopista Hercúlea. Bastaba con echarse a caminar para plantarse en Roma. Aquéllos sí que eran caminos. Camilo, cambiaba de postura, veía la colonia, las villas, las matronas, aquellos viejos soldados campesinos, la noche cálida, Augusto, Calixto, Tiberio, Julio, contando la campaña del Norte. No, como ahora, pensaba, en que hay que meterse a cura para chapurrear el idioma…
Cuando llegó a su casa, el humor de mil diablos, se puso a la mesa. Seguía molestándole la conciencia. La sentía pegajosa, la nariz en todas partes, estropeándole los planes. ¿Te ocurre algo?, le vino la mujer, mirándole. ¡Nada! ¿Qué quieres que me pase?… La casa se llenó de silencio. ¿De qué le servía aquella fábula de un Crispín anarquista, o cosa por el estilo?…
Ni quiso cenar cuando su mujer le puso la mesa. No quiero nada, se retiró, seguro de que las cosas no podían salirle bien. Sacó de un cajón los prismáticos y subió a la terraza, pendiente de los espacios siderales. Esperaría hasta que el objeto apareciera, sobrevolando los tejados.
—¡Camilo! —le gritó su mujer, Paloma, guapa y joven, hija de don Crisanto, el abogado—. ¿Quieres una tacita de té?
—¡No! Déjame tranquilo.
—Estás de un humor…
—¡El que me da la gana!
—Bueno, bueno…
No valía la pena insistir. Paloma volvía, confundida, a la mesa. No sé qué le pasa a este hombre. Enfrente, bobalicona, Isabelita Segunda, hija del matrimonio.
Camilo, en mangas de camisa, desde la terraza, contemplaba el pueblo. Un mar agitado de sombras. Como si la ciudad fuera los restos de otra ciudad. No era de extrañar que, a esa hora, los espíritus anduvieran a su antojo. El hombre no está hecho para vivir en las tinieblas. Las tinieblas oprimen. Lo más parecido a la muerte presentida. Pero no le gustaba demasiado imaginar estas cosas. Él era un científico, un hombre que sabía darle a cada uno su valor. Por eso no le gustaban las metáforas…
Por aquella parte, la sierra punteada, línea blanca, rumor de chopos. Desde lo alto, los álamos, río adelante, marchando…
Quien no cabía en su cuerpo, don Pepe, Sacristán mayor, experto en apocalipsis. Desde que llegó la noche se encerró en su casa, cuidando bien de que todas las puertas estuvieran cerradas. ¿Pasa algo, hijo? Vino su mamá, el bastón, siguiéndole, los pies doloridos, ¡ay! Calle usted, madre, el enemigo ronda como un ladrón. ¡Ay!, suspiró la mamá, no ganaba para sustos. Tan enlutada, mi pobre Alfonso, tan joven, lo perdió en África, ¡ay! Renqueando, las gafas de alambre, dame, hijo, un libro de rezos…
Vino don Pepe al balcón. Miles de estrellas sobre las acacias. Enfrente, la cal de las casas. ¿Qué somos nosotros, comparados con el Universo? Sin poderlo remediar, los ojos humedecidos. ¡Triste destino el del hombre! Allí, como si los viera, la Humanidad, las razas, lo mismo que al pie de la montaña del Sermón. No cabe duda de que el camino es arduo (compungido, al verlos). Nos unen demasiadas cosas a la Tierra. Un hombre es un vegetal, un mineral, un animal…
Recordó los años de seminarista. Eran los que más alegría le daban. La casa grande, el patio, el pozo, la tapia, los pasillos inmensos… Pero, ahora, mustio, lo razonable era rezar. Luego, ¿quién es dueño del Tiempo? ¿Quién puede retenerlo? El bien, el mal; la salud, la muerte… Nadie los para…
Don Constante, eufórico, hablaba de su tierra. Rías altas y rías bajas… Por el balcón, la brisa de la noche. Rosas en la calle.
—Señores —a sus amigos—, se me ha ocurrido una idea: ¿por qué no salimos todos a esperar al ovni?
De quien nadie se acordaba, del campanero. Miguelillo, el sombrero que le regaló un cura, no se explicaba lo que pintaba metido en la cárcel. No quiso bocado. La sombra, como un trapo, colgada de la ventana. Se oía un gato libertino. Toda la noche, maullando, por el filo del tejado. «Anda, hombre, Miguel —le decía José, el carcelero, barrigón, la cazuela de arroz en la mano—: Piensa en tus hijos». «Que te digo que…», renegaba el campanero, en el rincón, las rodillas en la boca. «Tú dirás —le decía José, los faldones de la camisa—, tú dirás, desgraciado, un arroz tan bueno», sin quitar los ojos de la cazuela.
«Esto —pensaba Miguel— es cosa del Diablo. El muy cochino. Para que te fíes de los amigos…»
—Entonces, ¿no quieres nada? —insistía, incrédulo, José, desde la puerta, la cara de pena—, desgraciado…
Negaba Miguelillo.
—Te lo pierdes…
Se oían las chicharras al otro lado del río. No estaba el campanero para estos sentires. Le amargaba el aire; el sudor de las paredes, el maúllo, dale, del gato indecente. Se tapó los ojos con la manga. Vino el tan… tan… tan… por la ventana.
—Miguelillo… —le decía—, ¿no te da pena dejarnos solos?… ¿No te importa que suframos?…
—¿Y yo? —replicaba, levantando la cabeza—. ¿Estoy aquí por mi gusto?…
De repente, cuando nadie lo esperaba, un suave resplandor. Don Benito Cuesta, ilustrado, se puso las gafas, ¿se puede saber qué pasa?… Desde el balcón, nada anormal: la luna, recién nacida. Don Benito, tranquilo, bueno, bueno, se quitó las gafas.
Se oyó el reloj. Dos lechuzas, a volar, por la ventana de San Francisco, el pico mojado de aceite. ¿Ha visto usted qué descaro?…
La ciudad, sorprendida, ¿qué era aquella luz?…
—Esto, si bien se mira (don Alejo, puto y viejo) puede ser un inicio…
—¿Ha dicho usted?…
—Un inicio…
—¿Un comicio?…
—¡Un inicio, coño!…
Don Carlos, desde la torre, en ayunas, levantó el catalejo y viajó en su alfombra mágica. Las estrellas, en sus prados. La luna salía, viva, camino del cielo. Descansó, tranquilo, sobre el arcón de madera. La nave seguía su rumbo…
El Alcalde, inquieto, en el Casino, llamó a uno de los camareros.
—¿Qué es lo que pasa?
—No es nada; la luna que ha salido…
—¡Ah!
Don Pepe, desde la ventana, en oración. Aquella luz, tan limpia, tan celestial, resplandor de los ejércitos enviados, al fin, desde el Cielo.
—Asistiremos a una batalla memorable…
El único que no se sorprendió, Camilo. Vio cómo la luna, al fin mujer, abría su abanico de nácar.
Hasta las dos de la madrugada la ciudad estuvo sometida a una serie de altibajos. Muchos creyeron, realmente, que la historia del ovni era un invento de Crispín. (Su cómplice, el campanero: tu varita y tu dinero.) Por eso, hartos de esperar, buenas noches, señores, el desfile del amor.
Después de todo, ¿qué es más importante? ¿Vivir temiéndole al desastre, o dormir a la pata la llana?… ¿Quién puede decir esta boca es mía?…
Entre éstos, don Constante y sus amigos. Nunca tomaron en serio lo del ovni.
—Así que, amigos míos, yo me marcho tranquilamente a la cama.
La decisión del canónigo, acogida con risas. Se apresuraron los demás a seguir su ejemplo, perdiéndose, en seguida, por los callejones.
Otros, en cambio, los malos pensamientos; te juro que esta noche ocurre algo malo. ¿Que ocurre quéééé…? ¡Algo malo!…
Uno de éstos, don Juan, vara y pan. No en balde había sido actor y hasta poeta. Muchas veces, comentándolo, decía que un artista tiene su sensibilidad. Por eso ahora, las vueltas por el paseo, le entró la duda sobre las teorías del Alcalde (por muy infalible que sea). La noche, tranquila. Pequeñas luces, hojas muertas, clavadas en la negrura. Resplandecía la torre. Al pie, dos guardias de su confianza.
—No se me duerman —les decía cada vez, el puño de la vara levantado.
—Descuide usted, don Juan…
A las dos, para asombro de los que permanecían despiertos, el ovni se puso fijo sobre la torre. El cielo, lámina de cobre, hojas que caían muertas. Cundió el pánico y los perros echaron a correr desatados. Se abrían, se cerraban las puertas, ¿qué es lo que pasa?… Derramando luz por la ventana…
Todavía, repantigado, los zapatos, bromeaba el Alcalde a propósito de Crispín. «Se va la noche —decía—, y ya lo ven: ni rastro del platillo…» Los últimos jugadores, en la sala de arriba. El camarero, la boca, los ojos tristes, siete que alimentar, ¿cuándo se irá esta gente?…
—Pues ya lo ven —insistía—, la operación ha dado resultado…
—Es usted muy hábil…
—Se agradece, don Ulpiano (música de piano)…
—¿Dice usted?…
—Nada, nada…
En ese momento: ¡EL OVNI! ¡EL OVNI!
Quedó preso Su Señoría, hundido en el sillón. Nunca saliera si no lo sacara el camarero. ¡Antonio, por favor!… Los amigos, en un amén, volatizados. El salón quedó desierto. Fue, dando traspiés, camino de la puerta. Por primera vez no ordenaba las ideas. «Antonio, deme un vaso de agua», suplicó, delante del ambigú. Bebió. Salió. La plaza se había alborotado. La gente señalaba el cielo, pálido, aquella luz tan viva, que encendía la catedral. ¿Cómo explicar aquello?… Fue para el Ayuntamiento. En la puerta, el chuzo en la mano, se le cuadró Torcuato. «Mande usted, señor Alcalde…»
—Búsqueme a don Juan. ¡En seguida!
—Sí, señor —salió el sereno.
Mientras, el Alcalde, en busca de su despacho, Camilo, mudo, contemplando el objeto. Le costaba admitir la evidencia. La vista puede engañarnos, decía, las manos como garras sobre la baranda. ¿Y qué es la vista? ¿Acaso no vemos también cuando soñamos?…
—¡Camilo! ¡Camilo! —su mujer, dándole gritos.
—¡Voy! —por la puerta de la terraza.
—Por Dios, Camilo, estamos asustadas.
Las dos mujeres abrazadas, al pie de la escalera, mirando por el cañón oscuro.
