La noticia de que un ovni había estado aquella noche sobre la ciudad corrió como la pólvora. Desde temprano, el comentario en todas partes. Juan Luis, el carpintero, la garlopa, lo discutía, incrédulo, con su oficial. En la pared, un cartel de toros, lámina de almanaque. Pegaba el sol destellando en la torre de San Francisco. Miguel, el coche de caballos, anda tordo, su puñado de alfalfa. Juan Luis no creía ninguna de aquellas tonterías. Pues yo le juro a usted, maestro, que eso es verdad. El cochero, la cabeza encogida, ¡soooh!… trató de enganchar el caballo. Jaco huesudo, medio ciego, de los tiempos de Prim. Menuda caballería. ¿Pasa algo? No, hombre; no… ¡Ah, vamos! El jaco, cloc, cloc, cloc, arrastrando las patas de alambre hasta en medio de la placeta. Juan Luis salió a la puerta. ¿Ha visto usted? Se ha ofendido. Déjele, maestro, no le gustan los cachondeos con el caballo.
La calle, vacía. Las paredes, altas; la fila de balcones. Los aleros por donde caían los aviones, largos y negros, rasando las puntas de los tejados.
Ya se había encargado doña Paquita y doña María de divulgar el suceso. En la puerta de la iglesia, en la tienda de Pepe, en el mercado de abastos. Como una serpiente, había dado la vuelta a la ciudad, y había retornado engordada, la cabeza grande, casi desconocida. Al parecer, aquella gente —señalando para el cielo— se habían paseado tranquilamente por el pueblo y se habían marchado luego tan campantes. Pero ¿eso es posible?… En la barbería del maestro Elías, un tal Perico el Gordo, en el sillón, sacando la cabeza de la sábana, aseguraba, escupiendo jabón, que él los había visto con sus cuatro ojos. Pero si tú no ves tres en un burro… Que le juro a usted que los vi, maestro. ¿Me va usted a decir a mí que no los vi?…
Tan temprano, la ciudad, bañada por el sol, salía entera a la calle. Habladoras, retorcidas, la pequeña acacia, las calles encontrándose las unas a las otras. Una vieja, con su sillita, el pañuelo negro en la cabeza. Encariñada con su silla, se la llevaba, se la traía de la iglesia. Se sentaba en el cancel, ¡ay Jesús!, y se dormía, ¡ay!
La que más, doña María, el bolso de los bebés, con aquella prisa, si una pudiera contar, el contoneo de la popa, calle abajo… Doña Paquita, elegante, muy temprano había venido la peluquera, qué manos, pase usted, Angelita, Angelita bonita, los ojos negros, en seguida el peine, hija mía, qué susto, qué susto…
Se oyó el reloj de la catedral.
Crispín llevó la noticia al casino. Por el cristal, la plaza, mitad de sol. El café, sorbito a sorbito, el periódico en el velador. No se le quitaba el sueño. Desde los tiempos de don Jacinto, no creo haya ocurrido en esta ciudad un suceso tan importante, confesó, volviendo pasito a pasito, al sorbeteo. Muchos lo miraban con estupor. Habían acercado las sillas y ponían atención a lo que decía. A mi ver, lo de anoche era uno de esos ovnis de que hablan los periódicos.
—Señores —levantó la taza—, estoy seguro de ello.
—¿Quiere usted decir que lo que anoche dice usted que vio era un platillo volante? —La pregunta vino de don Indalecio Rodríguez, natural de Almería, vecino desde hacía tiempo de la ciudad.
—Quiero decir —recalcó Crispín, poniéndose las gafas—, un objeto volador no identificado.
—¿Y usted cree en eso? —La pregunta vino, como un trallazo, desde el fondo de la sala. La luz del cristal dejó ver la figurilla de Camilo Sánchez, médico y arqueólogo, antiguo amigo de Crispín, ahora enemigo.
—Naturalmente.
—Pudo ser otra cosa.
—¿Tú crees?
—Un globo sonda, por ejemplo.
—Yo estoy seguro de que no.
—¡Ah! ¿Usted ha visto alguna vez un globo sonda?
—¿Y tú has visto un ovni?
—Esas son tonterías. Yo no creo en nada de eso. Los platillos volantes son inventos de mentes como la suya.
—¿Insinúas que estoy mintiendo?
—Aseguro que es usted un embustero —gritó Camilo, aporreando la mesa con los puños—. ¡Un embaucador! ¡Un solterón hipócrita! ¡Neurasténico!
—Pero, Camilo…
—¡No me tutee usted!
—Pero…
Hubo necesidad de llevarle un vaso de agua a Camilo, médico, un genio de mil diablos, quien, en cuanto acabó, abandonó la sala dando un portazo. Se le vio todavía por la ventana, cruzó la plaza, los brazos como las aspas de un molino, o las alas de uno de aquellos aeroplanos de antesiglo.
Crispín, estupefacto, no sabía qué decir.
Las discusiones se habían multiplicado en el interior del casino.
Unos, con don Crispín, otros, con don Camilo, hombre impulsivo, pero buen médico.
La gente, al pasar, miraba curiosa la torre de la catedral. El sol era fuerte, tan blanco. Don Teodoro, diente de oro, salió de su casa, a esa hora, a dar un paseíto por el parque.
—Ovnis… ja, ja.
Y siguió su camino, pin, pan, pin, pan, con el bastón.
Quien no se había enterado de nada, el campanero. Miguelillo, el sombrero, regalo de un cura, veinticuatro años viviendo en la torre. Veinticuatro años, din, dan, tocando las campanas, unas veces a gloria, otros días a muerto. Se sentía como el pulso de la ciudad. Todos marchaban a su ritmo. ¿Lo ves, Amalia? Sentado en el balcón, las piernas colgando, qué balanceo, hacían los de abajo las cosas que a él le salían. Delante, en invierno, pasaban las nubes, infladas, blancas, grises; en verano, el cielo tan remiso, perdido lejos, pañuelo bordado por monjitas, tan limpio, tan bien perfumado. Cuando venían niños, antes que nadie, los veía él pasar, desnuditos, como una lluvia de pequeñas rosas, con pañales; cuando se moría la gente, también las veía, tan serias, enlutados, la corbata, las manos juntas en el pecho. Los que le conocían, al pasar, le decían Miguelillo, adiós, y él se santiguaba…
También se veía al Obispo paseando en la terraza, la sotana, el solideo en la coronilla, el libro de rezos en la mano. Y al Alcalde, don José, redondo como una bola, de su casa al Ayuntamiento, del Ayuntamiento al Casino.
Se veían los comerciantes, hormigas en su hormiguero. A doña Rosa, cien fanegas, espiando que no la espiaran para salir por el callejón, la pata coja, en busca de su rentero: Torcuato, a cuenta de la cosecha… Veía a los niños en la plaza. A las monjas, la rueda del conde Laurel. El laurel, cirio de Pascua, encendido de verde, gorriones a millares en la fronda.
En veinticuatro años, siempre lo mismo. Se iban unos, venían otros. Lo peor, el día que tuvo doña María que subir hasta la torre. Miguelillo, le dijo, ¿por qué no lo has cogido al vuelo? Me hubiera ahorrado este viaje…
Miguel, apoyado en la Encarnación, se doblaba de risa. Si hubiera querido, ya lo creo que hubiera podido coger un niño para rico. Ahora vivirían en un palacio, pero, seguro que allí no habría campanas. Por eso no lo cogió.
—Yo, señor Alcalde, yo no he visto nada.
El hombre, delante de la mesa, nervioso, el sombrero que le regaló un cura, en la mano. Raramente bajaba a este mundo. Los días, los años, plantado en la torre, la cuerda del reloj, las palomas, mirando a las cuatro esquinas. Pero ahora, el Alcalde, en vista de lo cual, le dijo:
—Está bien. Puedes marcharte.
El campanero salió del despacho.
Al rato, cuando volvió Crispín, le confesó sus dudas.
—Yo, la verdad, no creo en esas cosas.
El Alcalde, rebosante, ¡ay!, si fuera elefante, se aflojó la camisa. Tenía los codos sobre la mesa y no quitaba la vista de la torre. ¡Qué calor! Ni una brisa. Delante, las fachadas resplandecían de fuego.
—Yo te digo que lo vi.
—¡Ca! Algún sueño, Crispín. Éste es un verano muy malo. Todos vemos cosas extrañas.
—Te lo aseguro. Yo vi eso encima de la ciudad.
—¿Tienes alguna prueba?
Don José Molina García, Alcalde presidente, se puso serio. Sacó un cigarro del estuche y se quedó mirando al Cronista.
—¿Pruebas?
—Eso, pruebas. No querrás que te crea por las buenas.
—¡Qué pruebas ni que ocho cuartos!
—Pudiste sacar unas fotos, vamos.
—No se me ocurrió.
—Pues, como Alcalde, y aun respetando tus palabras, no tengo más remedio que decirte que, al menos oficialmente, no tengo noticias de que ningún ovni, o lo que sea, haya visitado esta noche la ciudad.
—Por lo menos —admitió Crispín— debieras tomar alguna medida. Supón que esta noche vuelva…
El Alcalde levantó el dedo:
—¡Ah! Si esta noche vuelve, entonces ya hablaremos…
Crispín, terminada la visita, amoscado, volvió despacio para su casa. Pegaba el sol. Había un perro recostado en un tranco. Chillaban las golondrinas.
El campanero, en cuanto pudo, también se fue derecho a la torre. Echó el cerrojo a la puerta y fue subiendo. Por los tragaluces, palomas a manguera, blancas y zuritas.
Hasta las doce, doña Paquita, ¡ay!, para qué quieres que te cuente. Sentada en el butacón, las manos en el regazo, el peinado tan bien hecho. El reloj de pared, con el péndulo dorado. En el balcón, mirando a la plaza, la canariera, la fila de macetas. En la alcoba, sonrosado, primer fruto del matrimonio, Encarnita, el niño entre los brazos. Entraba el sol y se quedaba largo en el suelo, resplandeciente el cuarto. Doña Paquita, abuela, muá, muá, las visitas, ¡ay, qué niño tan mono! Pero lo más de oír el relato, el meceo de la butaquita, el abanico en la mano, y en aquella situación, mi hija dando a luz y dos mujeres solas sin saber qué hacer… Venía el ruido de la calle; la torre, con el balconcillo y el tejado gris…
—Menos mal que ni la criatura ni la madre se dieron cuenta de nada…
—Menos mal…
—Sí, señora, menos mal…
Doña María había salido de Alfonsita, maestra nacional, y acababa de entrar en la casa del Veterinario, el nosecuantosavo parto. Casa encalada, el portal, la Veterinaria, una santa, gimiendo al pie del cañón. Pero mujer, ¿es que no os cansáis? Doña María, si Dios nos los manda, ¿qué quiere usted?… Anda, anda, que bien le ayudáis vosotros. Doña María, el bolso sobre la mesa, se pasó la manga por la frente. Demonio de calor; venía francamente agotada. Todo el mundo quería saber. En casa de don Enrique, a ver Mariquilla, mujer, cuenta lo que viste; en la plaza, don Antonio, pero ¿es verdad, Mariquita, lo que cuentan?… Andad, dejadme sola, que ya me estáis hartando todos…
La Veterinaria, ¡ay, doña María, ay!…
—Ya voy, hija, ten paciencia…
—Doña María…
—Pero ¿qué te pasa?
—El ovni… ¿Cómo era?
—¡Ah, vamos! —Se sentó junto a la cama, sacó el abanico—. Lleno de luz, muy hermoso, dando vueltas, vueltas…
La Veterinaria, ¡ay!, su nosecuantosavo hijo, cerró los ojos. En la pared, en su marco, la Virgen con el Niño en los brazos. Doña María, aquel sopor, sueltos los zapatos, las manos en el regazo, el abanico caído, se quedó dormida. Soñaba que corría por el camino de Belén, noche cerrada, y la Virgen, tan graciosa, sentadita en su Portal, esperándola a ella, doña María, tocaya mía…
—Voy, voy… —gritó, abriendo los ojos—. Ah, Cuchi, —cuando se dio cuenta de que todo había si-do un sue-ño… Se abanicó y vol-vió a ce-rrar los o-jos…
Dio el Angelus la campana de la catedral.
Cientos de palomas levantaron perezosamente el vuelo. Como un sol de plumas, nubecilla que en seguida desapareció. La ciudad se detuvo, se quitó el sombrero, rezó el Santamaría. Lejos, azules, aguas marinas, pequeña larga brisa, la ola despeinada, espumilla movida por el viento. Árboles. Montes, montes enrojecidos, puestas las tiendas a lo largo, lo ancho, ejército sitiador. Abajo, cintes de verde, verdefuerte, verdeoscuro, verdeclaro, verdeamarillo…
Un perro desgarbado enseñaba, descarado, las costillas, se orinaba en una esquina, la pata levantada, y miraba luego, con lástima, aquel sol deslumbrante, abrasador. Aulló con desconsuelo.
El chantre, acalorado, andaba por la casa, la sotana desabrochada, enseñando los pantalones de franela. Era de un pueblecillo gallego y no podía con aquel verano gazpachero y andaluz, tan anticlerical, repetía. Por el balcón, las casas blancas, encendidas. Se oía el cacareo de las gallinas, pitas, pitas, en el corral. ¿Sabe usted, don Chantre?, le decía siempre así aquella ama, tan viejecita, se fueron mis tres hijos, sabe usted, muy lejos, ni me escriben. ¿Sabe usted, don Chantre? La gallinita ciega que compramos ayer ha puesto un huevo de oro. Don Chantre se hacía aire con «El Faro de Vigo». Me llamo don Constante Leirós, ¿sabe usted? Don Constante…
Sí, don Chantre, como usted diga…
El chantre don Constante se metió en su despacho. El Crucifijo, el retrato del Papa, el retrato del Obispo que lo ordenó, el retrato de su santa madre. Libros. Las paredes encaladas, limpias, hasta el artesonado, tan alto.
—¿Ha visto usted, don Chantre, lo de los aparatos esos que dicen? —Vino la voz desde la cocina.
—Sí, sí… —contestó, repasando unas notas. Don Constante, amplia sonrisa, sólo creía en los ovnis si los tripulantes eran gallegos. Lo pensaba, acordándose de don Pepe, el Sacristán mayor, ¿no conoce usted, don Constante, El amo del mundo, del inglés Benson? ¿Y los Protocolos de los Sabios de Sión?…
—Amigo mío —socarrón el gallego—, yo no creo nada de eso.
—Don Constante, que el mundo está condenado. ¿Es que no ve usted a las mujeres?
—Don Pepe, que siempre ha sido lo mismo.
—¿Conoce usted La mística satánica, de Gorres?
—Ya le he dicho…
—Yo le aseguro a usted, don Constante, que estamos en el fin del mundo.
Pensaba el chantre en estas cosas, la mitad del balcón abierto, el resplandor de la calle, ladró un perro, un hombre pasó pregonando no sé qué… Se veían los tejados, casi echando humo. Se levantó, entornó el balcón con cuidado.
La noticia del ovni puso nervioso al Sacristán mayor. Pequeño, la nariz de gancho, las gafas, andaba siempre a saltitos, como un saltamontes. Ocho años de cura y, al final, Sacristán de la catedral. Ahora (vivía en la plaza del Conde Luque, dos acacias delante, las ramas altas, casas a un lado y al otro, balcón corrido, la pared blanqueada), ahora vivía en estado místico. Por la mañana, en cuanto abría el balcón, a puñados, los gorriones, Sacristán, Sacristán… picoteándole las manos. Al Sacristán se le abría el corazón y los llamaba hermanillos. En seguida, adiós, madre, una señora anciana, tenías que haber seguido en la parroquia, con este sueldo… Desde hacía ocho años. ¿Qué quiere usted, madre?… Se marchaba a la catedral.
Aquel día, después de los comentarios, las conversaciones de los canónigos en el precoro, vino a la casa nervioso. ¿Te pasa algo, hijo? Madre, cierre usted la ventana. Jesús, hijo, con este calor… El mundo está perdido, madre, completamente perdido. ¡Ay, hijo!… Y no será por falta de aviso; ya ve usted…
Sobre la mesa aquellos libros que tanto le atraían. Las profecías de la madre Fournet, Las profecías de Santa Ildegarda, abadesa de Ruportsberg, Las profecías de Orval, Las profecías del beato Holzhauser, Las profecías de Juana de Royer… Pero, sobre todas, las del Lignum Vitae, de San Malaquías, con sus ciento once pontífices…
—Pero ¡si está clarísimo! —repitió, dando con el puño en la mesa—. Están ciegos y sordos. Todo esto no son más que augurios. ¡Grandes augurios!… ¡Dios mío, ten compasión de todos!… —clamaba compungido—. ¡Pobres criaturas ignorantes!
Se quedó mudo, con las manos sobre la mesa. El mundo, en un instante, convertido en pavesas. Veía a la ciudad debatiéndose entre llamas, perdida bajo el fuego mortífero de aquellos aparatos apocalípticos.
—Pepe —venía la madre, tan anciana, la fuente de gazpacho—, que hace mucho calor…
En el Ayuntamiento —fila de columnas blancas, brillante el mármol, los tres escudos, balcón, mandohaceresteedificio— hasta las dos de la tarde, el Alcalde, tan redondo, los otros concejales, haciendo chistes a propósito de las visiones de Crispín, Cronista Oficial y solterón. Por el balcón abierto, enfrente el arco del Corregidor, la cresta de la catedral, como el oro, el bochorno. El Alcalde, en su sillón, las piernas cruzadas, los pies cortos. Había salido el secretario con un proyecto de ordenanza.
—Yo creo que lo de Crispín —sentenció un concejal, quitándose el sudor de la frente—, yo creo —repitió— que es un truco. El que no la corre de joven, la corre de viejo…
—¿Cree usted? —se interesó don Mateo, comerciante, un poco espantado.
—¿Y por qué no?
—Me extraña una cosa así de don Crispín. Toda su ropa la compra en mi casa…
—Hay quien le ha visto entrar de noche…
El alcalde sonrió, la papada, cruzando las manos.
—No hay que hacer caso de habladurías —dijo sentencioso.
—Parece que está enamorado de Fernandita, la hija de don Julio Romero de Torres.
—¿El pintor?
—¡Qué pintor! El Administrador de Correos…
—¡Ah!
—Se ven de noche.
—Ji, ji. Qué diantre es usted.
—Pero si es verdad.
