34

Cuando Eddie vio a Joey sentado sobre el parapeto que separaba la calle de la playa, justo enfrente de su casa, sintió la necesidad de aporrearlo. O al menos de decirle que era una escoria, un delincuente. Cruzó la calle y se enfrentó al infeliz, que alzó la cabeza y le sonrió.

—Eres una bazofia —comenzó Eddie.

Joey se rio.

—Venga, es mi trabajo. No vine aquí por propia iniciativa. Él me contrató. No mates al mensajero.

—¿Y qué hay de esa mierda de la foto? No estábamos teniendo relaciones.

—Un tecnicismo… —dijo Joey con tono negligente. Encendió un cigarrillo.

—Nunca tuvimos relaciones sexuales.

—Sí, claro. ¿Bromeas? Sé que hicisteis la porquería. No, no tengo una foto del acto en sí, pero sé que lo hicisteis.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Tío, llevo mucho tiempo en este negocio. Me doy cuenta por la mirada. Además, tendrías que ser marica para no tirarte a la hembra esa. Vaya, si la tuviera en mi cama, me la follaría hasta volverla loca… y después me pediría más.

—Algo me dice que te pediría que parases.

—Eso es lo que más me gusta. Cuando lo hacen, les doy más duro.

Eddie alzó la vista al cielo y dio un paso en dirección a la playa. El tipejo era demasiado. Debía de tener una vida social de lo más animada.

Joey rio otra vez.

—Disculpa. No quise ofenderte.

Eddie lo miró.

—No, no me ofendiste. Sólo estaba pensando en lo patético que eres, nada más.

—¿Que yo soy patético? Oh, eso sí que es bueno. Veamos…, tenemos una esposa deprimida que ni siquiera tiene suficiente lucidez para escapar de su marido de un modo eficiente. Tenemos un marido celoso que le paga a un investigador privado un montón de dinero para que rastree a su esposa y que después vuela a Alaska de un momento para otro para poner las cosas en claro con ella. Y te tenemos a ti. Un artículo de lujo. Un joven semental que conoce a una extraña mujer cosmopolita, se enamora de ella, quiere conservarla con desesperación. Pero sabe que ella pertenece a otro mundo y que nunca podrán seguir juntos. Pero insistes, ¿no? Siempre queda un rayito de esperanza. Tu amor es fuerte.

Joey tiró al mar la colilla de su cigarrillo.

—Bueno, amigo, te contaré cómo son estas cosas. No te quedas con la chica. Eso nunca ocurre. Los pobres desgraciados que las chicas eligen para follar por un tiempo siempre terminan por quedar a la intemperie. Es una ley de la naturaleza, así que será mejor que te vayas acostumbrando.

—¿Ah, sí? Quizá las leyes de la naturaleza no se aplican en Alaska.

Joey sonrió y meneó la cabeza.

—Quizá.

Eddie cogió un palo y lo partió. Después rompió las mitades, y así sucesivamente.

—¿Y tú, qué? —preguntó.

—¿Yo? Cobro mi cheque, regreso a Seattle, me tiro a alguna hembra, y a continuación me embarco en mi siguiente aventura…, rastrear a otra panda de perdedores patéticos e inadaptados.

—Parece que lo tienes todo calculado, ¿no?

—Mira, yo no inventé el sistema. Sólo trabajo dentro de sus reglas. Y son reglas sencillas. En realidad, sólo hay una: llegado el caso, todos están dispuestos a joder a todos los demás.

—Una visión muy saludable de la vida.

—Digamos que sirve para pagarse el alquiler.

Eddie miró hacia la casa y vio a Jenna y a Robert en el interior. Jenna seguía sentada en el sofá. No parecía contenta. Robert daba vueltas por la habitación con aire desesperado. Se pasaba la mano por la cabeza, casi con furia, sin dejar de hablarle a su mujer.

—La mano me está matando —se quejó Joey, quitándose la gasa de la mordedura y haciendo una mueca de dolor—. A ese perro habría que examinarlo para ver si está rabioso.

—No está rabioso —contestó Eddie sin mirarlo. Seguía contemplando a Jenna y a Robert. Quería saber qué ocurría. ¿Qué estarían discutiendo durante tanto rato? Se dijo que arreglar los desperfectos de años de matrimonio debía de llevar un buen rato.

—¿Sabes cómo se analiza a un perro para ver si tiene rabia? Se le corta la cabeza —explicó Joey en tono informativo.

Eddie miró a Óscar, que estaba echado junto al parapeto.

—Este perro no está rabioso —repitió.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no es un perro. Es un ayudante espiritual.

Joey alzó las cejas. Eso sí que era algo nuevo. Qué divertido.

—¿Ayudante espiritual? ¿De qué clase?

—No lo sé. Cuervo lo envió para proteger a Jenna de los kushtaka.

—¿Perdón? ¿Cuervo? ¿Kushtaka? Por favor, cuéntame más. Soy todo oídos.