Camilo, en ese momento, la única idea, escapar rápidamente del pueblo. Temía las iras de los dioses. Ahora, seguramente, intentarán detenerme. Vendería cara su vida. Bajó rápidamente la escalera; ¡dejadme!, empujando a las dos mujeres, quienes le seguían, locas, por la casa. Descolgó la escopeta de dos cañones. «Vosotras os quedáis aquí —señalándolas con el dedo—. Yo me marcho a la huerta. ¡Y el que quiera (amenazando) que venga a buscarme!»
Blandió el arma, dando a entender sus poderes.
En la pared del despacho, disecada, la cabeza de una cabra, una garduña y un águila real.
La mujer, hija de un abogado, su casita y su lavado, no salió del asombro. Lo siguió con la vista. «Te vas, nos dejas solas…» Lo primero que pensó que Camilo había perdido el seso (y el sexo). No sabía qué era peor, si el ovni en lo alto del pueblo, o su marido suelto por la calle. Lo vieron todavía por el balcón, sin atender a razones, corriendo, el perro ladrándole detrás, guá, guá, hasta perderse.
—No es posible —mientras huía— que en estos tiempos un humanista haya podido con un científico. No me resigno…
El Alcalde, desde su despacho, trataba, por teléfono, de localizar a los miembros de la Corporación. En la puerta, la gorra en la mano, nervioso, el Jefe de los municipales. En ese momento le hubiera gustado estar a cincuenta kilómetros. El Alcalde, sudoroso, el pañuelo todavía perfumado, ¿diga?, ¿diga?, los ojos puestos en el balcón.
El primero en aparecer, el uniforme, las medallas en el pecho, don Carlos Espinosa, capitán de no sé qué. No había necesitado que nadie lo llamara. Sabía hasta dónde alcanzaba su deber. Grave, arrastrando la vaina, trataría de probar cómo las armas están siempre sobre la política, y cómo el Poder es más que la Razón…
La aparición de don Carlos pasando la plaza, erguido, acogida con sorpresa. Quién más, el Alcalde; en ese momento no había pensado en su consejo.
Don Juan, al verlo: «A sus órdenes, don Carlos», con cierta esperanza. Le agradaba ver, en un momento así, a un hombre que venía de casa grande y que, además, llevaba uniforme y espada.
Don Carlos, el ojo fiero, lo miró sin contestar. Una batalla por su frente. La mar bravía y naves, entre nubes, al abordaje. Sólo oía el tronar de los cañones.
—Señor Alcalde —la voz rasposa, parado delante de la puerta—, ha llegado el momento de tomar una decisión.
No supo qué contestar.
¿Cómo iba a hacerlo cuando los miembros de la Corporación, a los que trataba de localizar, se le escurrían como peces en una cesta? Pero tendrán que venir a cualquier precio. ¿O es que se creían que el cargo era sólo para cacarear en las sesiones extraordinarias?… ¿No le habían echado en cara, aquel mismo día, el que, en un momento difícil, (porque todavía no lo era grave) hubiera acudido al saber y al entender de un hombre de armas, un hombre de Iglesia y de un intelectual, cronista de la ciudad, por más señas?…
Por eso, mirando a don Carlos, se abstuvo de dar una respuesta. Trataba, lo primero, de coger los hilos del cargo y de meter en un puño a los ediles. Después…
—Siéntese, don Carlos…
—Soy un soldado —siguió el hidalgo— y estoy aquí (golpeándose el pecho) para dar mi sangre…
—Gracias, don Carlos —asintió el Alcalde, la carne de gallina—. Siéntese, por favor…
El hidalgo, impaciente, se sentó en el filo del sillón (el sable, famélico, entre las piernas), sin quitarle ojos. Don Juan, firme, no los quitaba del hidalgo, admirando su temple. Allí, pensaba, en aquel sillón, media historia de la ciudad…
—¿Cree usted, señor Alcalde —preguntó don Juan—, que debo quitar los guardias?…
—¿Dice usted? —como en otro mundo.
Don Juan se impacientó. Desde que vio el ovni, la vara de Jefe de los municipales se le había encogido. No era ya su vara el eje de la ciudad, los dos polos bajo cuyos casquetes el pueblo podía dormir tranquilo… Hasta ese momento, hasta que descubrió la verdad sobre la mentira, había llegado, por su oficio, a confiar en la Política. Ahora había perdido la fe y sólo veía sombras vagando. Verdaderamente, pensó, sólo la guerra, la historia y los hombres existen…
Por eso repitió la pregunta al Alcalde.
—¡Ah, sí, puedes quitarlos! Concentra tus fuerzas, por si acaso…
Don Juan se puso la gorra. Se guardó los comentarios. Volvía a ser importante. La vara, de repente, creció en sus manos, poderosa…
La gente, en la plaza, miraba impaciente al Ayuntamiento. Sabían que, dentro, el Alcalde, las autoridades que iban llegando, estudiaban con urgencia el fenómeno. ¿Cuáles serían las intenciones del ovni? Tres días sobre la ciudad, efectivamente, demasiados días. Indudable, las malas intenciones del objeto no identificado. Por eso, algunos, a la primera impresión, huían de la ciudad, antes de verla destruida. Según la leyenda (¿dice usted?). Digo, que según la leyenda, esta ciudad acabará sus días incendiada. (No le oigo a usted nada. Con este ruido…) Digo, que según la leyenda… (¿Qué?) ¡Porras, es lo que digo!…
Otros, más apegados, moriremos, si hay que morir, todos juntos…
Los más no sabían qué pensar. Se reunían en la plaza, los soportales, esperando quizás a Godot. Por eso, ávidos, seguían el trasiego de personajes que acudían presurosos al Ayuntamiento, la mirada prevenida. En tanto, se acuartelaban los municipales.
El Jefe:
—Calma, señores, calma —repetía.
La sorpresa cuando bajó el ordenanza, las bocamangas doradas, ¡don Juan, don Juan, que vaya un municipal y convoque urgentemente a don Crispín y al Arcipreste! También (el hombre tragó saliva, me ahogo) al señor Deán y al Magistral. Que se avise de lo que pasa al Obispo y al Juez… (Ya éste, qué contrariedad, se había apresurado a poner en libertad al dichoso campanero…)
Crispín no se había consolado, todavía, de la triste misiva de Fernanda. La tenía sobre la mesa, doblada, cubierta de lágrimas. El día, a pesar del calor, increíblemente cubierto de nubes, frío, amenazando caer sobre la ciudad y reventarla con su peso… Caía la lamparilla iluminando la tapa de la mesa. No se quitaba, Crispín, la tristeza. Se daba cuenta de que era víctima de una de tantas conjuras como había conocido a lo largo y a lo ancho de sus libros. No hay nadie que pueda eludir una leyenda negra. Tarde o temprano, todos la tenemos…
Fue, por eso, cerrado en sí mismo, que no advirtió la llegada del ovni.
Don Julio, pasado el sueño, la luz apagada, vio el ovni brillando en el cielo, a lo alto de las copas de los árboles. La ciudad, asomado a la ventana, abría y cerraba los ojos. En sus largos años de vida, nunca algo a la vez tan fantástico y tan terrible. El cielo, empañado, se enrojecía. Asustado, en tirantes, Virgen Santísima…, vino a la alcoba: Fernanda, Fernandita…, mis gafas, ¿has visto mis gafas?… Si las llevas puestas, papá… Volvió a la ventana, la luz, en la calle, colgada de un hilo. Amarilla la fachada. Amarillas las puertas y amarillas las ventanas. Por arriba, el estrellado. Ni una chispa de viento. ¿Qué hora será?
Al cabo, pasos apresurados. ¿Quién podía ser a esa hora? Observó, cuidadoso. El gato, miau, pasándole por las piernas, calla, demonio, quítate de mi vista. Un municipal llamaba a la puerta de don Crispín. ¿Irán a detenerlo? ¿Será verdad que el Cronista está en inteligencia con esos seres? ¿Será posible que un hombre, siempre tan honesto, nos salga, de la noche a la mañana, comunista?… Con razón el Arcipreste, en su misa: «Hermanos, vivimos tiempos difíciles… Cada cual pretende hacer de su capa un sayo…».
El municipal, los ojos en las ventanas, el arbolillo inquieto, gritó cuatro veces: ¡don Crispín! Don Julio, avizor, dedujo que, lo que fuere, era urgente. Sin esperar, cerró la ventana. El gato, miau, mansurrón, restregándose. Gato, decía, gato, dándole la patada. No quería ser testigo de lo que, estaba seguro, era el final de un hombre, hasta hace poco, hombre de bien. Movió la cabeza, con desconsuelo. ¿Sería capaz el Alcalde, si estaba, como decía, en comunicación con el Gobernador, de mandarlo a la cárcel y, ¡quién sabe!, si al pelotón de ejecución? En todo el mundo, hoy en día, están muy perseguidos los espías. Es una traición que no se paga con la cárcel…
Crispín volvió a la vida gracias a los golpes del guardia. Se había quedado dormido y soñaba que iba en la mesnada del Cid Campeador… Menudo bochorno por el camino… ¿Qué es la vida sino una lucha constante?… Ante sus ojos, ¡Valencia!
Los aldabonazos, a tiempo de librarlo de la muerte. Se irguió en el momento en que, un moraco, le soltaba un mandoblazo. ¿Quién vaaaa?…
—Don Crispín —un tanto nervioso—, el Alcalde que vaya usted en seguida al Ayuntamiento…
—¿Yo? ¿Que me llama a mí el Alcalde?…
—Sí, señor.
—¿Está usted seguro?
—Sí, señor.
—No me lo explico.
—¿No ha visto usted el ovni?
—¿El ovni?
Ni había pensado en él. Levantó la vista, ¡córcholis!, allí estaba, efectivamente, como la otra vez. No pudo verle el guardia la sonrisa. Los tejados, ataúdes superpuestos. No podía ser enemigo un objeto que venía a devolverle el amor de su vida… De repente, la ciudad, iluminada. Volaron las nubes y el sol resplandeció, destellando, en las veletas. Millares de quiquiriquís, vuela, vuela, vuela…
—¡Dígale que voy en seguida! —se frotaba las manos.