—No hay que hacer caso —volvió el Alcalde. En cuanto llegara a su casa se lo contaría a su mujer—. Habladurías, amigo Cuenca, habladurías…
—¿Y qué objeto tendría inventar lo del ovni? —inquirió el comerciante, volviendo a la carga—. Yo no lo entiendo.
—Pues muy sencillo, distraer la atención pública.
—¡Qué barbaridad!
Los tres miraron para el balcón. Se veía la torre brillando, los huecos iluminados. Ni una paloma se atrevía, a esa hora, a levantar el vuelo. Como si no ocurriese nada en el pueblo.
—Yo me pregunto —el Concejal jocoso, de pie— si esta torre no tendrá ojos como las personas…
—¿Por qué dice usted eso? —volvió, desconfiado, el comerciante.
—Porque a veces parece que mira. ¿No se ha dado usted cuenta?…
Vino la hora de la siesta. La ciudad se tendió a la sombra y se echó a dormir. Se hizo un tremendo vacío y el aire se volvió cremoso. Fuera, el chasquido de los árboles, como velas, a lo largo de la carretera, cabe el pueblo, prestando su luz de hojas encendidas. El campo. Los cerros acostados, tierras de secano, tan amarillas. Sólo el reloj de la catedral, soñoliento, habría de despertarse y soltar, de mala gana, las horas sobre la ciudad. Se le oía quejumbrón, tomando fuerzas. Era un reloj de muchas vueltas, siempre en la torre, tictac, tictac, las palomas, encariñadas, dentro de la maquinaria.
El corresponsal de «Ideal» ya había mandado la nota al periódico. Cerró, pegó el sobre, y él mismo lo echó al buzón. Allá iba caliente la noticia, una bomba, ya veremos lo que pasa. La ciudad seguía dormida.
Hasta la tarde, ninguna novedad. El sol se fue retirando para la sierra. Se le veía, recogido el pantalón, en camiseta, anda que te anda.
Entonces fue cuando la ciudad, ¡uf!, se desperezó y comenzó a moverse. Las sombras se alargaban y corrían a la plaza. Torres y tejados se volcaban a la calle, poniéndose cabeza abajo. Volvieron los perros, despiertos, correteando, la mirada fija, la fila de dientes apretados. Se oyó la campanita de una iglesia delicada, un tin-tin-tin musical y unas cuantas viejecitas cucarachas cruzaron con prisa la placeta, la sillita de anea bajo el brazo, camino de la iglesia. La puerta redonda, la boca negra, ¡qué frescura dentro!… El Sacristán había encendido las velas y se veían las mariposas, amarillas, la alita de fieltro sobre el altar. ¡Qué silencio! San Roque, el perro entre las piernas, calla chucho, el rezo del Rosario…
Fue a esa hora cuando Crispín se despertó. Bostezó, salió en calzoncillos al balcón. El sol, de un lado para otro de la sierra. Todo el cielo se llenó de lumbres y las hojas de los árboles temblaban, la primera brisa, azoradas. Crispín volvió por las gafas. ¡Diantre! Tejados, torres, chimeneas, paredes pintadas de blanco. ¡Qué hora más buena! Pudo ver a Fernandita salir de su casa, camino del Rosario. Le dio vergüenza estar desvestido y soltó de golpe la persiana. No creo que me haya visto…
Se vistió, salió de puntas a la cocina. Doña Delfina cose, cose, suspirando los viejos tiempos.
—Crispín…
—Qué, madre.
—Hijo, qué manera de dormir.
La tarde, violeta. Mirando el cielo, tan azul, parecía lo mismo que el mar. ¿Te acuerdas, mamá? Doña Delfina se quitó las gafas y miró hacia el cielo. Tan callado…
—¿Por qué no me dijiste nada?
No supo qué contestar. ¡Eran tan tarde, mamá! ¡Pensar que lo viera doña Paquita! Doña Delfina se caló, mohína, las gafas. Cose que te cose. ¡Pues me fastidia!
Crispín de nuevo en la mesa de su despacho. La primera en venir, Fernandita. El vestido de volantes, el pelo en la nuca, el busto, ¡qué primor! Decían que de joven tuvo un novio calavera. El muy bribón. Durante años tuvo que soportar la visión de Fernanda hablando por la ventanita con aquel… aquel… Nunca encontraba la palabra. Pegó en la mesa con la mano. Pensar, celoso, que él ya la amaba… Y es que, estaba convencido, a las mujeres no se les puede ir con monsergas. A las mujeres hay que correrlas, espantarlas y arrinconarlas, como hace el gallo en el corral. Todo lo demás son tonterías. No sé de qué me viene siempre esa timidez.
—Hijo —le dijo su madre un día que entró despacio en el despacho y lo vio mirando por la persiana—, la gallina vieja hace buen caldo… Y Fernandita, vamos, no está ni chispa de mal…
A Crispín le tembló la voz. Soltó la persiana, temiendo que su madre le hubiera descubierto aquel secreto de toda su vida. Mamá, por favor. Pero hijo, si lo que te pasa lo sabe todo el mundo. No supo qué replicar, pero, a partir de ese día, se dedicó con más ahínco a perseguir con el pensamiento a la cara Fernandita, qué cutis tan fino, qué cara. Llegó, incluso, cosa desusada en él, a hacerse el encontradizo en la puerta de la iglesia, para quitarse el sombrero y decirle, con rubor, buenas tardes, Fernandita…
Vino el gato, se subió a la mecedora y se hizo un ovillo.
Primavera, las primeras flores, un día no pudo Crispín retener más lo que tenía dentro. Abrió el balcón, se sentó a la mesa y rompió escribiendo aquella carta «mi querida señorita…». Fernanda no era como las demás mujeres, no; Fernanda era angelical, etérea, divina… «Si usted supiera…»
El gato abrió los ojos, dormitando.
Nadie le había dicho a Fernandita, la hija de don Julio Romero de Torres, el pintor, no, el administrador de Correos, cosas tan bonitas. Tanto que, leyendo la carta, ¿qué haces hija?, la madre, viéndola con el secreteo. Nada, mamá; se puso a llorar. A esa hora, ¿otra vez, Fernandita?, salió al balcón a ponerle alpiste al colorín. Y ella que nunca se había fijado en don Crispín, tan serio, tan delgado, buenas tardes, Fernandita…
Así surgieron aquellas relaciones. Que no se entere nadie, ¿eh? Crispín, aquella tarde, en el cancel de la iglesia; lo que tú quieras, mirándola con aquella tristeza…
Pero no todo habían de ser rosas en los recuerdos de Crispín. Venían las sombras, azules, violetas, pequeñas lucecillas se encendían lejos. La sierra, descarada, corría a cuatro patas, galope tendido, hacia la llanura.
Miau, respiró el gato.
A Crispín se le apareció de repente Camilo, como aquella mañana, la joroba, las gafas, meneando los brazos, los ojos disparados. Como que le gustaba la caza y, cuando podía, se largaba al monte y volvía solitario, la cabeza debajo del sombrero, la escopeta al hombro, el sartal de conejos asesinados. Se le apareció belicoso, buscándole la cara; después de tanta amistad, dos hermanos, ¿te acuerdas, mamá?, habían quedado, desde el dichoso nombramiento, peleados para siempre. Si se veían, cada uno para un lado. Y siempre que podía, allí le atacaba, le deshacía los argumentos y lo ridiculizaba. Y es más, desde la dichosa discordia, Camilo, arqueólogo, había renegado de la Historia y de los Ayuntamientos y andaba descontrolado, hablando solo, sin hacer caso de nadie. La casa de Crispín estaba en la parte más alta de la ciudad. Patio grande, el portal, cuatro balcones, las macetas, una ventana en la torre. Tan alta que, cuando venían las nubes, se paraban allí, algodón en rama, y seguían luego, noche fría, apenadas, tan tristes, hasta que se perdían arrastradas por el viento. Crispín, los días así, silencioso, contemplaba aquel sentimiento de las cosas. Luego, melancólico, se ponía junto al hogar, mustio como un cerezo.
Pero, ahora, afortunadamente, verano. Las nubes no existían. El cielo era libre como un gorrión y el crepúsculo comenzaba a brillar. Los pájaros, los más rezagados, acudían de todas partes, las alas, se cobijaban en los árboles de Santiago. Como si un corneta invisible tocara llamada y todo el mundo se apresurara a llegar a tiempo.
Din… dan… campanadas tristes, pequeñas gotas de agua sobre el mar…
—¿Es a muerto? —preguntó doña Delfina desde el comedor. Asintió Crispín. Él no lo sabía, el aire tan limpio, acababa de morir Isabelita, la hija de don Crisanto, el practicante, menudita y blanca, me voy a morir, mamá, las manos de seda sobre la sábana…
Se encendieron las luces del pueblo. Velitas salteadas, reluciendo a cada instante. ¿Y si el cielo sólo fuera también otra ciudad, inmensa, y de noche viéramos sus luces?…
Crispín desvió la vista para la torre de la catedral. Se apagaban los tejados. Se apagaban las paredes. Se apagaban las cabezas de los árboles, tan verdes…
Seguía triste la campana, delgada como una niña, las dos trenzas, el lazo rosa en el pelo…
De repente, todas las tardes, como un brillante, aquel lucero juguetón. Pececillo del cielo. La torre emprendió la carrera, siempre lo mismo, tratando de darle alcance. A veces se pasa la noche así. Cuando amanece, de cansada, parece que se va a caer. Cualquier día se nos viene encima. Ya, ya…
Minutos después tornaba Fernandita de la iglesia, los volantes, el busto, ¡qué primor el cutis!, ¿sabes?, como todas las tardes…
Por los soportales, las luces de los escaparates. A esa hora, la ciudad, otro aire. Lámina de sombra sobre las casas. Las calles, algunas, dulcemente apagadas. Las puertas, las ventanas metidas en la pared. Línea dentada del alero; más allá, pespunteando, el río del cielo, su agüilla de cristal, tan poquita. Las plazas, solitarias; lamparilla colgada del aire, alas de cera derramada. Un perro en la esquina, manchado, la cabeza, el hocico por el suelo. El paseo de las niñas por el parque, a la sombra de la sombra, los ojos brillantes, alfileres de novia, si tú me quisieras. Quién, ¿yo?… El notario, qué señor, de una a otra punta de la plaza. Don Manolo, el abogado, el rollo de papeles en la axila. Don Anselmo, el canónigo, la fila de botones colorados. Por arriba, por el escudo grande del Ayuntamiento, una cuchilla de luna, o la luna grande, o a cuartos, según, pintura de porcelana sobre los montes. Miguelillo, el sombrero que le regaló un cura: Ven, Amalia, sentado en el balcón, las piernas colgando. Todo el pueblo debajo, en ruinas, paño de luto sobre los tejados.
La ciudad, a esa hora, se tiraba a la calle. Cuadraditos de luz, las casas tibias, el aire repartido entre todos; los álamos tan derechos; los caminos borrados, lejos. Algunos comentaban las cosas sucedidas.
La campana había cesado. Por el aire, lo vio Miguelillo, pasó Isabelita, la de don Crisanto, el practicante, tan de blanco, guirnalda de flores en la cabeza, adiós, hacía con las manos, adiós… Se quitó el sombrero Miguel, adiós, Isabel, le dijo, adiós… Pobrecilla, tan guapa…
La ciudad, desde arriba, se encogía, se ponía en cuclillas y parecía meterse en la plaza Mayor. Relucían las farolas, los arcos, los escudos de piedra. Enfrente, en un rincón, distinta de las demás, viejo escudo sobre la puerta, la casa del hidalgo más hidalgo, el balcón de madera, corrido. Por lo alto, como en tantas, la torre, con su palomar. Allí consumía su vida el último descendiente de los Espinosa, Los Guerreros, que había sido marino por el mar y había vuelto, al cabo, a terminar su vida.
Todo lo demás quedaba en silencio.
Los más curiosos, desde que anocheció, espiaban desde sus casas, o desde la calle, por si veían de repente aparecer el dichoso ovni. Era como si, a la ciudad, le hubieran salido unos ojos extraños. Otros muchos se habían olvidado y consumían la velada con las mil pequeñas cosas de todos los días.
Crispín, en cuanto oscureció, salió de su casa y se metió en la de Fernandita.
Doña María, la comadrona, trataba, al fin, de dar una cabezada en casa de Paloma, la mujer del Oficial Mayor del Ayuntamiento, quien anunciaba un niño a bombo y platillo.
Doña Paquita, a esa hora, le contaba al señor Deán y al señor Magistral la aventura pasada.
Don Camilo, de nuevo en el casino, aportaba nuevos argumentos contra Crispín, a quien tildaba de solterón histérico.
Don Pepe, el Sacristán, pantalón de estambre, las manos de cera, meditaba junto al balcón la grandeza de Dios al crear tantos y tantos mundos. La vista se le perdía contemplando la Vía Láctea…
Don Miguel, después de un día de ajetreo, conseguía conferenciar con su hija y sabía que estaba bien, ¿sabes, papá?, muy muy feliz…
—Sí, hija, sí…
El Alcalde, con el primero y el segundo teniente de alcalde, terminaban de discutir un proyecto de alcantarillado.
El señor Obispo, la tarde caldeada, paseaba por la terraza de palacio y contemplaba, absorto, la carretera, los montes convertidos en ceniza.
Ladraba un perro, suelto el ladrido, y se perdía lejos, camino del río…
Poco a poco la gente se fue retirando y la ciudad quedó vacía. Hasta más tarde se oyeron las conversaciones por el balcón a la calle. La lucecilla encendida. A don Juan, el recaudador, de codos, fumando un cigarrillo; a don Felipe, el depositario, a media persiana. Poco a poco la ciudad fue cerrando los ojos y las luces fueron cayendo, hasta que sólo quedaron los faroles de la calle…
Crispín, como tantas noches, aquel silencio, andaba revolviendo manuscritos, la lámpara del techo, sobre la mesa. La ciudad vieja aparecía a sus ojos tan pequeña como un huevo de paloma. La cogía en sus manos, la acariciaba, esperaba ver salir, a cada momento, el polluelo, la plumilla, dando saltitos sobre la palma. Luego, en cuanto lo soltaba, la ciudad empezaba a crecer y le salían caparazón, las murallas y las torres. Las puertas, enormes, se abrían, se cerraban constantemente. A él le bastaba con empujarlas para ver a la gente ir de un lado para otro y meterse luego en sus casas. Veía guerras (para Crispín, la historia era siempre una interminable cadena de guerras y batallas) y veía a los hombres y a las mujeres correr despavoridos, ensangrentados. Veía también días de fiesta, y entonces, la gente, salía engalanada, el cielo completamente azul, colgaduras de los balcones, y bailaban en la plaza. El corazón de Crispín se enardecía como un jilguero y perdía la noción del tiempo. Porque, casi siempre, en medio, descubría a Fernandita, descotada, frescachona, las dos trenzas del pelo negro terminadas en lacitos. ¡Condenada tentación! Tomó la pluma con entusiasmo, nadie sabe quién fundó la ciudad. Meditó un instante; se le había cortado la respiración. Desvió la vista y le pareció que aquellos batallones de sus libros aguardaban a que bajase la guardia para lanzarse al galope.
Vino al balcón. La ciudad reposaba, sombras amontonadas. Se veían las campanas de la torre; del ovni, nada.
El hidalgo más hidalgo, mis títulos, mis blasones, mi familia, también, a esa hora, en el balcón de su casa. Raramente salía a la calle. Desde la plaza, alto, delgado, los ojos encendidos. De pequeño le había gustado la mar y pronto ingresó en la Escuela Naval, de San Fernando. Al cabo de los años, harto de ver mundo, encanecido y contristado, había regresado a sus lares. Cuando salía a la calle, lo hacía jinete de un viejo caballo, que había pertenecido a su familia.
A esa hora, el sereno, en la puerta del Ayuntamiento, su sillita, tratando de dar una cabezada.
En uno de los bancos hacían tertulia dos curas y unos cuantos estudiantes literatos. Se pasaban las horas hasta la madrugada. Luego, cada cual tiraba para un lado y la plaza se quedaba solitaria, la tibia luz de la luna por el suelo.
El hidalgo más hidalgo, silencioso, había sacado uno de sus catalejos y registraba el cielo de punta a cabo. ¡Cuántos recuerdos a través de aquellos cristalitos! Se lo puso en el ojo y, de repente, la ciudad se mudó a la mar océana, perdido el azul. En seguida, bajando, los tejados, al tenerla tan cerca, pensó que la ciudad volvía a estar en las manos de los Espinosa…
El hidalgo, flaco, los ojos, la barba recortada, las manos, finas. Parecía sacado de uno de tantos lienzos de la casa. Cuando se le ocurría, un criado le abría el portalón y él salía tan ufano, a lomos de un jaco famélico. A trancas cruzaba la ciudad y no pasaba nunca de la raya del río. A la vuelta, enhiesta la mirada, erguido el pecho, algún perro valentón, rabioso, se empeñaba, golfales, en morderle las patas al caballo.
Sólo se oían las voces de los contertulios. El hidalgo seguía perdido en aquellos mundos ignotos; llegaba hasta el último recodo del espacio. El cielo se ponía a temblar, azorado. Pero, aquello, no era el cielo, era la mar salada y, los puntitos brillantes, buques que cruzaban silenciosos. Acaso, pensó, la tierra sólo sea un gran buque. Miró para abajo y la plaza estuvo a punto de pegarle en las narices. Tuvo que quitarse el catalejo. Sí, puede que sea así y que éste sea el puente y yo el capitán de la nave. Le engallaron las ideas. Volvió a ponerse el catalejo y se lanzó de nuevo por aquel cielo-mar, que tanto le atraía. Por una vez puede que el erudito de Crispín tuviera razón. Era la persona de la ciudad que más respetaba el hidalgo. Por dos veces lo había recibido en su casa, y le había dejado andar entre los papeles de la familia. Estaba seguro de la existencia de los ovnis.
—Yo mismo, creo, los he visto en el mar de los Sargazos…
Otro de los que aquella noche espiaba la torre de la catedral, por si aparecía el ovni, don Camilo, salvado del Nilo. Prismáticos, andaba felino por los tejados de su casa. Lo que se proponía era contar al día siguiente en el casino la sarta de mentiras que Crispín, ese histérico, se había inventado.
—Ese hombre está loco —se decía—, loco de remate.
Por eso, a cada instante, giraba los prismas, aumentando, encogiendo la ciudad. A veces ésta le parecía un monstruo tendido a lo largo del río. Pero lo que más le asombraba era el correr de la torre, a cuatro patas… La enfocaba e, inexplicablemente, se le escapaba y echaba a correr.
