Eran cerca de las diez y Jenna ya se había acostado. Robert y Eddie permanecían junto al fuego. Estaban preocupados por David. Decidieron que llamarían a su esposa a la mañana siguiente si no había regresado para entonces. A juzgar por el relato de Jenna, si David no había regresado todavía era porque algo malo le había sucedido. Entonces, oyeron que se abría la puerta de la cocina y enseguida el sonido de agua que corría. Se precipitaron a ver si se trataba de él.
David estaba de pie frente al gran fregadero de la antecocina, desnudo. Se estaba lavando la sangre y el barro que lo cubrían. Miró a Eddie y a Robert cuando entraron.
—¿Ha vuelto Jenna? —preguntó.
—Hace un par de horas —respondió Robert—. ¿Te encuentras bien?
—Sí. ¿Jenna está bien?
—Sí. Se fue a dormir.
—Bien. ¿Os comentó si todo salió bien?
—Dijo que lo hizo, sea lo que fuere.
David sonrió mientras se secaba con una toalla.
—Estoy seguro de que algún día te lo contará todo.
David se envolvió la toalla a la cintura y entró a la cocina. Abrió una alacena y extrajo un frasco de mantequilla de cacahuetes y una caja de galletas saladas.
—Estoy muerto de hambre.
Untó mantequilla de cacahuetes en una galleta y se la comió.
—¿Quieres que te busque algo de ropa? —preguntó Eddie.
Con la boca llena, David asintió.
—¿Sabes dónde está?
—A estas alturas, sabemos dónde se encuentra todo lo de tu casa —dijo Eddie con una risita antes de salir de la cocina.
Robert contempló a David, que se zampaba más galletas. Daba la impresión de que había pasado días sin comer.
—Y, ¿qué ocurrió ahí fuera?
—No lo creerías —respondió David, moviendo vivamente la cabeza.
—Sí que lo creería. Ten en cuenta que aquí también pasaron cosas.
David lo miró a los ojos durante un largo rato; dio una lenta cabezada de asentimiento. Después, se arrodilló y extrajo una botella de brandy de una alacena baja.
—Sólo para ocasiones especiales —dijo, incorporándose y contemplando la botella con afecto.
—¿Ésta es una ocasión especial?
—Sí. —David sonrió—. Creo que eso podría decirse.
***
Todo había transcurrido tan deprisa que a Jenna le costaba orientarse. Sentía como si faltara algo. Una ceremonia conmemorativa o algo así. Un final. Un cierre. Pero no lo hubo.
Durmió de un tirón toda la noche. Robert la despertó a primera hora de la mañana. Tom, el de la tienda, ya estaba allí, ansioso por emprender el retorno. Tras un breve adiós a David, Tom llevó a Robert, Eddie y Jenna de regreso al pueblo, donde Field aguardaba para llevarlos a Wrangell en su avión.
Cuando, ya en Wrangell, caminaban del embarcadero a la calle principal, Jenna sintió que el pánico la embargaba. Era la última ocasión que le quedaba para despedirse de Eddie. No había tenido mucho tiempo para hablarle, explicarle las cosas. Había tanto que explicar. Tantas cosas sobre ella que él ignoraba. Tenía tantas cosas que decirle.
La camioneta de Eddie estaba aparcada en el embarcadero, y Jenna se sintió aliviada cuando él se ofreció a llevarlos a ella y a Robert al aeropuerto. Un vuelo a Juneau estaba a punto de salir; desde allí, les sería fácil coger otro, que los llevara a Seattle. Podían estar en casa esa misma noche.
Hicieron el camino al aeropuerto en silencio; al pasar frente a las tiendas cerradas, grises bajo el cielo nublado, Jenna se sintió vacía. Sí, era un final, pero no el que imaginara. Esto era como cerrar la puerta de una habitación vacía. Un cuarto que alguna vez estuvo lleno de vida, pero que ya no cumple ningún propósito.
Cuando llegaron, el avión ya aguardaba en la pista. Eddie aparcó frente a la terminal.
—El avión sale en media hora —dijo Robert—. Iré a ocuparme de los billetes.
Pero no se movió. Los tres se quedaron inmóviles durante un minuto, como para darle al momento la importancia que merecía. Entonces, Robert le tendió la mano a Eddie, que la tomó. Se estrecharon las manos. Robert se apeó de la camioneta y caminó hacia la terminal.
Eddie apagó el motor. Él y Jenna permanecieron en silencio por un momento.
—Es buen tipo —dijo Eddie—. Se nota cuando llegas a conocerlo bien.
Jenna rio. El silencio regresó.
Por fin, ella habló.
—Lo lamento.
Eddie la miró sin rencor.
—No hay nada que lamentar. Tuvimos lo que tuvimos, y sabíamos cómo terminaría. Eso es todo.
—Lo sé, pero…
—Mejor amar y perder que no haber amado nunca.
Eddie sonrió con un entusiasmo un poco excesivo; Jenna percibió que luchaba para aparentar alegría, para sonreír ante su pérdida. Forzó una sonrisa.
—Te voy a echar de menos.
Eddie se metió la mano en el bolsillo y extrajo algo. Era el amuleto de plata que representaba un kushtaka.
—Olvidaste esto. Lo encontré sobre la cómoda de tu habitación.
Jenna tomó el collar y lo estudió con detenimiento. Le habría gustado conservarlo, pero sabía que no podía hacerlo. Ya no le pertenecía. Lo había dejado para la habitación y para Eddie. Para que la recordaran.
—Quiero que lo tengas —dijo, devolviéndoselo a Eddie—. Para que no me olvides.
El joven cogió el collar.
—De todos modos, nunca podría olvidarte.
El silencio volvió a apoderarse de la camioneta. No era momento de hablar. Jenna sentía que tenía mucho que decir, pero entendía que las palabras sólo habrían servido para empañar el momento. Habrían dicho cosas graciosas, cháchara ligera para eludir la verdad. Prefirieron pasar en silencio los últimos momentos que les quedaban de estar juntos.
—Será mejor que vayas —dijo Eddie, señalando a Robert, que acababa de asomarse a la puerta de la terminal.
Sin decir palabra, Jenna se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Abrió la puerta y se apeó de la camioneta. Caminó hasta la terminal sin mirar atrás y desapareció en su interior.
Eddie condujo su camioneta hasta el extremo de la pista. Se puso al cuello el collar de plata y acarició el amuleto, procurando recordar qué era tener a Jenna entre sus brazos. Esperó, sentado sobre el capó de su camioneta. Quería ver la partida de Jenna. Quería ver cómo se iba de su vida de modo tan extraño y repentino como había llegado.
Contempló cómo apartaban la escalera rodante del reactor de Alaska Airlines. El avión traqueteó, alejándose de Eddie; después, dobló y aceleró por la pista en dirección a él. Se lanzó a los cielos con un rugido atronador y no tardó en desaparecer tras el gris techo de nubes, muy lejos de Eddie.