Don Julio, por si acaso, muy despacio el postiguito. ¿Qué habría pasado en la calle? Vio el balcón de Crispín, la luz encendida. Venía la voz de doña Delfina, quejándose, no debieras ir a ninguna parte. Que se arreglen ellos como puedan… Mamá, por favor… Se abrió la puerta, el grueso cerrojo, y salió Crispín (traje de popelín) a todo gas, por el callejón de la Amargura. ¿Qué habría pasado?…
—Fernanda… Fernanda… —otra vez don Julio Romero de Torres en la puerta de la alcoba—. Fernanda…
—¿Qué pasa, papá?…
—No lo sé; Crispín ha salido de su casa con mucha prisa…
—Papá…
El Arcipreste, la noche agotadora, no había conseguido dormirse. La conversación con el Obispo le había impresionado. Por eso, la cabeza en la mano, meditaba lo fútil de la vida. Después de todo, la campanilla en la mano, su camino, a Dios gracias, perfectamente encarrilado. Los ojos cerrados, algún día, pasaría el umbral de la puerta principal del Paraíso, los trompeteros celestiales. Pero, negaba, no lo verán estos ojos impuros, hechos a las cosas viles, no (volvió a negar con el dedo), sino los ojos del alma, incorruptibles, capaces de soportar la magnitud de una gloria semejante…
El corazón del Arcipreste, hombre sencillo, se llenó de campanillas. Adormilado, perdido en aquel laberinto, Veni Creator…
Fue, entonces, cuando, como la noche antes, subió, desde el centro de la tierra, la voz cascada de Torcuato, culpable de borrar visión tan maravillosa… Molesto, vino el Arcipreste al balcón.
—¿Qué ocurre, Torcuato? ¿Es que ha vuelto de nuevo el ovni?…
—Sí, señor, ha vuelto —contestó, cansado—. El señor Alcalde que tiene usted que personarse otra vez en el Ayuntamiento…
—Me lo estaba temiendo…
El Chantre, a esa hora, dormido plá-ci-da-men-te…
Don Pepe, de rodillas, preparado, no le temía a la muerte. Aguardaba el martirio a pie firme. Los brazos en cruz, sudoroso, ¡Señor, he aquí a tu siervo José!… Por la ventana, la torre de la catedral. ¿No eran demonios, acaso, los que descendían trenzados, a millares, provistos de ballestas, y se agazapaban en las cúpulas?… A veces, afinando la vista, alcanzaba a verles los rabos incandescentes. Parecen nube de langosta…
Don Pepe, ¡Señor, que el barco se hunde!, las manos al pie de la imagen. Hasta allí, estaba seguro, no llegaría la temible invasión. Si bien, sabía, cuando Jesús fue crucificado, Satanás se vino del Infierno y con millares de demonios se estuvo enseñoreando, sacándole la lengua, burlándose, echando escupitajos en el suelo. Tal recuerdo encorajinaba el corazón del Sacristán mayor, quien, enrabiado, no reprimía las lágrimas.
—Señor, si hubiera estado yo allí, otro gallo les cantara. Te aseguro que ése no se habría reído en tu cara…
Y no le cabía que un Pedro o un Mateo, que escribieron su vida, o cualquiera de los otros (menos Judas, claro) que estaban hartos de oírle y de verle hacer milagros, le hubieran abandonado, así como así, en un momento tan difícil. ¡Señor!, ¿para qué están los amigos?… Está visto que esa gente no era muy de fiar.
En la sombra del cuarto, Cristo, el rostro tapado por el pelo, la sangre, contenía la sonrisa. «Pepe, Pepe», le decía.
En cuanto el campanero se vio en la calle, el mundo le pareció que rodaba como una pelota. ¡Habráse visto!… Se rascó la cabeza, el sombrero que le regaló un cura, y se quedó mirando las estrellas.
No le extrañaba que la gente, desde abajo, viera tantas cosas raras… Aligeró los pasos (puerta de San Torcuato, la calle poco iluminada, ladrido roto entre las patas) para llegar corriendo a su casa. ¡Amaliaaa!…
Cuando Crispín llegó a la plaza le asustó ver tanta gente. Los ánimos, alterados y, muchos, los puños levantados, clavaban los ojos en el Ayuntamiento. Estuvo por dar media vuelta y volverse a su casa.
Celestino García, maestro hojalatero, la camisa abierta, ofendía a la persona del Alcalde: ¡tragón!, trayendo al caso los familiares de Su Señoría.
—¡Decía que esto era invento de don Crispín! —abotagado—. ¡Hipócrita!
Don Pelícano, procurador de los Tribunales, la corbata, las gafas con la montura de oro, se paseaba nervioso por los soportales. «Tenemos derecho a que se nos informe convenientemente. No somos niños de teta…»
—No, señor, no somos niños de teta —don Cirilo, el relojero.
Crispín llegó al Ayuntamiento. Buenas noches. Buenas noches… Entró en seguida en la sala de sesiones. Ésta, casi completa. El Deán y el Arcipreste, además de otros dignísimos eclesiásticos. Allí, don Carlos, las manos trémulas sobre la empuñadura. Comerciantes. Un abogado. Otro. Varios médicos, que se habían ofrecido desinteresadamente, y otras muchas personas, fueran o no miembros de la Corporación.
La entrada de Crispín, acogida con aplausos. Lógicamente, venían de la oposición política del Alcalde. Crispín, las manos levantadas, la miel del triunfo en los labios, gracias, gracias, hizo señal de que dejaran de festejarlo ya que, indudablemente, el momento no era el más apropiado. Por favor, señores…
El Alcalde, en su sillón, no se atrevía a levantar la cabeza. Le fastidiaban aquellas muestras. De cualquier modo, admitía, no tenía más remedio que contar con la intelectualidad…
—Señores —dijo, ordenando silencio—, como Alcalde de la ciudad y como Presidente de la Corporación les he convocado a ustedes para algo cuya importancia no es del caso resaltar.
Dejó vagar la mirada. Nadie quería perderse una palabra… (¿Qué es lo que ha dicho?…) Por un momento parecía que no iba a saber qué decir…
—Señores —de nuevo, golpeando la mesa (silencio)—, el enemigo está ahí (señalando), encima de nuestros tejados. Todos tenemos mujeres, madres, hijos… Tenemos el deber de salvarlos del desastre…
De nuevo, pausa del Alcalde. Con los ojos seguía a los concurrentes, quienes aguardaban, impacientes, concluyera el discurso… (¿Por qué ha dicho lo del sastre?… ¡Shiiiisss!… No le he entendido una palabra…) Y él, la tos nerviosa, sólo el alcalde de la ciudad. Sobre la mesa, la vara simbólica. Pero ¿de qué podía servirle en un momento así? ¿Acaso la vara de un alcalde es la vara de Moisés, capaz de hacer milagros?… Este pensamiento le hizo caer en la cuenta de que estaba solo en pleno desierto, el sol encima y, lejos, lejísimos, la tierra prometida… ¿Adónde ir con aquella gente?… ¿Cómo librarlos de los asaltos de los temibles pueblos del desierto?… Tuvo que secarse el sudor que le perlaba la frente…
—Pero (al fin encontró el camino) no se trata de lo que constituye el patrimonio de cada uno de nosotros —continuó, fatigado, dirigiendo miradas al balcón, abierto—, hay algo más sagrado. Está la ciudad, nuestras casas, las iglesias. Están nuestros santos patronos y están las tumbas de nuestros padres…
Le salió al Alcalde como un desgarro.
Ahora sí que se sentía tal.
—¡No podemos consentir que todo eso perezca! —gritó, levantando la vara y dando con ella un golpe en la mesa.
Puede que aquello produjera el milagro. A su voz, siguió la de la concurrencia enardecida. Veían a la ciudad sitiada y al enemigo, casa por casa, a punta de fusil.
—¡Santiago y cierra España! —la voz de don Carlos, blandiendo su vieja espada. Su voz, en medio de las otras, la mecha de una bomba.
Difícil dominar aquella gente, tan exaltada.
(¿Quiere usted decirme qué es lo que pasa?…)
En la plaza, los gritos del Ayuntamiento, causaron enorme expectación. ¡La ciudad, por lo visto, estaba en buenas manos! Cuando una ciudad tiene buenos cimientos, nunca jamás se derrumba.
Lo que nadie sabía, cómo se pensaba organizar la defensa. Por eso, cada cual, en grupos, hacía sus propios planes. Relucían las farolas. Relucían los escudos del palacio. Las columnas. El cielo, agua tranquila, muy limpio.
Los más, asustadizos, por si acaso, no salían de los soportales, siguiendo, los ojos, el extraño objeto.
Empezaron a llegar repiques de campanas. Ladridos de perros. Voces de niños, las ventanas abiertas…
En el Ayuntamiento, aplacados los gritos, se levantó un concejal y echó en cara del Alcalde el que no hubiera tenido en cuenta, el día antes, los sabios consejos de hombres tan ilustres como el señor hidalgo, el Arcipreste y don Crispín. Sin embargo, sin quitarle la vista, se había dedicado a intrigar y levantarle infundios al hombre que tiene el sacrosanto deber de limpiar y poner brillo a la historia de esta ciudad.
El Alcalde creyó que la casa se le venía encima.
El acusador, Ernesto López, farmacéutico, primo hermano de Crispín, seguía iracundo, los brazos levantados. Desde hacía años, uno de los aspirantes a la Alcaldía. Puede que aquella noche fuera su momento y no estaba dispuesto a que pasara la ocasión…
—Este hombre —señalando— es el culpable de que estemos todos metidos en una ratonera…
Tuvo que quitarse el sudor. Las gafas en la mano, intentó seguir, pero con la pausa había perdido la vez. Se la disputaban Agustín García y Paulino Estévez. El salón volvió a ser una reunión de grillos. La verdad era que la sala se había dividido, unos con y otros contra el Alcalde. No parecía que existiese una fórmula capaz de conciliar los dos bandos. El rumor saltó a la calle.
El Arcipreste, visto el cariz, partidario de retirarse, a fin de no involucrar a la Iglesia en una cuestión bizantina. Los restantes clérigos aprovecharon la confusión para escapar, con prisa, por la escalera…
—Nuestro puesto —una vez en los soportales— no está con los soldados…
La tremenda disputa, las voces de Ernesto, los cortes de Agustín, los ¡basta! de Paulino, a punto de una crisis municipal.
Fue don Carlos quien, harto de ver a unos políticos contra otros, se puso en pie, ¡carajo!, la espada desenvainada, dispuesto a cortar la disputa por la fuerza.
—¡Basta! —golpe militar sobre la mesa—. ¡Esto se ha terminado!
En un segundo, el salón, una balsa de aceite. Sólo se oía la respiración jadeante del marino, el temblor de sus medallas, los ojos encendidos, apretada la boca. Imagen viva de aquella ciudad, muerta.
—¡Señores! —Su voz llegó hasta el fondo de la plaza—. ¡Señores! No estamos aquí los hombres de esta ciudad para ver cómo se destrozan los políticos. Estamos aquí para defendernos de nuestros enemigos…
Aquellas palabras, la virtud de volverles el sentido. ¡Era verdad lo que estaba diciendo el hidalgo! Se trataba de salvar la ciudad. Ya habría tiempo de destronar al Alcalde…
Ernesto López, farmacéutico, el alto cuello almidonado, bajó la cabeza convencido. La división, efectivamente, sólo beneficiaba al enemigo…
Don Carlos, lacónico, hizo un canto a la ciudad y a sus guerreros. Aseguró, ellos estarán aquí esta noche, dispuestos a la lucha…
La sala, resplandeciente. Los vidrios de las lámparas. El retrato, en color, del Jefe del Estado. El sillón del Alcalde, alto respaldo, el ujier, impaciente, guardando el sitial. A veces, el Alcalde le hablaba y el otro, mirando, asentía. Por los balcones, la noche templada. Las columnas, la fachada del arco, la luz brillante del objeto, emplazada sobre la torre.