Pero Eddie no tenía tiempo para explicar nada. Lo que le preocupaba era lo que ocurría entre Jenna y Robert. Anhelaba oír su conversación, enterarse de lo que decían. ¿Qué decidiría Jenna? Era probable que Joey tuviese razón; ella se marcharía. Pero tal vez no.

—¿Qué clase de ayudante espiritual? —insistió Joey.

—No lo sé —replicó Eddie con brusquedad—. El chamán dijo que es un espíritu. Para mí, es un perro. Tú qué dices, ¿es un ayudante espiritual o un perro?

—Sólo hay un modo de averiguarlo —respondió Joey—. ¿Quieres que lo haga?

Eddie estaba a punto de responder con otro «no sé» lleno de impaciencia cuando sonó el estampido. Fuerte y hueco, seguido de un eco que rebotó desde el mar y de un gruñido de Óscar. Eddie se volvió y vio que Joey tenía una pistola en la mano. Óscar, con un balazo en el flanco, pugnaba por levantarse, abrumado por el peso de la herida. Trataba de levantarse, pero las patas no le obedecían. Miró a Eddie con expresión de desconcierto. Eddie se quedó paralizado, mirando con horror la sangre que manaba del costado del animal.

Jenna y Robert salieron de la casa al oír el disparo y cruzaron la calle a la carrera. Jenna gimió al ver que Óscar estaba herido.

—¿Qué has hecho? —gritó.

—No es un verdadero ayudante espiritual —dijo Joey mientras enfundaba su arma—. Si lo fuera, no se estaría muriendo.

—¿Qué hiciste? —volvió a preguntar Jenna. Pero sabía que nada podía explicar lo que acababa de suceder. Cayó de rodillas ante el perro moribundo y llevó las manos a la herida en un infantil intento de detener la sangre—. ¿Qué has hecho?

—¿Qué coño te pasa? —bramó Eddie, dirigiéndose a Joey. Dio un paso hacia él, pero Robert lo contuvo. Joey agitó el índice con aire admonitorio.

—Cuidado. Estoy armado.

Eddie se volvió violentamente hacia Robert.

—Suéltame. ¿Qué te crees que haces, trayendo aquí a este psicópata? ¡Vete ya mismo!

Jenna abrazaba a Óscar. Procuraba ayudarlo a incorporase. Óscar alzó la cabeza y miró a Jenna. Sus ojos pedían auxilio, suplicaban entender qué le había pasado.

—Ayudadme —exclamó Jenna—. Ayudadme. Tenemos que llevarlo al médico.

Intentó cargar al perro moribundo, pero pesaba demasiado para ella. Tenía la ropa cubierta de sangre del animal. Sus esfuerzos por auxiliar a Óscar horrorizaban a Robert. Quería que se detuviera. ¿No se daba cuenta de que el perro estaba muerto?

—¡Que alguien haga algo! ¿Es que no tenéis corazón? Necesitamos un médico. ¿Por qué no me ayudáis?

Una vez más, trató de levantar en brazos a Óscar, pero cayó hacia atrás. Robert se le acercó e intentó abrazarla.

—Jenna, por favor —dijo—. Por favor, detente.

—¡Quítame las manos de encima! —chilló ella. Le dio una bofetada en el rostro—. ¡Vete! ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué viniste? ¡No volveré contigo, nunca! ¡No me toques!

De rodillas, lloraba, abrazando a Óscar, que aún respiraba, pero apenas. Unos pocos jadeos superficiales, sus últimas respiraciones antes de morir. Robert no sabía qué hacer. Miró en torno a sí, pero Eddie ya se había marchado. Joey se había movido un poco calle abajo, pero aún estaba bastante cerca. ¿Qué había pasado? ¿Por qué le había disparado Joey al perro?

Eddie regresó; traía una manta. La extendió en el suelo.

—¿Qué haces? —preguntó Jenna.

—Lo vamos a llevar al doctor —dijo él.

Entre los dos, alzaron a Óscar y lo depositaron sobre la manta. Transportaron el cuerpo exangüe a la camioneta de Eddie, mientras Robert los contemplaba. Ambos abordaron el vehículo y Eddie lo puso en marcha. Eddie se detuvo frente a Joey y le hizo seña de que se acercara a la ventanilla.

—Será mejor que te marches del pueblo por la mañana, de no ser así, te buscaré y te mataré.

Joey hizo una mueca de miedo fingido.

—Ay, qué duro.

—Te destriparé como a un pescado, pedazo de mierda.

—Sí, señor —dijo Joey mientras hacía una reverencia—. Lo tendré en cuenta a la hora de tomar una decisión.

Eddie comenzó a alejarse, pero Joey lo llamó. Eddie detuvo la camioneta. El otro extrajo del bolsillo una llavecita plateada y se la pasó.

—Esto es para ti. Creo que tu amigo, el vejete, debe de estar buscándola.

