36

El ruido del motor del avión hacía imposible que Robert oyera a Eddie. Y cuando fueron en la camioneta de Tom a casa de David, Eddie fue junto al conductor, mientras que Robert quedó relegado al asiento trasero. Así que cuando llegaron a casa de David, Robert sabía poco más que cuando salió de Wrangell. Y estaba furioso de verdad.

David los recibió en la puerta. Llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de mezclilla decorada con orlas de abalorios; tenía una manta de un vivo color rojo sobre los hombros. En la sala de estar, un gran fuego ardía en el hogar. Fuera, las hojas se estremecían con el viento.

—No puedo creer que no me diese cuenta —le dijo Eddie a David—. Todo ocurrió delante de mí. Pero sólo ahora lo entiendo. Él no me dejó ver sus ojos.

—Pueden ser muy persuasivos. Te nublan el entendimiento.

—Tendría que haberlo detenido.

—¿Me podrías decir dónde está mi esposa, si no es molestia? —interrumpió Robert, exasperado. Estaba harto de repetir una y otra vez la misma pregunta.

—¿No lo sabe? —le preguntó David a Eddie.

—Para empezar, estoy aquí, así que puedes hablarme directamente a mí —interrumpió Robert—. En segundo lugar, no sé una mierda. Y, tres, ¿quién eres tú, y qué hiciste con mi esposa?

—No hice nada con su mujer, señor Rosen. A su esposa se la llevaron los kushtaka.

—¿Y quiénes son estos kushtaka?

—Espíritus indios. Se llevaron al hijo de ustedes hace dos años.

Robert alzó los brazos al cielo.

—¡In-cre-í-ble! ¿No sabes en qué siglo estamos? Si esto fuese Borneo o algo por el estilo, sería comprensible que un chamán me dijese una cosa así. Pero ¡estamos en Estados Unidos! ¡Tenemos el mejor sistema de instrucción pública del mundo! No puedo creer que me diga semejante estupidez.

—Robert. —Eddie quería calmarlo—. Lo vi con mis propios ojos. Alguien que parecía David vino a casa anoche y se llevó a Jenna.

—Oye, Einstein, ¿no se te ocurrió que tal vez fuese David y que todo esto pudiera ser un engaño?

—No era yo, Robert. Yo estaba aquí, en casa. Los kushtaka se metamorfosean. Te leen la mente y adquieren la forma de alguien en quien confías. Por lo general, un familiar, a veces, un amigo. Si no confías en nadie, toman la forma de un desconocido.

—Dos palabras —dijo Robert, levantando dos dedos—. Pura mierda.

David se quitó la manta de los hombros y la metió en su mochila, que ya estaba llena a rebosar de provisiones.

—No le pido que crea nada, señor Rosen —añadió David mientras se dirigía a la puerta—. Su mujer y su hijo están con los kushtaka. Puede escoger creer o no, ello no cambiará la realidad de las cosas. Si tengo suerte, regresaré. Si tengo mucha suerte, volveré con Jenna.

Abrió la puerta vidriera y se volvió a Eddie.

—Es importante que mantengas encendido ese fuego, ocurra lo que ocurra. Ese fuego es mi faro. Sin él, no podré regresar.

Eddie asintió con la cabeza.

—Aquí no corréis peligro. Pero ambos debéis permanecer dentro hasta mi retorno. Si no he vuelto de aquí a ocho días, llamad a mi esposa, que está en Vancouver. Ahí dejé el número. Ella sabrá lo que hay que hacer.

David salió y cruzó el claro en dirección a los árboles que se veían a lo lejos.

***

¿Ocho días? Las palabras resonaban en la cabeza de Robert. Por algún motivo, le resultaba difícil digerir el concepto. Ocho días. Es decir, una semana más un día. Ciento sesenta horas más treinta y dos horas son ciento noventa y dos horas. ¿Cómo era posible que Livingstone se marchara durante tanto tiempo? ¿Y cómo pretendía que Robert pasara todo ese tiempo bajo el mismo techo que Eddie?

Robert y Eddie permanecieron sentados en silencio durante casi una hora. Es decir, que todavía faltaban ciento noventa y una. Y durante esa hora, todo lo que hizo Eddie le produjo repelús a Robert. Como el chirrido de unas uñas sobre una pizarra. Eddie, de pie frente al fuego, hurgando metódicamente con el atizador para que las llamas devorasen la madera. Inclinándose sobre las ascuas para soplar y darles vida. Acomodando con delicadeza un leño encima de los otros. Qué irritante se puede ser.

Se preguntó qué sería exactamente lo que Jenna encontraba atractivo en Eddie. Probablemente, su brutalidad. Su mentalidad de hombre de los bosques. Quizá el hecho de que supiera ocuparse de un fuego. Hacía años que Robert no encendía el hogar de su casa. Lo ahumaba todo y ensuciaba el suelo. Sí, tal vez todo se redujese a lo de hacer fuegos. Hacía un tiempo, Robert había sugerido poner un sistema de gas en el hogar de la casa, pero Jenna lo rechazó de plano. Robert tendría que haberse dado cuenta de que se trataba de una advertencia.

Si hubiese algo con qué distraerse. Una televisión, para ver el canal del tiempo o lo que fuere. Cualquier cosa. Una vieja cinta de vídeo de Blade Runner para verla una y otra vez. Se volvería loco si tenía que pasar otras ciento noventa horas sentado en aquella sala con Cocodrilo Dundee.

Al fin, preguntó:

—¿No hay una tele aquí?

—Lo dudo —dijo Eddie, meneando la cabeza—. Estamos bastante lejos de todo.

—Podrían aprovechar una de esas ofertas de antenas individuales. Ya sabes, las que captan novecientos canales.

Eddie se limitó a asentir en silencio mientras miraba el fuego. Robert se preguntó si seguiría algún deporte. Al menos, el fútbol debía de existir en Alaska. O el baloncesto. ¿No había leído algún artículo que decía que el baloncesto era todo un culto en Alaska? Equipos de escuela secundaria recorrían todo el estado, participando en torneos.

—¿Qué te pasó en el brazo? —preguntó.

—Un accidente de pesca.

Robert asintió con la cabeza.

—¿Eres pescador?

—Sí.

—¿Es verdad que todos los pescadores son alcohólicos?

Eddie alzó la vista para mirar a Robert, que estaba sentado frente a la mesa, en el otro extremo de la habitación. No pudo dilucidar si quería mostrarse antipático o si sólo tenía un sentido del humor ácido.

—No —respondió. Volvió a mirar al fuego.

Robert se levantó y se le acercó. Tomó asiento en el sofá que había frente al hogar.

—Disculpa, ¿te ofendí? No fue mi intención.

—No me ofendiste —dijo Eddie.

Robert miró cómo Eddie hurgaba el fuego con el atizador. Recordó que era posible que también hubiese hurgado a Jenna. Lo había negado, sí, pero Robert no estaba convencido. Robert sospechaba que Jenna y Eddie estaban compinchados contra él. Quizá todo aquello fuese un elaborado engaño para traerlo a ese lugar remoto y matarlo. Quizá lo que hacía Eddie era calentar al atizador hasta que estuviese al rojo, para después clavárselo.

Sintió una repentina oleada de asco y decidió que quería una respuesta franca. Que todos mostraran sus cartas. No es justo ocultar nada si vas a pasar ocho días a solas con alguien. Mostrémoslo todo. Ya veremos los resultados.

—Dime, Eddie, ¿te follaste a mi mujer?

Sorprendido, Eddie se volvió y alzó las cejas.

—¿Cómo dices?

—¿Te follaste a mi mujer?

Eddie se levantó y se sacudió un poco de ceniza de los tejanos.

—No me parece que la cuestión sea ésa. —No sabía cómo responder.

—Joder, pues sí que lo es. Hombre, anoche en tu casa lo hiciste muy bien. Eso de negarlo todo. Por un rato te creí. Ya sabes, lo de que Jenna vino aquí para alejarse por un tiempo y tener ocasión de ordenar sus pensamientos…

—Es verdad. Por eso vino.

—Lo creo. Sí, lo creo. Pero, claro, cuando os llevasteis el perro ese en la camioneta, me llamó la atención la forma en que Jenna se sentó a tu lado. Demasiado cerca, ¿entiendes? Prácticamente encima de ti. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que me habías mentido.

Robert jugueteaba con la cremallera de su chaqueta. Procuraba mostrarse tranquilo, serenar la furia que lo invadía.

—Así que, con franqueza, de hombre a hombre. ¿Te follaste a mi esposa?

Eddie no quería responder a esa pregunta. No era que le importara si Robert lo sabía o no. Pero la forma en que había sido formulada lo incomodaba. Follar. No es que se hubiese follado a Jenna. Es que se habían acercado tanto que parte de él había entrado en ella. Así era como lo explicaban en la clase de educación sexual de séptimo curso. El hombre y la mujer se aman tanto que una parte de él entra en ella.

—No comprendo —dijo Robert con una risa forzada—. ¿Por qué no puedes responder?

Eddie lo miró. Vio ira y confusión en sus ojos. Y, de hombre a hombre, sintió la necesidad de decírselo.

—Nos acostamos una vez.

Robert no tuvo una reacción visible. Su rostro permaneció inmóvil, con la mirada fija en Eddie. Pero ardía por dentro.

—¿Te gustó?

Eddie suspiró y meneó la cabeza. Se sentó en el borde de ladrillos del hogar y se frotó la frente.

—No entiendes. No se trata de eso.

—¿Estuviste casado alguna vez?

—No.

—Entonces, ¿cómo puedes saber de qué se trata?

Eddie se sentía muy mal, como la mierda. Todo lo que ocurría era una equivocación. Si no hubiese sido codicioso y no se hubiera apuntado para la temporada adicional de pesca del lenguado, no se habría herido el brazo y no hubiese conocido a Jenna y no estaría teniendo aquella conversación.

—Señor Rosen…

—Llámame Robert. Al fin y al cabo, puede decirse que somos hermanos.

—De acuerdo, Robert…

—Hermanos de coño. Así dice un amigo mío. Hermanos de coño. ¿Entiendes?

—Sí, mira, Robert, comprendo que estés furioso. Pero tienes que entender que el problema no soy yo. Jenna está muy alterada y se siente muy sola.

—Dime, ¿sería mucha molestia que me hicieras el grandísimo favor de no explicarme más nada sobre mi esposa? —A Robert le temblaba la voz. Trataba de no hacer movimientos repentinos, de no soltar los cojines del sofá para que Eddie no notara que le temblaban las manos. Pero estaba muy alterado—. Quiero decir que…, disculpa si me meto en algo que no me atañe, pero ¿os acabáis de conocer o esto ocurre a mis espaldas desde hace años?

—Nos acabamos de conocer.

—Muy bien, os acabáis de conocer. Pues te diré una cosa. Ella y yo nos conocemos desde hace diez putos años. Así que, por favor, no me expliques cuáles son los problemas de Jenna. ¿De acuerdo? Creo que tengo una idea bastante clara de ellos.

Eddie se encogió de hombros y miró al fuego. Robert trató de bajar la frecuencia de los latidos de su corazón. No había querido perder los estribos, pero no pudo evitarlo.

Que ese miserable seductor de esposas pretendiera explicarle a él quién era Jenna y qué le ocurría. Increíble. Hacía casi diez años que Robert pasaba casi cada día con ella, dormía cada noche con ella. Y ahora, este tío quería explicarle quién era ella. No había palabras para expresarlo. Era frustrante. Agraviante. Enfurecedor.

Robert se puso de pie con brusquedad y se dirigió a la puerta trasera. Salió y caminó hacia el mar. Necesitaba serenarse, controlarse. Faltaban ciento ochenta y nueve horas. Tenía que tomárselo con calma si pretendía sobrevivir durante todo ese tiempo.