Hasta hacía un año, don Camilo Sánchez Montenegro, el otro historiador de la ciudad. Muchas veces, con Crispín, armados de picos y palas, se iban a las afueras y se ponían a cavar al pie de los torreones y en los pagos de Paulenca. Trozos de cerámica, monedas y hasta agujas prehistóricas habían conseguido arrancar de la tierra. Está claro, pensaban, que debajo de nuestros pies están enterrados los pies de nuestros antepasados. Camilo, por estas cosas, llegó casi a perder la chaveta y descuidaba la clientela. En uno de los cuartos de su casa, instalado un pequeño museo. Su verdadera debilidad estaba en la arqueología. Nadie como él para leer en un trozo de piedra, de cerámica o de metal. En cambio, lo de Crispín, fundamentalmente el documento escrito. Se pasaba las horas y los días dándole vueltas a un manuscrito, hasta conseguir averiguar lo que en él se decía. En realidad, los dos constituían una tercera persona más completa. De aquellas investigaciones, de sus hallazgos, les había nacido tan extraña pasión. No hay que olvidar que pertenecían a las familias más antiguas de la ciudad. El uno, médico; el otro, abogado. Aunque el sustento lo recibían, más bien, de las escasas rentas que habían heredado de sus mayores. Lo que sembró la discordia entre los dos, el nombramiento de Cronista de la ciudad, que recayó en Crispín, con la enemiga de Camilo. ¿Cómo comparar la Arqueología con el documento escrito?…
Aquella noche, mientras la ciudad, sus luces, dormía, allí seguía él, de un lado para otro, el norte, el sur, dejando, a veces, caer la mirada sobre las ventanas abiertas…
Es posible que algunas personas más aguardasen con interés la aparición del platillo volante. Por una misteriosa razón, todo el mundo espera siempre que cualquier suceso, bueno o malo, acabe siempre repitiéndose. Una de estas personas, el Sacristán mayor. Desde una ventana, sobre el tejado, la torre dibujada sobre la claridad del cielo. Distinguía sus balcones, el brillo de las campanas, silenciosas. En lo alto, la veleta. Rememorando lecturas, esperaba angustiado volviera el fenómeno. Era temor y era curiosidad. En aquel silencio, cuando el mundo dormía indiferente, su espíritu andaba entre sombras. ¿Qué puede venir tras este misterio? ¿Seres de otro mundo?… ¿Acaso almas en pena que vienen a decirnos esto y aquello?… ¿Serán ángeles?… Don Pepe no salía de su asombro. ¿Serán, acaso, diablos atacando este viejo planeta, a punto del colapso?… ¿Será este el cuarto ataque satánico?…
—No cabe duda —concluyó— que estamos llegando a la meta. Somos caminantes ciegos. Caeremos, sin duda, de cabeza en el precipicio…
Sólo le intrigaba el día y la hora del apocalipsis.
Don Pepe suspiró, mascullando jaculatorias. Él, a Dios gracias, estaba preparado; lo estaba desde hacía años. Su vida sólo había tenido un fin desde el principio. Por eso entró en el Seminario y por eso cantó misa. No deseaba nada de este mundo. Volvió los ojos al cielo. ¿Qué secreto se esconde en la inmensidad?… ¿Qué objeto el de tantos mundos, grandes y pequeños?… ¿Estamos acaso en el principio de todo?… Estas y otras preguntas fueron poblando su pequeña, diminuta, lironda cabeza redonda. Anduvo por el cuarto, la joroba, la mirada sobre los libros proféticos. Acaso el día está muy lejos…
—No; no lo creo. ¿Qué somos nosotros, pobres criaturas?…
Ante sus ojos, pirámides, tumbas faraónicas, ventanas, trapos que volaban en los terrados. La ciudad. Allí, lo miró todo con tristeza, un gran cementerio, hombres y mujeres, abrazados, empeñados en perpetuar la vida y, también, ¿por qué no?, la muerte…
A las dos de la mañana, ¡eh!, desde el balcón, el hidalgo vio el ovni, gira, gira, gira y quedarse encima de la torre. La noche, azul. Relucían las paredes de las casas. Ladraba un perro, clavando el ladrido en la negrura. El hidalgo, las manos en el barandal, el catalejo en las manos: ¡CABALLEROS!, señalando el objeto. La sangre le venía a los ojos, la grande mar, todo el cielo líneas de navegación.
—¡Caballeros! —repitió, dando con el puño en la madera.
La voz llenó la plaza. Se la oyó repartirse sobre las losas blancas, los soportales. Como un torpedo que se lanza a las olas. Voz al abordaje, los buques en el corral, la cresta, el pico, tensadas las velas, arremetiendo con ira. La pequeña tertulia se detuvo, puesta en pie. Sabían perfectamente de dónde salía la voz. Allí, en el balcón, don Carlos, el hidalgo, la pierna corta y el brazo largo.
—¡Caballeros! Miren hacia la torre…
—¡El ovni! ¡Es el ovni!
Naranja, verde, azul…
Acudió el sereno: ¿se puede saber qué pasa?, con aires de autoridad.
—Es el ovni; está allí.
—¡Virgen santa! —exclamó, quitándose la gorra.
—¡SERENO! —la voz del hidalgo—, debe usted avisar a su Alcalde.
—Sí, señor.
—Vaya usted en seguida…
—Sí, señor. Lo que usted mande.
—¿Qué cree usted que debe hacerse? —La pregunta vino de uno de los clérigos. El hombre miraba remiso la luz—. ¿Cree usted que podrá haber algún peligro?
—Eso nunca se sabe —contestó el hidalgo—. Un soldado está llamado a tomar sus medidas. Para mí —volvió a enfocarlo con el catalejo— no hay duda de que se trata de un enemigo…
La ciudad, verde violeta. Manadas de camellos. La giba, la cabeza como una cachimba, beee…
También lo descubrió Camilo. Nunca creyó que una cosa así le pusiera los pelos de punta. A su vera, la escopeta, el pistón, si se atreven les meto un cartucho. El arma allí, como un perro, a lengüetazos, temblona junto a la nalga, perrillo impaciente, guá guá, los ojos saltones. ¿Será esto anterior a la Arqueología? Le saltó la pregunta como un palomo, cazado al vuelo, y la vio caer, el ala perdigonada. La arrastró como pudo, todavía caliente…
—Ése —babeó con rabia— nos tiene sugestionados…
El Sacristán mayor, atónito, sólo tuvo un pensamiento: Esto es cosa del Diablo; estoy seguro. Las manos cogidas a los barrotes, se echó a temblar con tristura. ¿Qué somos nosotros, criaturas indefensas? Señor, danos tu mano, en un momento así… Don Pepe fue el único que aquella noche, aseguró, vio más de una de aquellas luces. Caían como bengalas y se hundían en los tejados de la catedral. Por un instante, reflejaban las vidrieras.
—Ahora me lo explico todo —se convenció—, han querido empezar por la santa y apostólica iglesia catedral, que es nuestra cabeza más visible…
Se le ocurrió que a los diablos debía darles mucha rabia que aquélla hubiera sido la primera ciudad cristiana de España. Veía al varón San Torcuato, la capa de obispo, la mitra, el roquete, yo te bautizo en el nombre del Padre. Allí, de rodillas, Santa Luparia, recién convertida, la melena, qué mujer.
—Eso no nos lo perdonarán nunca —se dijo, con grima.
La ciudad, con aquel resplandor, tan pronto blanca, tan pronto amarilla.
En un momento así, el Sacristán mayor, sentado a la mesa, no se le ocurría nada.
—Creo que debo rezar —decidió. Se puso de rodillas, vuelta la mirada a la torre, a zancadas, la luna muy alta…— Santamaría, madre de Dios…
Crispín se enteró esta vez por las voces que le dio, desde la placeta, ¡don Crispín!, el sereno del Ayuntamiento. Venía de orden del señor Alcalde, se personara cuanto antes en la Casa Consistorial. Crispín, que en ese momento acababa de asistir a una razzia en los llanos del Cenete, estuvo a punto de caerse del caballo, soltado el estribo. Anduvo como un papagayo hasta el balcón. ¿Qué pasa?…
—El señor Alcalde, que se presente usted en el Ayuntamiento.
—¿Pasa algo?
—Es por el ovni, don Crispín —aclaró, nervioso, el sereno.
Hasta ese momento, no había caído Crispín, enfrascado, como estaba, en la lectura. Desmontó. Quedó suelto el caballo. Levantó los ojos y, como la noche anterior, allí estaba el OVNI, su luz rojiza resplandecía sobre la catedral. Entró en el despacho y salió al punto, los prismáticos en la mano.
—¡El ovni!
Lo creería ahora todo el mundo. Verían que no estaba loco. Crispín se puso serio. Camilo se rendiría a la evidencia. La Historia es la Historia. Se alegró de la vuelta del ovni. El cielo estaba despejado y la luna templaba la ciudad.
Los camellos, bee… se pusieron en marcha. Tres Reyes de Oriente, blanco, negro, amarillo. Sobre la fila dorada, la Estrella. Vino de lejos, la cola de papel de plata de chocolate. Herodes, la espada en la mano, aguardaba, traidor, en la puerta de su palacio. Decidme dónde está el Niño e iré con los míos a adorarle…
Se abrieron algunos balcones, los hombres en camiseta, las mujeres, el pudor, las manos en el pecho. Lloró un niño. La mujer del abogado, abanico de avestruz, suspiró, y el suspiro salió como un ave triste, ¡ay! Corrían unos perros vapuleados.
—Dígale al señor Alcalde —Crispín, los prismáticos en la mano— que iré en seguida.
—Sí, señor —la mano en la visera.
¿Qué podría significar la vuelta del objeto? Trató de encontrar la respuesta. El Universo, un arcano. Mientras contemplaba el ovni, ¿qué es la luz? ¿Qué son las galaxias? ¿Qué somos nosotros mismos? ¿Macrocosmos, microcosmos?… No podía contestarse. Mi conocimiento es incompleto, sólo sé lo que todos saben. ¿Y qué es el pasado?…
Pero ¿y el futuro? ¿Qué podía decir del futuro?…
Se quitó el sudor de la frente. Está visto que el hombre no se conoce lo bastante. El futuro es el árbol del bien y del mal. Enfocó de nuevo la torre. Los balcones, oscuros, el brillo de las campanas.
—Luego dirá el campanero que él no vio nada —recordó con tristeza.
El Alcalde había recibido el aviso de don Carlos cuando estaba a punto de zambullirse en la cama. Hasta las tantas había resistido en el balcón. ¿Dice usted que ha vuelto el ovni?… Asintió el sereno, desde la calle. ¡Válgame Dios!… No acertaba a ponerse los pantalones. María, ¿qué has hecho con la ropa? Pensó que lo mejor era convocar una reunión en el Ayuntamiento de los hombres buenos de la ciudad. Vaya usted y cítelos en seguida…, bramó desde el balcón, todavía sin pantalones. Yo iré volando…
—Sí, señor; sí, señor…
Tan pronto como el sereno tuvo avisados a los hombres buenos, regresó con prisa al Ayuntamiento. En los años que llevaba de servicio, nunca una cosa semejante. Y eso que puesto a contar podría escribir más historias que don Crispín. Entró en el cuartelillo, buenas noches, don Juan, al Jefe de los municipales, ¡vaya una noche!
El Jefe de los municipales, alto, delgado, el pelo entrecano, ni le prestó atención. Se le veía nervioso, paseando con la vara, como un sable, debajo del brazo. No cabía duda de que, aquél, era un momento difícil. Y era necesario establecer un plan, se le vio garrapatear en un papel, por algo tenía sobre sus hombros la tranquilidad y el bienestar de la ciudad. Se detuvo de pronto, volviendo a este mundo. ¿Llegó ya el señor Alcalde?…
—Sí, señor —se le cuadró un guardia—; está en su despacho.
—¿Sabe usted si hay alguna novedad?
—Todavía, no… —sin moverse de la puerta.
—Vigile usted y si algo pasa me da usted el parte en seguida.
—Como usted mande.
Todavía volvió a garrapatear, terminando por guardarse el papel. En seguida, subió con prisa la escalera de la casa, en busca del despacho del Alcalde.
Al Arcipreste le cogió el aviso cuando andaba perdido por el quinto sueño. Se levantaba a las seis, y antes de las ocho de la tarde ya andaba metido en la cama. Por eso, cuando el sereno levantó la aldaba, al dejarla caer pareció de repente que la casa saltaba hecha cisco. Se irguió el Arcipreste, ¡ay!, tratando de sostener los muros. Apenas si tuvo tiempo de hacer una brevísima recomendación del alma. Pronto se dio cuenta de que el estrépito venía de la puerta. Un hecho así hacía años que no pasaba…
Descalzo, en pijama, anduvo el Arcipreste a saltitos por la alcoba, diciendo ya, ya, ya… Dio la luz y las imágenes de Santa Elvira y Santa Casilda, por Dios, se ruborizaron al ver al Arcipreste andando en paños menores, tratando de encontrar la sotana. Dispense, justificó nervioso. Nervioso vino hasta el balcón, ¡ya, ya!, queriendo detener los mazazos del impávido sereno, en el cumplimiento de su deber…
—¡Reverendo! —voceaba desde la calle—. ¡Levántese usted!…
Al fin atinó con la sotana. Sacó la cabeza: ¿Quién es? ¿Arde la ciudad?
—Don Antonio, soy Torcuato, el sereno.
—Dirá usted Torcuato, el trueno.
—Don Antonio, usted dispense, me manda el Alcalde. Se trata de algo urgente.
—¡Ah! Muy amigo mío el señor Alcalde, pero no creo que sean, éstas, horas para alborotar la casa de un hombre de bien…
Se disculpó el sereno:
—Es por el ovni.
—¿Qué dice usted?
—El aparato ése que viene de la galaxia.
—¿Está usted borracho?
—¿Yo? No, señor.
Al sereno, de repente, se le habían embotado las ideas. Hacía un instante, todo lo tenía claro; ahora, de repente, la voz de don Antonio, tan inquisitiva, lo había liado todo. Y eso que no le había preguntado en latín.
—Es que —trató de explicar— hay una cosa muy rara en lo alto de la torre. Un platillo volante…
Reflexionó el Arcipreste. Levantó la cabeza, tratando, con una mano, de sujetarse la sotana. Fue entonces cuando se le hizo la luz.
—¿Qué es eso?
—El ovni, don Antonio —remató el sereno—. El señor Alcalde me ha mandado para que se lo avisara y para que se persone usted en el Ayuntamiento, donde van a tener una reunión…
—Ya, ya…
—¿Desea usted alguna cosa, señor Arcipreste?
—¿Yo? Nada, hijo mío; nada. Dígale al señor Alcalde que voy en seguida. ¡Válgame Dios! Válgame…
El primero, aquella noche, en acudir al Ayuntamiento, el hidalgo más hidalgo. La casa, el balcón corrido, las ventanas agrietadas por el sol. En lo alto, tapadas con cartones, sacos viejos, los huecos de la torre. El hidalgo, el uniforme de gala, años doblado en el arca, bajó la escalera, el polvo, el silencio, los tantos pasos dormidos, el jaco soñoliento en la caballeriza. Arrastraba el sable, golpe en cada escalón, sombra de su propia sombra. Erguido, señor, cruzó la plaza, camino del Ayuntamiento.
Algunos curiosos se habían juntado atraídos por la convocatoria. Esperaban que en cualquier momento saliese de allí resuelto el problema. Entraban los hombres buenos, el Arcipreste, el manteo como una nube, buenas noches; don Crispín, un fajo de papeles debajo del brazo; el hidalgo, la espada desfallecida, sin desviar la vista. Un municipal los saludaba en la puerta, llevándose la mano a la visera. El hombre, viendo a tantas eminencias juntas, estaba seguro de que acabaría saliendo de aquella reunión algo importante.
Se encendieron las lámparas del salón. Desde la calle se veían a tan ilustres personajes sentados alrededor de la mesa. Quien más se distinguía, don Juan, el Jefe de los municipales, señalando el ovni con la vara. Minutos después llegó con prisa el Alcalde, buenas noches, señores, y ocupó, sudoroso, la presidencia…
La reunión tuvo sus altibajos. El Alcalde, en pocas palabras, manifestó el peligro que, a su juicio, se cernía sobre la ciudad. Aludió a otros sucesos pasados, cuyos antecedentes se encontraban en el archivo municipal y de los que tenía tomada buena nota el Cronista Oficial, aquí presente (a saber: sequías, plagas, fiebres malignas, cólera, etc). Crispín, con las gafas en la mano, fue asintiendo con la cabeza…
—Pues bien, señores, a mi parecer ninguna ocasión tan grave como ésta. He aquí, pues, el motivo de esta reunión. Del consejo de todos espero encontrar la solución que nos libere del mal que nos amenaza.
Peliaguda era la cuestión. Sacó el pañuelo y se quitó el sudor una vez más.
La noche, tibia. La luna ponía pálidos toques sobre las piedras de la plaza. El arco, el escudo bicéfalo, la fila de ventanas.
Los reunidos, acabadas las palabras del Alcalde, se enfrascaron en una animada discusión. Cada cual mantenía un punto diferente sobre el origen de aquel misterioso objeto, impávido sobre la ciudad. Cada uno era también partidario de una medida diferente. Por ejemplo, el Jefe de los municipales: Yo, señores, soy de la opinión de que todo el mundo desaloje la ciudad y se marche al campo… Es lo más sensato. Además —aseguró—, se ahorrarían vidas humanas…
El muy ilustre señor Arcipreste sostenía que lo mejor era confiar en San Torcuato, patrón de la ciudad, y primer obispo que fue de ella.
—Podríamos sacar su brazo y llevarlo en procesión por el pueblo… Bastaría con pedirle permiso al señor Obispo…
Crispín, historiador, hombre leído y experimentado, era partidario de una entente. La palabra no cayó bien en los reunidos. ¿Ha dicho una entente? Masonería, gruñó el hidalgo; eso es masonería…
—Señores, como historiador y como Cronista Oficial de la ciudad y su partido, me manifiesto partidario de una solución moderna, la coexistencia. Después de todo, que yo sepa, esos objetos, todavía, no han hecho ningún mal a nadie…
No agradaban estas palabras a don Carlos, quien manoseaba nervioso el puño del sable. Le brillaban los ojos. Algo le arañaba por dentro mientras soportaba las inocentes soluciones de aquellos… paisanos. Por eso se puso de pie.
—¡No! —gritó—. Mil veces no. Si esos señores, o lo que sean, quieren guerra, deben tener guerra. ¿No hemos luchado siempre? ¿No somos un pueblo de guerreros?
