Era una noche de verano. La ciudad dormía tranquila. Bajo la luna, línea sube sube de las casas. Arriba, la Osa, el Carro, el Camino de Santiago. Miles de romeros, el perro mendigo ulcerado. Brillaba la catedral, hornacinas, el medallón de luz, la corona real. Relámpago de estrellas diminutas llovidas por el cielo. Abajo, las otras iglesias (torres, casonas, muros de conventos). Vuelo de gallos quiquiriquís por las veletas (la cresta, el pico, gira gira, gallo peleón, de puntillas para dar el salto).
Desde arriba, la ciudad: calles, plazas, sombras. La fuentecilla de Santiago, la pequeña lámpara colgada de la pared, los tilos como pelícanos, encogidos, silenciosos. Gris. Negros. La fachada blanqueada de la iglesia, la torre de pico. Pajaritas de papel flotando sobre las nubes. La ciudad, por el horizonte, camina enseñando los dientes (negros, negros, negros).
Se amontonan las casas, qué fastidio, al calor del verano. Don Juan: Las calores. ¿Dice usted? Se abanicó con el dietario. ¿Ha visto usted mis gafas? ¿Qué gafas? ¿Cómo que qué gafas? ¡Las mías!… El calor, la calor, los calores, las calores… Ladran los perros, agotados, redondos, junto a la puerta, la lengua en el suelo, rastreadora, buscadora de agua… gua… guau… El aire se corta con un cuchillo. Cremoso, denso. Doña Diana se repantiga, válgame la Virgen, me atosigas, las carnes opulentas. Se levanta de la cama. ¿Duermes? ¿Quién? Se sienta en el filo, se sube la camisa, me sentaré en el balcón. En el silencio, el glu, glu del botijo, pichita de barro, meoncilla, refrescante.
La ciudad se encogía, aguantaba la respiración, casas, paredes, hilos, madejas, corre que te corre, siempre hasta la plaza. El mismo juego, ovillo de lana. Las paredes, los escudos, las columnas del Ayuntamiento. A esa hora, las luces apagadas; en la puerta, apontocado, el pipo, ¡Torcuato! Qué, quééé… Espabila, hombre. No, pero sí… Ya lo creo que sí… Municipal.
Noche azul, ¡ay!, templada. Volvían despacio despacio los que se fueron hace tiempo, llorados, gritados, ¡no te vayas!… el balcón abierto, los brazos en cruz, el luto, la caja, el cielo negro y lluvioso. Volvían curiosos, despechados, ¿qué hacían los vivos con las cosas de los muertos? Miguelito Fernández, abrazado a la columna, gritando con aquella voz terriblemente vacía. Juan de Dios González, hacía meses, dando vueltas en torno a la casa. ¿No lo sabes? La mirada angustiosa clavada en la puerta. Él no lo sabía… Tus padres no te olvidan; tus hijos… En cuanto don Leopoldo cerró la vista, hasta los clavos le vendieron. Marcelino… ¡Pobre Marcelino vendedor de vino!…
La fila de álamos, pin, pan… carretera adelante.
Deliciosa aquella noche, tan verde el campo, en lo negro. La casa oscura, de día, qué blanca; el perro, dormido. El carro, la caballería, la gallina en el gallinero. ¿Tú has oído algo? El Pili, despacio, cuidadoso, por lo alto de la tapia, siiiih… intranquilos los pollos. Otra vez el Pili, condenado… ¿No has oído nada? Que no, Jesús, que no. ¡Qué hombre!…
Abiertos los balcones, la respiración, ronquidos, el lloro, hilillo de leche condensada, cae, cae, cae, se diluye en el fondo de la taza…
Dicen que una noche así un demonio arrastró a Dominico López, el cerrajero, a la casa de las guindas. ¡Que no quiero, demonio! Lo llevó de las solapas, le robaron la cartera, lo echaron a la calle de madrugada, una mano atrás y otra delante.