***

David caminaba por el bosque, concentrándose en mantener la mente despejada. Debía estar vacío. No tenía que ser más conspicuo que una hoja en un árbol. Así se mueve un chamán. Refleja aquello que lo rodea, no lo comenta. En el mundo del chamán, no hay lugar para interpretaciones. Las cosas existen, nada más. Nada lo sorprende, nada lo sobresalta. Para un chamán, un oso que habla es algo tan normal como una hoja que cae de un árbol. Puede que transcurran cinco minutos entre el amanecer y la puesta de sol, y que el fenómeno se repita enseguida. Es sólo que la naturaleza se le revela al chamán bajo otro aspecto. No hay por qué alarmarse.

Pero el mundo espera antes de revelarse al chamán. Nunca ocurre en el primer día. El chamán debe ayunar. El chamán no recurre a su energía terrenal para ver, recurre a su energía interior. Y por eso, debe privarse de alimento hasta que lo único que lo impulse sea su espíritu. Cuando ese espíritu interior queda al descubierto, puede que la naturaleza decida revelarse.

Puede llevar un día, o hasta ocho. Si no ocurrió al octavo día, el chamán comprende que el mundo espiritual no lo ha encontrado digno y le ha negado la entrada. Cuando ello ocurre, algunos chamanes prefieren seguir ayunando hasta morir antes que aceptar la humillación de la derrota. Otros regresan a su pueblo fingiendo que han obtenido el poder. Por lo general, los espíritus los castigan y sufren un fin miserable.

David ayunó por primera vez a los dieciocho años. Lo hizo durante ocho días. Al sexto día, creía que no podría soportarlo más. Yacía en el suelo. Los calambres atenazaban su estómago encogido. Tenía las piernas tan debilitadas que le era imposible moverse. Tirado en el suelo bajo el sol, el dolor lo atormentaba. Cuando el sol se puso, David casi había decidido terminar con su búsqueda y regresar junto a su padre para reconocer ante él que había fracasado. Entonces, un espíritu acudió a él. El espíritu de la nutria. El kushtaka. El más poderoso de los espíritus, el que los chamanes más codician.

Se sentaron uno frente al otro durante dos días, mirándose a los ojos. La nutria le reveló cosas a David, compartió su saber con él. Le dijo qué raíces le darían fuerza, en qué ensenadas abundaba la pesca, cómo matar animales sin hacerlos sufrir más de la cuenta, cómo mirar el firmamento para discernir qué hay en el futuro. El espíritu había aceptado a David en su reino y le susurró todas esas cosas al oído. Y llegado el octavo día de ayuno, David se sintió fuerte como nunca. La nutria ya no necesitaba su cuerpo terrenal. Cayó muerta. David le cortó la lengua, la envolvió en un trozo de gamuza que ciñó con una tripa de oso. Ese pequeño paquete contenía su poder para hablar con los espíritus, y siempre lo llevaba al cuello. Indicaba a los espíritus que tenía el poder y que debían tratarlo con respeto.

Los chamanes deben renovar su poder, pues si no, lo pierden. Tienen que ayunar cada año para demostrarle al mundo espiritual su valía. Años atrás, David había pasado por alto esa demostración de respeto para con el mundo espiritual. Empleó su poder con fines egoístas y se volvió débil y blando. En la Bahía Thunder, el chamán kushtaka le había mostrado su error; David nunca olvidó esa lección.

Pero ahora estaba fuerte. Había ayunado esa misma primavera, de modo que estaba pronto y dispuesto. Y, a diferencia de su último encuentro con los kushtaka, David sabía qué esperar. Sí, tenía miedo. Cuando Jenna acudió a él, tuvo tanto miedo que ni siquiera consideró la posibilidad de ayudarla. Pero al reflexionar se dio cuenta de que debía hacerlo. Tenía una obligación. No hacia Jenna. Ante sí. Tenía el deber de aprovechar la ocasión de vengar la muerte de su hijo. Merecía esa oportunidad de devolverle el golpe al chamán kushtaka que le había arrebatado a su hijo.

Por eso erraba por los bosques, abierto a los espíritus, listo para que algo le mostrara el camino. Sabía que un camino se abriría para él. Que se le revelaría. Sólo tenía que tener disposición y paciencia.

***

Robert, sentado en la playa, pasó un largo rato repasando los éxitos y fracasos de su vida. Fracasos, más que nada, se dijo. Fracasaba a la hora de evaluar las situaciones correctamente, ahí estaba el problema. Era incapaz de ver las cosas desde más de un ángulo. Hacerlo era uno de los artículos de fe del mundo de los negocios. Mirar los problemas desde tantos lados como fuera posible. El otro es ponerte en la piel de los demás. Es el más importante en lo que respecta a la negociación. Darse cuenta de qué quiere el otro y no concedérselo con facilidad. Dales cosas que no quieran a bajo precio, hazlos pagar mucho por lo que sí quieren. Oferta y demanda. Lo que Robert no sabía era si eso también se aplicaba a las relaciones personales. Y eso era lo que más rabia le daba. No haberlo pensado nunca.

Había un olor a madera quemada en el aire. Desde donde estaba, veía el interior de la casa, y a Eddie que alimentaba el fuego. Robert tenía mucha hambre, pero no tenía ni la menor intención de regresar a esa casa. Con ese adúltero. Esperaría el retorno del chamán para hacerlo. Anheló que Livingstone regresara antes de la puesta del sol.

A medida que atardecía, refrescaba; Robert sintió un escalofrío. Se recostó contra una gran rama retorcida traída por la marea y se subió el cuello de la chaqueta para cubrirse las orejas. Tendría que darse por vencido y entrar pronto. Ojalá Livingstone volviera antes. Sería el único modo de dejar a salvo al menos un poco de dignidad. Y si Jenna venía con él, tanto mejor. Robert se dijo que tendría un momento para pasarlo a solas con ella antes de que vieran a Eddie. Podría explicárselo todo. Decirle que la amaba.

A lo lejos, divisó una silueta que se acercaba caminando por la playa y se sintió aliviado. Tenía que ser Livingstone. Por fin regresaba. Cuando la silueta estuvo más cerca, Robert se puso de pie y se sacudió la arena de los pantalones. Se acercó a la orilla y arrojó un par de piedras planas para que fueran saltando sobre las aguas.

Cuando volvió a mirar, la figura estaba lo bastante cerca como para ver que no se trataba de Livingstone. Era otra persona. Un hombre. A juzgar por su vestimenta, era un habitante de la zona: camisa de franela, gorra de béisbol roja.

—Hola, vecino —dijo el hombre. Su voz tenía un leve acento campesino.

Robert saludó con la mano.

—Buenas tardes.

El hombre se detuvo a unos cinco metros de Robert y se volvió hacia el mar.

—Hermosa noche —dijo, respirando hondo y mirando en torno a sí.

—Hermosa, sí.

—Por noches como ésta es por lo que amo tanto este lugar; lástima que estén los mosquitos.

Robert rio. Sí, los mosquitos eran grandes, pero por algún motivo a él no lo picaban mucho. Debía de ser por toda la vitamina B que tomaba.

—¿Ves esa mancha ahí? —El hombre señaló un punto donde las aguas se oscurecían—. Eso es un cardumen de salmón. Me dan ganas de coger mis redes y salir a por ellos.

—¿Eres pescador?

—Eso podría decirse —respondió el hombre con una sonrisa.

Se quedó contemplando el agua por un momento. Desde las colinas, se oyó la voz de un ave.

—¿Esperas a David? —preguntó el hombre sin mirar a Robert. Éste se quedó un poco sorprendido.

—¿Cómo lo supiste?

El hombre rio.

—Él me mandó a buscarte. Me dijo: «Busca a Robert y tráelo».

—Ah. Qué raro. ¿Cómo supiste que soy Robert?

—Bueno, ¿tú qué crees? Te describió. Dijo que vinieras tú solo, que Eddie se quedara alimentando el fuego.

—Qué extraño —contestó Robert, estudiando a su interlocutor—. Eddie está en la casa. Iré a decirle que nos vamos.

—No hace falta. Regresaremos pronto.

Robert miró al hombre y cayó en la cuenta de que había algo anómalo en él. No dejaba de acomodarse la gorra, como si no fuese de su medida. Y volvía la mirada hacia el mar una y otra vez.

—Será mejor que se lo cuente. Podría preocuparse. Sólo me llevará un minuto. —Una vez más, Robert emprendió camino hacia la casa. El otro lo seguía, manteniéndose a la zaga—. ¿Vamos muy lejos?

—No mucho. Al otro lado de la curva.

Dieron unos pasos más.

—Mira —señaló el hombre—. Tu mujer y tu hijo te esperan. Si no nos damos prisa, los perderemos.

Robert se detuvo y se volvió.

—¿Bobby?

—Es un buen chaval. Lo educaste bien.

Robert se lo quedó mirando. ¿De qué hablaba? ¿Jenna y Bobby lo esperaban? Y finalmente, entendió qué le había parecido extraño en el recién llegado. Sus ojos eran muy oscuros. Prácticamente negros.

—Bobby está muerto.

—Oh, vamos —dijo el hombre con una risita—. Eso depende de qué sentido le demos a eso de «muerto», ¿no?

Sonrió, y Robert vio que sus dientes eran un desastre. Todos torcidos y marrones. Así y todo, el hombre parecía buena gente. Estaba allí para ayudar a Livingstone, nada más. No había por qué complicarle las cosas. No costaba nada. Iría con él a ver de qué iba todo eso y regresaría antes de que oscureciera. Dio un paso hacia el hombre, que le tendió la mano.

—Eso es, Robert, ven conmigo. Te sorprenderá ver lo grande que está Bobby.

—Pero Bobby está muerto.

—¿Lo está?

Robert estaba confundido. Nada parecía tener sentido. El hombre hablaba de Bobby como si estuviese vivo.

Pero había muerto, ¿o no? En realidad, no podía recordarlo. Había sido hacía tanto… En la cabeza de Robert había una bruma. Una niebla que le impedía recordar. Podría haber jurado que algo había pasado. Algo. Se dio por vencido. Esforzarse no valía la pena. Ya se acordaría. Iría con el hombre y se lo preguntaría a Bobby. Dio la espalda a la casa, tomó la mano de su interlocutor y emprendió el camino.

***

Eddie lo vio todo desde la casa. Robert y el desconocido estaban a apenas unos veinte metros de la puerta cuando ambos se detuvieron a hablar. Al principio, Eddie no le dio importancia. Pero cuando Robert tomó la mano del hombre y comenzó a alejarse de la casa, éste se volvió y miró a Eddie por encima del hombro. Entonces, Eddie entendió lo que estaba ocurriendo. El desconocido era un kushtaka.

Eddie corrió al hogar y cogió el atizador caliente. Recordó que David había dicho que los kushtaka no soportaban el metal; esperaba que fuese cierto. Salió a toda prisa y corrió colina abajo con el atizador caliente en la mano.

Cuando estuvo al alcance de los dos hombres, llamó. Se volvieron. Robert se sintió auténticamente sorprendido al ver a Eddie.

—Eddie, me voy con este hombre para encontrarme con Jenna y Bobby.

Su acompañante sonrió.

—Tú también puedes venir, Eddie.

Eddie tomó a Robert del brazo.

—No, gracias. Tienes que quedarte conmigo, Robert.

El otro no soltó la mano de Robert.

—Robert viene conmigo. Tú también puedes venir, si quieres.

Lo miró a los ojos. Eddie se sintió un poco raro. Con la cabeza ligera, soñoliento.

—Tú también puedes venir —insistió el hombre. Pero la voz con que habló no era la suya. Era la de Jenna.

Eddie se resistió. Sentía que unos dedos tiraban de él. Que algo lo urgía a seguir al hombre. Pero no iba a hacerlo. No debía. David dijo que se quedara en la casa. Tenía que combatir. Lo estaban engañando. Usaban la voz de Jenna para engañarlo. Tenía el metal. Debía usarlo. Quiso alzar el brazo. Le pesaba. Tanto, que casi no pudo moverlo. Pugnó hasta que logró levantarlo. Descargó el atizador caliente sobre el hombre. Le acertó en un lado del cuello.