—Pero, don Carlos —suplicó el Jefe de los municipales—, ¿no teme usted por las mujeres y los niños?
—¡No!
—¿Ni por los ancianos? —medió el Alcalde, mirándole inquieto.
—¡No, señor!
—¿Y por la Iglesia? ¿No ha pensado usted en su madre la Iglesia? Vivimos en un país cristiano…
—Señores —dejando el sable sobre la mesa—, mi voto es que se ataque a ese ovni cuanto antes…
Le temblaba la barbilla al hidalgo. Todos sus antepasados parecían acudir en su apoyo.
Crispín, observándolo, pensó con orgullo en aquella familia, a la que tanto había historiado.
El Alcalde, después del silencio que dejó en la sala la intervención del hidalgo, se removió, molesto, sin saber qué hacer. En el fondo del salón parecían agitarse, inquietos, los fantasmas de los viejos alcaldes. Fue insoportable.
El hidalgo volvió a sentarse, el sable entre las cañas de sus piernas.
El Arcipreste tenía los ojos adormilados.
El Jefe de los municipales miraba impaciente al Alcalde.
Crispín, ajeno, había derramado sobre la mesa sus papeles y tomaba notas.
—¿Por qué no consultamos al pueblo?
La pregunta del Alcalde rebotó en la sala. En un momento así, ¿no valía la pena inquirir el voto de la ciudad? Es ella la que está a punto de perecer.
El hidalgo volvió a ponerse de pie.
—Eso, jamás. La democracia es la política de los tramposos. La corrupción de las ideas civiles y morales.
¡Diantre!, arrió velas el Alcalde.
—Está bien, meditaré una solución. Me parece que debo consultar la opinión del señor Obispo. Ahora, señores, sólo tengo ruidos en la cabeza. Muchas gracias por su presencia. Consideren levantada la reunión…
La noche seguía angustiosa. Se oían las lechuzas en la iglesia del Hospital. Una fila de tejados, quiebra de sombras, las paredes barridas por la cal.
Ya en la plaza, el hidalgo les echó en cara a Crispín y al Arcipreste el que no hubieran considerado sus consejos y hubieran convencido al Alcalde de haber decretado de inmediato el estado de guerra…
—Pero ¿cómo piensa usted defendernos? —le increpó Crispín, nervioso—. ¿Dónde tenemos las armas? Porque no debe usted ignorar, señor hidalgo, que esos ovnis pueden estar equipados con armas nucleares…
—¡Al carajo las armas nucleares!
Crispín se puso encarnado. No encontraba argumentos con que rebatir el ardor guerrero de don Carlos. Optó por callarse, ofendido por aquel exabrupto. Fue el Arcipreste quien habló con un tono no exento de ironía.
—Díganos, señor hidalgo, cuáles son sus planes…
—¡Los tengo, señor! Y se los digo al instante…
El hidalgo dio unos pasos y se colocó a la luz de una farola. Le temblaba el mentón. Cada vez que abría la boca, los dientes, oscuros por el tabaco, con claras ausencias. Se habían acercado los curiosos, interesados en la discusión.
—Este es mi plan —dijo, apoyándose en el puño del sable. Las tres cruces que llevaba sobre el pecho le temblaban, al hablar—. Debemos subir a la torre el cañón de la alcazaba, y desde el balcón, ¡bum!, ¡bum!… hasta que no quede ni rastro…
Los ojos se le llenaron de sangre. Eso era lo que le bullía en el cuerpo. Disparar, como tantas veces habían hecho los españoles. Lo mejor de nuestra Historia, siempre en torno a un cañón. ¿No es así, señor Crispín? No tuvo, el Cronista, más remedio que asentir con la cabeza…
Pero, la ciudad, había perdido ya aquellos bríos…
En cuanto oyeron lo del cañón, muchos miraron al hidalgo con escepticismo. ¡Qué pintaba aquel viejo cañón de cuando la guerra contra los franceses disparándole a una nave extraterrestre! Saltaba a la vista que el señor hidalgo estaba ido por completo. Desde hacía años, aquel cañón sólo servía para que los niños jugaran a la guerra y para que don Francisco, el maestro de escuela, les explicara, el día 2 de mayo, lo de la guerra de la Independencia…
Levantaron, desalentados, la cabeza. La única verdad es que la ciudad estaba indefensa frente a un ataque espacial…
—¡Ese cañón no sirve para nada! —bramó Crispín.
—Jovencito —le replicó el hidalgo, tirándose de la visera—; ese cañón, en su tiempo, era una hermosa máquina de guerra. Claro que los que lo disparaban eran hombres…
—Señor hidalgo —contestó Crispín, la máxima compostura—, respeto que es usted el hidalgo más hidalgo de esta ciudad y que yo, en parte, soy su cronista. ¡Pero hay insultos que no se toleran!
—Sepa usted —gritó el hidalgo—, que las guerras se hacen con armas y con hombres. Señores —prosiguió—, si la ciudad me necesita, ya sabe dónde me tiene…
Dio media vuelta y se retiró, marcial, para su casa. Erguido, el sable arrastrado como un perro largo y muerto. Se le vio cruzar la plaza, el caserón, el cerrojo de la puerta.
El Arcipreste, que había asistido silencioso, levantó los brazos, ¡sea lo que Dios quiera!…
La aparición, esta vez, del ovni, puso en movimiento a la ciudad. Salía la gente a los balcones, se vestían, se iban a la calle.
La luz vivísima sobre la torre. La noche, cruda. Ladraba un perro, vomitando poco a poco su ladrido.
Algunos, impacientes, hablaban de salir huyendo. Otros lo tomaban a guasa. Podía decirse que la ciudad estaba dividida en dos: los que temían al ovni, y los que apenas si se preocupaban de él. En medio de unos y de otros, las fuerzas vivas, el Alcalde, sin saber qué partido tomar. Porque, ante una cosa así, ¿de qué servía ser el alcalde de una ciudad? ¿De qué servía poder reunir el Consejo o a aquellas buenas personas que nada, en verdad, habían podido aconsejarle?…
Por otro lado (el Alcalde, la cabeza entre las manos) ¿qué camino tomar? ¿El bélico del hidalgo? ¿El pacífico de Crispín?
—Debo pedirle audiencia al señor Obispo… En un caso así… ¿Y el Gobernador?… ¿No debo ponerle al tanto de lo que pasa?…
Hasta ahora, en los periódicos, al hablar de los ovnis, lo hacen como si se tratara de un cuento chino. Pero, ya quisieran ellos…
—No puedo molestar al señor Gobernador. Dirá que estoy loco, qué sé yo… Oficialmente no existen los ovnis. ¡Todo es mentira, aun cuando sea verdad!…
En el fondo, lo que más temía, era que el Gobernador se enfadase y lo mandara al cuerno…
—Hay que descartar al Gobernador —se prometió—. En cuanto amanezca, iré al señor Obispo. Me guiaré de su paternal consejo que, por otro lado, no podrá hacerme ningún daño… Por eso es el Obispo…
Y se quedó dormido, los brazos sobre la mesa.
Hasta el amanecer, el ovni sobre la ciudad.
Doña Felipina, la del abogado, pidió la sacaran entre todos al balcón para no morirse sin verlo.
—No me dejéis morir sin ese gusto…
Lo vio alejarse don Pepe, de rodillas ante la ventana, en cruz, Señor, piedad para los pecadores…
Al amanecer, los primeros rayos de sol sobre la torre, el campanero, que no se había enterado de nada, tocando la campana…
El toque de la campana fue lo que despertó al señor Alcalde. Abrió los ojos. Quedó sorprendido al comprobar que ya era de día y que el sol hería, como un hachazo, la torre de la catedral. Pero, lo que más, el ver que ya no estaba el ovni y que las palomas revolaban los tejados. Puede que todo haya sido un mal sueño. Puede, como dice Camilo, que se trate de una sugestión colectiva; cosas así he visto muchas veces en el circo…
Desperezó, se compuso la corbata, se arregló el pelo. De momento, pensó, seguía siendo el Alcalde. Volvió la cabeza, el Jefe del Estado seguía en su retrato: Nada ha cambiado, el mundo sigue andando… No sé por qué me entró de pronto el nerviosismo…
Salió al balcón y miró, una vez más, la torre, el campanario, brillando con el sol. Nada; que todo sigue como siempre ha sido. El cielo se azulaba con prisa; los tejados, enrojecidos; más allá, alineados, una fila de árboles, camino adelante, tilos, tilos, tilos… ¿Quién habría podido asegurar que había pasado un ovni por allí?…
—Puede que todo haya sido una falsa alarma…
Y la culpa la tenía él, por hacer caso de la gente. Si existieran los ovnis, ¿no se lo habría comunicado ya el Gobierno Civil? ¿Costaba tanto hacer una circular?
De una a otra parte del despacho. En la vitrina, plegado, el Pendón de la ciudad, bordados comidos por el tiempo, hilos de oro, el fondo púrpura, escudo real. Se alegró de no haber tocado el teléfono y haber molestado al señor Gobernador, hombre templado, en su despacho, allá en la capital. La sola idea lo descomponía. Si llego a hacerlo, a estas horas hubiera perdido la Alcaldía…
Pensó en la oposición. Deseando estaban de verle dar un traspiés… Los vio a todos, perros de presa, devorándolo en la plaza…
La ciudad, a esa hora, explosión de luz. Redondo el paisaje redondo. Las puntas de los cerros, las chimeneas, la parra en la puerta, el asno, el perro ladrador perdido. Por el camino, álamos, hilos de luz violeta, nubecillas verdes sobre la cima pálida…
Mientras el Alcalde meditaba, el Jefe de los municipales, la vara en la mano, los pasillos del Ayuntamiento. No había podido dormir en toda la noche. Yo soy el guardaespaldas de esta ciudad. El ejecutor de las ideas del Alcalde. Yo soy sus pies y sus manos. Paseos arriba, paseos abajo. Desde la puerta del cuartelillo, los guardias. Su Señoría, encerrado en su despacho, repensando los pros, los contras. Por eso habló don Juan, yo haré esta guardia… ¿Qué sería de la mente sin el apoyo de la fuerza?… Se detuvo en el balcón. Abajo, en el patio, la fila de macetas, Antonio Merino, ¡qué primor!
Don Juan, en su juventud, había sido primer actor de un grupo local de comedias. Cuente usted, don Juan… El hombre, verán ustedes, se sentaba, la vara entre las piernas, se abrían las cortinas y aparecía recitando el Tenorio… Una vez representamos «El Zapatero y el Rey», de Zorrilla. Los guardias, muy serios, lo miraban admirados. Don Juan, los ojos se le iban, la fila de candilejas. En un cuchitril, el apuntador, las gafas, el libro en la mano. Si hubiera querido habría sido actor con don Fernando Mendoza, para que ustedes vean… Ahora, uno ya no es ni su sombra. ¿Por qué dice usted eso? La política, decía con tristeza, la dichosa política… Claro que (muy serio) el deber cumplido… ¡Ah, eso sí! Donde se pone el deber cumplido…
Cuando sentía más su papel, a la llegada del otoño. Las golondrinas en el hilo del telégrafo. Árboles mustios. El horizonte gris, a tijera, sin gota de sangre. Don Juan descolgaba de su guardarropía su capa azul marino, las vueltas de terciopelo negro y pasaba la ciudad en volandas, tan fino, tan elegante. ¿Se ha dado usted cuenta, don José? El Alcalde, un poco celoso, asentía con la cabeza. Tenemos el mejor Jefe de municipales de toda la Provincia. Ni en la capital… Hasta pasada la primavera no se quitaba don Juan la capa. Entonces, florecillas en los jardines del parque, los primeros días, desangelado, aquel cuerpo larguirucho, apenas si saludaba. Hay que dejarlo unos días, comentaban en el cuartelillo, luego se le pasa…
En cuanto oyó el bostezo, detuvo don Juan sus paseos y quedó nervioso delante del despacho. En cualquier momento saldría de allí una decisión histórica… A los dos minutos, el Alcalde, la puerta abierta, los ojos por la semivigilia.
—Mande Su Señoría —se adelantó don Juan, ante el momento trascendental.
Zumbaba un moscardón en el patio.
—¿Ha habido alguna novedad?
—Ninguna, señor Alcalde.
—Bien.
El Alcalde calló unos segundos.
—Querido Juan —dijo luego—, no existen los ovnis.
—¿Qué dice Su Señoría? —el Jefe de los municipales no pudo reprimir la sorpresa. No era posible… ¿Cómo podía, ahora, salir el Alcalde con semejante cosa? Todo el pueblo lo había visto; había testigos por todas partes…
—Lo que has oído: no existen los ovnis. Lo de anoche ha sido una alucinación. ¡Qué verano! Comprueba por ti mismo como cada cosa sigue en su sitio…
—Pero…
—Normalidad; mucha normalidad… Y, ahora, vete a descansar. ¡Buena falta nos hace!
—Pero…
El Alcalde se largó por el pasillo, sin atender a los peros de su Jefe de municipales. Al final de la escalera, un guardia lo saludó con la mano en la visera. Buenos días, señor Alcalde.
Toda la noche se había notado cierto ajetreo en el cuartelillo. Si había que tomar una determinación, estaban seguros de que el peso mayor caería sobre tan heroica tropa, docena y media de guardias, perfectamente equipados, la mitad, con porras de goma. El mismo sereno, Torcuato Perales, el chuzo en la mano, discutía, los pies en la tarima, la posibilidad de que existan hombres en otros mundos. De vez en cuando se asomaba a la puerta y miraba con atención la veleta de la torre. Todo sigue lo mismo…
Por una vez en la vida, el Jefe de los municipales estuvo aquella mañana a punto de perder la compostura. Echó detrás del Alcalde, la vara, hablando consigo mismo. Por el balcón, al patio, la enredadera, el dichoso moscardón. ¿Cómo cruzarse de brazos ante una situación así? Bajó enfadado, cada golpe en la escalera, la tos repentina. Se había pasado la noche cigarro tras cigarro y ahora se sentía como la chimenea de un barco. Estaba empezando a estar más cerca del señor hidalgo. Contempló aquella casa, la pared blanqueada, la torre, defendida con sacos y cartones.
En cuanto le oyeron los guardias se dieron cuenta de que las cosas andaban mal. Ahí viene don Juan, corrió la voz, y trae malas pulgas…
Apareció en la puerta, enfadado, diciendo que si lo blanco negro, que si lo negro blanco. De un lado para otro, enjaulado, ¿no es hora de que todo esté en orden? Y es que, pensaba, los de arriba deben estar abajo y los de abajo, arriba. No le gustaba cómo iban las cosas, pero si a un Alcalde de una ciudad muy noble y muy leal como aquélla se le ocurría lo que a éste se le había ocurrido… Fue de ahí de donde le nació a don Juan la fama de hombre liberal.
Acabó en un sillón (el de su despacho, la mesa, la estufa de carbón, la estampa de la Virgen) y se quedó, contra su gusto, profundamente dor… mi… do…
Lo primero que hizo don Pepe en cuanto salió el sol, marcharse a la catedral. Antes, por el balcón, Sacristán… Sacristán… aquellos gorriones, los granos de trigo en la palma de la mano. Su madre, la pobre, no sé qué voy a hacer con esta pierna, levantada de la cama, la bata de batista, negra. Pepe… Pepe…, ¿qué estás haciendo? ¿Por qué no vienes y me echas una mano?…
El pueblo, a esa hora, recobrando sus colores. Se veían las torres, puntillas de oro, la pluma deshilachada batida por el viento. Se oían, despertando, las campanas de San Miguel y Santa Ana. Azul por la parte del río. La cadena de cerros, hasta lejos. Sobre la cima, nube violeta… Francamente, un día maravilloso. Tan limpio, corrida de sol por el cielo.
El Sacristán mayor, conforme andaba, buenos días, doña Enriqueta, buenos días, doña Rosario, no dejaba de repetir pequeñas oraciones, te damos gracias, Señor, porque siempre terminas venciendo a tus enemigos (que son los nuestros). Subió la escalerilla de mármol y se metió en la catedral. Silencio absoluto. Dormitaban en el coro, la madera de ciprés, las pequeñas, dulces, imágenes. Arriba, los tubos del órgano, la gran orquesta, las bóvedas levemente azuladas. Al frente, guardando el altar, dos ángeles, el pelo, la espada suelta en la mano. ¿Quién podrá atreverse?…
En la capilla de San Torcuato, el retablo, el santo revestido, Santa Luparia, de rodillas, sí quiero; yo te bautizo… En torno a la pila, los monagos del siglo I, el roquete, la naveta en la mano… Ardían las velas en el altar, los manteles, los seis varones apostólicos, cada uno en su pedestal, impávidos ante el bautizo insólito.
Don Pepe, el corazón tierno, apresurado, buenos días, señor Obispo, besándole ceremonioso el anillo…
Cuando las clarisas, aquella mañana, salieron al coro por la puertecilla, la luz se rompía en colores por la vidriera. Aquella madrugada, sor Ascensión, tan niña, tan encantadora, había visto al ovni desde el campanario. Bajó dando voces, la cara como el papel, he visto al Arcángel… No se movía nada en la ciudad, los claros, el olor de los magnolios en el huerto. Este fue el motivo de que las monjas salieran apresuradas de sus celdas, las tocas, los hábitos marrones, la velita de azúcar en la mano, como las vírgenes prudentes. Una de ellas, sor Dolores del Santo Escapulario, hermanas, hermanas, pedía la sacaran al huerto en una butaquita, dejadme que vea el prodigio…
Toda la ciudad pudo contar por la mañana lo del ovni. Por la puerta de San Torcuato, el águila imperial con dos cabezas, entraban los vendedores, ¿ha visto usted?, hablando con los talabarteros, animados. Hacia arriba, calle empedrada, las casas de cal, caño seco, caño capado, caño impotente cabe la muralla vieja.
Caños de la ciudad: San Antón, Santa Ana, San Miguel, Hospital, Santiago, Chorro Gordo, fuente de Maese Pedro…
Lo hablaban los labriegos. El carro, la yegua, el rebaño de cabras, calle Larga de Santa Ana. Abajo, los álamos recién limpios. Un perro, las pintas negras, guá, guá, junto al cabrero.