Se sintió revitalizado el Alcalde. Dificultoso, arreglándose la corbata, ¡silencio!, mágicamente, cogiéndose a la vara. Ahora sabía adónde iba. Por eso repitió ¡silencio!, aun cuando estaba seguro de que nadie piaba. Tenía que hablar.
—Señores, el momento es grave. ¿Qué debemos hacer? Eso es lo que yo quisiera pediros… ¿Qué debemos hacer?…
La pregunta, una mosca indiscreta por la sala. Se detenía, zumbona, en las orejas. Echaba a volar, tornaba, iniciaba el vuelo, se paraba en la lámpara… Dar una respuesta, mucho más difícil que atacarse los unos a los otros. Por eso, ninguno a ser el primero. Se miraban: «Anda, contesta tú…». Bajaban la cabeza, rehuían la contestación. No, no…, algunos, los puños de la camisa, las manos atusándose el bigote, que conteste el más listo…
El Alcalde, los ojos de un extremo a otro, los detenía en los más conocidos. ¿Por qué no sales tú?… No, no, Alcalde…, esquivando la mirada. La vara, a cada momento, más frágil. Amenazaba con romperse y hundir aquella nave…
Crispín, el rigor histórico, comprendió le correspondía levantarse y hablar. En cuanto lo vieron de pie, la sala (¡qué alivio!). Al fin había uno que los sacaba del apuro. Se puso las gafas, tímido, miró a la presidencia.
—Indudablemente —comenzó— este es un momento muy importante. Ahí, sobre la ciudad, el futuro. ¿Y qué es el futuro? ¿Lo sabe alguien?… (Un tremendo silencio en la sala.) Nadie lo sabe; nadie ha viajado por el futuro. ¿Será bueno o será malo?… (Otra vez la pregunta.) Nadie lo sabe…
Don Carlos, crispado, no quitaba ojos de Crispín. Él, hombre de guerra, desconfiaba de aquellos que tienen fácil la palabra. Por eso, en cuanto oyó al Cronista formulando tanta pregunta, temió que nada bueno iba a salir de todo aquello. Empezó a gruñir impaciente. Le temblaban las medallas a cada bufido.
Crispín, en tanto, perdido en la verborrea. Su discurso traía a colación los viajes colombinos, los descubrimientos españoles y portugueses y, por último, apoyando su aserto, los viajes americanos y soviéticos por el espacio. Con ello (limpiándose las gafas, con el pañuelo) el hombre, cuerpo y alma de la Historia. Todo lo que vemos, fruto de la inteligencia y del trabajo. Pero (poniéndose las gafas y levantando el dedo), lo más claro de todo, a lo que en definitiva vamos, la Historia, se quiera o no se quiera, sobre la intriga y las calumnias de algunos…
El Alcalde, que no sabía adónde quería ir el conferenciante, desvió la vista impaciente.
No le gustaba el giro que Crispín le estaba dando al discurso…
—Por lo tanto, señores, es muy difícil contestar a la pregunta del Alcalde. Porque, ¿sabemos acaso cuáles son las intenciones del ovni?
Un jarro de agua fría sobre la sala.
Fue don Carlos quien, al fin, no pudo aguantarse más. Se irguió, bastonazos con el sable, ¡no, no, no! Mil veces no… Era inaudito lo que estaba escuchando. ¿A qué tanta palabrería? ¿A qué venía si sabemos esto y lo de más allá?… Está claro, frenético, las manos levantadas, el temblor de las inoportunas medallas, que los historiadores sólo intervienen en las batallas así que éstas están concluidas y los muertos enterrados. Pero (lo recalcó bien el hidalgo) la historia de verdad no es la que se escribe, sino la que se hace.
—¡Señores! Sí sabemos las intenciones del ovni. ¡Es un enemigo! ¡Viene a destruirnos!
Sus gritos, una bomba sobre la plaza. Por los balcones, devuelta la pelota del fervor popular. ¡Todos estaban con el célebre marino!
Enardecido, ¡es necesario luchar!, gritaba don Carlos, de pie, sobre la silla, el arma en la mano.
Fueron inútiles los esfuerzos de don Juan, Jefe de los municipales, para conseguir la calma entre los concurrentes. En el fondo, hombre de teatro, conocedor de los Clásicos, le había gustado el vigor de don Carlos, sin restar méritos (lo diría más tarde) a las dotes persuasorias y buena exposición de don Crispín…
Hubo un intento de convencer a don Carlos de que el objeto pudiera muy bien no tener intenciones belicosas. Hasta ese momento, la verdad, no se había metido con nadie. Pero él, los brazos sobre el pecho, refutaba una y otra vez los argumentos. Sólo tenía un pensamiento: ¡HAY QUE DESTRUIRLO! Para convencer a los demás, su vida militar, los años pasados de mareante, sus hipotéticas batallas en todos los mares del mundo…
—Y yo les aseguro a ustedes que, ya en la antigüedad, aparatos como ese, imanes poderosos, arrancaban los barcos del mar y los llevaban volando por los aires… No nos engañemos. El que da la primera, da dos veces…
El Alcalde, replegado en su sillón, un callejón sin salida. En el fondo del salón vagaban fantasmas impacientes por iniciar la batalla.
Seguía el toque de las campanas.
—No es este el momento de perderse en vanas discusiones —exigió don Carlos, mirando fijo al Alcalde.
—¡Bien! (la voz del anonimato), don Carlos tiene razón.
—¿Y qué es lo que sugieren? —preguntó Crispín, engallado—. ¿Con qué vamos a luchar contra el ovni?
Lógico que la guerra contra el ovni no se haría con palabras. Miró de soslayo al hidalgo, las manos en la empuñadura. No se trataba, tampoco, de irse a las afueras, cavar trincheras y enfrentarse con hombres de carne y hueso. Fue don Carlos, el puño cerrado, quien dio la respuesta:
—¡TENEMOS EL CAÑÓN DE LA ALCAZABA!
Crispín, al punto del desmayo. ¡Ese cañón estaba inservible desde la guerra de la Independencia! Tenía las ruedas metidas en la arena. Ni siquiera en las últimas contiendas hubo quien se acordara de él… Y, sin embargo, obsesionado, el hidalgo seguía pensando en él. No se lo quitaba de la cabeza. Los últimos días se le había visto rondar por allí, mirándolo, sacándole, con las manos, la tierra de la boca. Todos conocían, quien más quien menos, al viejo cañón, abandonado en una torre de la Alcazaba. Lo dejaron los franceses, quienes lo tenían emplazado para asegurarse el dominio de la ciudad. Los niños lo venían utilizando para sus juegos. El mismo don Carlos, sus tiempos, lo había disparado mentalmente (pum, pum, pum…) y había caído sobre sus enemigos hasta destruirlos. Al parecer, las visiones le habían vuelto con la vejez y andaba como una cabra…
—Pero, Señor —Crispín, volviendo a lo que ya había dicho la noche antes—, ese cañón no puede servirnos de nada. El ovni tendrá armas atómicas…
—¡Narices! —A don Carlos no le entraban estas cosas. Atómicas o convencionales, ¡qué más daba! Detrás de cada arma, siempre un soldado. Eso nadie podía negarlo. Y, en cuanto al cañón (señalando la plaza), un símbolo del pueblo. Bastará con darle una limpia y…
Un individuo salió, ofuscado, del fondo de la sala.
—Yo puedo hacer que el cañón dispare —aseguró, brusca la voz, la gorra retorcida entre las manos.
Aquello era importante.
—¿Estás seguro?
—Sí, señor.
El Alcalde, poco hablador, incómodo. Él era un político. No le costaba presidir la Corporación, discutir un proyecto. No le costaba tomar una decisión, acudir al señor Gobernador y exponerle los problemas del pueblo. E incluso, ponerse el chaqué en los actos públicos… Pero ¿cómo demonios dirigir una batalla?… Para colmo, se había pasado la guerra metido en la cárcel.
—Alcalde —don Carlos, envalentonado con el ofrecimiento del fragüero—, podemos empezar en seguida… Subiremos el cañón a la torre de la catedral y, desde allí, dispararemos…
El cielo pareció, de pronto, saltar en mil pedazos. ¡Quién sabe, comentó Crispín, si ese cañonazo no romperá el finísimo cristal que rodea la Tierra y todas las estrellas caerán sobre nosotros!
—Es necesario contar con el permiso del señor Obispo —apuntó el Secretario, la pluma en la mano, tragando saliva. (¿Cómo demonios se le ocurriría pedir aquel Ayuntamiento? En sus años, jamás una cosa semejante. Y luego…)
—Es verdad —confirmó el Alcalde—, es necesario contar con la autorización eclesiástica. Señores, la Iglesia puede excomulgarnos por ocupar un lugar sagrado…
A don Carlos le impacientaban estas cosas. Todo se volvía ponerle zancadillas. ¿No iban también a luchar por la Iglesia? ¿No se trataba de salvar a la catedral y al pueblo?…
—¡Se trata de la salvación de todos! —gritó exasperado—. No podemos perder el tiempo pidiendo papelitos…
El Alcalde hizo un gesto al Jefe de los municipales.
—Vete en seguida a ver al señor Deán y al señor Obispo. Cuéntales lo que pasa…
Salió don Juan de la sala.
Crispín, impotente, ¿no comprenden que es una locura lo que pretenden? ¿Intentamos un suicidio colectivo? ¿Piensan acaso que el ovni se estará quieto y que no intentará la defensa?… Pero, ya nadie le hacía caso. La sala, incluso la plaza, la ciudad, todos, ¡camino de la Alcazaba! Hablaban, contagiados, del cañón como de un arma infalible. El ovni no resistiría el primer ¡BUM!… De eso estaban seguros todos…
Crispín, la cabeza entre las manos, ¿son los hombres los que dirigen la Historia, o es la Historia la que gobierna a los hombres?…
Don Pepe, desde su casa, el rumor de la gente por la calle. Lejos de la realidad de este mundo, aquello, quién sabe, si el Apocalipsis. La ciudad trataría de arrojarse de cabeza al precipicio. Temió salir al balcón y optó por cerrarlo. (¿Qué pasa, Pepe?, su madre, la pobre, desde la cama. No es nada, madre…) Demonios a caballo irían vapuleando a los hombres. ¡Señor!, líbranos de una carnicería semejante…
En cruz, el sudor, la noche aquella del Gólgota, el gran Ausente en la cruz, hizo don Pepe ofrenda de su vida. ¿Qué otra cosa, a cambio?… La noche, brillante. Los tejados. Aquél, seguro, el último ataque de Lucifer.