Alta, delgada, la torre de la catedral. De día, al sol, resplandece cuajada de palomas. De noche, volando, no toca el suelo. ¿Ha visto usted? Ya, ya… Un día nos levantamos y… Ya, ya…
Tic, tac; tic, tac…
Pero, Crispín, ¿has visto el reloj? Todas las noches: Crispín, hijo, etc…, desde el fondo de la alcoba, el camisón, el pañuelito en la cabeza, la palmatoria, virgen-vieja-reina, doña Delfina recriminatoria, viuda de boticario. Hijo, ¿no te acuestas?
Tic, tac; tic, tac…
En seguida, reina sin corona, vuelve doña Delfina a la cama. Alto dosel, mosquitero, cabecero de caoba, San Juan y San Leocadio, San Francisco y Santa Rita, la Virgen del Perpetuo Socorro y la del Carmelo. Presidiendo, lacrimosa, la Virgen de las Angustias, las manos tan finas, qué dolor.
Crispín, clavado en la silla, la lámpara cuelga del techo. Artesonado, anaqueles de una a otra pared, librerías, vieja mesa de despacho con dragones en las patas. El libro abierto bajo la lámpara. Asomado, como en la boca de un pozo, abajo veía Crispín otros tiempos superpuestos, las otras tantas ciudades, el sol de entonces, apretados los muros por los cristianos (día gris, el viento como un lobo delante de las puertas) la ciudad abocada a la hecatombe. Crispín, metiendo la cabeza, las gafas, vio la nieve sobre las casas, el frío batiendo las acacias. Hasta los portazos de las torres. A poco, la ciudad, impotente, se rendía. Expulsada la morisma, las iglesias rebosantes, el sol como una llovizna de oro, tan doradas las casas, tan dorados los picos, tan dorados los gallos recién puestos en las puntas doradas. Crispín, emocionado, sacó la cabeza del pozo y quedó absorto, perdido en aquel laberinto, incapaz de encontrar el camino de vuelta…
—Crispín, ¿no me oyes?…
Aquella noche, en sus escarceos, se había topado con don Lope en la puerta de su casa. Ancho portalón, la fila de ventanas, el balcón tris-tras de la esquina, donde acaso las hijas, prisioneras, suspirarían a la luna verde del valle. Lo llevaban, gotoso, en volandas de una silla. Que no se contenía mi general, canallas, aquellos ojos de avispa. Voto al diablo, que no está mi vida compuesta para encerrarla aquí, entre paredes, como si fuera una señorita… Esperó a que se calmara. Con respeto, cuente usted, mi general… Enderezó el oído, un arcabuzazo, ¿comprende?, la mano tras la oreja… Allí, los turcos, aquí la nao de Don Juan de Austria. En un instante, la mar se llenó de humo y sólo se oía el griterío de los combatientes, esos sí eran hombres, las naves empotradas, cayendo las arboladuras. De repente, un desherrado aquella mañana levantó la cabeza del Gran Bajá clavada en una pica. Mientras hablaba, Crispín anotaba en su cuaderno. Siga, mi general…
—Crispín…
Ni siquiera oyó los tres cuartos del reloj. Y eso que el balcón estaba abierto. Subía el aroma de la vega, los magnolios, la enredadera por la pared.
Don Lope, cansado al fin, acabó durmiéndose sobre la empuñadura. Lombriz de piel y de huesos, cayó también el galgo a sus pies.
—Decididamente —pensó Crispín, la mano en el pelo entrecano—, no existe una ciudad como esta.
Se levantó, corrió la silla, vino sonámbulo al balcón. Todavía el fragor de la batalla, la mar herida, tinta en sangre. Crispín, alto, delgado, las manos como sarmientos, contempló horizontes azules y violetas. Tantos ojos, tantos besos. Andaba perdido por el tejado un gato melancólico. Crispín llenó los pulmones. Sólo el lloriqueo amoroso del felino, miauuuu…
(Doña Felipina, la mujer de don Luis, el abogado, años enferma, sentada en la cama —abanico de avestruz, montañas de almohadones— indecente, desde la oscuridad, gato indecente…)
Chapoteaba el caño del Hospital, desfiguradas, entre las piedras, mil estrellas de la noche.