Corrían cientos de historias. A don Luis, el médico, el coche se le quedó sin batería. Enrique, el electricista, no pudo componer la avería del barrio, hasta que el ovni desapareció. El jabonero, cuando entró en la tienda, encontró todo cambiado. ¿Tú te explicas todo esto?, a su dependiente. ¿Cómo quiere usted que me lo explique, señor Anselmo? Fueron a la caja y faltaban dos mil pesetas. Esto, se adelantó el dependiente, tiene que ser cosa del ovni ése, señor Anselmo. ¿Tú crees? ¿Quién si no? El señor Anselmo, confundido, contemplaba la caja. Manolillo, sin dejar de mirarlo, que me parece que me estás tomando el pelo…
Lo más extraño, lo que contó doña Genoveva, ¡ay! Alguien había pretendido colarse en su casa, saltando por el balcón. Fíjese usted, una mujer como yo, viuda de contador, y sola en la vida.
—Mire usted —Lola, la costurera, con mucha guasa— que si nos sale teniendo un niño marciano…
—¡Quite usted! ¡Jesús! ¡Jesús!… —manos en la cabeza.
La gente miraba el cielo con curiosidad, esperando que el ovni volviera en cualquier momento. Apretaba el calor y las casas, Puerta Alta, barrio de Santa Ana, la Magdalena, destellaban por el sol…
El único que estaba frente a todos, Camilo. Las gafas, a cada momento, mirando por el balcón entreabierto. Pueblo de ignorantes. Volvía a la mesa, repasaba los libros, ponía el oído en cuanto alguien pasaba comentando lo del ovni. Ese Crispín ha conseguido embaucarlos a todos. Se vistió y se lanzó a la calle, sin atender los ruegos de su mujer, Paloma Linares, rolliza, hermana melliza…
En el Casino, los de siempre. En cuanto le vieron, ¿has visto, Camilo, el periódico? Se sentó en un rincón. Se caló las gafas, hojeó, buscó la nota de marras. ¿Veis? Apenas cuatro líneas. Todo el mundo os toma a cachondeo.
No cayó bien el exabrupto.
—Entonces, ¿niegas lo de anoche? —le increpó Laureano, el dentista.
—¡Claro que lo niego!
—Pues lo vimos todos.
—¡Sugestión!
—Imposible.
—Lo de anoche —doblando el periódico—, te apuesto que es cosa de Crispín. Ése está de acuerdo con el campanero.
—No me lo explico…
—Se ve que tú no le conoces. Ese hombre está viendo demasiadas cosas últimamente, ¿no os parece?
—Vamos, Camilo, que todos sabemos lo del nombramiento.
—¡No te tolero impertinencias! —saltó, frenético, Camilo—. ¡Eres un imbécil!
—Y tú una víbora venenosa…
—¡Imbécil!
—Mala persona…
—¿Yo mala persona? ¿Yo? ¡Sacamuelas!…
No hubo más remedio que separar a los dos colegas.
Alguien contó que el Alcalde se había pasado la noche pegado al teléfono. Que el Gobernador le había pedido lo tuviera al tanto de todo, por si fuera necesario enviar alguna ayuda militar…
—Pero ¿tan grave estuvo la cosa?
—¡No lo sabe usted!
—¡Y yo que me quedé dormido!
—Como que se pierde usted las mejores…
… corrían las noticias. Por el cielo, las palomas, brochazos de cal, con el piquito brillante…
A tanto llegaron los comentarios que un grupo de concejales, enterados de la reunión de urgencia de aquella noche en el Ayuntamiento, y de la que habían sido excluidos sin que se conocieran las razones, hicieron causa común y visiblemente disgustados acudieron al despacho del Alcalde a manifestar su protesta.
Querían a toda costa pedirle explicaciones por aquel comportamiento.
Un guardia tuvo que ir a todo gas a la casa del Alcalde, don José, don José… a ponerle al tanto de lo que estaba ocurriendo. Los concejales, alboroto, no atendían las buenas razones de don Rafael, el secretario, la Ley de Régimen Local sobre la mesa, no hay peores luchas, decía, que las políticas y las médicas: ni siquiera las familiares… Volvió jadeante el municipal, señores, el Alcalde no puede acudir en este momento… El Alcalde se encuentra efectuando una necesidad muy personal y muy necesaria… Así que Su Señoría ruega a los respetables miembros de la Corporación que se sirvan excusarle y se vayan con viento fresco…
—Esto es inaudito —bramó un concejal, dueño de una galería—. ¡A mí, que represento dignamente el estamento mercantil de esta ciudad! Esto es una bofetada para todo el comercio…
Otro tanto dijeron los demás, abandonando la casa.
Como un tropel se metieron en el Casino. Caldeado el ambiente con la reciente discusión de los dos médicos, se puso al rojo con los ediles, quienes vociferaban contra el Alcalde.
Este fue el motivo de que muchos se pasaran al bando de Camilo, alegando que de aquello se deducía que lo del ovni era una martingala de Crispín, de acuerdo con el Arcipreste y con el Alcalde… Camilo, que los oía en silencio, se levantó, los brazos abiertos, ¿os dais cuenta ahora de todo?…
—Oiga usted, don Camilo —vino a rebatirle un maestro de escuela, la voz muy bronca—, ¿y los vuelos del Apolo?
—¡Eso! —se cogió Camilo—, ya lo habéis visto. ¿Dónde estaban los selenitas? ¿Los habéis visto vosotros? ¡Desiertos de tierra muerta y agujereada!
El maestro quedó corrido. Era arriesgado discutir con aquel hombre. Tenía salida para todo.
Don Enrique, el Concejal, se sentó, con disgusto, al lado de Camilo. En otra época había aspirado a la Alcaldía. Los tiempos habían pasado y por mucho que lo había intentado no había llegado nunca a conseguirla. Ahora, estiradas las piernas, mascullaba nadie sabía qué pensamientos. Se abanicó con el sombrero y se quedó mirando la calle.
—Camilo —dijo al fin—, estamos con la ciencia. Creo, como tú, que este asunto es un invento del Alcalde.
El calor era sofocante. Se habían detenido las partidas de ajedrez, pendientes todos de las palabras de don Enrique. Sí, señor, estoy de su parte…
Fue entonces cuando habló el Oficial del Juzgado. Pues yo les digo a ustedes que eso del ovni es verdad, porque yo mismo lo vi anoche. Parecía nervioso don Apolinar, la tacita de café en la mano.
—Visiones —le rebatió Camilo.
—Si tan seguro está usted —volvió el del Juzgado—, ¿por qué no aporta las pruebas?…
—¿Más pruebas? ¿No basta el voto de estos muy respetables señores? Está bien; si son pruebas lo que usted desea, yo se las daré.
La concurrencia aplaudió la salida de Camilo. No cabía duda de que el funcionario judicial había tratado de llevar a Camilo a un terreno escurridizo. De la Ciencia lo había pasado al Derecho, por la vía del procedimiento, claro. Las cosas, evidentemente, comenzaban a complicarse…
Por otro lado, la salida de Camilo, su seguridad, había despertado la máxima expectación. Los concejales, más serenos, se felicitaron como si ya tuvieran al Alcalde metido en una jaula. Estaba claro que Camilo sabía por todos juntos. El funcionario judicial, visto el resultado de la réplica, considerando el mal efecto causado, considerando que tenía en su contra a todos los socios del Casino, recogió su sombrero y sin decir amigos míos, salió de estampida, tengo que poner en guardia al señor Juez, antes de que sea tarde…
De la entrevista de don Apolinar con el señor Juez de Instrucción salió la orden de detención del campanero de la catedral. Trabajo costó sacar a Miguelillo de su territorio, el sombrero que le regaló un cura, en la mano. Pero ¿qué he hecho yo?…
—No cabe duda de que algo extraño hay en esa historia del platillo volante —aseguró el juez, de pie, mirando la plaza, por la ventana abierta—. Si hubiera platillos volantes ya tendrían uno los americanos… Lo que ocurre (comentando el asunto con el Secretario) es que a la gente le gustan esas historias, como antiguamente, usted se acuerda, las de las brujas y los duendes. Ahora, como ni las unas ni los otros existen…
—Entonces, ¿qué opina usted que habrá en todo esto? —intrigado el Secretario.
El Juez, muy solemne:
—Mi deber, velar por el cumplimiento de la Ley. Sospecho, como dice Apolinar, que aquí hay gato encerrado. Lo primero, y con ello creo zanjado el asunto, meterle un arresto preventivo al campanero. Ya verá usted como esta noche se acaba la comedia…
El Secretario judicial, chapado a la antigua, creía en los ovnis. No obstante, asintió, sin compartir, naturalmente, el punto de vista del señor Juez… Por otro lado, él no negaba la existencia de las brujas. En el cajón de su mesa tenía para leer un libro de Caro Baroja. Pero, esto, no se atrevió a decírselo a Su Señoría, claro…
Crispín se despertó bastante tarde aquella mañana, por lo que no sabía lo que estaba pasando en la ciudad. Descalzo, en pijama, la avalancha de sol, el balcón, a punto de dejarlo ciego.
Retrocedió asustado y salió, repuesto, de puntillas, a mirar la calle. La ciudad, a esa hora, había resucitado. El vendedor callejero, la mujer de la compra, el auto, el murmullo de la vida, como un vaho saliendo de las cosas. Resplandecían los tejados, las torrecillas, tantos colores, las paredes blancas, el ladrido sucio, el árbol subiendo la tapia. ¡Cómo cantaban los pajarillos, tan dulces, en la fronda de Santiago! Realmente, Crispín se puso serio, nada puede compararse a la vida. Día de verano, sin una nube. Macetas de geranios, alelíes…
—Crispín…
Ronroneó el gato empujando la puerta, miau, tumbado en la alfombra, los ojos en la figura de Crispín, uno, dos, uno, dos, los ejercicios gimnásticos…
De repente, como del cielo, el alma suspensa. Subía la voz de Fernandita, tonadillera, arreglando las macetas. El pecho, sístole, diástole, sístole, diástole, queriendo echar a volar, cual ave. Dios mío, suspiró, cogido al barandal, me enajena. ¿Qué tiene esa mujer en la voz?…
Momento místico, sentado en el filo de la cama. Comprendió los arrebatos de San Francisco de Asís, los pajarillos celestiales, cien años quizás, en un instante.
—Crispín…
Doña Delfina, hacendosa, ¿qué le pasará a este hombre? Lleva unos días…
Era después cuando Crispín volvía raudo a su despacho, todavía en ayunas, para no perder el hilo, y soltaba la inspiración, los madrigales, la mañana espléndida, qué suavidad en el color, la dulzura de las flores…
El encanto terminaba cuando Fernandita, la hija de don Julio Romero de Torres, el pintor, no, el administrador de Correos, cerraba su balcón. El sol se nublaba de repente y la ciudad, en un momento, reducida a pavesas. La vida había terminado…
—Crispín, hijo, el desayuno…
El mantelito sobre la mesa. ¿No sabes lo que se dice? Crispín, todavía con el nubarrón de Fernandita, todo el mundo está asustado con el dichoso platillo volante… Y es lo que yo me digo, ¿qué puede buscar esa gente en este pueblo?…
Don Matías, el inmovilista, las manos en los bolsillos, ¿de qué se extrañan ustedes? La culpa de esto la tiene el Concilio…
Pasó volando una paloma, la espiga, se perdió por el tejado.
Crispín, los bizcochos, los roscos de Santa Clara: No debí esperar tanto tiempo; una mujer como Fernanda…
Doña María, aquella noche, testigo de excepción. La mecedora, el abanico, la luz apagada, menos mal que corre un pelo de viento… Por eso, cuando en casa de don Juan, el boticario, se enteró de lo que tramaba Camilo, a punto estuvo de malograr al nieto del farmacéutico. Señora, mire usted lo que hace…
—¡Decir ese tío que es mentira!
El boticario, hombre escéptico, no se atrevió a contradecirla.
El Sacristán mayor, terminada la misa del señor Obispo, contaba en la sacristía los sucesos de la noche pasada. Por la ventana del paseo se veía la carretera, los árboles de la estación.
—Apenas si pude moverme, las luces brillando sobre la torre…
—¿Se fijó usted, querido Pepe, si esos diablos eran progresistas?…
La broma del Obispo se comentó en la catedral y en el Seminario, llevada por algún filósofo.
Mediodía
Cayeron las doce del reloj de la catedral. Bostezó, largo, seco, un perro tumbado en un portal. La ciudad se había convertido en un brasero. Encendidas las torres, encendidas las copas de los árboles, encendido el viento encendido. Ardía la ciudad. Llamas invisibles por las calles empedradas. Nadie, como si, atemorizados, hubieran levantado el campo, sálvese el que pueda. Ni las palomas se atrevían a salir del palomar, temiendo arder.
Le seguían cayendo las campanadas al viejo reloj. Cada una, al caer, se rompía en la plaza, mil añicos…
El Secretario del Ayuntamiento, don Rafael, contemplaba, impotente, desde su despacho, aquel sol rabioso. Nunca se había conocido ni un verano tan seco ni tan caluroso.
—Estas son las calores. ¿Sabe usted?
—Esto no hay quien lo resista.
—Ya se lo decía yo.
—¿Pues sabe lo que le digo? ¡Que me cago en yo!
Don Rafael, la camisa desabrochada: No sé si podré resistir hasta septiembre.
—Manuel —a un ordenanza—, ¿no puede usted subirme otro refresco del Casino?
Don Miguel, mi vida, había recibido aquella mañana una postal de su hija. Papaíto, estamos en Córdoba, la sultana, ¿sabes? Don Miguel, la postal en el bolsillo, no podía disimular la alegría. Que traigan refrescos para todo el mundo… «No te preocupes, papá (¡pero si yo no me preocupo!), soy muy feliz…»
Se metió en el escritorio, el ventilador, los AZ en la estantería, Perico, el escribiente, en la máquina de escribir. Volvió de nuevo, ¿ha visto usted, Perico? La postal de su hija…
De repente lamentó que ella no hubiera estado aquí, por lo del platillo volante. Casi nunca pasaba nada en la ciudad. Bastó que ella se fuera para que, entonces, así, por las buenas, viniera el ovni. ¿Se da usted cuenta? Cuando se entere…
—Y usted que lo diga, don Miguel.
—Claro que se habrá enterado por los periódicos.
—Sí, señor; por los periódicos…
—Eso es lo que yo digo…
Doña María, la pechera, sudorosa en la mecedora. Gracias a Dios…
Camilo, silencioso, los nuevos planes de guerra. ¿Hasta dónde habrá que cavar para dar con la ciudad número uno? Su mayor ambición, minarla, volarla, volverla del revés y comprobar qué tenía la ciudad por dentro…
Crispín, los postigos entornados, la penumbra, galopaba de nuevo bajo el sol. El pueblo, las puertas cerradas, asistía impávido al espectáculo. Pequeñas nubecillas, polvo, casi todo lo que podía ver desde la muralla. Los cristianos, rabiosos, los caballos sueltos el freno, incendiando las mieses en las eras. Emprendían la huida. Crispín, los brazos en la mesa, jadeaba agotado. Demonio de carrera…
Don Pepe, cerrada la puerta de la catedral, no se atrevía, el sol, a poner los pies en la calle. Temía verse atrapado en aquella trampa y convertirse rápidamente en un charquito de aceite. Al fin, asustado, la mirada suplicante, se atrevió a dar el salto, rápido, por el filo de sombra pegada a la pared.
Don Juan, el Jefe de los municipales, acabó por despertar, después de poner en orden el desorden de la ciudad. Temía que los guardias lo hubieran sorprendido con la boca abierta…
Crepitaba la ciudad. Por arriba, amenazaba el cielo con derrumbarse a cada momento. Por abajo, los cuerpos de los ciudadanos muertos se felicitaban de encontrarse en esa otra ciudad de la sombra, tan fresquitos…
Llegó la hora de la comida…
Llegó la hora de la siesta…
Si a esa hora hubieran llegado los extraterrestres, nada hubiera salvado a la ciudad…
La tarde
Pequeñas nubecillas sonrosadas por el cielo. El sol comenzaba a bajar. Florecillas, pétalos, sépalos… Verdeaba la sierra. Una golondrina se echó, valiente, a volar por la calle… Se abrieron las ventanas para verla. ¡Albricias! ¡Estamos salvados! Las aguas se han retirado…
Salió el camión cisterna, regando.
Corrían los niños por la carretera.
Miguelillo, el campanero, válgame Dios, la sombra del sombrero.
El hidalgo más hidalgo, desde hacía rato espiaba, con cuidado, los confines. Lejos, la sierra, pincelada de sol. Ponía el catalejo en los agujeros de cartón. Los días de lluvia, el agua, por allí, a su gusto. La torre, las nubes, velas grises desplegadas. Así, desde que dejó la Marina. Don Carlos pasaba, en el puente, muchas horas del día. Los tenía a todos en un puño. Bastaba con apretar…
Ahora, nada a lo lejos, ni a lo cerca. Sólo aquel sol resplandeciente, los campos, las casas abrazadas, impúdicas, las unas con las otras. ¿Qué habrá decidido el Alcalde? Desde la madrugada, inquieto en la cama, el sable desenvainado colgado del cabecero. ¿Habrán dejado la ciudad? ¿Habrán sido capaces de huir cobardemente?…
Tomó de nuevo el catalejo y registró calles y plazas. No, estaban allí todos… Podía verlos escondidos en sus madrigueras. Pero no harán nada; el pueblo llano nunca ha hecho nada… Somos nosotros los que hemos levantado las iglesias y los castillos… Llevó el catalejo hasta la alcazaba. Las torres moras por encima del Seminario. Ahí, olvidado, porque los pueblos son olvidadizos, está el cañón…
El zumbido de aquella palabra, ¡BUM!, lo estremecía. Creía oler la pólvora, el campo de batalla, la ciudad al trote y al galope, saltada en mil pedazos… ¡Bum! ¡Bum!
Se enardeció. Si el Alcalde no iba al combate, lo haría él. Tuvo que ponerse de pie, dar un paseo, para calmarse…
El Alcalde se despertó a esa hora. Había unido el sueño de la madrugada con el de la siesta. Ahora volvía de otro mundo. Se sentó en la cama, el pijama de rayas, meditó largo rato sin levantarse. ¿Por qué la vida no será un sueño de verdad? Al menos allí, de donde venía, no existían los engorros de este mundo… Se levantó, al fin, y anduvo de puntillas. La casa, en silencio. El canario, en la jaula. Cuando el Alcalde se echaba a dormir, ¡shiiiisss!… no se atrevía nadie a decir una palabra. Había que respetar el descanso de Su Señoría. Hasta en la puerta, por si las moscas, un municipal, que ningún niño echara a rodar una lata, que ningún perro se atreviera a salir ladrando, que ningún vendedor, etcétera. El hombre, la gorra encasquetada, la porra en la cintura, descuide usted, don Juan. Se trata del descanso del señor Alcalde; López, no le digo a usted más…
El Alcalde, visto que estaba en este mundo y que en este mundo seguía siendo el amo, ¡Maríaaaa…!