—Señor, ¿permitirás que se salga con la suya? ¿No habrá salvación para ninguno?…
(Pepe, hijo, ¿se puede saber qué pasa?… Nada, madre, ¿qué va a pasar?…)
Fue esa noche cuando Juan Rodríguez León, campanero de San Miguel, se levantó de la cama, miró la calle por la ventana de la torre (las paredes blancas, los balcones) y vio a la gente pasar enloquecida.
—¡Alfonso! —llamó a un conocido—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Es que ha venido otra vez la Revolución? —por si había que salir pitando de la iglesia. No le hizo caso el otro, quien, las manos en el sombrero, volaba la calle arriba.
El ovni, sobre la ciudad. Parecía rozar la punta de la torre, la cruz, el pararrayos. Otras, de remontarse, subía, se quedaba redondo, como una moneda. Lo fantástico, los colores, el modo de bajar, subir, bajar, la enorme claridad.
Crispín, sin moverse de la silla, seguía meditando. Por el balcón abierto, la plaza, la torre de la catedral. Todavía, la araña encendida. Las paredes crema, humedecidas por el resplandor. En la puerta, triste, la boca abierta, el ujier. Le daba vueltas a la Historia de la ciudad. Su fundación, las murallas, el tiempo en que, dicen, el río era navegable y los barcos que venían de América atracaban en el Marquesado. Veía a moros y a cristianos hablando, según, de conquista o de reconquista. Y al rey don Fernando VII y a su hija doña Isabel II. También (somos un país obediente a la silla de Roma) a los venerables obispos, la mitra y la capa. La ciudad, destapado el suelo, ofrecía, de repente abierto, gusaneras de curas y comerciantes. No somos nada… (¿Dice usted, don Crispín? ¿Yo? Yo no digo nada.)
A don Juan, Carmelita Horozco no le quiso abrir la puerta. Mi tío, el señor Deán, dormido en su cama de raso. ¡Qué noche! Ni por pienso voy a despertarlo.
—Señora… Se trata de algo muy grave. Es el Alcalde quien me manda…
—Me lo figuraba. Dígale que no se va a levantar a estas horas porque él lo diga… ¡Qué frescura!
—¡Señora!
—Buenas noches.
No le valieron a don Juan sus dotes dramáticas. Allí lo dejó la sobrina, sin el respeto debido a su cargo. Menos mal, la calle como la una. Lamparilla agonizante sobre la hornacina. La pared, blanqueada. Malhumorado, dejó la casa. Ni se le oyó lo que dijo. Visitaría al Obispo. Después de todo barajaba sus dudas al respecto, ¿qué puede salir de esto? El Obispo, lo probable, estuviera también en la cama, sin importarle un comi…
En el Palacio, haciendo antesala, clérigos atemorizados, religiosas, ¡ay! Las finas, las burdas tocas, las caras como el papel.
Don Juan, corrido, saludó con todo respeto. (Sus novenas a Santa Rita). Le dijeron que el señor Obispo había tenido que levantarse, preocupado con tanta visita. Don Juan, firme, asintió, el juego de cabeza. Luego, en un aparte (por la puerta entreabierta, el flexo, se veía a Su Ilustrísima inclinado sobre la mesa), dijo al Secretario lo que se proponían con el cañón. El Secretario, hombre tímido: «¿Cómo dice? —sin acabar de entender—. Está bien, está bien —el rostro enharinado—. Espere unos minutos…». En seguida, trémulo, la voz caída: «Verá usted, don Juan —imitando una sonrisa—, el señor Obispo no ve conveniente se suba esa pieza a la torre. Piense usted que ésta es la casa de Dios, no un fortín».
No se atrevió don Juan.
—Sí, señor…
—Dígale al señor Alcalde —saliendo el clérigo hasta la puerta—, que puede contar con las oraciones de su prelado…
—Sí, señor… Sí, señor…
En la Alcazaba, en tanto, sucedían las cosas de muy diferente manera. Don Carlos, el sable, la mirada penetrante, era don Juan de Austria, la nave insignia, el día aquel memorable que con tanto honor recordara Miguel de Cervantes. Sobre una peña, envalentonado, prometía a la tropa el oro y el moro. Porque, estaba seguro, el brazo, de que, aquella, para siempre, singular batalla en la que, el hombre de este mundo, acabaría, de por vida, con los de otros planetas…
El cielo, lúcido, cargado de pequeños mundos, pelotas de ping-pong. De nuevo, la Alcazaba, campamento de soldados (y no campo de fútbol, como lo habían convertido los curas).
Entre unos cuantos, empujando, el viejo cañón. Más de un siglo que nadie se había atrevido a moverlo, las ruedas enterradas. La enorme pieza, la boca, un monstruo que intentase devorar los montes. Allá, señalando, millares de soldados, picos y fusiles, el galope tendido por el llano. Los veía ocultos, ¡voto a bríos!, dispuestos, como moscas a caer sobre un pastel…
El Alcalde, cabe la muralla, estupefacto, contemplando la torre. No disimulaba su temor, gordo lirondo, el ojo izquierdo redondo. Detrás, su plana mayor de concejales.
Fue al cabo cuando, subiendo la cuesta, apareció, jadeante, el Jefe de los municipales, don José, don José…, la gorra en la mano. La embajada, un engorro. Tartamudeaba, sorprendido por el aparato bélico, la multitud ardorosa. Informó sobre el portazo de Carmelita Horozco. Las buenas palabras de Su Ilustrísima. En un aparte, la sonrisa, perdonen, es la primera vez que piso un campo de batalla. Contagiado, a cada momento, a la orden del señor Alcalde.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó el Alcalde, la vista perdida.
Nadie tenía una respuesta.
La pregunta voló solitaria y al final, inoportuna, desapareció en la oscuridad.
Impávido, metido en harina, el hidalgo más hidalgo. De una a otra torre, avizor, llenando la Alcazaba con sus gritos y con sus ordinarieces. Arriba, inmóvil, el ovni. En medio, lentamente movida, la temible pieza metálica.
Sobre la ciudad, las campanas. Ladridos de perros asustados, caídos en una trampa.
—¿Y don Crispín?
—Nadie lo ha visto.
—Es necesario encontrarlo. Puede que sepa lo que la ciudad ha hecho en casos parecidos…
—Sí, señor.
Contrariado: «Habrá que decirle a don Carlos la negativa del Obispo».
No le cayó bien la tremenda respuesta. No entendía por qué, en un momento tan grave, la Iglesia prefería estar de parte del Enemigo. No entendía cómo, al igual que los antiguos prelados, no había salido el Obispo a la jineta. «Está visto que los eclesiásticos de hoy en día ni por pienso son como los de antes de la guerra», comentó furioso don Carlos. Un antepasado suyo se remangó la sotana para luchar contra los moros.
—¡Y no iba en detrimento de su pastoral misión! —afirmó, levantando el dedo, la mandíbula encajada—. Prefieren los deanes y los obispos andar de espaldas a la guerra. ¡Así nos luce el pelo! Pues bien lo dijo Cristo (doctoral) ¡vengo a traeros la guerra y no la paz! Porque la paz, caballeros, es lo que engorda y llena la tripa…
Las palabras de don Carlos, favorablemente acogidas.
—¿Y qué vamos a hacer? —tornó el Alcalde, obsesionado.
El hidalgo, el disgusto, sentado en la muralla.
—Mi plan, adelantarnos al enemigo.
—Pero…
—Podríamos saltarnos a la torera la prohibición de Su Ilustrísima y subir el cañón a contrapelo.
Las palabras, tan resueltas, asustaron al Alcalde. Eso jamás. Enfrentarse a la Iglesia, la ruina. La pérdida fulminante de la silla y de la vara. Ser tenido por hereje…
—No —tartamudeó, meneando la cabeza—, de ninguna manera. No podemos hacer semejante cosa. Habrá que cambiar los planes.
—Caballero —el hidalgo, puesto de pie—, ¡yo soy un soldado, no un político!
—¡Y yo soy el Alcalde de esta ciudad, señor hidalgo! —tuvo que ponerse enérgico—. Se hará lo que yo mande.
—Está bien —contestó el hidalgo, hombre, al fin, disciplinado—, se hará lo que mande Su Señoría. Pero, entiéndame, sólo usted será el responsable de la ruina de este pueblo. ¡Sépalo!
El diálogo trascendió a la soldadesca, quien no disimuló su disgusto. Calma, calma, tuvo que ordenar el hidalgo, las manos levantadas. El Alcalde, a su plana mayor: «No me fío un pelo de este hombre. Es capaz, con el sable, de repetir el golpe militar…».
—Juan —al Jefe de los municipales—, concentre, rápido, toda la plantilla. Vamos, apúrese.
Don Juan, comprendiendo: «¡Voy en seguida…!».
En tanto, después de la reunión, el Arcipreste y el Magistral, plaza del Conde Luque, conversaban sobre la inmortalidad del alma, la muerte y el libre albedrío.
—¿Cómo cree usted que será el fin del mundo? ¿Un juicio particular o un juicio universal? ¿Acaso los dos al mismo tiempo? ¿Nos encontramos (el fino sombrero de fieltro ladeado, la sombra sobre los ojos) los hombres al morir derechos en el valle de Josafat…?
—Pudiera ser —pensativo, el Magistral, los ojos en el suelo—, pudiera ser…
—Yo me lo pregunto muchas veces. Porque, digo yo, si esto es el Tiempo y lo que hay después es la Eternidad…
—Sí —afirmaba el Magistral, las manos juntas—, tiene usted razón…
Olor a geranios. Extraños perfumes.
—Lo que más me ha preocupado siempre es la muerte. No me la quito de la cabeza…
—¿Cree usted que habrá llegado nuestra hora?
La interrogante del Magistral quedó flotando. ¿Quién puede saberlo? La muerte se parece al ladrón, que llega cuando menos se le espera…
—Lleva usted razón.
La campana, cada vez más queda.
—¿Cree usted que esa gente será capaz de disparar el cañón?