Noche serena,
noche tranquila
de luna llena…
Crispín, en sus momentos de vigor, componía versos que, luego, tímido, escondía con siete llaves en un cajón de la mesa. A veces lo sorprendía doña Delfina en aquella labor y, él, rápido, tapaba el cuadernillo, azorado. ¿Qué haces, Crispín? Para ella, siempre un niño. Nada, mamá, respondía. ¿Qué quieres que haga?
Aquella noche, impresionado todavía con el descabezamiento del pobre Alí, sangrante la pica, tuvo una extraña sensación de ahogo.
—La historia es hermosa y es triste —pensó, escupiendo a la calle.
Lo mejor, meterse en la cama. El libro abierto sobre la mesa, las páginas amarillas, el gato enroscado en la mecedora. Pero, antes, ¿quién no se despedía de Fernandita, el vistazo a su casa, enfrente, locamente enamorado? Todas las noches, veinticinco años, su alma, cual mariposa, cual paloma de encendido pico, volaba… volaba… y al final se trastornaba. Fernandita, Fernandita…
Fernandita se llamaba
la novia de don Crispín,
parapín…
Dulce, interminable, encantadora noche. La luna, rueda de molino, ascendía poco a poco por el andamio del cielo. Allá, los tres picos, todavía resplandecientes, por los que había salido, tan maja.
Lo más, el encanto de la ciudad. Se extendía, ligera de piernas, tocando la cabeza del río, las manos en la vega, secciones de álamos verdes, uniformados, haciendo la instrucción.
Aquella tarde había sido en el casino la boda de Margarita, mi vida, con Palomino Sánchez, hijo de militar. Los manteles, las copas de licores, la tarta nupcial.
(Miauu… Animal indecente, habráse visto —doña Felipina en su sitio— noviero del diablo…)
A Crispín se le vino a la cabeza la novia, lozana ella, boquita de caramelo, los pechitos como dos palomas blancas, su nidito de tul.
—Crispín… —le cortó su mamá.
Tuvo que reconocer, con el ya voy, que las ciudades nacen, crecen, a fuerza de bodas como aquélla. El pueblo, en un instante, se llenó de parejas, enorme gallinero, el cacareo. Tuvo que espantárselas con la mano.
Parapín,
la novia de don Crispín…
Fue en ese momento cuando descubrió, en la punta de la veleta de la catedral, la estrella, no, el lucero, no, el objeto volador no identificado.
Forma de puro, de anillo, ¿verde, blanco, rosa?…
—No es posible…
¿Cómo una cosa así en una ciudad como ésta, las casas todavía con escudo, iglesias y conventos de clausura?
—Sin embargo…
Lo primero fue buscar los prismáticos. Los tenía en el anaquel y los usaba casi siempre para espiar a Fernandita cuando entraba, cuando salía, cuando se ponía, de pechos, en el balcón.
Fernandita se llamaba…
Enfocó el pez luminoso de la torre. Se le escapaba, se le escurría en cuanto intentaba fijarlo con los prismas. ¡Qué barbaridad!, comentó. Se los quitó de los ojos y el OVNI se redujo, se quedó fijo, inmóvil en lo alto de la torre.
Ladraba un perro. Venía el ladrido seco, golpes de pedernal, saliendo a chispas de alguna parte.
La ciudad permanecía, en tanto, ajena por completo. Se oían las chicharras. El magnolio, el galán de noche, la azucena, la flor del olvido. El calor…
… blanco, no; azul, no; violeta, no; azul-blanco-violeta, no; violeta-azul-blanco…
Tic, tac; tic, tac…
—Lo que le digo, que todavía vendrán días peores. ¿Sabe usted lo que estoy pensando? ¿Lo qué? Que es usted un aguafiestas, eso es lo que estoy pensando.