El chillido fue horripilante. No era un sonido humano, tampoco animal. Era otra cosa. Un sonido que pareció congelarse en el aire, eclipsando todos los demás ruidos que los rodeaban, aplastándolos contra el suelo. El desconocido soltó a Robert y reculó. Robert y Eddie, ahora libres del encantamiento, vieron que el hombre, llevándose las manos al cuello, se transformaba ante sus ojos. Le brotó pelo de la cara, sus brazos parecieron retirarse al interior de su pecho, se oyó como un crujir de huesos cuando sus piernas se acortaron. La boca se le agrandó, el cuello desapareció. De pie sobre las ropas que llevara hasta hacía un instante, su estatura era de apenas un metro. Pero sus dientes y sus ojos parecían enormes. Conservaban el tamaño que tuvieran cuando su poseedor había adquirido apariencia humana. Pero ahora los dientes eran terribles; los ojos, los de un diablo; la lengua, la de un demonio.

Eddie volvió a descargar el atizador, pero el ser lo esquivó con facilidad. Eddie tiró otro golpe y erró. La criatura correteó en torno a él, tan deprisa que seguir sus movimientos era casi imposible.

—¡Corre! —le gritó Eddie a Robert. Ambos salieron corriendo. Pero el ser era mucho más veloz que ellos. Corrió colina arriba y enseguida les salió al cruce. Saltó sobre Eddie con las garras extendidas. Eddie lo bloqueó, haciéndolo caer. Pero antes de que Eddie pudiese golpearla, la criatura volvió a saltar. Esta vez, alcanzó su objetivo. Sus dientes se hundieron en el muslo de Eddie.

Eddie gritó y cayó al suelo. Soltó el atizador. Sintió que los dientes se hundían en su pierna. Si sólo pudiese coger el atizador…

Estaba fuera de su alcance por muy poco, a centímetros, nada más; pero el desgarrador dolor que Eddie sentía en la pierna le hacía imposible alcanzarlo. Robert se volvió y vio que Eddie estaba en apuros. Estaban a sólo unos metros de la casa. Le habría sido fácil entrar. Pero ¿qué ocurriría con Eddie? Debía ayudarlo. Vaciló.

—¡Ayúdame! —suplicó Eddie, mirando a Robert. Extendía su brazo indemne en un vano intento de alcanzar el atizador—. Por favor…

Robert no entendía qué lo hacía titubear. Sabía que debía socorrer a Eddie y que en última instancia lo haría. Pero, así y todo, su mente le susurraba que lo primero era preservarse. Cada uno cuida de sí. Y esa idea lo paralizó. Lo inmovilizó hasta que el kushtaka soltó los dientes del muslo de Eddie y alzó la vista hacia Robert. Entonces, fue pura cuestión de reflejos. En un veloz movimiento, Robert recogió el atizador y lo descargó sobre el ser como si fuese un palo de golf. Le acertó de lleno en la cabeza y lo hizo volar seis metros. Robert se apresuró a arrastrar a Eddie hasta la casa y cerró la puerta de golpe tras ellos.

Se dejaron caer en el suelo, exhaustos. Robert ayudó a Eddie a quitarse los pantalones para ver la herida. Aunque la mordedura era profunda, era evidente que distaba de poner en peligro la vida del herido. Robert se quitó la camisa y la aplicó a la mordedura para detener la hemorragia. Después, fue a la cocina a buscar un recipiente de agua tibia para lavarla.

Cuando volvió a la sala de estar, sintió como si el corazón le dejara de latir. El desconocido los miraba, pegado al exterior de la pared acristalada. Estaba desnudo y llevaba su ropa en una mano. Se llevó la mano libre a la cabeza y tocó un hondo corte sangrante que tenía en la frente. La herida que Robert le infligiera. Miró a Robert con una sonrisa.

—Ven conmigo —insistió—. No es lejos. Jenna y Bobby te esperan.

Robert ayudó a Eddie a sentarse en una silla y se puso a limpiarle la herida con un trapo limpio y el agua. Se dio cuenta de que las manos le temblaban. Eddie también lo notó.

—David dijo que aquí estamos a salvo —afirmó.

Robert asintió con la cabeza y miró hacia la puerta. El hombre aún estaba allí. Sonreía. Con lenta deliberación, se puso cada una de sus prendas, hasta que quedó completamente vestido. Robert apretó los dientes y se concentró en la herida de Eddie. El corazón le saltaba en el pecho y las manos le temblaban, y la escalofriante presencia del desconocido complicaba aún más las cosas.

Robert terminó de limpiar la herida y le aplicó unas vendas que encontró en el cuarto de baño. Después, Eddie y él se sentaron junto al fuego. Desde el otro lado del cristal, el hombre, inmóvil y sonriente, los vigilaba.

***

Al caer la noche, David encendió un fuego y bebió una infusión de palo del diablo. Se trata de un rizoma que sólo crece en estado salvaje, y que los nativos de Alaska emplean como fuente de energía y alimento desde tiempos inmemoriales. Cuando los chamanes ayunan, beben de una fuerte infusión hecha con la raíz pelada y hervida; les da energía. Después, David se bañó en las glaciales aguas de un arroyo, otro ritual destinado a reunir fuerzas. Se echó a dormir junto al fuego.

Un perro salvaje acudió a él en sus sueños y lo guió por un angosto sendero rodeado de matas de bayas silvestres que llevaba hasta la desembocadura de un riachuelo en el océano. Junto a su orilla, apenas por encima del nivel del agua, se abría una cueva cubierta de musgo y hierba. David supo lo que era ese lugar. El perro desapareció y David despertó. Ya era de día.

David dio gracias al espíritu perro por la visión que le había concedido. Danzó en torno a las ascuas de su fuego para mostrarle al espíritu que apreciaba su ayuda. Hizo voto de rendirle homenaje en forma apropiada cuando retornase de su expedición. A continuación, se internó en el bosque.

No tardó en encontrar la senda. Reconoció los matorrales que viera en sueños. Y en poco tiempo, se encontró frente a la boca de la cueva que se abría en la orilla del arroyo. Había llegado a la morada de los kushtaka.

David estaba seguro de que los kushtaka sabían que los buscaba. El fuego que ardía en su casa debía de haberlos puesto sobre aviso. Un fuego que arde durante muchos días seguidos sólo puede estar destinado a iluminarle el camino a alguien que se aventuró en el otro mundo. De todos modos, los kushtaka no tenían modo de saber que David había dado con ellos. Al carecer de pensamientos o juicios sobre el mundo que lo rodeaba, se había vuelto invisible. Los kushtaka son capaces de ver los pensamientos de las personas, detectar sus temores y manipularlas con ellos. Pero si no tienes pensamientos que puedan ser leídos, sólo te perciben cuando te encuentras frente a ellos.

David se metió en el arroyo y levantó las hierbas que ocultaban la boca de la cueva. Era una abertura muy estrecha que se internaba en la tierra oscura. David, arrastrándose sobre codos y rodillas, apenas pudo entrar. Llevaba un cuchillo en una mano y una linterna de bolsillo en la otra; se había amarrado la mochila al tobillo para llevarla a rastras. Sabía que entorpecería su retirada en la eventualidad de que se viese obligado a escapar, pero podía necesitar algunas de las cosas que llevaba en ella. Se metió en el hueco.

La tierra estaba húmeda, y había un olor a putrefacción casi insoportable. David apenas podía respirar. En cuanto metió todo el cuerpo en el túnel, se sintió atrapado. El pasadizo era muy estrecho, y él era mucho más grande que una nutria. Debió recurrir a toda su fuerza de voluntad para evitar que el pánico lo dominara.

Tras recorrer una distancia que se le antojó infinita, pero que en realidad debía de ser de unos seis metros, el túnel se abría, volviéndose más holgado. David podía avanzar a gatas con comodidad, y su progreso se hizo más rápido. El aire era denso y pesado y tenía un olor un poco químico. Al cabo de otros cinco o seis metros, el pasadizo pareció interrumpirse. David estudió el terreno a la luz de la linterna. ¿Estaba en un callejón sin salida? No le gustaba la idea de regresar por donde había llegado, reptando hacia atrás.

Entonces, vio un agujero que se abría en el suelo. Se acercó. El túnel no finalizaba, sino que describía un brusco viraje hacia abajo. Acercó la linterna al hoyo y vio que, tras una pequeña curva, el túnel se ensanchaba, formando una cámara. Se introdujo en el hoyo, que era muy angosto, y se las compuso para impulsarse hasta rodear la curva. Se encontró en una espaciosa caverna.

Ponerse de pie fue un alivio. La cueva tenía unos dos metros de altura, y era tan amplia que la luz de la linterna no llegaba a iluminar sus paredes. David vio que había muebles esparcidos por el recinto, viejos sofás, sillones, mesas bajas. Daba la impresión de que los kushtaka los habían llevado allí desde vertederos de basura y patios traseros. David se dijo que tenía que haber otro acceso. Era imposible que hubiesen traído un sofá por el túnel que acababa de recorrer. Antes de continuar su recorrido, apoyó una de las sillas bajo la boca del pasadizo por el que entrara. Había otros agujeros en paredes y techo, y quería tener la certeza de poder identificar la salida.

Tenía la esperanza de encontrar a Jenna, sola y sin vigilancia, en ese lugar. Pero no había indicio alguno de vida en la cueva. David recordó que los kushtaka aíslan a los humanos en proceso de transformación hasta que sean lo bastante fuertes como para salir a cazar con ellos. Pero Jenna no estaba en esa guarida. A David sólo le quedaba continuar su exploración, escogiendo al azar uno de los agujeros y metiéndose en él, perspectiva que no lo entusiasmaba.

Entonces, oyó algo, notó un movimiento y percibió una presencia. Aunque sólo vio sombras, supo que había alguien más en el recinto. Lo sentía. También intuyó que, aunque él no pudiese verlo, ese alguien lo veía. No sabía qué hacer. Consideró la posibilidad de huir. Quizá hubiese una salida en el extremo oscuro de la habitación. O podía intentar escapar por el pasadizo por el que había llegado. Pero los kushtaka serían mucho más rápidos que él. O podía darse por enterado de la presencia que percibía. Se decidió por esa opción.

—He venido a presentar mis respetos al chamán kushtaka —dijo, sin dejar de pasear el haz de su linterna por el lugar.

No hubo respuesta; pero oyó el rumor de un movimiento y sintió como el soplido de una brisa fresca.

—Vine a buscar a la mujer que acabáis de adoptar. Debo llevarla a su casa.

Nada. David intentó conservar la calma, aunque estaba muy nervioso y atemorizado. Al alumbrar una vez más las paredes de la cueva con su linterna, distinguió una forma. Era una persona. Dio un par de pasos hacia ella; quería dilucidar quién era. Reconoció un contorno femenino. Una mujer desnuda, cubierta de piel. Su rostro había cambiado, pero aún era reconocible.

—¿Jenna?

—¿Viniste a buscarme? —Su voz era grave y musical. David se sintió atraído a ella.

—Te llevaré conmigo.

—No quiero volver.

«Se la ve muy fuerte», pensó David. Su cuerpo era firme y esbelto, y la piel que la cubría era muy sensual. David ansiaba tocarla. Pero, con un movimiento repentino, ella desapareció. David la perdió de vista. Otra vez intuyó su presencia detrás de él. Giró para ponerse frente a ella.

—Debemos irnos —dijo—. Ellos regresarán de un momento a otro.

—No quiero marcharme. Este lugar me agrada. —Su voz. Había algo en ella. Algo irresistible. Dio un paso hacia ella. Jenna sonrió—. A ti también te gustará.

Lo tocó. Las manos sobre su pecho. Eran suaves.

Debía sacarla de ahí. Ella estaba muy cerca, justo frente a él. Tendió las manos para agarrarla, pero ella se escabulló y desapareció.