María, cuarenta años al pie del cañón. Obedeciendo fielmente la voz del Alcalde y la Alcaldesa. Su destino habían querido los hados que estuviera unido al de aquella familia y ella lo aceptaba con resignación. Le conformaba sentirse pieza esencial en el gobierno de la ciudad. Ella sabía, verbigracia, que si a determinada hora no se le tenía al Alcalde el agua preparada… muchos de los proyectos de la Alcaldía se irían al garete. No había quien resistiera el genio de Su Señoría…
—¡Maríaaaa…!
Cuando pequeño, la casa de los Molina, todos alcaldes, la señora decía: Mariquita, llévate al niño a paseo. Vamos, nene…
—¡Maríaaaa…!
—¡Voy, voy!
Abierta, cerrada, la puerta del huerto. La bocanada, el bochorno, la pobre mujer jadeante.
—¿Dónde te has metido?
—Estaba en el huerto. No le oía…
—¡Embustera! Estabas dormida…
El Alcalde, las cachazas, la barriga de Buda sobre los pantalones.
—El agua…
—¡Qué susto!
—¿Pasa algo?
—Lo del ovni; todo el mundo habla de esos demonios…
—Tonterías.
—Pues yo lo vi.
—¿Tú? ¿Vas a saber tú más que el Gobierno? ¡Insensata!
Vino la Alcaldesa. Los domingos, a las once, su misa en la catedral. Derecha, el peinado, el busto, el cutis tan blanco. La Alcaldesa está triste, ¿qué tendrá la Alcaldesa?… Abanico con dibujitos, paisajes japoneses, se abría, se cerraba, pavo real, qué linda forma de mover la cola. Atravesó la casa, sandalias a la griega, ¿no sabes, Pepe, la conjura del Concejo? Desagradecidos, tratan de hacerte caer de la silla… Hijo, no sé qué piensas. Descansó la Alcaldesa en el brazo del sillón, la bata entreabierta, la fina piel descubierta. El Alcalde, oleaje en la bañera, jugaba todas las tardes sus batallitas navales. Hacía barquitos de papel, los soplaba, ba, ba, ba… hasta que se hundían. En seguida, nuevos buques. Fragatas. Corbetas. Ahora, pensativo, mientras escuchaba, veía a todo el Concejo (Escuadra turca) dispuestos al combate…
—¡No lo consentiré! —Puñetazo sobre el agua, que saltó de la bañera—. ¡Antes pasarán por encima de mi cadáver!
Mientras se secaba, recordó que su padre, su abuelo, su bisabuelo, habían sido también alcaldes. Prácticamente, una monarquía hereditaria. La vara nos pertenece por derecho de familia…
—Nosotros, los Molina —le explicó a su mujer mientras se metía los pantalones—, hemos nacido con la vara en la mano…
—¿Y qué piensas hacer? —Asustada, alargándole el cinturón—. Mira que ésos son de cuidado. Harán cualquier cosa para ponerte en la calle…
La tarde, tela de crespón. El Alcalde levantó la cortinita de la ventana. Los árboles del huerto, la canariera, una bandada de pájaros en el caqui. La sangre le botó a la cara. Sabía que la Alcaldesa, cocina y mesa, decía la pura verdad. En cuanto pusiera los pies en la calle tratarían de pedirle explicaciones… Claro que tenía sus argumentos: Señores, lo de anoche no fue una reunión oficial. Yo no puedo mezclar la Administración y el Municipio con la pura Fantasía. Señores, ¿sé yo, acaso, lo que es una galaxia? ¿Es misión de un Ayuntamiento la defensa contra los platillos volantes?…
Bajó la cortinilla de la ventana. Volvió la penumbra. La Alcaldesa, silenciosa, estudiaba el rostro de su marido. Sabía que algo maquinaba.
—Tengo que adelantarme a los acontecimientos. Un político es un hombre que tiene en su cabeza las ideas de los demás y se adelanta a decirlas…
Terminó de vestirse, el agua de colonia, unas gotitas en el pañuelo, la solapa. Mujer; no, no; que un Alcalde tiene que oler siempre bien. Bueno… ¿Qué haría yo sin tu consejo?…
Desde la torre vio don Carlos cómo el Alcalde pasaba diligente la plaza. Tan redondo, balanceando las carnes, ¡uf!, el traje de opal, el sombrero jipi, golpeando el suelo con la punta de la vara. Estaba claro que, con aquellos golpes, pin, pan, trataba de compensar su falta de energía. Lo siguió paso a paso y, a veces, milagro del catalejo, lo tenía, ¡zas!, al alcance de la mano. Le hubiera bastado con…
—¿Qué estará tramando ese político? —se preguntó, desconfiado, el viejo lobo de mar. No le gustaban los hombres que gobiernan el mundo desde la silla de un despacho.
Se le encendían los ojos mirando las paredes, los arcos, los escudos del Ayuntamiento.
—Los burgueses han cambiado la silla de montar por la silla de despacho —volvió a pensar—. Ésos nunca exponen nada… Fueron los políticos (despreciativo) los que causaron la ruina del país…
Sobre el arca, el sable, el Libro con la historia familiar. Manuscrito por un Espinosa que había sido clérigo antes que soldado. Aquel hombre, en su vejez, retirado en la ciudad, había anotado pacientemente los hechos de la casa. Abierta la página, se veían los trozos, el papel amarillento, horas perdidas, tiempos lejanos. Pinturas, tapices, alfombras, cueros repujados, armeros, búcaros con ramilletes de flores marchitas. Todo el honor de la casa, sombras y recuerdos. Los pasillos, la luz débilmente colada por la ventana entreabierta. Si ésos no están dispuestos a luchar, puesto de pie, lo haré yo desde aquí…
El Arcipreste, interesado por el tema, despacho recoleto. En la tarima, el brasero de cobre, brillante y limpio. El anaquel. El retrato de la Santísima Virgen. El crucifijo, reliquia de Tierra Santa. Cerró el tomo del Génesis, sin referencias sobre posibles habitantes de otros planetas. La hoja del balcón, la cortina de raso, la media luz. Al fin y al cabo, este Libro de los Libros está escrito para nosotros. ¿Por qué había de hablarnos de otros seres?… Le vino la idea de Elías, el Profeta, arrebatado a la vista de todos por un carro de fuego. ¿No sería ese carro uno de estos artefactos? ¿Y si el Profeta ha sido guardado de la muerte en un planeta inmortal?… No cabe duda de que vivimos envueltos en el misterio.
La hermana del Arcipreste, Berenguela, cuello almidonado, las manos como tenedores, empujó la puerta del despacho: Antonio, la merienda… El Arcipreste miró de reojo la bandeja, el café, las pastas, y simuló no darse cuenta. Anotaba, las gafas en la punta de la nariz, para la próxima tanda de sermones en la Colegiata de Baza. Hemos pretendido reducir el Universo al tamaño de un pañuelo. ¡Cuánta soberbia!… Los campos del cielo deben ser inmensos… inmensos…
—¿Y Dios? ¿Cómo será Dios?
La pregunta le hizo temblar. Pretender una respuesta era meter el océano en la tacita de porcelana. Sorbió despacio… Debo ver al señor Obispo…
Se puso de pie: ¡Berenguela!, y fue abrochándose la sotana. ¡Berenguela! En la pared, siguiéndole con la vista, el retrato del prelado que le ordenó. ¡Berenguelaaaa!…
De lo primero que el Alcalde se enteró, de la detención del campanero. La noticia lo dejó estupefacto. Derrumbado en el sillón, no salía de su asombro. Delante, erguido, atento a cada una de sus palabras, el Jefe de los municipales. Evidentemente, fastidiado; las cosas se complican. Tamborileó nervioso sobre la mesa. Don Quijote, tintero, volvía apaleado, pasada la tarde, a la grupa del rucio. Detrás, Sancho bueno, Sancho amigo, las bridas de Rocinante, las armas, el escudo, la lanza. ¡Pobre Alonso Quijano, triste caballero! La mesa, mitad barrida de papeles, llanura soleada de la Mancha, molinillos de papel, ventas y ventoleras, arrieros y expedientes en el horizonte. ¿Quién puede establecer la frontera entre la realidad y la imaginación?… ¿Qué somos, sino una mezcla de lo uno y de lo otro? Existimos y, cuando menos lo esperamos, desaparecemos. ¡Dios mío! ¿Cómo componer las piezas de este rompecabezas?… Don Quijote, perdida la mirada, desvariaba como loco.
—No lo comprendo —sacando el Alcalde el pañuelo, las gotitas de perfume.
El Jefe de los municipales asintió, comprensivo.
Algo grave había, evidentemente, en la detención. ¿Estaba el Juez en el ajo del asunto? ¿Podía el campanero atentar impunemente contra la seguridad pública? ¿Había sido él, el causante del peligro que durante dos días se había cernido sobre la ciudad?
El Alcalde desvió la vista hacia la torre, manchada por el sol. Se resistía a creerlo. Pero ¿quién puede decir de este agua no beberé?…
—Miguelillo… —musitó, hablando consigo mismo—. Miguelillo… Y yo que lo tuve en mis manos —dando un golpe sobre la mesa—. ¡Aquí mismo, en mi despacho, y me fié de su palabra! ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo?…
—Sí, señor…
—Es claro que un Alcalde no puede fiarse de nadie.
—Sí, señor.
Acababa de estallar una tormenta en su cabeza. ¿Y si aquello era una martingala de sus enemigos? ¿Y si lo que habían tratado era de que picara el anzuelo, haciéndole caer en el ridículo?
—Esto confirma que los ovnis no existen. Pero ¡si está claro! Todo eso es una patraña. Absurdo. Yo creo, querido Juan, que los Alcaldes tenemos una asistencia especial del Espíritu Santo que, en el último momento, nos libra de meter la pata.
El Jefe de los municipales acabó sentado en una silla. No salía de su asombro. Ahora se le hacía la luz. Con razón se decía que lo del platillo volante era una componenda de Crispín y el campanero. Lo que no acertaba a entender era el objeto del complot.
—¡Pero si está clarísimo! —explicó el Alcalde—. Crispín, en su interior, ha aspirado siempre con mandar en el pueblo… La tiranía de los intelectuales, figúrate. Ten en cuenta, querido Juan, que se trata de un hombre muy listo, que sabe más historia que nadie. Esto le da muchos recursos…
—Pero ¿y el campanero? —siguió el Jefe de los municipales, intrigado—. Yo no comprendo cómo ese hombre se ha podido prestar a un engaño semejante.
—¡Elemental, querido Watson! —exclamó el Alcalde, imitando al famoso Sherlock Holmes—. Crispín ha debido prometerle, sin duda alguna, la vara de Jefe de los municipales…
Don Juan se irguió, herido de un escopetazo. ¡Naturalmente! Y no había caído, ni por asomo, en tal caso… Era lógico que el campanero aspirase a la vara (apretada, entre sus piernas). Ya no se contentaba con mandar desde arriba, adelantando las horas a su antojo. Ahora quería más, más, ¡más!…
Tuvo que tomarse el vaso de agua que el Alcalde tenía siempre sobre la mesa para casos de emergencia.
—Lo primero que vamos a hacer, convocar al Concejo para esta misma tarde…
—Sí, señor —contestó don Juan, puesto de pie, sin terminar de reponerse. Sólo veía al campanero, pimpante, con su capa azul, las vueltas de terciopelo negro, llevando con aire su vara de ordenador público. Tuvo que cogerse a la pared, como un salvavidas. ¡Nunca ocurrirá un atropello semejante! El Alcalde: Hombre, Juan, no te preocupes, dándole ánimos… Valor…
—Pero si lo tengo —replicaba don Juan, sin soltarse de la vara—, si lo tengo…
La noticia del arresto del campanero, un reguero de pólvora. Lo más importante con que se despertaba la ciudad, después de la siesta. Si éste era el culpable, si a éste lo habían encerrado, era claro que todos estaban salvados…
—Cuando un miembro está enfermo —don Benito Cuesta, cirujano, con los pies en la palangana.
—Sí, señor.
—No hay más remedio…
—Sí, señor; no hay más remedio…
—Es que si no…
—Lo que yo digo: es que si no…
Por la puerta, paletadas de sol en el huerto. Volaban los pájaros, incandescentes.
—¿Por qué atentar contra la buena vida de las gentes?
Don Benito se fue sacando uno de los pies.
—¿Por qué llevar al filo de la tumba a los enfermos del corazón? ¿Por qué asustar a las mujeres y a los niños?
—Sí, señor, ¿por qué hacer todo eso?…
Las preguntas iban por la ciudad. Para los sempiternos del Casino, alimentados por las razones de Camilo y, también, ahora, por el Alcalde, aquello no era más que una maniobra política de Crispín, con no muy claros propósitos. Para unos, se trataba de hacerse con el poder; para otros, puede que se tratara de meter a los comunistas en el Ayuntamiento…
—Figúrese usted, don Benito…
El pueblo llano tan sólo alcanzaba los huesos que le caían desde el Casino. Nadie hubiera sospechado que aquel ilustre señor, hijo de boticario, tuviera tan mala leche.
Alguien recordó, con sorna, una conferencia suya en el salón del Casino. En aquella ocasión, don Crispín, con mucho énfasis, hizo uno de sus famosos cantos a la ciudad, de la que dijo estaba firme, sobre una roca (¡palabrería!) y que ningún viento, viniera de donde viniera, podría echarla por tierra. Esta ciudad es eterna, aseguró, con los brazos extendidos. Todos prorrumpieron en aplausos.
—Sin embargo, ahora todo está bien claro; lo que pretendía era embaucamos a todos…
—¡Debemos expulsarle! —gritó desde el fondo Camilo, puesto de pie, sobre una silla—. ¡Abajo los traidores!
—¡Muera!
En tanto, Crispín, en su despacho. Como tantas veces, ignoraba lo que se estaba tramando contra su buen nombre. En pijama, las gafas, seguía con el dedo, trataba de darle alcance, a un escuadrón galo, guerra de 1808. Lo veía entre líneas en aquel documento encontrado en el archivo municipal. Galopaban los franceses tan ufanos, camino de la sierra, el pueblo, aquel maldito que se obstinaba en entregar al gran Godinot todas sus gallinas y sus cerdos. La hora era mediana y el sol achicharraba. Por eso se daba prisa Crispín. Días antes, Godinot, envalentonado, había forzado a los paisanos de La Peza. Aquéllos le habían recibido con un cañón de encina, hasta saltar hechos cisco. Godinot, disgustado, sobre la silla, caballo remolón, contempló, corrido, la escena. ¿De qué le servía a un héroe de Austerlitz pavonearse delante de aquellos muertos? Se quitó el bicornio, no sabiendo si rendir homenaje o espantarse las moscas, abanicándose… Crispín, angustiado, aguardó, con el dedo manchado de sangre… ¡Dios!… Tuvo que quitarse las gafas. ¿Dónde demonios iba ahora el francés con el calor que hacía?… A la noche, cansado ya, pálidas luces de gas en las esquinas, volvían los franceses, botín de gallinas y cerdos, colgado de la grupa. Quedó Crispín pensativo. Vino al balcón. La tarde, tibia, se llenaba de perfume. Sobre las casas, lejos, envejecían los cerros, el sol, tan dorado.
Alguien le fue con el cuento al señor Arcipreste. Válgame Dios, musitó, los pulgares juntos, haciendo muecas con la boca. Eso tiene que ser un invento. ¿Quién puede pensar una cosa así de Crispín? Su padre fue un excelente amigo mío. Gente muy cristiana. Por eso se indignó santamente y consideró lo que le correspondía hacer, como miembro de la Iglesia y amigo de Crispín, aguas mil.
Se disponía a ir a palacio cuando alguien le llevó la infausta.
—Debo llamar a Crispín. Es mejor telefonearle, que ir a verle en persona. En un momento así, lo más sensato, no hacerse visible. Seguro que todos estarán pendientes del menor movimiento.
Descolgó el teléfono y, por el hilo, la voz aflautada de la telefonista. Nadie como ella para estar en el secreto de lo oculto, de lo que no se ve. Si ella contara… Por eso, la voz del Arcipreste, pensó en seguida que de algo deliciosamente grave se trataba.
—¿Dígame, reverendo?
—Póngame con el tres cero tres.
Podía haber dicho: Ponme con Crispín López, pero era más discreto vestir de incógnito ese teléfono. Así lo comprendió la telefonista (Mariquita, poniquita, tan enlutada, siempre la clavija en la mano, ¿diga?).
—Crispín —llamó inquieto, la boca en el micrófono.
Salió doña Delfina.
—¿Es usted, don Antonio?
¡Caray!, con la prisa que tengo. Tuvo que sonreír, preguntar por la salud, cuídese usted, cuídese… Pero, lo que a él le urgía, hablar con Crispín. Al fin, vino la voz.
—¿Dígame?
—Crispín…
—Sí, sí.
—¿Me oyes?
—Sí, sí.
—Algo muy grave ocurre…
La voz del Arcipreste se convirtió en una serpiente que se ondulaba, se ondulaba y, al final, se columpiaba. Trabajo le costaba a la telefonista, válgame Dios, no perder una sílaba del Arcipreste, y eso que algunas cosas las decía en latín.
—Se trata de tu honra y de tu fama.
—¿Cómo?
—… de tu fama.
—No sé lo que me está usted diciendo.
El Arcipreste no comprendía por qué Crispín no comprendía. Respiró de profundis y procuró afinar la voz.
—Alguien te quiere hacer la puñeta.
Crispín se puso nervioso.
—¿A mí? ¿Por qué?
Eso era lo que Crispín no acertaba a entender. ¿Quién podía tener tanto interés en perjudicarle? A nadie le debía nada. Las cuentas de su vida, claras. ¿Una calumnia a él, que llevaba años y años dándole brillo a la verdad de aquel pueblo?…
—Sí, te han levantado una calumnia. Dicen que has sido tú el que se ha inventado lo del ovni.
—¿De yo qué?…
—Han metido en la cárcel al campanero…
—¿Al campanero? ¿Por qué?
—Dicen (¿estás solo?) que es tu cómplice…
Crispín perdió la paciencia.
—¡Pero si eso es imposible!
—Por eso es una calumnia, hijo mío… —la voz del Canónigo volvió a hacerse tibia y transparente—. Tienes muchos enemigos… Cuídate. Te aconsejaría que, por algún tiempo, no te dejaras ver en la calle. Los ánimos están exaltados.