Recordó Crispín que era el cronista oficial de la ciudad. En la pared, el pergamino con el nombramiento.
Apunte núm. 1. Hoy, día doce de agosto, a las dos de la madrugada, este Cronista Oficial es testigo de la aparición de un objeto volador no identificado sobre la ciudad.
Apunte núm. 2. Por lo intempestivo de la hora, este Cronista desiste de llamar a dos testigos que aporten su testimonio.
Decididamente, somos una gota en medio del mar. Si en ese aparato vienen hombres de otra galaxia, ¿qué pueden buscar aquí? ¿Cómo habrán podido localizarnos, teniendo en cuenta los años luz?
—Vivimos en la más completa ignorancia —pensó con desaliento—. Mientras esos seres van a saltos por el espacio, nosotros todavía como las hormigas.
¿Cómo podrá enfrentarse una ciudad como ésta, muy noble y muy leal, a una posible invasión de esa gente?
Desvió la vista hacia el despacho. Los siglos, amontonados en los anaqueles, cada uno en su estantería. Reyes, soldados, obispos, menestrales. Yacían desnudos, deshiladas las banderas, cubiertos por una fina lluvia de polvo.
—Crispín, hijo, ¿no me oyes?…
No era sólo Crispín quien, aquella noche, qué calor, no pegaba ojo. Por dos veces se levantó don Miguel, hija mía, los calzoncillos, y se asomaba al balcón a llenar, a manos llenas, los pulmones. Oyó el maullido del gato y se puso triste pensando en su hija Margarita, mi vida, recién casada, aquella misma tarde, todavía los manteles, los licores, los cubiertos, el baile hasta entrada la noche en el salón del casino. Es verdad que, a causa de la tristeza, había escanciado más de la cuenta, que hasta le había contado un chiste (verde) a la señora del notario, qué grosero, la señora recogiendo velas, el gesto duro, usted que se ha creído, yo soy doña Benita, la notaria, por más señas. Pero él, erre que erre. Papá, no bebas; papá, el hígado. Pero, un día así, Margarita, mi vida, quién no se toma unas copas. Ahora, qué pesar, le daba vueltas el pueblo, las cosas, los ayes de doña Felipina, la del abogado, tantos años sentada en la cama, sin poder dormir, abanicándose…
La ciudad, los tejados, papel de calco, salían miles de copias, las líneas oscuras, emborronadas, hasta el filo blanco de los montes montes. Arriba, engallada, levantando el vuelo, la torre.
Retornó don Miguel, la tripa, la cabeza, la noche, aquella luz metida en los ojos, demonio de borrachera, el whisky ese, que se lo quiso espantar con la mano, y no se le iba, ¡up!, que no. La cama, los dos colchones de lana, papaíto, papaíto, se quitaba las lágrimas, pero si no lloro, pensando en ti, tontaina, ¿no ves que me río? Ja, ja. Margarita, mi vida, casada aquella tarde, ¡ay!, casada. Que no te preocupes de nada, papá. Pero, si no… Que nosotros volveremos en seguida. Pero, si no… Que Palomino es un santo. Sí, ya… Hipos de don Miguel, hija mía, cría una niña así para que luego venga un… un… y se la lleve con sus manos limpias. ¡Up!…
—Pero, si no…
Tampoco dormía doña María, Profesora en partos, la placa, mucho brillo, en la puerta de su casa. Y no era por ganas, que quisiera yo que a todas se les ocurre parir a la misma hora. Para que el cachazas de Crispín, diga luego, tan romántico, cuando el pregón de las fiestas, eso de «cuando este pueblo se echa a dormir…». ¡A dormir! ¡Qué sabrá ese solterón lo que son las noches de este pueblo!…
—Por Dios, doña María…
… calla, hija, calla. Condenado niño. La misma cabeza de su padre…
—Doña María, ¡ay!