David se volvió, confundido. ¿Dónde se había metido? Una vez más, reapareció detrás de él. Sus manos, tan suaves, lo tocaban. Apretaba el cuerpo contra su espalda, de modo que él podía sentir la suavidad de la piel que la cubría; era agradable y David se relajó.

—Muy bien, así —le susurró ella al oído. Su voz era dulce, tranquilizadora. Sus suaves manos le acariciaron el vientre antes de abrazarlo por la cintura. David se sentía tan soñoliento y cansado que sólo quería dejarse caer entre sus brazos y dormir—. Es agradable, ¿verdad? —hablaba en voz baja; era como si su voz, tan suave, tan musical, estuviese dentro de su cabeza. David la deseó; un estremecimiento lo recorrió cuando las manos de ella siguieron recorriendo su cuerpo. Jenna enlazó sus piernas con las de él. Y David la deseaba, la necesitaba—. Sí —dijo ella—, puedes. Hazlo, hazlo.

Él se volvió para ponerse cara a cara y ella se arqueó como un gato, un animal. Sus piececitos se aferraban a los muslos de David; sus manos, patas en realidad, tan cortas, pero suaves y placenteras, con esas blandas almohadillas, le acariciaban la cara. Lo besó y su larga lengua exploró su boca. Qué agradable era ser explorado. Y ese rabo, una cola cubierta de blanda pelambre, que se le metía entre las piernas y lo acariciaba, mientras la voz de su poseedora se le metía en el cerebro, leía sus pensamientos, y entendía qué quería él. Y lo que él quería era a ella. La estrechó con fuerza entre sus brazos. Entonces, ella lanzó un repentino chillido y se puso rígida; se debatió en su abrazo y lo empujó con fuerza hasta apartarlo. Gritaba como un animal; era una manifestación de dolor, algo le hacía daño. David la soltó y la vio derrumbarse en el suelo. Era un animal, un gran animal peludo. David pugnó por aclarar sus pensamientos. Ella había intentado seducirlo, y estuvo a punto de alcanzar su objetivo. Pero ¿qué la detuvo?

El cuchillo. El cuchillo que tenía en la mano la había tocado, rompiendo el hechizo. David recuperó el control de sus pensamientos. Recordó qué lo había llevado allí. Tenía que rescatarla, salvarla. Y sólo había un modo de romper el encantamiento que obraba en ella. Hacerla beber sangre humana.

Tomó el cuchillo y se pasó el filo por la palma de la mano, abriendo una terrible herida. La sangre manó a borbotones y David se arrodilló frente a Jenna, que aún se debatía, echada. La sujetó con fuerza y le cubrió la boca con la mano sangrante. Jenna se retorció, dolorida. Pero cuando la sangre entró en su boca, se debilitó, ya no pudo pelear. Y, por fin, bebió por propia voluntad, absorbiendo la vida que David le ponía en la boca.

***

Eddie y Robert pasaron una noche inquieta. El desconocido, el kushtaka, montó guardia al otro lado de la pared acristalada durante toda la noche. Los miraba, sonriendo. Ninguno de los dos pudo dormir. Por fin, poco antes de la madrugada, el visitante se marchó, aunque ni Robert ni Eddie vieron en qué momento lo había hecho.

El sol entraba por las ventanas del sur. Robert miró los silenciosos bosques y, por primera vez, se sintió a salvo en la casa.

—Qué apacible se ve todo —le dijo a Eddie, que alimentaba el fuego—. Te hace pensar que no ocurrió nada.

—Sí que ocurrió.

Robert lo miró.

—¿Ocurrió? Quiero decir, ¿no habrá sido alguna especie de histeria colectiva o algo así?

—La histeria colectiva no tiene dientes —indicó Eddie.

Robert le miró la pierna.

—Sí, tienes razón.

Eddie preparó un desayuno de huevos fritos, tocino y tostadas. Robert puso la mesa. No pudo menos que reír. A Jenna le encantaba comer huevos, pero no cocinarlos. A Robert no le incomodaba cocinar, pero adolecía de una suprema falta de talento en lo referido a preparar huevos. Siempre le salían mal. En esos casos, Jenna y él recurrían a una solución de compromiso: iban a comer a un restaurante.

—Nunca me salen bien —dijo Robert. Contemplaba la yema amarilla que manaba de un pinchazo que acababa de dar con su tenedor.

—¿Qué es lo que no te sale?

—Los huevos. Quedan demasiado duros o demasiado blandos, o se rompe la yema, o quedan muy aceitosos.

Eddie se encogió de hombros y siguió comiendo sus huevos. Robert bajó la mirada y jugueteó con el tocino. Suspiró.

—Cuando Jenna y yo nos conocimos, a ella no le importaba que mis huevos fritos fuesen los peores del mundo. Al menos, eso aparentaba. Cuando acabas de conocer a una persona, todo lo que hace te parece estupendo. Pero al cabo de unos años, hasta las pequeñeces, los menores fallos, comienzan a irritarte.

Robert contempló la yema, que se coagulaba bajo una tira de tocino. Cortó un trozo de tostada y lo sumergió en la yema, pero no se lo comió. Ya no tenía apetito.

—¿Crees que volverá? —le preguntó a Eddie.

Eddie dejó de comer.

—No lo sé.

—Llevo dos años haciéndome esa pregunta. Si regresará.

—¿A qué te refieres?

—Estuvimos a punto de romper después de la muerte de Bobby.

—¿De veras?

—Sí. Nos afectó mucho a ambos; pero supongo que a Jenna, más. Hablamos un par de veces de la posibilidad de divorciarnos.

—¿Y por qué seguisteis juntos?

—No lo sé. Supongo que ambos habremos pensado que, si nos esforzábamos, podríamos recuperar lo que habíamos tenido. Por otra parte, no creo que Jenna hubiese sobrevivido a un divorcio. Bebía mucho, tomaba pastillas. Además, intentó suicidarse.

Robert miró a Eddie, que había dejado su tenedor y lo observaba con atención.

—¿Te contó algo de esto?

Eddie meneó la cabeza.

—Diría que conoces a una Jenna totalmente diferente de la mía.

—¿Diferente?

—Es probable que te haya tocado la Jenna buena. Feliz, alegre, buena compañera.

Eddie rio y asintió.

—Eres afortunado. Yo llevo dos años sin ver ese lado de ella.

Se quedaron en silencio por unos minutos. Ninguno hablaba ni comía. El café y los huevos se enfriaban.

—¿Por qué trató de matarse?

—No lo sé —respondió Robert, después de pensar por un momento—. Diría que se culpaba por la muerte de Bobby.

Eddie movió la cabeza tristemente. Robert se dio cuenta de que había sido injusto. Sabía el motivo del intento de suicidio de Jenna, y sabía que no se trataba de sentimientos de culpa. Tenía que decirle la verdad a Eddie, para que no se compadeciera de ella. No estaba bien hacer que Eddie se apiadase de Jenna. Si Eddie sentía algo por ella, tenía que saber la verdad.

—No es verdad —se corrigió Robert—. No lo hizo porque se culpara. Lo hizo porque yo la culpaba. Y permanecimos juntos porque yo quería demostrarle que no la culpaba.

Robert calló.

—¿Se lo dijiste alguna vez? —preguntó Eddie.

—No.

—Tal vez deberías hacerlo.

Robert alzó la mirada.

—Si nunca perdiste a alguien así, de pronto, de manera inesperada, no creo que puedas entenderlo —dijo Robert—. Te pasas el día repasando lo sucedido una y otra vez, procurando comprender. ¿Qué hiciste? ¿Qué no hiciste? ¿Qué podrías haber hecho de otro modo? Es como si fuese una línea de interruptores que al ser pulsados en determinada secuencia produjeran un resultado negativo. Pero sólo con una pequeña diferencia en la secuencia, si hay uno que no pulsas, nada más, nada malo ocurre. Nadie muere. Pero ocurre que alguien sí pulsó ese botón.

—Pero aun así, no es culpa de nadie.

—Sí, sí, eso dicen todos. Y te diré una cosa. Son los mismos que te dicen que ahogarse es una muerte apacible. Pero te garantizo algo: ninguno de ellos se ahogó nunca.

Tras un momento de silencio, Robert se puso de pie.

—¿Terminaste?

Eddie asintió con la cabeza; Robert apiló los platos. Los llevó a la cocina y puso a correr el agua del fregadero. Eddie lo siguió; se quedó de pie en el vano.

—Y ahora Jenna desapareció —continuó Robert, mientras echaba los restos de huevo y tostadas a la basura y lavaba los platos con agua tibia—. Se fue y puede que no vuelva. Y de ser así, ¿qué hago?, ¿a quién le echo la culpa?

—A mí, si quieres —respondió Eddie en son de broma.

Robert rio, pero su risa tenía un poso de tristeza y resignación. Fue una carcajada discordante y áspera.

—Regresará. No te preocupes. David la va a encontrar.

Robert asintió; el agua templada le corría por las manos.

—Dios te oiga.

***

Por fin, al cabo de unos cuantos minutos, Jenna se derrumbó sobre el suelo de tierra. Ya no le quedaban energías. Su cuerpo estaba confundido. Se encontraba en un estadio intermedio. David sabía que a partir de ese momento quedaba poco tiempo para recuperarla, para ponerla a salvo de la influencia de los kushtaka. Si aparecían ahora, no tardarían en dominarla otra vez.

David estudió el recinto. No era la verdadera guarida de los kushtaka. No habrían podido tolerar la proximidad de todos esos artefactos humanos. Sofás y sillones. Había una cómoda recostada contra la pared. Ése debía de ser el lugar donde ponían a los humanos recién llegados. El mobiliario tenía la función de tranquilizar a las personas, rodeándolas de un ambiente familiar, hasta que la transformación se completase. David abrió uno de los cajones de la cómoda. Dentro, había ropa. Las ropas que les quitaban a aquellos que transformaban. Las ropas que usaban los kushtaka cuando adquirían apariencia humana. Los kushtaka podían metamorfosearse, pero no fabricar ropa. Tenían que robar para vestirse.

David se quedó inmóvil. Percibió un movimiento. No era allí, sino en otra parte de la guarida. Pero se oía con claridad. Habían regresado. Ya no había más tiempo. Tomó unos vaqueros y una camisa de trabajo para Jenna, que yacía en un estado de semiinconsciencia, y la enfundó en ellos.

A continuación, la hizo sentarse y le dio una ligera bofetada; Jenna abrió los ojos.

—Jenna, debemos marcharnos.

Ella procuró salir de su delirio; pero estaba tan cansada…

—Jenna. Es vital que salgamos ahora mismo.

La abofeteó con más fuerza; ella lo miró.

—¿Estás consciente? Tenemos que irnos ahora mismo.

Asintió con la cabeza. David la ayudó a ponerse de pié.

—Debes seguirme. ¿Puedes?

Jenna asintió otra vez con la cabeza. Se sentía muy débil, como si alguien le hubiese extraído todos los huesos del cuerpo. David percibió que no lo comprendía. Le tomó una mano y se la oprimió con tanta fuerza que le crujieron los huesos. El dolor espabiló a Jenna.

—Jenna, escucha. Tenemos sólo una oportunidad, y es ésta. Tienes que despertarte y seguirme tan deprisa como puedas. ¿Entiendes?

—Sí.

Sí. Una palabra. Habla. David vio con alivio que le era posible comunicarse con ella. Buscó la silla que emplazara contra la pared, bajo el pasadizo por el que había entrado. No estaba allí. Ni allí. A la luz de la linterna, la encontró. Estaba tirada en medio del recinto; debió moverse durante la refriega. Eso era un problema. Ahora, no sabía cuál era el túnel que llevaba a la superficie.

Los sonidos de los kushtaka crecían. David no sabía si ya habrían percibido su presencia; pero, en cualquier caso, se estaban acercando. Jenna y él debían salir cuanto antes. Escogió un túnel al azar y le acercó una silla. Se encaramó y logró izarse hasta entrar en la boca del pasadizo; rogó porque Jenna estuviese en condiciones de seguirlo.