Crispín asintió, sin despegar los labios. ¿Quién podía haber inventado semejante patraña? ¿Acaso Camilo, un pedo en un hilo? ¿Era una de sus mentiras?…
—Don Antonio…
Volvió la voz del Arcipreste.
—Dime…
—¿No será esto cosa de Camilo?
—Puede…
Fue entonces cuando, sin poderse contener, medió la voz de la telefonista. No había podido, impaciente, dejar su cuarto de espadas. La noticia más fresca era ella quien la tenía.
—Don Crispín, soy yo, Mariquita…
—¿Mariquita, poniquita?…
El Arcipreste, asustado, despegó la oreja. ¿De dónde salía aquella voz?…
—Diga usted… —comprendió Crispín, acostumbrado a aquellas intervenciones…
—El Alcalde ha citado a todos los concejales… Dicen que lo del platillo volante es cosa suya y del campanero…
—¿De Miguelillo?
—Sí, señor. Dice el Alcalde (lo he oído hace un rato) que lo que usted se propone es hacerse con la Alcaldía.
—¿Yo? ¿Con la Alcaldía?
—Don Camilo afirma que él posee las pruebas de que es usted comunista y que todas las noches oye las emisoras de más allá del telón de acero…
—¿Yo? ¿Comunista, yo?
No pudo resistir más. El teléfono parecía una olla a punto de ebullición. Sobre la mesa seguía sola la vocecilla de la telefonista, destilando, tilando, lando veneno.
—Oiga… oiga… don Crispín, ¿me oye?…
El Arcipreste, las cosas que dijo Mariquita, estuvo a punto de desmayarse. Aquello iba más allá de lo que había pensado… ¡Dios mío! ¿Sería verdad que Crispín oía las radios esas?… Dejó el teléfono y se sentó descompuesto. No sabía qué pensar… ¿De dónde podía haber obtenido Camilo unas pruebas semejantes?… La cosa, verdaderamente, bastante grave. ¿Qué hacer? Tal como está todo, ya no es posible fiarse de nadie…
—Tengo que ir a ver al señor Obispo —resolvió, poniéndose de pie—; no acierto, Berenguela, a poner en orden este lío que tengo en la cabeza…
—¿Dices…?
Don Pepe se había pasado el día sacando notas de sus libros, tratando, de alguna manera, de interpretar correctamente el sentido de aquel posible ataque. Él lo llamaba ataque ya que, seguro, terminarían arrasando la ciudad. Un ataque de los espíritus del mal, contra la Iglesia militante. Todas las profecías venían a parar en lo mismo: el fin del mundo, detrás de la puerta; cualquier día nos levantamos a toque de trompeta…
Don Pepe, pantalones de estambre, el balcón abierto. Jugaban unos niños en la placeta. Los pájaros, el pilla pilla, en la enramada.
—Verdaderamente, la Humanidad está ciega —concluyó deteniendo los ojos en la imagen de Cristo, sobre la mesa. Cristo, el pelo a la cara, se desangraba lentamente. Mediodía en el Gólgota. No había quien aguantara la polvareda. Se oían, acuciados, los estertores de su pecho, las últimas palabras. El cielo, pálido, desgarrado sobre las casas. Las mujeres, cabe la cruz, Santamaría, madre de Dios, el santo Rosario en las manos. ¿Cómo comprender el misterio? ¿Cómo leer en un libro abierto? ¿Cómo intentar lo que hay en el corazón de Jesucristo?… Todas estas preguntas, una tras la otra. Él, don Pepe, los brazos sobre la mesa, pensativo, no acertaba. Sólo sabía una cosa… La misericordia del Señor es mayor que todos los mares juntos… Por eso, al pie, junto a María, Juan y las otras piadosas mujeres… ¡Señor!… ¿Cómo vas a condenar al campanero de la catedral, que toda su vida se la ha pasado en la torre tocando las campanas para que la gente venga a misa? Él, lo único que tiene, es su mujer, los hijos, y el sombrero que le regaló un cura… Si no fuera por Miguelillo, nadie vendría… ¡Señor!… ¿Cómo vas a condenar a Crispín que, una vez, al cabo de los siglos, y cuando se habían perdido las esperanzas, dio con la Bula con la que el Papa hizo apostólica a nuestra catedral?… ¡Señor!… ejem… ¿Y al hidalgo, a don Carlos, que es la representación y la continuación de todos aquellos hidalgos que defendieron la Cristiandad, más que el mismo Papa, con respeto?… ¡Señor!… ¿Cómo vas a castigar y a hundir en las penas del Infierno a esta ciudad que fue la primera en bautizarse y en convertirse a tu palabra?… ¡Señor!, si vas a mirar nuestros pecados, apañados estamos todos. Haz la vista gorda… Mira que el Diablo sólo está esperando que nos pierdas de vista para ensartarnos a todos…
Todas aquellas palabras le salían redondas, así, como las pensaba, con lágrimas, hablando con aquel Cristo pequeño, envejecido por la sangre, las heridas, que inclinaba la cabeza, oyéndole… ¡Qué me vas a decir tú a Mí!… Si por un milagro, yo pudiera contarte… ¡No, Señor, no hace falta!, ¿no es acaso todo un milagro?… ¿Estamos tan ciegos como para no darnos cuenta de nada?… Veinte siglos llevo aquí, muriéndome a chorros; ya ves… ¿Y sabes por qué? (Don Pepe negó con la cabeza). Porque mi Padre, viéndome así, no tenga tiempo de veros a vosotros y os podáis ir colando, mientras…
—¿Y no te cansas, Señor, de estar así tanto tiempo? —El Sacristán mayor se sorprendió haciendo la pregunta.
—Sí, a veces me canso un poco… ¡Si supieras lo que pesa esta cruz y lo que me duelen estos clavos y esta corona!…
—Si yo pudiera…
—¿Te crees que no sé?…
—¡Señor!…
Vino el silencio. El Sacristán mayor, la tarde, temblor de luces en los cristales, no quitaba ojos de la imagen. Oía la respiración del Señor. Oía los lamentos de las pobres mujeres, los chales, los pañuelos, agotadas, sentadas en el suelo, los brazos en cruz. Oía las palabras de los soldados, repartiéndose la túnica sin costura. ¿Por qué no preguntarle aquello que tanto le preocupaba? No se atrevía. Sabía que ya los Apóstoles lo habían hecho y Él se había salido por la tangente. ¡Señor!, ¿el fin? ¿Queda mucho? ¿Es esto ya el fin del mundo?… Se quedó fijo, mirando. Pero, la imagen, no contestó; no dijo nada. Creyó (contó luego) un gesto de asentimiento, cuando Cristo cerró los ojos y hundió la cabeza. Acababa, tembló el cielo y la tierra, de entregar su espíritu…
El despacho se llenó de sombras. La tierra se abrió, la luz que entraba por la ventana se oscureció de repente y los muertos resucitaron…
Eran las siete de la tarde cuando ya estaban los concejales reunidos en el Ayuntamiento. La convocatoria extraordinaria, las noticias alarmantes que corrían por el pueblo a propósito del campanero (¡anarquista!), los tenía a todos soliviantados.
Las palomas echaron el vuelo sobre la torre. ¡El afilaooo…!
Caía del cielo un soplillo de aire caliente. Ni una nube; limpio como una patena.
¡Válgame Dios!, pensaba un concejal, dueño de una pañería, quien venía rezando porque pasara pronto el verano y soplaran, como está mandado, los fríos y las nieves. En cuanto pase esto, me forro…
Pero, en tanto los concejales en torno a la mesa, el verano estaba allí, se colaba, brisa ardiente, por los balcones. No cesaba la campanilla, medio ahogados, para que Manuel, el ordenanza (don Rafael, a ver cuándo libran para el uniforme de verano), mande usted, fuera metiendo vasos de agua fresca, que un municipal, diligente, sacaba a toda prisa del pozo. El hombre, por mucho que corría, no daba abasto para apagar aquel incendio interior de los concejales. ¡Voy… voy…, cada vez que la campanilla, refunfuñaba, gritaba: aguaaaa…!
Al fin apareció el Alcalde, casa y coche de balde, buenas tardes a todo el mundo, buenas tardes. Un poco nervioso, la vara en la mano, todavía sin saber cuál podía ser la reacción del Concejo. Ocupó la presidencia (sillón labrado, patas de león, el cabecero rugiente) siseando al ordenanza, Manuel, tráigame usted un vaso de agua fresquita.
Silencio absoluto.
Por el balcón, las golondrinas.
—Señores…
Don Rafael, los puños de la camisa, las gafas, levantó la vista.
—Gracias, Manuel —al ordenanza, el vaso en la bandeja.
—Señores —replicó—, los he convocado en sesión extraordinaria porque algo grave amenaza a esta ciudad. (El Secretario escribía con prisa). Sospecho, y tengo fundamento para pensarlo así, que alguien, astutamente, esté moviendo ciertos hilos misteriosos con un propósito definido: despojarnos de nuestros atributos e introducir en esta Casa influencias que no me atrevo a mencionar por respeto (volvió la cabeza hacia la pared) a nuestro Jefe de Estado…
Todos levantaron la vista hacia el retrato.
Un murmullo siguió a las palabras del Alcalde-presidente. Había conseguido el efecto deseado. Por eso, tornó, complacido, a refrescarse de nuevo. Por el balcón, la catedral, rojo mate, sobre los tejados.
Trató de aclararse la garganta.
De nuevo se hizo el silencio.
—Me he sentido obligado, como Alcalde y como Presidente de la Corporación, a poner en vuestro conocimiento estos sucesos. Anoche mismo (era la parte escabrosa del asunto) se me hizo venir aquí con ánimo de hacerme caer en una trampa…
Nuevos murmullos.
Un ¡shiiiisss!… del Secretario.
—Sí, señores. Naturalmente, pensando no se trataría de nada serio, creí más oportuno reunirme aquí, en plan de amigos (nada de carácter oficial, que para eso está el Concejo, ejem) con unos cuantos caballeros de sobra conocidos de todos… Lo que nunca supuse (Manuel, ¿quiere usted alargarme otro vaso de agua?) es lo que he sabido después y es que, uno de esos señores (por llamarlo de alguna manera. Claro, claro) era precisamente una oveja negra…
Nuevos murmullos.
—Claro está (silencio, señores) que esa oveja o, para entendernos mejor, ese lobo (¡muy bien!) no se salió con la suya… (Por eso anoche era partidario de una entente…)
El nombre de Crispín le dio la vuelta a la mesa. Parecía mentira. Precisamente el Cronista de aquella ciudad tan famosa. El hombre que sabía la vida y milagros de cada plaza y de cada una, si se le apura, de las piedras con que estaba hecha la ciudad. Crispín López, abogado sin ejercicio, hijo de boticario, ¡un conspirador! Así lo vieron todos, encima de la mesa, la camisa, el pañuelo de anarquista. Algunos, atemorizados, imaginándolo, dieron un paso atrás, intentando la defensa.
El Alcalde (¡qué calor!) volvió a los sorbitos, siendo imitado por varios miembros de la Excma. Corporación…
—Esta noche —lo dijo haciendo un ademán de triunfo— no pasará nada. ¿Ustedes creen que si existieran los ovnis no lo habría comunicado ya a este Ayuntamiento el Gobernador Civil? Señores, piensen despacio, ya no estamos en los tiempos del Rayo. Existe el teléfono. Basta con que el Gobernador lo quiera, para que yo esté al tanto de lo que pasa en el mundo… Cuando el Gobernador, a pesar de las notas que ha mandado al periódico nuestro Corresponsal, no ha dicho nada, por algo será…
Risas en la sala. ¡Naturalmente! La cosa, en sí, no podía estar más clara. Hay cosas que son verdad y hay cosas que sólo se ven, si uno quiere verlas… Lo del ovni, no lo comprenden, es un producto de la imaginación. Piensen ustedes en el verano que estamos pasando. Basta con que un individuo, bien avisado, se ponga a jugar con uno de los focos que hay en la torre…
—Desengáñense ustedes, los ovnis, que se sepa, no existen oficialmente… Y las pruebas (el Alcalde miró despacio a la concurrencia) las tendremos esta noche.
No hacía falta más. Estando el campanero en prisión, poniendo una pareja de confianza al pie de la torre… ¡a ver quién era capaz de manejar el dichoso foco!…
Prácticamente, con aquello, la sesión quedó conclusa. El Secretario, apresurado, las gafas en la punta de la nariz, las notas pertinentes para redactar el acta. Se estableció una especie de coloquio. Se sacaron a colación las locuras de un abuelo de Crispín (¿usted se acuerda, don Renato, los pies en el plato? ¿Cómo? ¿Que si se acuerda usted?… ¡Ah! Muy buen tiempo, sí señor, ya lo creo…), quien se tiró desde la ventana de su casa y fue a parar sobre la mujer de don Felicidad Rodríguez, el maestro de obras. También se habló de las ideas políticas de Crispín y se recordaron detalles de algunas de sus conferencias, aludiendo a ciertos derechos de las clases menos pudientes en los tiempos de los Reyes Católicos… ¡Qué barbaridad!…
—Desengáñense ustedes —concluyó el Alcalde, más satisfecho, acariciando el puño de la vara—. Crispín es un individuo muy peligroso… Nuestra culpa está en no haber sabido elegir, cuando tuvimos ocasión de hacerlo. Hemos puesto la ciudad completamente en sus manos…
Pensaron en Camilo, salvado del Nilo, quien se sabía esperaba impaciente, en el Casino, el resultado de la reunión. Le habían salido de pronto alas de plumilla, blancas, la sonrisa, ronroneando por la lámpara…
—Es verdad, mea culpa. Camilo tenía razón. No supimos distinguir el bien del mal. Nos fuimos por el mal camino… (¡Tontos, tontos, tontos!) Es lo que pasa generalmente en la vida.
Alguien propuso seguir el palique en el Casino y tomarse unas cervezas. En un instante, el salón desierto. El ordenanza, abatido, en el sillón del Presidente. ¡Demonio de discusiones! Casi cuarenta años refrescando el Ayuntamiento y siempre la misma historia, unos al poder, y otros, deseando colarse. ¡A eso se reduce la vida, a hacerse la puñeta los unos a los otros!…
Doña María, por qué llora usted tanto…
Porque tengo los pollos en el corral…
y la vecinita de enfrente
me los quiere robar…
Cuando a doña María, que estaba en casa de don Lorenzo (mi familia, todos indianos) le dijeron que lo del ovni sólo era un cuento que se había inventado don Crispín en combinación con el campanero, a punto estuvo de malograr a Procopio García, más tarde ilustre otorrinolaringólogo. Nadie mejor que ella sabía que aquello era un infundio de la oposición (léase Camilo), empeñada en arruinarlo. Pero ¡si ella pudiera! Si la dejaran un momento en libertad…
—Pues, sí señora —remachó don Lorenzo, mi familia, todos indianos—, todo ha sido cosa de ese embustero.
—Imposible —negó doña María—. ¡Yo vi ese ovni como lo estoy viendo a usted!
—Un truco.
—Don Lorenzo…
—Sí, señora. El Alcalde tiene las pruebas.
—El Alcalde no dice la verdad. ¡Lo conoceré yo! Ése les tiene a ustedes engañados.
—¡María! Que formo parte de la dignísima Corporación.
—¡A la porra!
Don Lorenzo, nervioso:
—Esta noche lo veremos…
—Eso, esta noche lo veremos…
El Arcipreste, ¡ay Jesús!, bajó el callejón del Hospital, los soportales y, por el Arco, placeta de la Catedral. Todavía el sol iluminaba la fila de casas, el ala del Paseo.
También, lejos, los cerros color del cobre, nubecillas por lo alto. Fue con prisa, la acera, los pies como dos patos, camino de palacio. Ofuscado, la mirada a las ventanas: No creo que haya salido Su Ilustrísima, los postigos cerrados. Sabía perfectamente que la papeleta que le traía al Obispo (¡válgame!) era muy grave y que, hacía tiempo, tenía que haberlo puesto en antecedentes… Ya lo dice Nuestro Señor, sencillos como palomas y listos como serpientes… Y esto, lo confieso, no he sabido… ¿Le pasa a usted algo, señor Arcipreste? La monjita, la toca blanca, la silla de anea. Nada, hija, nada. ¿Qué había de pasarme?…
—Quiero ver a Su Ilustrísima —al Secretario.
—¿Ahora?
—Ahora.
—Es que tiene una visita. Figúrese.
—Sin embargo, debe usted advertirle. No le molestaría, si no…
—Comprendo… comprendo…
El anuncio hizo efecto en Su Ilustrísima, quien despidió, rápido, la visita. ¿Qué pasará? Ustedes disculpen… El grupo de monjas, los hábitos, ¿qué dice usted, señor Obispo?, besándole el anillo…
Entró el Arcipreste, la fila de botones colorados, el manteo. El sombrero de fieltro: Señor Obispo, siento molestarle a una hora tan…
—Pase, pase… —le invitó Su Ilustrísima saliéndole al paso—. Dígame qué pasa.
—Ilustrísima —con pesadumbre—, he pecado por falta de prudencia. Bien sabe Nuestro Señor que lo he hecho sin conocimiento de causa. Sé que la Iglesia está en peligro y que yo, su ministro, si hubiera sido más avisado, otro gallo nos cantara…
—No lo entiendo —confesó el Obispo, colocándose el solideo.
—Ilustrísima, me refiero a Crispín López, Cronista Oficial de la ciudad y su obispado. Ya sabe que, muchas veces, le hemos permitido consultar aquí, en los archivos…
—Sí.
—Ilustrísima —la voz del Arcipreste se volvió compungida. No acertaba a decir lo que sentía—. Ilustrísima…
—Dígame qué le ocurre —se impacientó el Obispo, volviendo, nervioso, al solideo.
—Ilustrísima; estamos vendidos… Crispín ha resultado ser un enemigo de la Iglesia. ¡Sabe Dios lo que habrá revuelto en los archivos! ¡Sabe Dios lo que habrá dicho a nuestros enemigos! ¡Sabe Dios el peligro que estamos corriendo!
Su Ilustrísima respiró profundo. Volvió a colocarse el solideo y se sentó, más tranquilo, en uno de los sillones. Por la ventana, los árboles del huerto.