Lo que a ella le hubiera gustado, ¿dice usted, doña María? Nada, nada, pensaba. Lo que a ella le hubiera gustado era haber asistido a la Santísima Virgen. Nada más entrar en su casa, un cuadro de Nuestra Señora del Parto, el Niñito, ¡qué primor!, en los brazos. Doña María, en la mecedora, de cara al balcón, los suspiros, la cabezada, se veía, el Portal de Belén, comadrona de la Virgen. El pobre de San José, la varita en la mano, nerviosillo. Quite usted, buen hombre, que no le pasa nada, ¿no ve usted que es la Virgen?… El cielo, rosado, qué dulzura, como seda de gusanos, tantos hilos.
—María…
—Qué, qué…
—El niño…
… con qué amor, aquella Madre, el Niño, ea, ea, en sus brazos, qué no le cantaría, qué voz, los ángeles lavando pañales, habría que ver los bordados, los encajes, esas santas madres de los conventos del Cielo, figúrate.
—¿Niña o niño?
… por Dios, qué pregunta, niño, el Niño Jesús, ¿no lo ha visto usted en su canastilla, los ojos, los deditos, bendiciendo ya?
—Que se ha dormido usted…
—Quite, mujer; yo dormida.
La noche, cocida en un horno. ¿Tiene usted el abanico? Doña Paquita no se quita de junto a su hija. Era ése, Antonio, mi yerno, quien tenía que estar aquí. En cuanto la oyó quejarse, me voy, yo no resisto estas cosas. Cogió el portante y ¡hala! ¿Dice usted?…
—Qué verano…
El Camino de Santiago.
—¿Ha visto usted? Se ha movido una estrella.
—Ya.
—Hay que ver qué brillo.
—¿Dice usted?
—Que se ha movido una estrella.
—¡Ah, vamos!
Una estrella. Eso fue lo que vieron los Magos, una estrellita, con su cola de papel de plata. ¿Quién dijo que hacía frío aquella noche? Doña María se abanicó, dale que dale, la pechuga.
—¿Ha dicho usted una estrella? —Como si se hubiera despertado de repente, las manos en el hierro del balcón, mirando el cielo—. Qué raro, ¿una estrella tan grande? ¿Ha visto usted?
—¿Lo qué?
—Eso parece un platillo volante.
—Jesús. Y mi yerno sin venir.
—Lo que le digo a usted, doña Paquita.
—Jesús, Jesús. No diga usted. Tres mujeres solas y en esta situación. ¿No se oye nada?
¿Oírse? El pueblo, las casas, los claros, las sombras; ni una mosca. Hasta el perro aquél se había apagado. Horizonte, hasta lejos.
—Parece sangre…
—¡Sí! —mandó doña Paquita, mirando a su hija—. ¿Dónde estará ese Antonio? —Se arrinconó en la butaca, ¡qué pesadumbre!— ¿Y si rezáramos un rosario?
Doña María:
—Lo primero, despachar a la criatura.
Algunos más contemplaron el fenómeno aquella noche. Pero ninguno se atrevió a decirlo hasta pasado algún tiempo.
No pudo Crispín acostarse. Anduvo de puntillas por la casa, la luz apagada. ¿Cómo serán los seres de otros mundos? ¿Es posible que tengan batallas, repúblicas y hasta monarquías?
Las preguntas, como mosquitos en aquel vacío. Las sentía zumbándole, y por mucho que hacía se le escapaban como si el aire, que no había, las arrastrara y se las llevara por el balcón abierto.