Se internó, reptando, por el estrecho pasillo. Enseguida, se detuvo, apenas el tiempo necesario como para oír que Jenna venía detrás de él.

—¿Estás aquí? —preguntó.

—Lo estoy.

El túnel se hacía cada vez más angosto. David sentía como si estuviese en el interior de un tubo de dentífrico y lo estuviesen oprimiendo para que saliera. Le preocupaba la posibilidad de haber escogido un túnel que no llevara al exterior. Parecía mucho más angosto que aquel por el que entrara. ¿Y si no tenía salida? ¿Si quedaba atrapado? Se sentía encajado en la tierra húmeda. Vendrían por detrás y lo matarían dentro de poco. Comenzarían por comerle brazos y piernas. Eso no bastaría para matarlo. Seguirían avanzando, sin dejar de mordisquear, hasta despojarlo de sus genitales, arrancarle los intestinos, roer el interior de su torso, dejando sólo una osamenta pelada encajada en el túnel. Se detuvo.

—¿Sigues aquí?

Nadie contestó. ¿Y si ella no podía seguirle el paso?

—Aquí estoy. —La voz de Jenna parecía bastante lejana. David iba a tener que aminorar el ritmo.

El recorrido se hacía eterno. David sentía como si las uñas estuviesen a punto de rompérsele, caerse de tanto escarbar. Las paredes del túnel eran húmedas y mohosas; el aire, sofocante. Lo invadía la claustrofobia. Tenía que mantenerse concentrado. Era la única manera de conservar la calma y encontrar la salida.

Por fin, llegó a la salida del túnel. Pero no halló lo que esperaba. Salió, pero no se encontró a orillas del río, sino en otra caverna. Más pequeña que la anterior, y vacía. Podía tratarse de un almacén de alimentos desocupado o de la guarida de una familia de kushtaka. No había modo de saberlo. David anheló encontrar otra abertura en las paredes, para ver si correspondía a un túnel que condujera al exterior. No quería volver sobre sus pasos.

Y Jenna aún no aparecía. Se había rezagado mucho. Se asomó al pasadizo y la llamó. Nada. Llamó otra vez. Entonces, ella respondió.

—Ahí voy —la oyó decir.

Qué alivio. Había temido que se quedase atorada, o lo que era peor, que la fatiga la hubiera hecho darse por vencida.

Escudriñó la oscuridad del túnel y distinguió la parte superior de la cabeza de Jenna. Ahí estaba. Por fin. Sus manos emergieron. Jenna salió de la abertura y bajó a la caverna, tropezando.

—¿Te encuentras bien? —preguntó David.

Jenna se levantó y se sacudió la tierra.

—Llegué —dijo—. Por fin.

David estaba aliviado. Alumbró el rostro de Jenna con la linterna para ver si estaba bien. Lo que vio hizo que su corazón dejara de latir por un instante. Unos dientecillos afilados asomaban de una boca sonriente. Unos ojos negros miraron los suyos. David sintió que la sangre se le helaba en las venas. Le era imposible llenar los pulmones de aire. Su vejiga se vació y un tibio torrente de orina le corrió por la pierna. Quien estaba frente a él no era Jenna.

—Llegué. Por fin —repitió el ser. Entonces, alzó una mano que más bien parecía una zarpa y la descargó sobre la sien de David, que cayó al suelo.

Aturdido, pugnó por recuperar su linterna. Puso todas sus energías en ello. Era imperativo que la recuperase. No podría sobrevivir sin ella. La alcanzó y sintió el metal frío en la mano; y en ese mismo instante, algo le golpeó la nuca. Fue un impacto fuerte. Una piedra, sin duda. Un objeto romo. Después, no sintió más nada. No vio nada. No tuvo modo de saber qué le ocurriría.

***

Cuando David recuperó la conciencia, notó enseguida que moverse le resultaba imposible. Trató de calmar el latido de su corazón. No era momento de dejarse dominar por el pánico. Era momento de recurrir a todas sus habilidades de chamán. Regularizó la respiración. Serenó sus pensamientos. Estaba allí por un motivo. Para hacer algo importante. Algo que quería hacer desde hacía tiempo. Vengarse de los kushtaka. Habían asesinado al hijo de David. Se lo habían arrebatado antes de que ni siquiera naciese, y David ya no podía hacer nada a ese respecto. Sólo incinerar los restos de su hijo para que su alma siguiera su camino en el ciclo de las encarnaciones. Y eso ya lo había hecho. En cambio las almas de Jenna y de Bobby aún estaban en sus respectivos cuerpos, pero desencaminadas. Había que encaminarlas. La de Bobby debía ir a la Tierra de los Muertos, la de Jenna, regresar a su existencia humana natural. Tal era la misión de David. Robar a los kushtaka, como ellos le robaran a él.

Trató de mover las manos. Los dedos le respondieron. Ahí estaban. Podía mover un poco los brazos, así que no estaba paralizado. Sólo se encontraba atorado en un lugar muy estrecho. Un túnel. Sentía el sabor de la tierra contra su rostro. Tenía la cabeza acalorada, de modo que supuso que debía de estar orientada hacia abajo. Pero no sintió presión sobre el cuello, por lo que dedujo que no se encontraba cabeza abajo, en posición invertida, sino sólo en un túnel de pendiente muy pronunciada.

Procuró meditar. ¿Por qué había hecho que Jenna lo siguiera? Fue un error estúpido. Ella tendría que haberlo precedido. Era presa fácil para las veloces nutrias. No debía de haber presentado resistencia alguna. Débil y fatigada como estaba, no emitió ningún sonido. Después, capturar a David sin duda fue diversión, nada más. Atormentar un poco al chamán. Un juego. Le muestras tu poder antes de acabar. Muy descorazonador. Trataban de quebrantar su voluntad. Pero no les resultaría fácil. David había trabajado mucho para fortalecer su voluntad. Dos años atrás, era un idiota. Débil y estúpido. Esta vez, no les sería tan sencillo.

Se palpó el cinturón. El cuchillo aún estaba ahí. No se lo habían quitado. Les hubiera sido imposible. Era de metal. Pero ¿y la linterna? Recordaba haberla agarrado antes de que lo golpearan. ¿La habría dejado caer?

Con mucha dificultad, movió los brazos hasta que las manos quedaron cerca de su rostro. El pasadizo era tan estrecho que los codos se le atoraban en las paredes, pero, con paciencia y método, logró extender los brazos por encima de su cabeza.

Tal como supusiera, estaba embutido de cabeza en un túnel sin salida. Sus manos tocaban una pared de tierra, nada más. Por lo tanto, la salida debía de estar del lado de sus pies. Pero ¿a qué distancia? No tenía manera de saberlo. Quizá, si se impulsaba con las manos, lograse alcanzar la salida. Así que empujó. Y sintió que se movía. Tal vez lograra su cometido.

Sintió algo cerca de sus manos. Un cilindro pequeño y frío. Lo cogió. Era la linterna. Aunque inconsciente, se las había apañado para conservarla. Con dificultad, se llevó la mano a la cintura y se metió la linterna en el cinturón. Extrajo el cuchillo y volvió a extender el brazo hacia delante. Empujando con tanta fuerza como le fue posible, logró desplazarse hacia arriba por el túnel. Se afirmó a las paredes con las piernas y escarbó con el cuchillo la tierra que tenía por delante de la cara. Cuando el cuchillo quedó enterrado hasta la empuñadura, se agarró de ésta y se impulsó hacia atrás unos cincuenta centímetros.

Era un proceso lento y doloroso, pero funcionó. Al cabo de varios intentos, sintió que sus pies emergían de la boca del tubo donde estaba atrapado. Apretó los empeines a uno y otro lado de la abertura y, dándose un último impulso con el cuchillo, salió de su prisión.

Se encontró de pie en una reducida cueva. Intuyó que estaba vacía. No encendió la linterna, sino que se quedó donde estaba durante unos minutos, dejando que su cuerpo se readaptara a la posición vertical. Procuró percibir la energía de lo que lo rodeaba. Había algo cerca, pero no se trataba de un kushtaka. Al menos, no daba la impresión de que lo fuera. No emitía una energía agresiva, dispuesta al ataque. Al contrario, era una energía muy pasiva.

Jenna. Tenía que ser Jenna. David palpó las paredes de la cueva; buscaba la boca de un túnel como aquel por el que acababa de salir. La encontró. A apenas un par de metros. Jenna estaba ahí. Lo sabía. Oía su respiración. Se asomó al agujero.

—¿Jenna? —susurró.

Un gemido sofocado. Era ella.

—Jenna, soy yo, David, ¿te encuentras bien?

La respiración de ella se aceleró.

—No me puedo mover —dijo.

¿A qué profundidad se encontraría? ¿Podía alcanzarla? Del túnel salía un ruido. ¿Qué era? Sollozos. Jenna sollozaba.

—Jenna, tranquilízate —la consoló David—. Te sacaré de ahí.

David metió el torso en la boca del pasadizo, afirmando las rodillas a uno y otro lado para no caer en el interior. Estiró los brazos cuanto pudo, pero no logró tocar a Jenna.

—Jenna, estoy aquí contigo, no te preocupes. Te sacaré. Pero necesito que te impulses con las manos.

—No me puedo mover.

—Sí que puedes. Tienes que buscar el modo de que tus brazos queden por encima de la cabeza, y después debes empujar. Puedes hacerlo.

—Estoy atrapada.

—No, no lo estás. Estás en un lugar angosto, nada más. Primero un brazo, después el otro.

Movimientos. Resoplidos.

—No puedo —dijo Jenna. Se echó a llorar.

—Jenna, basta. Sí puedes. Yo lo hice. Si logras impulsarte con los brazos contra el fondo de la cueva, yo podré alcanzar tus pies para cogerlos y sacarte tirando. Venga, concéntrate. Respira hondo. Céntrate. Imagina que lo haces, después deja que tu cuerpo lleve a cabo lo que tu mente se representó. Te aseguro que es posible en lo físico. Pero tienes que hacer que tu cuerpo lo realice.

David cerró los ojos y se representó a Jenna pasando los brazos por encima de la cabeza. Procuró enviarle su energía. Su voluntad podía ayudarla.

Pasaron unos minutos; Jenna habló.

—Lo logré.

—Bien. Ahora, empuja.

David extendió los brazos, pero aún no la alcanzaba.

—¿Llegas hasta mí? —preguntó ella.

No, no llegaba. El tubo era más hondo de lo que David había supuesto. Se deslizó un poco más adentro.

—Jenna, necesito que te impulses un poco más.

—No puedo.

—Jenna, sí que puedes. Empuja. Ahora.

David sintió el súbito impacto de la voluntad de Jenna. La energía de su cuerpo llegaba hasta el de él. Ahora, podía alcanzarla. Sí. Cogió uno de sus pies. Después el otro. Los tenía. Tiró, trayéndola hacia sí, hasta que los pies quedaron a la altura de su cabeza.

—Afirma las piernas contra las paredes del pasadizo —ordenó—. Mantente en esa posición.

Ella lo obedeció. David retrocedió hasta que, una vez más, consiguió anclar sus pies a uno y otro lado de la boca del pasadizo. Una vez allí, volvió a extender los brazos. Agarró los pies de Jenna y tiró.

Repitieron el procedimiento una y otra vez hasta que, al fin, ambos quedaron fuera del túnel. En la oscuridad, David percibió la presencia de Jenna, en pie frente a él, temblorosa por el esfuerzo.

—Lo logramos —dijo él.

Sacó la linterna del cinturón y la encendió.

—Disculpa, Jenna, pero debo constatar que eres tú.

Le alumbró la cara. No bastaba con eso. Le dijo que abriera la boca. Los dientes parecían normales. Pero David aún no estaba conforme. Se sacó el cuchillo del cinto.

—Coge esto —le pidió.