—¿El cañón? —el Magistral, añorando, se echó a reír—. Les temo a ellos más que a esa pieza del diantre…
—Yo también…
Pasado un rato, Crispín, vuelto, se levantó, dispuesto a dejar el Ayuntamiento. Todavía, en la cabeza, el rumor de las palabras que allí se habían pronunciado. Las llevaba anotadas en la mente para luego, al calor de la pluma, volcarlas sobre el papel…
«¿Qué ciudad es esta —pensaba— que es capaz de enfrentarse a los extraterrestres?…»
Pero, ahora, otra misión que cumplir. Cronista de la ciudad, su deber, estar cerca de la Historia. Logógrafo, para recoger calientes los acontecimientos. Cruzó la plaza, la catedral, calle de la Concepción, camino de la guerra…
Después de encontradas opiniones, accedió don Carlos, contrariado, a que el cañón se disparara desde su actual emplazamiento. No ofrecía aquel lugar, para su gusto, las ventajas que tenía la torre de la catedral, más alta que ninguna. Pero ¿qué alternativa tenía? Durante un rato, los bufidos, anduvo emberrinchado. La nave, seguro, a contragolpe. No cabía duda de que el enemigo jugaba su partida y de que el combate, puestos a ver, bastante difícil.
Un individuo, vecino de los Carros, al limpiar la máquina, un nido de palomas. El momento, de emoción. Sobre todo cuando la madre, gruñona, intentó defender las crías. A don Carlos, la vista de los huevos, mal augurio. «Hemos debido pegarle un tiro a esa paloma, pensó, viéndola, hoja de papel, llevada por el viento. Yo no entiendo de estas cosas, protestó. Pero no me ha gustado nada…»
El cañón, cara, boca al ovni. Desde abajo, remontado en la torre, hermoso, contrastado con el cielo. La luna. El hidalgo, al fin, lleno de alegría. El caso era disparar el arma, ¡bum!, y que el cielo y la tierra temblaran. ¿De qué sirve vivir enjaulado? Mejor ir por el campo libremente. Levantó la vista. Ahora, completamente seguro. Páginas de la Historia, libro pasado rápidamente por sus ojos…
Crispín, al llegar, lo primero, la estampa del cañón, como en una película. Los artilleros, arracimados, con antorchas encendidas. Se oía la voz de don Carlos: «¡Más a la derecha! ¡Más a la izquierda! Basta, basta…».
La noche, fantástica. Desde lo alto, la ciudad débilmente iluminada. Las paredes de las casas. Las ventanas. El olor del jazmín y del magnolio. El claro de una calle, rota, sobre los mares de tejados oscuros. ¿Dónde un pueblo como éste?, suspiró el Cronista, el cuaderno de notas. Delante, deslumbrados, ennegrecidos, la tropa fantasma. Azorado, presintió la importancia del momento.
Largos, aquellos segundos.
En seguida, las manos todavía en los ladrillos de la muralla, la voz del hidalgo:
—¡FUEGO!
Por unos momentos, pensó, saldría el obús de la boca de don Carlos. No fue así. El rugido, por la primera, incapaz de disparar el arma, que quedó mustia, inobediente. Nerviosismo general. Fue al segundo ¡FUEGO!, cuando, cielos y tierra, al fin, saltaron por los aires. La Alcazaba, la ciudad, iglesias y casonas se hundieron de repente en el precipicio.
Las campanas, entonces, asustadas. La gente: «¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido eso?». Como si el ovni hubiera caído sobre el pueblo…
El Alcalde, detrás de una piedra, levantó, sorprendido, la cabeza. ¿Había perdido la ciudad? ¿De qué, entonces, le servía la vara? Le entraron ganas, desolado, de echarse a llorar. Todo, perdido en un segundo… El cielo, allá de la humareda, estrellado. Pudo ver la sombra del cañón. Al hidalgo, desesperado, echado sobre él. ¡Señores!… La soldadesca, en mayoría, cobardemente escondida. Poco a poco, las ruinas iban apareciendo…
Y lo curioso era que el ovni seguía en su sitio.
—¡Don Carlos! —gritó el Alcalde—. ¡Don Carlos! ¿Qué ha pasado?
El hidalgo, lágrimas, aporreando el cañón con los puños. Las medallas en su pecho; la batalla perdida. El enemigo, ahora, seguramente engallado. ¿Ha visto usted?… El Alcalde, la mirada desquiciada. Se quitó el polvo de la guerra. Olía a chamusquina. De lo que no cabía duda es de que el cañón no dispararía segunda vez. Bastaba con verle la boca reventada. Su vida había terminado. Maloliente, humo negro y sucio.
—Hemos perdido la batalla —gimió.
—Entonces —el Alcalde—, estamos a merced del enemigo.
—Teníamos que haberlo subido a la torre de la catedral. No hubiéramos fracasado…
—Muy cierto.
—¡Teníamos que haberlo subido! —siguió, fiero, don Carlos.
Se extendió el rumor por la Alcazaba. La culpa sólo provenía de la negativa del Obispo. ¿Qué hacer? La ciudad, en un momento, podría venirse por tierra, castillo de naipes. Veían, asustados, al ovni. Ahora, motivos sobrados para intentar un ataque. Están al tanto de nuestras intenciones…
—¡Hay que ir a Palacio! —una voz de la sombra.
De inmediato, segundo cañón, la gente disparada, ruinas abajo, camino del Palacio episcopal. Quedó sola la Alcazaba, perfilado el viejo cañón francés…
Le faltaba tiempo a Crispín para anotar rápidamente las cosas que veía. Después, la soledad del despacho, tranquilo, la crónica detallada de los sucesos. La conclusión de que es peligroso levantar las armas contra el enemigo. Lo prudente, procurar el entendimiento y llevar las cosas por vías pacíficas.
No valían, naturalmente, estas razones para un soldado. A ellos les gusta pelear, porque ésa es su profesión. Por eso se pasan la vida hablando de la guerra.
Él, en esta ocasión, un verdadero logógrafo. Le gustaba la palabra. Lo-gó-gra-fo. Como lo fue Herodoto. ¿Qué sería de las guerras sin los historiadores? ¿Habría valido la pena emprenderlas?… Lo más seguro es que Ciro, Jerjes o Alejandro, de saberlo, se hubieran dedicado a otras labores. Lo que importa es la inmortalidad… Mientras meditaba, se le ocurrió si esta gloria mundi coincidiría con la gloria caeli. Acaso, con preocupación, aquellos gloriosos personajes, y tantos otros, estén ahora mismo ardiendo de patas en los infiernos…
—Puede, en ese caso, que nuestro oficio, a la postre, no resulte tan noble…
En cuanto vio a la gente salir de la Alcazaba, el Alcalde, la Corporación, el hidalgo, echó a correr tras ellos con ganas de estar presente en el acto, que adivinaba bastante borrascoso…
Doña María, su placa, Profesora en partos, ejercía, esa noche, en casa de Luisita Portillo (su marido, Benigno Flores, Ultramarinos), tratando de poner en esta vida un cachorro de siete kilos cien gramos. Alarmada, salió al balcón. En unos minutos, el tropel dando gritos anticlericales.
—¿Dónde demonios irá esa gente? —escamada—. ¿Tendrá todo esto algo que ver con el trueno de hace un rato?
A la confitera, a punto de meterse en la cama, su yerno, parece mentira, vino contando cómo el Obispo se había opuesto a que el cañón se disparase desde la torre. En camisa, el peinado, muy cerca el abanico, no lo entiendo, no puedo entenderlo, ¡ay!, Su Ilustrísima ha debido permitirle a don Carlos, que es un caballero, disparar desde arriba. Luego, como cayendo en la cuenta, ¿no habrá sido por si le matan las palomas?…
Al Sacristán mayor, uno de sus éxtasis, aquello, señal de algo portentoso. En cualquier momento, ángeles vendrían a llevárselo en palmitos. Mi puesto está en el Cielo, mirando por la ventana. Me encuentro como gallina en corral ajeno…
El Arcipreste y el Magistral, coloquio sobre las excelencias de la Civitas Dei sobre la Civitas Terrae, les cogió de improviso aquel tremendo berrido, novillo suelto por la calle. «¿Qué ha sido eso? ¿Cree usted que se habrán salido con la suya? Es mejor que subamos en seguida a la casa. Bendito sea Dios. ¿Cree usted que volveremos a un treintayséis?…»
Don Juan, el Jefe de los municipales, consiguió, antes que nadie, secretos de la profesión, rodear con su tropa el Palacio. El caso era contener, con la vida, si hace falta, a la turba exaltada. Tomadas las posiciones, de momento el frenazo. Después, ¡quién lo sabe! El hombre, a punto de la catarsis, la vista pendiente de la bocacalle de la Concepción.
Fue el Secretario del Obispo quien entró, compungido, en el despacho de Su Ilustrísima, la pequeña luz sobre la mesa, los libros, las pinturas, la cortina de púrpura:
—Ilustrísima, Ilustrísima…
—¿Qué es lo que pasa?
—Han disparado el cañón y ahora están furiosos porque no han conseguido abatir el ovni. Culpan de ello a Su Ilustrísima…
El Obispo, la mano en el solideo, se inquietó sobremanera. Desde la ventana, la luz tibia, calle, calle, derramada en la fachada. Cerraremos con cuidado las ventanas…
En ese momento, la masa. A la cabeza, don Carlos Espinosa, el uniforme, las condecoraciones, la gorra y el sable. Manchado de polvo y de ceniza. Realmente, del campo de batalla. Detrás, jadeante, quitándose el sudor, el Alcalde. Instaba a la calma. ¿Qué locura esta de que, la ciudad, se atreva, los años que vivimos, a ponerle cerco a Palacio? ¿Es que no existe ya el Concordato?…
—Indudablemente —volviéndose el Obispo—, esta gente ha perdido la cabeza…
—Retírese Su Ilustrísima —rogó el Secretario—, pueden herirlo…
Fue entonces cuando subió, cansada, la voz del Alcalde.
—¡Señor Obispo!…
«Válgame. Al menos me hablan con respeto». Levantó la cortinita. «Se ve que al Alcalde le obligan a…»
¡Shiiiisss!
Volvió el…
—¡Señor Obispo!… Todo el pueblo está disgustado (y tiene su parte de razón). Si Su Ilustrísima (válgame) lo hubiera permitido, a esta hora el ovni andaría por la vega y no, como está, en lo alto de la ciudad. Hemos tirado nuestro único cartucho y no hemos conseguido nuestro objetivo. ¿Motivos? La negativa de Su Ilustrísima (con respeto)… ¿Es que no era justa nuestra causa? ¿No ha defendido la ciudad, cuantas veces ha hecho falta, las de la Santa Madre la Iglesia? ¿No fue con dinero del pueblo como se levantó la catedral?… (En parte, sí; en parte, no…)
El Alcalde tuvo que detenerse. En algún momento se creyó, él mismo, la ciudad. Casas, plazas, conventos. Sin advertirlo, lo aplaudían los concurrentes. Pocas veces un discurso tan verdadero.