Lo suyo era la Historia local. Los días, temprano, su pico, se marchaba al campo, seguro de que algún día encontraría la primitiva ciudad. Un río, una tumba, un puñado de ceniza, restos de cerámica. Casi siempre las mismas huellas. Al final, en lo hondo, las piernas encogidas, el ratoncillo, la vasija de barro, testimonio de lágrimas, risas, palabras, que habían quedado, para siempre, perdidas, convertidas en polvo. Luego, la vitrina, habráse visto (doña Delfina), cada vez que lo veía aparecer con aquellos trozos de cerámica, este hombre no sé por qué se empeña en llenarme la casa de trastos. Los colocaba, su fichita, pegaba las piezas y se pasaba las horas con arrobo, contemplándolas. A veces, cuando todavía eran buenas las relaciones con Camilo, venía éste y se pasaban las horas discutiendo la edad de esta o aquella pieza. Luego las cosas se complicaron con motivo del dichoso nombramiento y… pero bueno, más vale dejar eso para otro momento. Crispín sabía que debajo de los cimientos de las casas estaban las raíces de las otras ciudades, unas sobre las otras, emparejadas, una ciudad engendra la otra. Los pasos, el andar, tenían, seguro, que resonar, como una onda, hasta llegar al último solar, enorme campo de ceniza o, acaso, agua, de los primeros fósiles, hombres marítimos, con cola, espinas y branquias…
Seguía inmóvil la estrella. ¿Y si esos hombres lo que quieren es estudiar nuestra Historia? ¿Es posible que hasta tan lejos hayan podido llegar los hechos de este pueblo? Volvió la vista a los anaqueles y contempló, absorto, las filas de libros, la piel, los títulos, los años pasados, invierno, verano, árboles enormes, la capa de nieve, el campo de margaritas, blancas, amarillas, al borde del camino. Es posible, pensó. Después de todo, desde arriba, ningún pueblo parecido a éste. Lo que es por mi parte, no tendré ningún inconveniente, llegado el caso, en ofrecerles mi colaboración y los antecedentes que necesiten esos señores. Levantó la vista, generoso.
—Desde luego pueden contar conmigo.
Decidido, dio la luz, volvió a la silla y se puso a seleccionar los documentos que, a su juicio, podían ser de más interés para aquellos sabios.
Doña Delfina, en su dosel, dio la vuelta. Por el postigo, la luna iluminó a San Francisco y a San José. Se les vio de charla, uno junto al otro, un campo verde, los cerros azulados pintados al pastel. San José, sobre el asno, la vara florecida; San Francisco, pobrecillo, con un colorín en la mano. Crispín… A veces, el cuarto celestial, por las nubes. Crispín…
—Ya voy, madre…
Pero, qué va, en ese momento, en sus apuntes, la ciudad encendida. Domingo de Resurrección. Se oían las campanas, el órgano, por la puerta de la catedral. Los caballeros, destocados; las damas; los niños, a caballo, corriendo cañas por la plaza. En los balcones, colgaduras. El cielo, desnudo y azul. Lo que más se oía, la campana gorda, volteada, la barriga enorme, lanzada a los aires por cuatro hombres. Una vez, dicen, atrapó a un campanero y éste salió volando. Apareció a los cuatro días, completamente sano.
Un gallo, quiquiriquí, revolucionó los corrales; quiquiriquís hasta lejos, de oca a oca, hasta el fin de la tierra…
—Diantre, ¿qué hora es?
La ciudad escrita (caballeros, damas, niños y campanas) se callaron de repente y sólo quedó, bajo la lámpara, el tablero desnudo, libros y papeles.
—¡Las cuatro!
Salió al balcón y, sorpresa, el ovni había desaparecido. Como si aquel gallo lo hubiera desinflado con el pico. Ni rastro. La torre: Quisiera ser tan alta como laaaa… luna. La noche, otra vez, tranquila. Cambiaba el color.
Pelusilla blanca sobre la tierra. Temblor en la fila de árboles, poco a poco, caminando por el río iluminado.
—¿Y si esa gente lo que quisiera es destruir nuestra civilización? —se inquietó terriblemente.