Jenna tendió la mano y tomó el cuchillo. No la quemó. Ella ni se inmutó. Muy bien. Era la auténtica Jenna. David devolvió el cuchillo al cinturón.

—¿Dónde estamos? —preguntó Jenna.

David paseó el haz de la linterna por el recinto.

—No tengo ni idea —contestó—. Pero es probable que ellos estén cerca. Tenemos que salir de aquí.

Iluminó las paredes. Vio las bocas de varios pasadizos. Pero ¿en cuál meterse? Recorrió la cueva, deteniéndose a escuchar frente a cada túnel. En uno, oyó un sonido. Agua que corre. Y movimientos. De animales.

—Los oigo. Vamos.

Jenna titubeó.

—Pero, si están ahí, ¿no deberíamos ir por otro lado?

—Debemos encontrar a Bobby —dijo David.

Jenna no se movió. David la iluminó. Tenía la cabeza gacha.

—¿Jenna?

—Tengo miedo.

—Yo también. Pero eso no nos detendrá. Vamos.

Ella lo miró. Y, al parecer, intuyó algo, sintió el poder de David, porque caminó hacia él. Y en ese mismo momento, David tomó conciencia de su poder. Era fuerte y estaba decidido. Embutirlo en un tubo no había sido suficiente para detenerlo; ninguna otra cosa lo sería. Tenía una misión que cumplir.

Esta vez, hizo que Jenna lo precediera. El túnel era relativamente espacioso, y progresaron con rapidez. El ruido de la corriente de agua se hacía cada vez más fuerte; al fin, emergieron a una caverna con un río subterráneo.

Desde el lado opuesto de la gruta llegaba un poco de luz, suficiente como para que se vieran uno al otro. El recinto tenía una leve pendiente en uno de sus extremos. David supuso que debía de conducir a una gruta cercana a la superficie.

Las paredes de la cueva eran de estratos de pizarra. Estaban bajo un reborde granítico, localización ideal para una guarida de kushtaka, pues a los humanos les hubiera sido imposible excavar y alcanzarlos. El suelo de la caverna estaba cubierto de grandes piedras desprendidas del techo. El ambiente era espacioso. David calculó que el techo debía de tener unos seis metros de altura y que el diámetro total del lugar sería de unos treinta metros. El río era más bien un arroyuelo. No corría a mucha velocidad y debía de ser poco profundo. Y dondequiera que miraran, veían nutrias. Pequeñas nutrias. Crías de kushtaka.

—Tranquila, Jenna —dijo David en voz baja. No quería que el pánico la dominara. Abrirse paso entre las crías no sería difícil. Pero era de suponer que no las dejarían solas. Alguien debía de estar guardándolas, y David prefería, dentro de lo posible, evitar cualquier enfrentamiento. Si Jenna no mantenía la calma, los kushtaka percibirían su energía y darían la alarma. Paso a paso, se acercaron al río.

—¿Cómo encontraremos a Bobby? —preguntó Jenna.

David se encogió de hombros.

—Calculo que él nos encontrará a nosotros.

Avanzaron pegados a los muros de la caverna; se mantenían tan lejos de los kushtaka como les era posible. David se sorprendió ante la cantidad que había. Procuró mirarlos con detenimiento. A lo lejos, le parecían ratas, pero más de cerca eran como nutrias. Al parecer, nacían con forma de nutria y así se criaban. Era probable, pensó David, que adquirieran la capacidad de cambiar de forma sólo al llegar a la edad adulta. Pero no lo sabía con certeza. Tenía entendido que, como los humanos, las nutrias tardan unos cuantos años en alcanzar la madurez. Las crías de nutria no tienen muchos instintos al nacer. Sus madres les deben enseñar a nadar y a buscar alimento. Son muy inteligentes y tienen una notable capacidad de imitar lo que ven. Sin duda, ése es el motivo por el cual los kushtaka son tan hábiles a la hora de transformarse en otros animales. Son perfectos simuladores.

David también sabía que los kushtaka no son hostiles ni malignos. Sólo son como son. Es cierto que practican el proselitismo; procuran convertir a todo aquel que se cruza en su camino. Pero, al margen de eso, se ocupan de sus propios asuntos. Precisamente eso sería lo que permitiría escapar a Jenna y a Bobby, esperaba David. La inteligencia de los kushtaka y su deseo de incorporar humanos a su tribu. David se entregaría. Se sacrificaría. Estaba seguro de que, para los kushtaka, el alma de un chamán valía más que las de un par de humanos. Con tal de apoderarse de David, dejarían ir a Jenna y a Bobby. Al menos, ése era el plan. Pero antes tenían que encontrar a Bobby.

Jenna se paró en seco y lanzó una sofocada exclamación; David estuvo a punto de chocar con ella. Siguió la dirección de su mirada y vio lo que la había sobresaltado. En el suelo, a apenas unos metros de ellos, yacía una hembra de kushtaka que amamantaba a unas crías. Pero la hembra no tenía forma de nutria. No del todo. Era mitad nutria y mitad humana, una extraña combinación de piel desnuda y piel peluda; la cabeza era humana y el torso era grande. Pero los brazos eran cortos y se asemejaban a aletas. Y en el vientre tenía ocho mamas y, sobre ellas, cinco pequeñas bolas peludas que chupaban con avidez. Jenna y David se quedaron mirando; ella, horrorizada, él, maravillado. Nunca habían visto algo como eso.

David le dio un empujoncito a Jenna para que siguiera andando. No quería que la hembra los detectase. Siguieron el camino hasta rodear un gran peñasco; entonces, volvieron a detenerse en seco.

—¿Mami?

Había un niño de pie ante ellos. Era Bobby.

Jenna no dijo palabra. Se quedó paralizada donde estaba, contemplando a Bobby. Estaba desnudo y su apariencia era del todo humana. Jenna quiso ir a él, pero se contuvo. Todo lo que presenciaba la confundía, y su confusión hacía que fuese incapaz de obedecer a su instinto de madre.

—Hola, Bobby. Soy David.

Bobby miró a David con suspicacia y dio un paso atrás.

—No te vayas, Bobby. Estamos aquí para ayudarte.

Bobby miró a Jenna, que había retrocedido un poco; no sabía cómo actuar.

—Bobby, tu mamá quiere ayudarte. Si vienes con nosotros, podremos hacerlo.

David tendió la mano y dio un paso hacia Bobby, que lo miró con nerviosismo antes de consultar con la vista a Jenna.

—Dile que está todo bien —le pidió David a Jenna.

Jenna no contestó nada. No podía. No entendía qué ocurría, y no estaba en condiciones de afrontarlo, fuera lo que fuese.

—Jenna, dile que venga con nosotros, que no tiene nada que temer.

Jenna se llevó una mano a la boca y meneó la cabeza. ¿Qué había pasado con su hijo? ¿En qué se había convertido?

—¿Jenna?

Era evidente que ella no hablaría. No estaba colaborando. A David no le quedaba más opción que agarrar a Bobby y llevarlo por la fuerza. Quiso cogerlo, pero el niño era demasiado ágil para él. Se escabulló y desapareció en la caverna.

David se enderezó y miró a Jenna.

—Jenna, tienes que ayudarme. Tienes que hacer que venga con nosotros.

Ella estaba aturdida. Tenía los ojos vidriosos.

—Por favor. Hemos recorrido un largo camino. Podemos hacerlo, Jenna. Pero tienes que ayudar.

Ella asintió con la cabeza.

—Llámalo.

En voz baja, Jenna pronunció el nombre de Bobby. Esperaron. Nada. Después, una vocecilla a sus espaldas.

—¿Quién es ese hombre?

Se volvieron. Bobby estaba detrás de ellos.

—Dile quién soy —le ordenó David a Jenna.

Jenna respiró hondo.

—Es David. No temas, está aquí para ayudarnos —respondió.

—Dile que vaya contigo —la instruyó David.

Jenna se arrodilló y tendió los brazos.

—Ven, Bobby.

Bobby titubeó un momento, pero se acercó. Permitió que Jenna lo tomara de los hombros y lo acercase a sí. David se les aproximó.

—Confórtalo, Jenna. Dile que no pasa nada, que está a salvo.

Ella así lo hizo. Abrazó a su hijo. David posó una mano sobre el hombro del niño. Y, de pronto, Bobby se escabulló como un duendecillo; desapareció antes de que ninguno de los dos atinase a reaccionar.

Recorrieron la caverna con la mirada, pero no lo vieron por ningún lado.

—Es demasiado desconfiado —dijo David—. Jamás vendrá con nosotros.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Jenna.

David sabía qué hacer, pero no estaba seguro de que Jenna estuviera dispuesta a llevarlo a cabo. Tenían que marcharse cuanto antes de allí llevando a Bobby, y no tenían demasiado tiempo para explicarle la situación al niño. Tenían que llevárselo vivo o muerto, consciente o inconsciente. No importaba. A decir verdad, Bobby ya estaba muerto.

—Jenna, vamos a tener que lastimarlo.

—¿Qué?

—Es demasiado veloz para nosotros. Tenemos que aturdirlo. Llámalo, y cuando acuda, golpéalo.

Jenna se lo quedó mirando con expresión de incredulidad.

—No.

—Jenna, está muerto. Murió hace dos años. Cualquier cosa que le puedas hacer ahora no le hará daño, porque ya está muerto. ¿Entiendes?

—No.

David suspiró. ¿Cómo iba a pedirle que hiciera semejante cosa? Era la madre del niño. Su deber era protegerlo de todo daño, costara lo que costara. ¿Cómo persuadirla de que dañara a su propio hijo?

—Jenna, ¿quieres salvar el alma de Bobby?

—No puedo hacerle daño.

—Jenna, créeme. No hay otro modo. Si no lo haces, se quedará aquí y será uno de ellos para siempre.

Hizo una pausa para que ella asimilara sus palabras. Quería que sintiera todo el impacto de lo que acababa de decirle.

—La mujer que acabamos de ver con las crías de nutria antes era humana. Eso es lo que les ocurre. ¿Es lo que quieres para tu hijo?

La escasa luz que entraba por la boca de la caverna iluminaba el semblante de Jenna. David vio cómo el esfuerzo de pensar la hacía apretar los dientes, de modo que los músculos de su mandíbula sobresalían. Aceptó con un leve movimiento de cabeza. David cogió una piedra del tamaño de su puño.

—Toma esto. Llámalo. Cuando venga, atízale con la piedra. No es para matarlo, basta con que lo atontes. Debemos llevárnoslo, si no, se quedará aquí para siempre.

Jenna tomó la roca. David se escabulló hasta quedar entre las sombras. Se ocultó detrás de una peña cercana.

Jenna dejó la piedra en el suelo, a mano. Se arrodilló y llamó a Bobby. Al cabo de unos momentos, el niño apareció frente a ella.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó.

—Un amigo. Está aquí para ayudarnos.

—¿Ayudarnos a qué?

—Ayudarnos a marcharnos. ¿Quieres irte de aquí, Bobby?

—No, me quiero quedar.

—Bobby, éste no es tu lugar. Tu sitio está junto a mí, ¿no lo recuerdas?

Él negó con la cabeza.

—Quédate aquí, mami.

—No puedo. No soy de aquí; tampoco tú lo eres. Por favor, Bobby, ven conmigo, todo saldrá bien.

—No.

Jenna agachó la cabeza. Su intención había sido llevárselo sin causarle daño, pero se dio cuenta de que no le sería posible hacerlo de ese modo. Bobby no estaba dispuesto a facilitar las cosas. David tenía razón. Jenna confiaba en él. Debía seguir sus instrucciones.

—Ven, abrázame, mi niño.

Tendió los brazos. Bobby acudió a ella. Jenna lo abrazó, estrechándolo con fuerza. Él le devolvió el abrazo. Jenna sabía que debía poner las cosas en orden. No lo estaban. Todo había estado en desorden durante los últimos dos años, siempre lo había sabido en lo más profundo de su ser. Ahora era el momento de ordenar sus vidas. No podía hacer otra cosa.