El Arcipreste, como una estatua, una mano en la cintura sujetándose el manteo; la otra, como una paloma, revolando. Acabó su denuncia:
—Crispín, lo sabe todo el pueblo, es comunista… Él ha sido el que ha formado todo ese lío del platillo volante, sabe Dios con qué intenciones… Esta tarde ha habido una sesión en el Ayuntamiento y parece que va a venir el Gobernador en persona…
—Me parece —dijo, al fin, Su Ilustrísima juntando las manos— que estamos todos perdiendo la cabeza…
La llamada del Arcipreste y las observaciones de Mariquita dejaron boquiabierto al Cronista. Fuera, doña Delfina: ¿Qué quería don Antonio?, tomando el fresco en el cenador. El canario, pío, pío… Nada, mamá; no era nada…
«Existe el pasado, el presente y el futuro —pensaba—. Y existe también lo que no existe. ¿En dónde me encuentro yo ahora mismo?»
Crispín, las manos enlazadas, no se quitaba el pensamiento. ¿Qué lío es éste? ¿Para qué demonios quiero yo inventarme una historia tan peregrina? ¿Es que no vieron todos al objeto volador no identificado? ¿No lo vio el Alcalde? ¿No fue él quien me llamó a consulta?…
La tarde, cenicienta por el balcón. Las copas de los tilos, teñidas de violeta. Se oyó la campana, por el filo del tejado.
No podía concentrarse. Vino al balcón, la calle, le pareció ver un grupo hostil. Esa gente es capaz de intentar el asalto.
¿Qué hacer? Volvió a la mesa. Los libros, el tiempo conservado, los hechos, las personas, momias de imprenta. Aquellos hombres descansaban después de haber luchado los unos contra los otros. Pero ¿cómo luchar contra los fantasmas?
—He aquí las armas del mal —concluyó—: La mentira… Los hombres no estamos hechos para luchar contra lo que no existe. Lo que no es, no es, y la misma palabra lo dice. Pero…
El pero quedó flotando en el aire. Levantó la cabeza. Vio las vigas que cubrían el techo. En su abandono, durante años, se habían colgado de allí los murciélagos. Miró las estanterías. Los libros apretados. El mundo es un espacio que, cada vez, se hace menos espacioso… Algún día habrá que coger la Historia y mandarla, digo yo, a la Luna… Será la única manera…
Pero (volvió el pero) de momento se encontraba sitiado en su propia casa. Cercado de enemigos. ¿A qué venía la conjura?…
«Creo que empiezo a comprender… Este atentado no va contra mí, Crispín López, licenciado y cronista; este atentado está dirigido contra la Historia de este pueblo y su partido judicial. Alguien intenta destruirla».
Puso los codos en la mesa.
«Lo malo —volvió—, es que el Enemigo se viene preparando para enemigo desde hace mucho tiempo. Nosotros hemos descuidado la estrategia y estamos a merced de su juego… ¿Qué se puede hacer en una situación así?… Esperar… Esperar…»
Se oyó una voz que subió de la calle. Una voz dura, destemplada, cargada de pólvora, ¡bum!, por el cuarto. Era la misma voz que muchas veces había escuchado diciendo: ¡bravo!, en alguna de sus conferencias…
—Crispín… ¡CONSPIRADOR!
Hundió la cabeza entre las manos. ¿Qué te quería don Antonio?, doña Delfina, las gafas, cosiendo en el cenador, el canario, pío, pío. Nada, madre; nada…
Tenían que haberlo mandado sus enemigos para que iniciara, casi de modo oficial, aquel ataque contra su fama… ¡Qué humillación!…
Donde más dolió aquella traición (felonía, lo llamaría yo), fue en casa de don Julio Romero de Torres. Tan puesto en sus puntos, aquella tarde había tenido que marcharse del Casino, abochornado. Todos comentaban la faena de Crispín. Don Julio: «Qué vergüenza, qué tremendo soponcio», cogido a su bastón, con el puño de plata (regalo de los compañeros el día de la jubilación), se había tenido que escurrir del Casino (huido, prácticamente) mientras los demás discutían… Al llegar a su casa, «¡no puedo contenerme más!», con el puño sobre la mesa, «¡esto se acaba!», reventando como un triquitraque.
—¡No quiero ver a ese hombre en esta casa!
Doña Paulina, grave, «que te van a oír los vecinos…». «¡A la mierda, los vecinos!» Cerró las ventanas, balcones, y la casa se llenó de sombras. Del verano, al invierno riguroso. Don Julio, el traje de algodón, miradas encendidas a su hija, quien, hermosa, la cabeza baja, guardaba, ¡ay Señor!, riguroso silencio. A los pies, preciosísima, la mantelería que había empezado siendo niña, ¡ay!
—Me he tenido que escapar del Casino —siguió don Julio, el bastón en la mano, casi un mariscal, pasos, pasitos de un extremo a otro—. No quiero contaros las cosas que he tenido que oír. Nunca pude sospechar que ese hombre ocultase tan malas intenciones. Un espíritu tan depravado…
—Por favor, papá…
Lágrimas sobre la mantelería.
Una mariposa, élitros de seda, vino por alguna parte, de un rincón a otro. Al fin se detuvo sobre el bastidor.
Don Julio se derrumbó en la mecedora y se hizo aire con el sombrero. «No me lo puedo explicar… Nunca le perdonaré a ese hombre —el dedo, el puño del bastón levantado— el disgusto tan grande…»
Lágrimas en el pañuelito de seda, ¡ay!
—Dios ha querido librarnos a tiempo de verlo dueño de esta casa.
—Papá…
Don Julio, la mariposa de nuevo iniciado el vuelo, acabó quedándose dormido.
Fernanda, en cuanto lo vio, el sombrero rodado por el suelo, dejó el bastidor, se metió en su alcoba. La ventana abierta dejaba entrar un rayo de sol. Las paredes de papel, los cuadritos delicados, las copias de vírgenes flamencas, el rosario tocado en Tierra Santa. Tomó papel y pluma. «Estimado amigo: Me veo en la obligación de pedirle a usted que deje de venir a esta casa. Papá, que es un hombre de bien (funcionario jubilado) me lo ha ordenado terminantemente. Tenemos que romper nuestras relaciones. Todo el pueblo se hace lenguas de las cosas tan malas que se cuentan de usted. Por favor, le ruego me devuelva las cartas y el retrato que en mala hora le di».
Pequeño, dulce sol de la ventana. El velillo de tul, la mariposa, otra vez, tan fina, las patitas en el cuadro flamenco. Delante, virginal, el lecho, cabecera de caoba, la colcha olor a membrillo.
No sabía Fernandita cómo ponerle punto a la carta. El caso era que le gustaba Crispín, tan romántico. Nadie le había escrito cartas, poesías, como aquéllas. Aunque en el fondo nunca podía olvidar, la fatalidad, el amor primero. Fernanda sabía que, al romper con Crispín, perdía también todas las esperanzas de casorio. Sobre la mesita, la muñeca de china, el reloj con música, el Niño Jesús de Praga, el canesú. No se casaría, no; no se casaría… No valía la pena ya terminar la mantelería. Ni respirar, ni contener las lágrimas, como perlas, empañó el pequeño, dulce, fino pañuelito de crespón… ¡Qué laberinto son los hombres! Cuando creía tenerlos en un puño, se le escapaban y no había manera de recuperarlos…
«No echaré la carta —se dijo, resuelta—. Le avisaré que esta noche no venga a verme. ¡No quiero quedarme sin novio! ¡No quiero!»
«¡Fernandita! ¡Por Dios! ¿Qué significa esa rebeldía? Una mujer como tú, honesta, hija de un probo funcionario del Estado…»
«Su segura servidora, Fernanda».
Se la entregó a Lolita: «Mira, la llevas en seguida a casa de don Crispín».
Desde el balcón, por la persiana, vio a la muchacha cruzar la plaza, la casa de su novio. Cada golpe, ¡ay!, un golpe dentro de su pecho. Soltó la persiana con tristeza…
Desde la torre, don Carlos, el catalejo en la mano, siguió los movimientos, tanto del Ayuntamiento como del Casino. Algo se está tramando, las manos impacientes sobre el arcón. Sabía que de nuevo prescindían de su persona. Los veía, como hormigas, de un lado para otro. Esto es un buque que se hunde. Dentro de poco ¡zas!, todos al carajo. Por arriba, el cielo azul. La torre de la catedral, nubecillas de palomas, la tormenta de alas sobre el tejado de cobre.
No se había quitado el hidalgo el uniforme de marino, anclas y nudos, la mar revuelta, la ola que se desliza sobre la colina de otra y luego muere en la orilla, perro sediento, la lengua babosa entre los dientes. En el mar, los hombres tienen siempre que dar lo que tienen. Lo que tienen lo reparten. Lo que parten, lo dividen…
Volvió a su catalejo. La ciudad, herida, como un presente a las manos. Traída por los aires. Los trapos aireados por el viento, veleros batidos por el mar. La tenía allí, a un metro. Le bastaba soplar, para quitársela de encima. Lo que más sentía, la bilis de la boca, haber asistido a aquella asamblea de la Corporación, haberlos visto uno a uno, y no haber podido, ¡voto a bríos!, pillar una palabra. Era como si hubiera asistido a una reunión de mudos…
De lo que sí estaba seguro es que no sólo habían prescindido de su consejo, sino también de los del Cronista y el Arcipreste. Le intranquilizó enormemente, aun cuando, en algunos puntos, no coincidía con la manera de pensar de aquellos civiles.
—El uno es un hombre de libros, y el otro, un hombre de Iglesia. Yo, en cambio, pertenezco al mar…
Esta reflexión puso melancólico al hidalgo. A la misma hora, la tristeza de las casas. Pequeñas sombras, trapos, pañuelos de la tarde. Pájaros. Las torrecillas, con sus campanarios oxidados. Refulgía el ala de bronce. ¿Para qué la pena de luchar? ¿Qué más daba morir olvidados, que a manos de una máquina enemiga? Al fin y al cabo, las manos débiles, delicadas, rotas sobre la tapa del arcón, la espada fluorescente, la Muerte es muerte, cualquiera que sea su puerta de entrada. Dejó caer la cortina de saco que tapaba el boquete sin cristal. Entró la tristeza en la torre. Colgaban los fantasmas de las paredes. La niñez perdida. Los pasos de otros Espinosa. La pequeña brisa de la tarde.
—Sólo si noto que la tierra se mueve, seguro que todo marcha…
Desde la Alcazaba, los seminaristas, que habían estado jugando a la pelota, contemplaron cómo el sol, de repente, se hundía por la Sierra. La ciudad tembló unos segundos; en seguida, líneas que se apagan poco a poco. La ciudad, lo más probable, fundada sobre las ruinas de algún viejo volcán apagado. Con los años, aquel fulgor, el rojo vivo de los tejados, la muralla, los cerros del toronjo. Al cabo, el tiempo detenido, cae no cae en el vacío, cada cosa volvía de la nada a su sitio (el gris de las calles aplastadas, la ceniza de las torres, la ceniza de las casas, la ceniza de los árboles). Ladraba un perro, la fina boca de dientes, los ojos, el eco de la puerta que golpea, las luces, poco a poco, lámparas que se encienden.
En el convento de la Concepción, sor Teresa, aquella tarde, el primero de sus éxtasis. Un Ángel vino veloz, la ventana de la gloria, y le traspasó el pecho con una fina barra de fuego. Aquella tarde, gayombas en el huerto, florecillas, mariposas, volaron por la tapia. Se oyó la campana en la torre de ladrillo. La dulce monja, perdida la razón, anduvo descalza por la iglesia. El mundo nunca se entera de estas cosas…
Fuera, en la placeta, el coro de niños a la rueda rueda. Desde arriba, la tarde, al fin, vencida.
Cerraban, poco a poco, los comercios. Volvían silenciosos los labriegos. En la taberna, la lucecilla, el humo casi vivo.
Crispín, turbado, contemplaba también la caída del sol. La venida de la tarde. El cómo se apagan las cosas y, de pronto, el brillante del crepúsculo. Estaba seguro de que ese resplandor, un destello del cielo. Como si de pronto la Primavera, el viento la entrara por debajo de la puerta. ¡Qué no será la luz de Dios! Ésa, pensaba, seguro no hay quien la resista… La ciudad, por momentos, se apretaba. Los tejados, las paredes. Una trompeta, parecía, iba llamando a todos. Esta es la verdadera ciudad. Ahora estamos los ausentes y los presentes. El espíritu. Y el espíritu lo constituimos los de fuera y los de dentro. Los que vivimos y los que no viven…
Fue en ese momento cuando llegó, la carta en la mano, el delantal blanco, buenas tardes, doña Delfina, la muchacha de los Romero. Crispín, en cuanto la tuvo, no sé qué premonición, seguro que algo malo está ocurriendo. Acababa de leer: «No puede ser, no puedes ponerte de parte de mis enemigos…».
Tan… tan… tan… llenando la calle, desde la torre, los dos ojos, la veleta, el gallo, las alas levantadas, lanzó un quiquiriquí de ceniza por la tarde. Juan Rodríguez León, sacristán de San Miguel, los bigotes, su reúma, cuatro hijos de viuda, tiró rutinario de la cuerda. Al pie, el taller de carpintería. Sillas, mesas, todo lo que usted mande. El hombre, terminado el toque, atusadas las guías, se asomó por ver cómo pasaban las mozas (que no me vea mi mujer). En seguida, enlutadas, el pañuelo a la cabeza, mujeres por el pretil de la iglesia. Era la hora del Rosario. En el altar, San Miguel, el acero bien cogido de la mano. A sus pies, pisoteado, un Satanás bizco por la luz de las velas. Mariposas en los floreros de cristal. El párroco, el roquete, la escalerilla del púlpito, subiéndose la sotana. Por la señal de la santa Cruz…
Brisa de palabras y de flores. Había refrescado la tarde. La Virgen venía por los aires, el Niño de pecho en los brazos. Allá, atrapados, junto a la pila del agua bendita, se angustiaban los demonios y desaparecían, volatizados, cada vez que una de aquellas mujeres pronunciaba el dulce nombre de Jesús.
Cuando Fernanda (manda) vio de vuelta a su muchacha, se sintió, ya para siempre, la mujer más desgraciada del mundo. Se encerró en su cuarto, la frente en el cristal de la ventana, ¡ay!, los suspiros. ¿Qué me puede consolar? La pequeña lucecilla de la calle, me enciendo, no me enciendo. Por una vez, pensó, he debido de oponerme a mi padre. ¡No hay derecho!
De los quince a los veinte: Dios mío, que venga, que tenga y que convenga.
De los veinte a los veinticinco: Dios mío, que venga, aunque no tenga, pero que convenga.
De los veinticinco en adelante: Dios mío, que venga, aunque no tenga ni convenga…
A Crispín, las amenazas de la gente, dejaron de importarle. «¡Qué más me da que el Alcalde trate de levantarme un infundio!» En el fondo, sabía, estas son cosas de Camilo. Es él quien los mueve…
Después de la carta de Fernandita, ¿qué le importaba lo demás? ¿De qué servían las historias? Asomado a la calle, sombras que todo lo borraban. Del verano, al invierno mudo. La ciudad caía. Ya no existía nada; como si un terremoto la hubiera sacudido y la hubiera convertido en un montón de ruinas. Ahora, silencioso, comprendía la razón del Dante. Cómo, en un momento así, había concebido el Infierno. Atacado por sus enemigos, quitada la honra, abandonado por el Amor. De haber estado en otro tiempo, ¡qué caramba!, la guerra habría sido su salvación. Pero él, lo comprendía, soy un hombre de libros. Se consoló pensando que, gracias a hombres como él, existen los héroes. ¿Qué habría sido de ellos sin nosotros? ¿Hubieran sido capaces de llegar hasta ahora mismo? Miró complacido los anaqueles y se derrumbó en un sillón…
El señor Obispo, oído el informe del Arcipreste, vamos a sentarnos, se permitió darle unos consejos.
—Querido Arcipreste —empezó, levantando la cabeza—, no debemos olvidar que la Iglesia no la formamos nosotros solos, sino nosotros en comunión con el Espíritu Santo. Él es nuestro Paráclito, el enviado por Cristo, Señor nuestro. Por lo tanto (amplia sonrisa) no pensemos como aquellos discípulos del versículo veinticinco del Evangelio de San Mateo. «Si vienen seres de otros planetas, ¡benditos sean! Todos somos hijos de Dios». Ahora, si todo eso que me cuentas de nuestro hermano Crispín es verdad, dejémoslo también. Dios escribe derecho por caminos torcidos. Yo espero siempre mucho de los hombres —acabó el Obispo, poniéndose de pie y dándole a besar el anillo pastoral…
Habían caído las sombras. La mínima brisa. En los tejados, siseo de lechuzas. Un cielo sepia, crestas, aleros, la torre perfilada. Desde lejos, la ciudad, un solo cuerpo. Tinte violeta (negro, claro) hasta la fila de árboles. La sierra, transparente el cielo, bajaba ola de mar. La ciudad se encogía.
La noche viene tremenda. ¿Dice usted?… Digo que la noche viene tremenda. No le entiendo una palabra. Digo ¡que la noche viene…! ¡Ah!, bueno.
En torno a la farola, la plaza amarillenta, la tertulia de don Miguel. Enfrente, la madera comida por la lluvia, la casa del hidalgo. El agrio de la noche por los soportales. Como siempre, la conversación sobre los poetas de la ciudad. Enardecidos, veían pasar sus fantasmas, la barba, el pantalón dril, la mirada desconsolada.
—Siempre hemos estado en la primera línea. Hoy mismo tenemos un hombre importante entre nosotros. ¿Qué me decís de don Crispín, aguas mil? Es historiador y poeta…
El nombre del Cronista pasó triunfante por la reunión.
—Con frecuencia vemos su firma en los periódicos.
—A propósito, ¿no sabéis lo que pasa?
—Imposible —comentó don Miguel, alarmado.
—Como esta noche no venga el ovni, seguro lo ponen preso.
—Pero ¿están locos? ¿Cómo pueden decir que este señor atenta contra la tranquilidad de este pueblo? Pero si ese hombre no es capaz de matar una mosca.
La imagen de Crispín, las manos como sarmientos, pasó triste por el centro de la plaza. Ni el menor ruido.
—Lo peor es que la gente se lo ha creído y mucho me temo —confesó un estudiante— que le apedreen la casa.
—¡Qué barbaridad!
—¿Y usted cree que existirán los ovnis? —volvió el estudiante de la voz queda.
—¡Qué sabemos de eso, hijo mío! Esta vida es un gran misterio…
—¿Y si fueran señales?
—¿Señales?
—Señales, digo yo, de otros mundos…
La plaza se llenó de silencio. El cielo, una cuartilla de azul. El aire, tibio. Otoño de luz por los soportales.