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Entraron a la casa y encendieron las luces. Todo era distinto, aunque nada había cambiado.

Eran las nueve. Decidieron salir a comer algo fuera. Robert fue a la planta de arriba para darse una ducha rápida y cambiarse. Jenna vagó por la casa; procuraba volver a familiarizarse con las habitaciones y los objetos que contenían.

Fue a la cocina a beberse un vaso de agua. Cuando abrió el grifo, vio la palmatoria vacía de la vela de aniversario en un plato, junto al fregadero. Parecía pertenecer a otra vida. A algo que había ocurrido hacía mucho tiempo. Pero que sólo ahora pertenecía al pasado.

Se sentó a la mesa de la cocina y revisó distraídamente un montón de correo sin abrir, más que nada publicidad y periódicos. Sentía que, en algún momento, había tomado el camino equivocado. Y que no podía haber actuado de otro modo que como lo había hecho. Tenía que descubrir si era posible que su vida volviera a la normalidad. Tenía que averiguar si la distancia que la separaba de Robert era pasajera o esencial; no hubiera sido correcto dar por sentada ninguna de las dos opciones. Además, uno no puede deshacerse de su vida pasada así como así. En cualquier caso, algo no funcionaba bien. Algo faltaba, había un vacío dentro de ella.

Sabía de qué se trataba. No era ningún misterio. Iría desapareciendo con el tiempo. Había elegido, y mirar atrás no tenía sentido. Pero había existido algo, una cosa que tardaría en olvidar.

El número de teléfono de Eddie estaba en un arrugado trozo de papel marrón dentro de su billetera. Lo desplegó y lo miró. Podía tirarlo a la basura sin más. ¿De qué le servía? ¿Qué obtendría si recurría a él? La idea de oír su voz, su voz animada y alegre, le dio ganas de llamarlo. Robert aún estaba en la ducha, se oía el agua que corría. Ni se enteraría. Podía telefonear a Eddie y decirle todo lo que había callado en la camioneta. Todas aquellas explicaciones acerca de quién era ella y por qué hacía las cosas que hacía. Se lo merecía. La había salvado. Nadie más había estado dispuesto a hacerlo, pero él lo hizo, y ella lo amaba por eso. Quizá a él no le sentara bien enterarse de esto. Pero era importante que lo supiera. Además, no se habían dicho adiós. A ella le había dado miedo hacerlo. Lo llamaría, aunque sólo fuera para despedirse. Decirle que había llegado bien a casa. Que ya lo echaba de menos.

Marcó el número. Tres campanillazos. Lo imaginó, avanzando por el pasillo, vestido con sus vaqueros gastados y su vieja camiseta. Llegando al teléfono negro de la sala de estar.

Nadie respondía. Cuatro, cinco timbrazos.

Él debía de estar en la cocina; apagaba el fogón de la sartén, se secaba las manos en un trapo. Apilaba las tortitas en un plato antes de atender.

Siete, ocho.

O se encontraba en la ducha; secaba a toda prisa su cuerpo esbelto con el brazo sano. Fresco y limpio tras unas buenas friegas corría a responder, desnudo, apretando la toalla contra su pecho.

Once, doce.

Una casa vacía y silenciosa. Apenas una cáscara, cuyo silencio sólo quebraban los timbrazos que emitía una cajita negra. Que esperaba, anhelaba que alguien, quien fuera, atendiese la llamada.

Quince, dieciséis, diecisiete.