Recogió la piedra del suelo y apartó un poco a Bobby antes de descargarle un golpe que le dio de lleno en la sien. El niño cayó al suelo. Jenna lo miró, azorada ante lo que acababa de hacer.

David se les aproximó al instante. Se quitó la camisa y envolvió a Bobby en ella; después, alzó el cuerpo exánime entre sus brazos.

—Vamos —dijo, y emprendió la marcha hacia el extremo opuesto de la caverna. Pero Jenna no lo siguió. Se quedó donde estaba, de rodillas, con la roca en la mano. David miró por encima del hombro y se detuvo. Jenna no se movió. David regresó sobre sus pasos.

—Jenna, hiciste lo que debías.

Jenna miró a David. Al implacable David. El infatigable David. Ese hombrecillo de cabello largo que no le permitía demorarse. Debía seguirlo. No podía hacer otra cosa.

Avanzaron con silenciosa prisa por la caverna, siguiendo el río. En cierto momento, David notó que el río se ensanchaba, formando una poza de agua estancada. El agua era transparente, pero el fondo era oscuro, lo cual producía un efecto de espejo. No había modo de saber la profundidad de la poza o qué podía haber bajo su superficie.

De pronto, la caverna se hizo más angosta y se dividió. Uno de los ramales, por donde corría el río, se perdía en la oscuridad. El otro ascendía, en pronunciada pendiente, hacia la luz. Debía de tratarse del que conducía al exterior. Desde el punto donde se encontraban, a unos veinte metros de la bifurcación, veían a dos kushtaka adultos cerca de la cueva que llevaba a la superficie.

—¿Cómo los sortearemos? —quiso saber Jenna.

—Pasaremos caminando —respondió David—. Mira, Jenna. Debes mantener la mente despejada. No pienses. No digas nada. Si lo haces, caerán sobre nosotros en un instante. Tenemos que estar en blanco. Debemos pasar junto a ellos, como si fuésemos un par de kushtaka que salen a tomar aire fresco.

—¿Cómo sabes que funcionará?

—No lo sé.

Se dirigieron a la boca de la cueva. Allí, donde cualquiera podía verlos, se sentían desnudos y desprotegidos, sobre todo David, que llevaba a cuestas a Bobby. Se acercaron a los kushtaka. Por el momento, todo iba bien. Nadie daba la alarma. Nadie los perseguía. Los kushtaka centinelas ni siquiera parecían registrar su presencia. Conversaban uno con otro. O, mejor dicho, se comunicaban, pero no con palabras, sino mediante unos sonidos extraños. Eran grandes e imponentes. Pero David no quería juzgarlos. Se habría tratado de un pensamiento que ellos hubiesen percibido. Tenía la esperanza de que Jenna mantuviese la calma; pero se apresuró a detener también ese pensamiento. Mente despejada. Nada de pensar en Jenna, ni en Bobby, ni en los kushtaka. No pensar en nada.

Cuando entraron a la bifurcación, uno de los guardias alzó la cabeza. Miró en dirección a Jenna y a David, pero no registró su presencia. No hizo nada. Jenna y David siguieron su camino.

Una vez que pasaron frente a los centinelas, David apretó el paso. Ya estaban cerca de la boca de la caverna. Veían la luz en el exterior. Las hojas de los árboles se mecían en la brisa. La superficie estaba a apenas unos metros.

Jenna se acercó a David.

—¿Por qué no nos detienen? —preguntó.

David se volvió hacia ella con brusquedad y la fulminó con la mirada; Jenna se dio cuenta al instante de su error. Ambos miraron hacia atrás y vieron que los guardias se ponían de pie y los observaban. Uno de ellos se internó en la caverna y lanzó una serie de chillidos. El otro avanzó hacia ellos a buen paso.

—¡Corre! —bramó David; y ambos escaparon en dirección a la superficie. David le pasó el cuerpo laxo de Bobby a Jenna—. Llévatelo. Debes escapar.

—¿Adónde?

—Mantén la mente despejada y concéntrate. Busca una senda en el bosque. Se trata de un sendero bien definido. Lo reconocerás cuando lo veas.

El kushtaka centinela ya casi estaba sobre ellos.

—¿Dónde conduce?

—A la Tierra de las Almas Muertas; ése es el lugar de Bobby.

—No.

—Jenna…

—Quiero que se quede conmigo.

David miró en dirección a la caverna. El kushtaka centinela ya casi los alcanzaba.

—Jenna, viniste a rescatar a Bobby. No puedes rescatar su cuerpo, su alma, sí. Ve. Por favor.

—¿Y tú?

David no respondió. Se volvió hacia la cueva y corrió a toda velocidad hasta topar con el kushtaka que venía tras sus pasos. Lucharon. El kushtaka lo derribó y se le montó a horcajadas en el pecho; alzó su zarpa para descargarla, pero David logró sacar el cuchillo que llevaba al cinto y se lo hincó justo debajo del brazo. El kushtaka lanzó un penetrante alarido y cayó al suelo, retorciéndose de dolor. David le gritó a Jenna.

—Confía en el bosque, Jenna. Ahora, ve. ¡Corre!

Ella se volvió y, con Bobby en brazos, salió de la cueva a la carrera. Corrió por el bosque sin mirar atrás, sin pensar. No necesitaba hacerlo. Su cuerpo funcionaba con piloto automático. Corrió y corrió hasta quedar exhausta; tuvo que detenerse para recuperar el aliento. Depositó a Bobby en el suelo, junto a un árbol caído, y se sentó junto a él. Necesitaba descansar. Sabía que David mantendría a raya a sus perseguidores. Al menos por un rato. Lo suficiente como para que ella se recuperara. En su cabeza, no dejaban de surgir preguntas. ¿Por qué? ¿Dónde? Pero pugnó por sofocarlas. No era momento para preguntas. Se llevó las rodillas al pecho y contempló el apacible rostro de Bobby. ¿En qué mundo se encontraba? ¿Lograría salir de él? Parecía una especie de sueño. Una pesadilla. Pero no importaba lo que pensara. Sucedía, nada más. Eso era lo único que importaba en ese momento.

***

David corrió por el pasadizo hasta llegar a la caverna principal. Espíritus adultos salían de todos lados; parecían confundidos, indisciplinados. Emergían de agujeros en los muros y corrían, recogiendo a sus crías para ponerlas a salvo. Reinaba un ambiente de desconcierto, cosa que sorprendió a David. Había supuesto que los kushtaka serían disciplinados, cohesionados. Que se comportarían como un grupo organizado que piensa en conjunto. Pero no era así. Se parecían mucho más a los humanos de lo que David había imaginado.

Al menos, así fue hasta que llegó el chamán kushtaka. Era robusto, casi como un oso; la atención de todos se fijó en él. Se congregaron en torno a él, a la espera de orientación. Los orientó hacia David, que estaba de pie en la boca de la caverna.

Unos veinte kushtaka del tamaño de seres humanos formaron un pelotón que el chamán encabezó. Se detuvieron a un par de metros de David. El chamán dio un paso adelante.

—¿Dónde están la mujer y el niño? —preguntó. Su voz era honda y pesada. Una voz con peso. Tanto, que David sintió que lo aplastaba.

—Déjalos ir y yo me quedaré con vosotros —respondió David.

El chamán kushtaka sonrió.

—Te quedarás con nosotros de todos modos.

Entonces, ladró una orden a sus seguidores. Algunos quisieron salir de la cueva, para lo que necesitaban pasar ante David, pero éste desenvainó su cuchillo y les cerró el paso. Querían perseguir a Jenna y a Bobby y David no tenía intención de permitírselo; o, al menos, los demoraría.

Los kushtaka titubearon. Entonces, el chamán ladró otra vez, con más aspereza. Y, de pronto, los kushtaka que estaban frente a David se transformaron. Se encogieron hasta adoptar forma de nutria y pasaron junto a David a tal velocidad que le fue imposible hacer nada para detenerlos.

—Mierda —farfulló David al verlos. Eran demasiado veloces para él. David ya no podía hacer nada. ¿Cómo podía evitar que el grupo entero fuese en persecución de Jenna? Sin duda, no lo lograría interponiéndose en su camino, armado de un cuchillo. Tenía que hacer algo más drástico; realizar un verdadero sacrificio. Y eso hizo. Lanzando un alarido y enarbolando el cuchillo, David se lanzó sobre el chamán kushtaka.

Se dio cuenta enseguida de que había sido una idea ridícula; el chamán lo apartó y derribó sin esfuerzo aparente. La fuerza bruta no era el modo de lidiar con esas criaturas. La fuerza bruta estaba del lado de ellas. David se levantó y miró a los kushtaka que lo rodeaban. Sin duda, lo esperaba otro pasadizo-prisión. Más oscuro y húmedo y, claro, más profundo. Probablemente lo confinaran allí hasta que su mente se desquiciara y su voluntad se quebrantara. Entonces, comenzaría la conversión. Se pasaría toda la eternidad comiendo pescado crudo. No era una perspectiva muy seductora. Entonces, David recordó cómo había eludido a los kushtaka hacía apenas un momento. No siendo nadie. Desapareciendo de sus radares. Tal vez todavía le quedara una oportunidad. David se incorporó de un salto y movió su cuchillo en círculo, obligando a los que lo rodeaban a dar un paso atrás. Si querían apoderarse de él, primero tendrían que atraparlo.

David se abrió paso entre los kushtaka y corrió hacia el interior de la cueva. Se le ocurrió una idea. Su bolsa de chamán, fuente de su poder y su energía, atraería la atención de los kushtaka. Era inevitable. Contenía nada menos que una lengua de kushtaka. Aunque no pudieran encontrarlo a él, no dejarían de encontrar la bolsa. Si se la quitaba, quizá la siguieran. David sabía que si lo hacía, perdería sus poderes. Ya no sería un chamán, sino una persona común. Pero, en tanto que persona común, le sería posible reducir casi a cero la energía que irradiaba. Era posible que la bolsa distrajese a los kushtaka.

Sin dejar de correr a toda velocidad, David se arrancó la bolsita del cuello. La mantuvo en la mano durante un instante, procurando infundirle energía. Concentrándose, le insufló su poder. Entonces, cuando llegó a la poza que viera antes, la tiró tan lejos como le fue posible y se zambulló.

El agua era fría, glacial. David nadó bajo la superficie hasta alcanzar el extremo opuesto de la poza; allí, el agua era muy profunda. Un reborde rocoso corría por debajo de la superficie. David se apoyó en él y se mantuvo bajo el agua. Cuando ya no pudo contener más la respiración, tomó la linterna que llevaba al cinto y le destornilló la lente, por un extremo, la tapa del compartimiento de baterías por el otro, y vació el tubo. Ahora, la linterna era un respirador. Se puso un extremo del tubo en la boca e hizo que el otro asomara a la superficie. Respiró.

Procuró neutralizar todo pensamiento mientras aguardaba. ¿Lo encontrarían? Desde bajo el agua no podía ver ni oír nada. No tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo. Sólo podía esperar.

En la caverna reinaba la confusión. Los kushtaka se afanaban en vano, buscando a su presa. El chamán kushtaka estaba furioso, y se enfureció aún más cuando uno de sus seguidores le trajo la bolsa de David. El chamán sabía que David sólo podía estar en la caverna; había que encontrarlo, nada más.

David no tenía noción de cuánto tiempo había transcurrido. Tampoco de cuánto tiempo más podría sobrevivir en el agua helada. Era cuestión de meditar y controlarse. Pensó que tenía su gracia que uno de los rituales que practican los chamanes fuera bañarse cada mañana en agua de deshielo. Decían que era para fortalecer el carácter. Pero ¿sería ése el verdadero motivo? ¿O lo harían porque bien podía ocurrir que uno se viese obligado a esconderse de los kushtaka en un torrente helado?

Se dio cuenta de que sus pensamientos habían divagado cuando vio a un kushtaka de pie en la orilla, justo donde se encontraba él. El ser no lo había visto, pero estaba claro que había llegado allí atraído por los pensamientos de David. El kushtaka, en pie al alcance de su mano, no miraba hacia abajo. Miró en torno a sí y siguió su camino.