—Hijos míos —vino, ¿por dónde?, la voz del Obispo—, un momento de reflexión. Es cierto lo que acaba de decir el Alcalde. Pero, como Obispo, permitidme unas palabras. Voy a ser breve. No me voy a referir al hecho de que hayáis venido a tirar piedras a mi tejado. Cosas más graves se han visto en esta ciudad que no han ido, gracias a Dios, en detrimento de su fe. Pero, dígame, señor Alcalde, ¿tiene pruebas de que ese ovni es enemigo de esta ciudad? ¿Acaso ha recibido, al respecto, instrucciones de sus superiores en el Gobierno?…
La pregunta puso nervioso al Alcalde. Claro que no las había recibido. ¿Cómo se le había podido ocurrir meterse en un embrollo semejante? Desvió la vista, contrariado.
El hidalgo, impulsivo, no esperó la respuesta del Alcalde.
—¡Son enemigos! De eso no hay duda. No olvide Su Ilustrísima que soy militar y conozco a la perfección mi oficio.
—Respeto su opinión, señor hidalgo —como una paloma, la voz del Obispo, la mano en el solideo—, pero yo también tengo argumentos. Lea, lea usted el primer pasaje del Génesis… Ese ovni, señor hidalgo, acaso venga tripulado por hombres mejores que nosotros. Piénselo. No será este Obispo, ni sus sacerdotes, quienes le cierren las puertas de la Iglesia.
El hidalgo, estupefacto, como si lo hubieran atrapado en un cepo. ¿Cómo rebatir tanta palabrería? ¿Se le puede exigir a un soldado que sepa la Gramática y la Oratoria?…
—¿Qué sugiere Su Ilustrísima? —el Alcalde, venido a razones, pesaroso de no haber acudido al Obispo desde el primer momento—. Y mire usted que lo pensé…
—Vivamos en paz los unos con los otros. Amémonos, hombres de cualquier planeta. Ni las flores, ni los pájaros, ni las estrellas, ni el aire que respiramos, ni una sola cosa, venga de donde venga, que no haya salido de la boca de Dios…
Era verdad lo que decía el señor Obispo. ¿Por qué tirar nosotros la primera piedra? ¿Quién está libre de culpa?…
En la pared, cabe la reja, una lucecilla.
Se hizo el gran silencio.
El hidalgo, la partida perdida, enfadado, ¡pueblo llano!, se abrió camino y se alejó, la figura cicatera, la punta del sable ladradora, andándole detrás.
Fue el concejal que tenía un comercio de paños, hombre precavido, a quien se le ocurrió:
—¿Por qué no desagraviamos a esos señores? —mirando para el ovni.
En la mente del Alcalde, los consejos de Crispín. Ahora se daba cuenta de que el Cronista, una autoridad en la materia. Acaso, mirando las ventanas de Palacio, ni los presidentes extranjeros, un consejero de tantas campanillas… Pero, el tomar una decisión, cosa suya. Por eso, en el silencio, nítidamente su voz:
—Hay que reunir, en seguida, la Corporación Municipal…
Crispín, atento, había asistido al insólito diálogo. El laurel, por la tapia del huerto. El escudo del prelado que lo mandó hacer. La luna en la cristalera de la casa. Sobre todo, la enorme claridad, camino de Santiago. Una a una, las palabras cogidas con alfileres. Por un instante, temió se lanzara el pueblo contra el Palacio, la vida del Obispo. Habría bastado, quizás, el ardor guerrero de don Carlos, el traje cubierto de polvo, la noche aciaga, sombra sobre su pecho… Si, tristemente, hubiera dado la señal, a estas horas Su Ilustrísima, ¡quién sabe! ¿Acaso no sufrió mayores afrentas Nuestro Señor?…
Crispín, observador, todos los datos en la hoja blanca de su memoria.
Pero, he aquí que la ciudad, milagrosamente, seguía cristiana y no había osado poner las manos…
Crispín pensó, en otros momentos en los que la ciudad había acudido tumultuariamente a las puertas del Palacio para aclamar, vituperar al Obispo. Los hombres, en el fondo, los mismos de un siglo para otro. Basta con cambiarles de traje.
La noche, brillante.
Los hombres, al fin, ejército vencido, las armas boca abajo, las banderas plegadas, pisándole los talones al Alcalde, todos de vuelta.
—No cabe duda que la Iglesia tiene las llaves de este mundo (y del otro…).
Antes de que le volaran los papeles de la memoria, Crispín, en busca de su casa para ordenarlos. Mientras subía la cuesta del Hospital. Es más fácil documentarse en los archivos, que directamente en los hechos. En aquéllos, el historiador es libre de interpretar las cosas a su modo. Aquí, en cambio, el cronista es un amanuense.
El Alcalde, otra vez la mesa de su despacho, los ojos a punto de perderlos en la cara, pidió, nervioso, un vaso de agua. Vino Manuel, la bandeja, ¿da su permiso?, y la dejó sobre la mesa. Por el balcón, la torre, las columnas, la luz azafranada de la plaza.
El Jefe de los municipales, perdida la moral.
—¿Pasa algo? —el Alcalde, viéndole contrariado.
—Nada. Ya está reunido el Concejo.
—¿Hay mayoría?
Asintió.
—¿Y el Cronista?
—¿Don Crispín?
—Es necesario que asista a la reunión. El acuerdo que se va a tomar debe figurar en las crónicas de esta ciudad.
—Lo que usted mande…
Don Julio, desde la persiana, vio cómo Crispín volvía solitario a su casa. Antes, el relámpago, el cañonazo. Llamó a su mujer, ¿qué ha sido eso?… La pobre, soñolienta, yo no he oído nada…
Poco después, la luz del balcón, tantas noches, y el Cronista asomado, las mangas de camisa, contemplando el paisaje…
Crispín, caído el repique de campanas, pensó que la ciudad, irremisiblemente, por aquella vez, perdida. Le embargó la tristeza. Olor de geranios, claveles, galanes y pilistras. La ciudad, sombras de árboles, tapias, jacintos, horizontes marinos, recostada como un niño. El cielo, estrellado. Tuvo la sensación, disminuido, de que ni la ciudad, ni la Tierra, ya para nunca el centro del Universo… ¿Hasta dónde puede llegar el hombre? Es más, ¿cómo será el hombre de dentro de un millón de años (si es que todavía existe)?
Las preguntas lo sumieron en un mar de incógnitas.
«Me doy cuenta de que estoy blanco en muchísimas rosas. Sólo estoy seguro de una, de que nada se destruye, todo se transforma. Luego, la vida, el alma, Dios, las palabras, los pensamientos (que no son materia) no pueden ni destruirse ni transformarse…»
Volvió a la mesa. Delante, la letra difícil, las notas. Fue reviviéndolo todo, paso a paso, las palabras, los gestos, la mirada de don Carlos. La habilidad del Obispo. Veía la Alcazaba, los torreones, el fondo azulado del cielo. Veía a los soldados vivos y veía los espectros de los soldados muertos. Allí, las armaduras, expectantes de la palabra del hidalgo. Detrás, don Carlos, enardecido, esta noche, en vilo, la historia de la muy noble y muy leal…
Pero, reconocía, lo más hermoso, lo que jamás olvidaría, don Carlos prendiendo la mecha, el enorme disparo del cañón. En su larga experiencia, nada tan grande. Nada como aquella bestia de acero escupiendo la metralla. «Ahora pienso que puede que tenga razón el Obispo: ese cañón y la torre de Babel, una misma cosa».
Entonces, cuando vinieron los golpes del municipal: ¡Don Crispín!, en la puerta. ¿Qué pasará ahora?…
—¿Quién va? —sacando la cabeza.
—Don Crispín, de parte del señor Alcalde…
—¿Ahora mismo?
—Está reunida la Corporación…
No comprendía, esta vez, los planes del Alcalde. Empezaban a oírse los gallos. Pronto, los claros del día. Luego, de repente, el sol. Todas las piedras de la ciudad, oro.
—Está bien —el gesto con la mano—, iré en seguida…
Había perdido el sueño. Nunca tan limpias las ideas. La cabeza, despejada, un mar tranquilo. Pasaban los barcos, desplegaban las velas, tan lindamente. Nada se movía. Los minúsculos seres (de verdad o de mentira) comenzaban a recogerse, rápidamente abandonaban la ciudad. Se inquietaba la pajarada. Todavía, desorientados, murciélagos, cara de ratones, tratando de llegar a tiempo a la casa…
Crispín dejó todo como lo tenía. Despacio, sin hacer ruido (Crispín, ¿eres tú?… Doña Delfina, la oreja fina, desde la cama, alto dosel, cabecero de caoba…).
Don Julio, asombrado, ¿otra vez ese hombre?… ¿Significa que lo detienen definitivamente?… Evidentemente, algo extraño. Desvió la vista, el interior de la casa, la alcoba de Fernanda, agua de lavanda, y tuvo que dar gracias al Altísimo por haberla librado, pobre, de aquella desgracia. ¡Qué poca suerte tiene esta pajolera!, se lamentó, meneando la cabeza, ¡ay!, sin poder dormir… Se echó en la mecedora, me-ce-do-ra… mece, mece, mece, me… ce… do…
El Ayuntamiento, la madrugada, las luces encendidas. Reunida la Corporación en el salón de sesiones. En el centro, alto respaldo, la silla, la vara entre las piernas, el Alcalde-presidente. A su izquierda, el Secretario, el libro de actas abierto, la pluma entintada. Crispín, la totalidad de los miembros, la vista puesta en el Alcalde. Arriba, en la pared, la imagen de Cristo y el retrato del Jefe del Estado. ¿Qué iba a ocurrir allí? Por el balcón, el ovni, como una lámpara maravillosa.
El Alcalde, un gesto de asentimiento a Crispín, cuando se sentó.
—Señores, como Alcalde y presidente de esta Corporación y en el uso de las atribuciones que me confiere este cargo, he tomado una decisión importante…
Las palabras avivaron los oídos de los concejales. ¿De qué se trataba? A Crispín, calándose las gafas, apenas si le daba tiempo a cogerlas con alfileres. Se oía también, ris, ras, la pluma del Secretario a galope sobre los folios…
—La decisión que he tomado, quiero que conste en acta con la aquiescencia de la Corporación. Y es que, la ciudad que yo tan dignamente represento (el primer caso que se va a dar en la Historia) haga la paz con los seres desconocidos…
Un murmullo corrió por el salón. El mismo Crispín, la cabeza, sorprendido. ¿Cómo?, la mano de embudo, para escuchar mejor. ¿Cómo pensaba el Alcalde hacer un acto de aquella especie? ¿Se trataba de otra sandez como la del cañón?…
—Un momento de calma —rogó el Alcalde.