La Biblia habla de ciudades barridas en un instante. Atacadas, quién sabe, si por una de esas naves tripuladas. ¿Qué sería lo de Sodoma?…
—Pero, nosotros, que yo sepa, no hemos llegado a lo que llegó esa gente. Todavía nos respetamos los unos a los otros.
Quería ya amanecer. La ciudad, como Lázaro, empezaba a salir de las sombras. Quedaban ligaduras, vendajes, la mortaja en el suelo y aparecía viva, de nuevo la sangre, el aire por los pulmones, la palabra despegada de los labios.
Si hubiera podido habría gritado: ¡ARRIBA TODO EL MUNDO!, como con una trompeta. Pero su voz no llegaba a tanto. Cuando tenía que hablar, en el salón del Ayuntamiento, donde se daban las conferencias, se veía negro para que la voz le llegara a las últimas sillas. Oía a don Rafael: Crispín, Crispín, más alto, que no se te oye nada…
Silbó un tren. El penacho de humo apareció perdido por los cerros.
Lloró un bebé.
Se quejó una mujer. ¿Sería doña Felipina, la del abogado?… ¿Sería la nuera de la confitera, a punto de dar a luz?…
Se persiguieron unos gatos, todavía.
—Parece como si los muertos comenzaran a resucitar…
El lloro que oyó Crispín, efectivamente, era el de un niño. Al fin había vencido doña María. Se dejó caer exhausta y se quedó, ¡ay Jesús!, completamente dormida. El nene, be, be, be… Mírele qué salado, los ojos de su padre, la nariz de su abuela. ¿Y las manos? Calle usted, mujer, ¿no ve que es la misma cara de su madre? Es un calco… Los pañales, las mantillas, el gorrito, la camiseta de lana, nueve meses corta, borda, cose, cabe la ventana. La luz, el aire, la nube, los niños a la rueda rueda… Doña María, doña María…
—Qué, qué pasa…
—El platillo…
—¿Qué platillo?…
—Se ha ido…
—¡Ah, vamos!
Al punto, cuando amaneció, cuando el sol empezó a enviar sus primeros rayos, Crispín, qué noche, se había quedado dormido, los brazos sobre la mesa.
Don Miguel, ¡mi vida!, el bicarbonato, ¿dónde estará el bicarbonato?; tuvo la impresión de que algo había ocurrido aquella noche. Cantaban los gallos. Lejos, carracas de perros, guá, guá. No se veía, Margarita, que no fuera el tibio, lento alborear, como si al paisaje le quitaran el velo de polvo negro que lo cubría.
Doña María, cumplida la misión, la tacita de café, dados los parabienes, al fin, el yerno, una copita, ¿no?, se marchó con la música a otra parte, dispuesta, como el sol, a ir poniendo puntitos de luz, de carne, beeee… a lo largo de la vida. Hasta ahora su mayor orgullo, que, por mucho que la Muerte se empeñaba en ir llevándose gente de la ciudad, mermándola, ella iba siempre por delante. Por tres que aquélla se llevara, ella metía cinco o seis. Y eso que los tiempos estaban de su contra. Por eso, cuando por casualidad se encontraba con Quintín, el enterrador, éste la miraba con no disimulada mala leche. No había duda sobre la enemiga que tenía en la comadrona…
Venía la luz. Millares de estrellas echaron a volar. La luna, sobre la sierra, dejó un rastro, hoja de papel recortado, transparente, sombras de colorete en la cara pálida y fina. El campanero de la catedral, la camisa remangada, una paloma en la cabeza. Antes de tocar la campana contempló la ciudad. El Diablo, los cuernecillos de cabra, como todas las mañanas, Miguelillo, se le puso a la vera, rabilargo, mimoso, todo esto es tuyo si, postrado ante mí, eres capaz de adorarme… El campanero se echaba los calzones abajo y perseguía al Diablo, te meo, te meo, hasta echarlo de la torre.
En seguida echaba las campanas al vuelo.