David se relajó aliviado. Se había salvado por poco. Entonces, de repente, el kushtaka reapareció. Esta vez, miró hacia el agua, precisamente al punto donde David se ocultaba. Pero no lo vio. Observaba la superficie del agua. Algo le había llamado la atención. ¿Qué? La linterna. Por supuesto. Miraba el extremo del tubo que sobresalía del agua. Mierda. Bueno, ya era demasiado tarde para meterlo bajo la superficie. David no tenía más remedio que plegarse a lo que aconteciera.

El kushtaka se inclinó hacia el tubo. David no sabía qué hacer. Si el ser tocaba el tubo metálico, se quemaría y chillaría, alertando a los demás. En el preciso instante en que el kushtaka se disponía a coger la linterna, David emergió y, tomándolo del cuello, lo sumergió en la poza. Sin darle tiempo a luchar, lo apuñaló; la hoja del cuchillo se enterró en el pecho del kushtaka, perforándole el corazón y matándolo de forma instantánea.

¿Ahora qué? La linterna había ido a parar al fondo de la poza. David sacó la cabeza del agua y miró en torno a sí. ¿Habría hecho mucho ruido? ¿Alguien había oído el chapoteo? Al parecer no. Nadie corría hacia allí. Miró hacia la boca de la caverna. El chamán kushtaka aún estaba allí. Y las huestes de kushtaka todavía pululaban por la cueva, buscando a David. Tenía que salir de inmediato, mientras aún tuviese el elemento sorpresa a su favor. Y sólo había un modo de hacerlo.

Depositó al kushtaka muerto en la orilla. Era grande. Del tamaño justo, tal vez. Sólo lo sabría cuando hubiese terminado con lo que tenía que hacer. David se dedicó a desollar al kushtaka.

No le llevó mucho tiempo. La piel se despegaba de la carne con facilidad. Había mucha sangre, pero ¿quién podía verla en la oscuridad? En pocos minutos, la piel del kushtaka quedó separada de su cuerpo.

David dejó que el cadáver de la criatura se deslizara al agua, donde no tardó en sumergirse y desaparecer. Ya no tenía su cuero graso e impermeable para mantenerse a flote. David se quitó botas y tejanos y se envolvió a toda prisa en el cuero ensangrentado, cubriéndose brazos y cabeza tan bien como pudo. Enseguida, encorvado, comenzó a andar en dirección a la entrada de la caverna.

David mantuvo la mente en blanco; además, la suerte lo acompañó. En ese preciso momento, un grupo de kushtaka se dirigía a la salida, y se metió entre ellos sin llamar la atención. El grupo pasó frente al chamán, que le dedicó una rápida mirada al conjunto, sin molestarse en estudiar a cada uno de los que lo componían. De modo que no vio que entre los últimos en salir iba David, envuelto en un pellejo de kushtaka. Y así fue como, tras pasar por el pasadizo de salida, David emergió al mundo.

Una vez fuera, David se separó de los otros y se dirigió a la playa. Atardecía y la oscuridad caía sobre el bosque. David se dejó puesto el cuero, pero ya no como disfraz, sino como abrigo. La piel de kushtaka era la única prenda que le quedaba.

Mientras avanzaba por la orilla, el chamán pensaba en su casa. Quería estar a salvo en el interior, sentado frente al suave calor del fuego, mientras la noche caía. Quería comida caliente, café, dormirse arrullado por la música crepitante de la leña al arder. Estimulado por tales pensamientos, que ya no necesitaba reprimir, apretó el paso hasta emprender un trote por la playa. Se dijo que, aunque quizá hubiese perdido sus poderes de chamán, al menos seguía siendo humano.

***

Jenna miró a Bobby, que yacía en el suelo, envuelto en la camisa de David. Su piel era la de un animal. Una delgada capa de fino vello le cubría el rostro. Jenna entreabrió la camisa y vio que su pecho era igualmente peludo. Después, vio que los brazos también lo eran. Se estremeció. Recordó su estancia en los túneles, en compañía de esos seres. Esos feos animales. Le habían dicho que pronto le gustaría ser como ellos. Que le parecerían hermosos, y que vería feos a los humanos. Eso creían ellos. Jenna miró en torno a sí, preguntándose qué rumbo tomar; vio algo. No un sendero.

No una señal. Algo mucho más inquietante. Una persona. Había alguien. Una silueta oscura que la observaba y que se ocultó detrás de un árbol al notar que Jenna la había visto. Jenna se quedó completamente inmóvil y escuchó. Movimiento. Sonidos. Estaban ahí. Habían regresado.

Mierda. Había fracasado. Se había detenido sólo por un instante. Pero fue un instante demasiado prolongado. Había perdido la ventaja, y ahora percibía movimientos por todas partes. ¿Qué podía hacer? Dios, le entraban ganas de darse por vencida. De entregarse a las autoridades kushtaka y pedir clemencia.

Pero no podía rendirse sin hacer un intento. Tenía que hacer un esfuerzo. Por Bobby. Debía recurrir a sus últimas energías. En su mente, volvió a oír las palabras de David. Confía en el bosque. Despeja la mente y confía en el bosque. Se apresuró a ponerse de pie y tomó en brazos a Bobby; se lo apoyó en la cadera. Respiró hondo y expulsó todo pensamiento de su mente. Entonces, emprendió una repentina carrera, abriéndose paso por el bosque en dirección contraria al lugar donde viera la figura. Con Bobby en brazos, corrió tan deprisa como le fue posible. Oía a sus perseguidores. Los veía por todos lados. En las copas de los árboles, detrás de las matas; pero no se detuvo. Ya había logrado escapar de ellos una vez; podía volver a hacerlo. No tenía ni idea de dónde estaba, pero tenía fe en David. Debía tenerla. No le quedaba otra opción. Vería el sendero, se dijo. El sendero se le revelaría.

Pero nada se le revelaba. Cuanto más corría, más denso se hacía el bosque. Abrirse paso entre el ramaje con Bobby en brazos se volvía cada vez más difícil. Estaba cansada, agotada, pero debía seguir adelante. Tenía que encontrar el camino, llevar a Bobby al lugar del que David le hablara.

De modo que corrió y corrió, aunque el bosque ya era impenetrable. Las ramas le azotaban brazos y piernas. No veía por dónde iba y el bosque estaba cada vez más oscuro. No sabía si los kushtaka aún venían tras ellos, pues sólo podía oír sus propios jadeos. Se detuvo para orientarse. Para encontrar la salida. Todavía oía movimientos en el bosque. Pero no se aproximaban. ¿Por qué no la atacaban? Los oía, sí, entonces, ¿qué evitaba que fueran a por ella?

Depositó a Bobby al pie de un árbol. En torno a ellos, troncos caídos y gruesas ramas cerraban el paso. Era como estar en una caja hecha de árboles. No había salida.

Entonces, oyó.

Ladridos.

Escuchó con atención; sí, un perro. Oía el ladrido de un perro en la distancia. Quizá fuese la señal que esperaba. Cerró los ojos y procuró hacer lo que le aconsejara David. Despejar la mente. Confiar en el bosque. Confiar en sí misma.

Abrió los ojos y miró a su alrededor. Frente a ella, distinguió lo que parecía ser una abertura en el sotobosque. Allí, la floresta parecía volverse apenas un poco menos espesa. Quizá ésa fuese la salida.

Cargó a Bobby y se dirigió a la brecha en los matorrales. Se abrió paso a la fuerza. Las hojas parecieron apartarse y formar un camino.

Ahora, el perro se oía con más claridad. El sonido provenía de algún lugar directamente frente a Jenna.

Se dirigió hacia allí.

Al comienzo, la senda era angosta; apenas podía ser llamada senda. Era poco más que una huella en la tierra húmeda. Jenna siguió los ladridos y, a medida que avanzaba, el sendero se ensanchó, al punto de que las ramas ya no le golpeaban los brazos.

El bosque se hizo menos denso; el sol entraba por entre el ramaje e iluminaba el suelo. Jenna miró a su alrededor. Era hermoso. Y los olores. Los notaba por primera vez. Cedro y canela. Manchones de florecillas moradas tachonaban el sotobosque.

Ahora los ladridos eran muy cercanos. Jenna tuvo la certeza de que no tardaría en ver al perro. Los árboles comenzaron a ralear; Jenna pasó por un alto pastizal y llegó a orillas de un río. Un río ancho y caudaloso. Desde la otra orilla, un perro le ladraba. Lo había encontrado.

Jenna depositó a Bobby sobre la orilla. No sabía qué hacer a continuación. El río era demasiado bravo como para cruzarlo, demasiado hondo también. Entonces, vio una canoa en la otra orilla. Había alguien allí. Mientras Jenna observaba, del otro lado del río unas personas emergieron del bosque; se quedaron en la orilla, mirándola. Cada vez eran más. Miraban y saludaban. Una anciana salió del bosque. Se aproximó a la canoa y les hizo una seña a dos hombres, que empujaron la embarcación hasta ponerla a flote. La barca, tripulada por la mujer y los dos hombres, que remaban, cruzó el río y tocó tierra frente a Jenna y Bobby.

La anciana, una mujer robusta de cabello blanco y ojos grises, desembarcó. Le era muy familiar. A Jenna le resultaba conocida. Sí, era alguien que conocía.

—¿Abuela? —preguntó.

La vieja le sonrió. Se arrodilló ante Bobby y le tocó la cara. El niño abrió los ojos.

—Vamos —ordenó la vieja—. Levántate.

Jenna miró, asombrada, cómo Bobby parpadeaba varias veces antes de ponerse de pie. No parecía tenerse con mucha firmeza. Al quedar en pie, se vio que su piel ya no era peluda; pero Jenna notó que tenía rabo. Un pequeño rabo peludo. Pero la anciana le dio una palmadita y la cola desapareció.

—Listo. Ya no la necesitas —dijo la vieja.

Bobby miró a Jenna. Sus ojos eran azules, como antes. La anciana lo tomó de la mano y lo llevó hacia la canoa.

—Ven con nosotros, mami —rogó Bobby.

Jenna dio unos pasos en dirección a la canoa, pero la vieja la detuvo con un ademán.

—¿Yo no puedo? —preguntó Jenna; en realidad, sabía que no.

La vieja negó con la cabeza; le habló a Bobby.

—No puede venir ahora; lo hará más tarde.

El miedo transformó el semblante de Bobby. Soltó la mano de la anciana y corrió hacia Jenna.

—Ven con nosotros, mami —repitió.

Jenna lo tomó entre sus brazos. No quería soltarlo, pero al fin lo hizo. Recogió la camisa de David y se la puso a Bobby. La remangó hasta que las manitas de Bobby emergieron. Había que reconocer que no era la más adecuada de las prendas para un niño; pero le sentaba muy bien.

—No puedo ir ahora, mi niño —explicó Jenna, mirando a Bobby. Le peinó con la mano el desgreñado cabello. Anhelaba ir con él. Lo deseaba con todo su corazón—. Iré pronto. Ahora, ve con la abuela. Ella te cuidará.

Bobby miró hacia el río. La vieja le sonrió y le tendió la mano. Jenna le dio un empujoncito a su niño y éste, intuyendo que lo que hacía era lo correcto, se acercó a la anciana.

La vieja lo tomó en brazos y lo metió en la canoa; después, ella también la abordó. Los dos hombres comenzaron a remar y la canoa se internó en el río. Bobby saludó con la mano.

—Adiós, mami. Hasta luego.

Jenna le devolvió el saludo. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Adiós, Bobby. Sé fuerte.

Cuando la embarcación llegó a la otra orilla, sus pasajeros desembarcaron; miraron y saludaron una última vez antes de desaparecer en el bosque. Jenna se quedó sola frente al Río de las Lágrimas, de la Tierra de las Almas Muertas, que divisaba en la otra orilla.