—No comprendemos —un concejal asmático y recalcitrante, la mano cerca del pecho— cómo piensa Su Señoría llevar a efecto su plan.
Las palabras del Alcalde, la tos convulsiva, le habían sonado a músicas celestiales. Era de los que siempre, a pesar de todo, la contraria en los proyectos.
El Secretario, un campanillazo, por orden del señor Presidente.
—Comprendo —de nuevo el Alcalde— que os parezca extraño lo que acabo de decir. Pero creo que cosas más raras vamos a oír y a ver en el futuro.
En eso tenía razón el Alcalde. Asentimiento de la concurrencia. De nuevo, los ojos atravesados, el concejal asmático y recalcitrante, pañuelo a la boca:
—Eso está muy bien, pero seguimos sin saber cómo Su Señoría piensa llevar a cabo su proyecto.
El Alcalde, la mirada (este hombre no se da cuenta del momento que atravesamos).
—Efectivamente, de eso se trata ciertamente. Es mi deseo que esta Corporación se traslade en pleno a la torre de la Catedral, bajo mazas, el Pendón de la ciudad, la banda de música, con la máxima solemnidad y, desde allí, tremolar la bandera y darles a entender nuestras buenas intenciones…
A Crispín, atento, se le cayó el lápiz de la mano. El Alcalde, dicho, se puso de pie, la vara fuertemente cogida. Inmediatamente, a una señal, los maceros de gala, las pelucas, las mazas sobre los hombros. El concejal más joven, preparado, sacó de la vitrina el Pendón, cuidadosamente plegado. El acto emocionó a Crispín. La enseña de la ciudad. En cada uno de sus hilos, la luz y la sangre. Toda la Historia. Batallas e iglesias. Obispos y soldados. Corregidores y alcaldes. Pueblo y murallas. El alma, soplo de viento, como alas sobre las cabezas…
Un gran silencio.
Con devoción, el Alcalde, los labios sobre la tela.
—Caballeros —inmediatamente—: he aquí vuestra bandera. La ciudad… —(Pasándola de uno en uno. La contemplaban, la besaban con reverencia, se hacían a un lado, temblorosos… Desde el fondo, el concejal asmático y recalcitrante, las lentes recién limpias, yo no veo nada…) Aquí, nuestros muertos… (A la vista, día gris, las nubes oscuras. El viento. Se le oía gemir, perro estirado, gritos por el horizonte. Allí, la tapia reluciente, el ciprés, el pino, la acacia, destapados, desnudos, los muertos de la ciudad. Algunos, la luz agria de la sala, reconocieron a los suyos, madre, madre…) Aquí, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos… (La ciudad, como una bengala, se iluminó. Un sol limpio, alegre, sobre cada plaza. La ciudad, repleta de niños y de muchachos. ¡Ah! El concejal asmático y recalcitrante, adelantándose, ahora sí que veo, ¡pilluelos, más que pilluelos!, a los granujas que querían romperle los cristales. ¡Como os pille!…) Nuestras esposas… (La primera, la Alcaldesa, su sombrilla y su calesa. Sobre las demás, estandarte, la fina blonda, el collarcito de perlas. Doña Felipina, ¿no estaba enferma?, doña Pepa, el gesto, las arrugas del cuello, el abanico como un antifaz. Doña María, qué manía, la partera. Doña Frasquita, la…) También, caballero, están aquí nuestros obispos, nuestros sacerdotes, nuestras iglesias… (Las campanas, la mañana temblorosa, din… dan… comenzaron a repicar… Su Ilustrísima, revestido, el cabildo, las parroquias, el seminario, la capilla, las comunidades, los… Salían, cancel de la catedral. Retumbaba el órgano, el trasluz de las vidrieras, las columnas, el incienso, nubecillas de azul, blanco… Alguien, al pasar, ¡arrodillémonos! El Obispo, la mitra, la mirada, al pasar, levantó la mano y los bendijo…) Pero, sobre todos, están los que hicieron posible esta bandera, nuestros santos y nuestros soldados… Allí, de repente, alboroto de caballos, el freno, el relincho, las grandes familias de la ciudad. Benavides y Mendozas. Espinosas. Barradas… Los que habían luchado contra los moros. Allí, abriendo paso, precedidos, los Reyes Católicos, recogiendo del Zagal, tío de Boabdil, las llaves de la ciudad. Allí, a la vista, don Fernando y doña Isabel, entregándole el Pendón a un Molina… Hasta el más remiso tuvo que rendirse a la evidencia. Ahora sí que lo veían todo claro. (¡Viva don Fernando y doña Isabel!…) En fin, señores, estamos todos nosotros…
El Alcalde, la emoción, lágrimas, dos hilillos por la mejilla, no pudo seguir la oración. Demasiado grande aquella ciudad. Demasiado pesada para llevar iglesias, tumbas y murallas cargadas sobre los hombros.
—Señores, quince minutos para ponerse como Dios manda. Es necesario revestir el acto de la mayor solemnidad. De chaqué todo el mundo.
En pocos minutos, vacío el salón de sesiones. Solo Crispín, sentado. Los papeles en la mesa, anotando, compungido. Las últimas palabras del Alcalde. Verdaderamente, difícil entender una ciudad. Todavía deslumbrado. Bastaba con mirar las fachadas, los blasones. Crispín, pensativo, pasó revista una a una a todas las puertas. Caballos, leones, osos, lobos, cruces, barras, manos, cadenas, monedas… Pueblos así tienen que ser eternos.
De repente, advirtió que estaba solo. Las lámparas, encendidas. El cuadro enorme, el marco, la ausencia del Jefe del Estado, marchado, seguramente, a la alcaldada.
Pasados los quince minutos, de gala, el fajín verde, el chaqué (alcanforado), la Corporación bajo mazas. Allí, su papel, la banda de música. El director, las gafas, la batuta. Don Juan, a pesar del calor, la capa azul marino, vueltas de terciopelo negro. Majestuosa la figura. La gorra de plato, el barbuquejo. La vara. Los guardias, al verlo salir, deslumbrados.
Había corrido el rumor por la ciudad. Desde los soportales, curiosos, millares de personas atentas. Hacía años que no se había visto tanto rumbo. Antonio Merino, a esa hora, todas las macetas al balcón.
En seguida, el Pendón en la puerta, la banda, el himno nacional. Detrás, firme, los vellos de punta, el Alcalde presidente. Acabado, ¡adelante!, la comitiva en marcha a los sones de la Banderita.
En ese momento, la brisa, al pasar por el centro de la plaza, se abrió el balcón del hidalgo, puertas descoloridas por el sol, y salió don Carlos: ¡Viva España!, el brazo levantado.
Fue, en muchos años, el último grito que el pueblo le oyera a su hidalgo. En seguida, los postigos cerrados. El silencio. La fila de balcones, la torre.
El ladrido de un perro.
Habrán de pasar muchos años para que en la ciudad se vuelva a ver algo tan insólito. La comitiva, las alas de los chaqués, pingüinos en busca de la nieve. Brillaban los trombones, las trompas y las trompetas. El bombardino y el clarinete. Arriba, los finos bordados, el escudo, el Pendón Real, todo el peso de Castilla y de León. Las mazas, medias y pelucas; la pareja de la Guardia Civil, dando escolta. Solemne, los zapatos brillantes, el Alcalde, don José Molina. Detrás, su capa y su gorra, don Juan. El sol quería salir…
Le habían ido a avisar a Miguelillo (Miguelillo, que te pillo), el sombrero que le regaló un cura, que tuviera abierta la puerta. El cielo, tan temprano, bajada la marea, la fina cinta del agua. Tan suave como la risa de un niño. Desde el balcón, que sube el señorío, Amalia, acurrucada, el chal, como una paloma… Hasta arriba, el sonido de la música, el chas, chas de los platillos y el bom, bom del tambor gordo, parado. En seco, la señal del maestro. Ahora, el Alcalde, subamos con compostura…
Volaban las palomas, blancas, zuritas, al ajetreo de la concurrencia. Los pasos, los berridos del trombón, escalera de caracol. Se veía, por el tragaluz, de repente, el ojo del campo, la casita blanca, el árbol, el cuadrado verde, que desaparecía. Los oía subir Miguelillo, como agua que sale de un pozo, sube, sube, y se desborda. Los cuatro niños, arrinconados, el lloro, ¿suben ya?… ¡Ay, Dios mío!, Amalia, como si fueran los moros…
En cuanto llegaron, el primero, jadeante, casi a hombros, el Alcalde. Aire con el sombrero, ¡buf! La voz todavía a mitad de camino, como un hilillo de agua sutil. Levantó la mano, a Crispín, para que el campanero volara las campanas. En un momento la torre tenía alas. Desde el balcón, el ovni, al alcance de la mano. La luz, intensa. Las campanas, al volar, volvían como leones, la boca abierta, el enorme badajo.
En tanto, el Pendón en la mano, el Alcalde hasta el balcón. Sacándolo, lo tremoló cara al ovni, mientras la banda tocaba la Marcha Real.
Fue entonces, el preciso momento, cuando el sol rompió amarras y se le veía, galeón viejo, cargado de oro.
La gente, en la ciudad, oído el estruendo, levantaba la vista. ¿Qué es lo que pasa?…
La luz.
Barquitos, las velas encendidas, surcaban el horizonte. El agua, azul, fina y transparente. Pájaros, a millares, como pétalos arrastrados por el viento, bandadas por el cielo desnudo. La fragancia. El resplandor del nuevo día. A la par, el Alcalde, sudoroso, tremolaba. Salía el sol. Los bordados, encendidos de repente. Las bóvedas, la maquinaria del reloj, los millares de palomas. Nunca emoción más grande. Seguro que los extraterrestres, mirando, comprenderían el mensaje.
Y eso fue lo que pasó. Al momento, iniciaron la partida, se alejaron, un punto, ballestada, por el camino del sol…
—¡Se va! ¡Se va! —gritaban alborozados los ediles, las manos sobre la baranda, perdido el miedo.
El campanero, sudoroso, detuvo las campanas. Se asomó, también, el sombrero que le regaló un cura, para ver…
El Alcalde contempló el prodigio. Durante un rato, absorto. Luego, la ciudad. Las huertas, las casas, las iglesias, las calles. Desde abajo, pensó, todo parece mayor; desde aquí arriba, lo de abajo parece un juguete…
El día, limpio y sin nubes. Ni un pelo de viento. Resplandecían las casas, paredes de azúcar, la ventana de reja. Resplandecían las chimeneas. Los viejos escudos solitarios. La casa del hidalgo más hidalgo. Resplandecía el centro de la plaza. El perro de mirada triste, la lengua, como un lastre, pringosa y caliente, mordida entre los dientes…
Luego, dicho, llegó la brisa desde alguna parte…