Eddie tomó la llave y fulminó a Joey con una mirada tan airada e intensa que, durante un instante, éste se sintió verdaderamente asustado. Sabía que no valía la pena salir lastimado; abordaría el vuelo de la mañana siguiente. Una pena, ya que le habría gustado permanecer unos días más para cazar un poco.

Eddie aceleró y puso rumbo al centro del pueblo. Sabía que Óscar ya estaba perdido, pero Jenna se merecía que intentara hacer algo. Alguien tenía que hacer algo, ¿entiendes? No hay nada más abrumador que la sensación de impotencia, que el verse forzado a ver que algo ocurre sin que uno pueda hacer nada al respecto. A veces, en ocasiones tan terribles, lo mejor que podemos hacer es abrazarnos unos a los otros, ayudarnos a salir adelante. Así, cuando los acontecimientos ocurren, al menos sabremos que los vivimos juntos.

***

Eddie mantuvo el dedo sobre el timbre hasta que una luz se encendió en el interior de la casa. Entonces, regresó a la camioneta; Jenna y él alzaron la manta donde iba el cuerpo de Óscar y la llevaron hasta la puerta. El doctor Lombardi —todos sabían que se iba a dormir temprano— abrió la puerta. Vestía una chaqueta de pijama a rayas y unos tejanos. No parecía molesto porque lo hubiesen despertado.

En Wrangell no hay veterinario. Uno de Ketchikan pasaba por allí cada una o dos semanas, y hacía viajes especiales si lo llamaban, pero eso era todo. El joven doctor Lombardi era un médico de cabecera que se había mudado de Seattle a Wrangell hacía pocos años. Llevaba las cosas con buena disposición. Se daba cuenta de que en un pueblo del tamaño de Wrangell, suele ocurrir que un médico de familia también deba cumplir otras funciones. Por eso se había ido a vivir allí. Aún albergaba la esperanza de que alguien le trajese un animal que pudiera curar, no sólo los que eran atropellados en la carretera y debían ser sacrificados.

Miró con aire preocupado a Jenna y Eddie y a la manta tinta en sangre que acarreaban.

—¿Cuál es el problema?

—Han pegado un tiro a nuestro perro —dijo Eddie—. Tal vez ya sea tarde.

El doctor Lombardi tenía el consultorio en su domicilio. Hizo pasar a Eddie y a Jenna por la sala de espera, que antes fuera el vestíbulo, a la de estar, ahora sala de consultas. Eddie tendió a Óscar sobre la camilla. El doctor Lombardi apartó la manta.

—Madre mía —exclamó, moviendo la cabeza con aire pesimista, al ver la herida. Levantó el párpado de un ojo de Óscar, que iluminó con una linterna de bolsillo.

—Aún resiste, pero…

—¿No puede salvarlo? —preguntó Jenna.

—Pues no querida, me temo que no.

Metió los dedos en el orificio de bala y hurgó un poco. Cuando los sacó, estaban cubiertos de sangre y de negras motas de metal.

—Es una bala mata-polis.

—¿Qué es eso?

—Bueno, una verdadera mata-polis es una bala con núcleo de titanio; son para perforar chalecos antibalas. Ésta es una mata-polis casera. La punta del proyectil se corta en cruz; así, al impactar, se abre, produciendo tremendos daños a los tejidos y mucha hemorragia. Son disparos que suelen ser fatales, aunque la bala no toque ningún órgano.

El doctor Lombardi acarició al perro con suavidad. Se compadecía de él porque era demasiado tarde para salvarlo.

—Yo le pondría una inyección —aconsejó el médico, mirando a Eddie—. No hay por qué dejar que sufra.

Eddie miró a Jenna. Ella sabía lo que significaban las palabras de Lombardi. Dormirían a Óscar y ya no sufriría. Cerró los ojos y asintió en silencio. El médico aplicó la inyección.

Cuando todo terminó, Jenna se sintió aturdida, nada más, como con ocasión de la muerte de Bobby. Eddie la escoltó hasta la sala de espera. El doctor Lombardi se sentó ante el escritorio de recepción y extrajo un recibo de una gaveta. Lo colocó en una máquina de escribir.

—Soy la única persona del mundo que no tiene ordenador —bromeó, mientras mecanografiaba unas palabras—. ¿Qué queréis hacer con el cuerpo?

—No sé.

—Hay un cementerio de mascotas cerca del aeropuerto. Los Boy Scouts lo mantienen. Se le puede sepultar ahí; cuesta veinte dólares.

—Sí —dijo Jenna—. Eso estaría bien.

El doctor Lombardi volvió a su tarea en la máquina de escribir.

—¿Qué quieres poner en la lápida?

Jenna no supo qué decir. Lápida. ¿Qué poner?

—Pues «Óscar», nada más.

El doctor Lombardi tecleó un poco más. Cuando terminó su recibo, quitó el papel de la máquina de escribir y lo puso sobre el escritorio.

—¿Sería posible poner un corderito en la lápida? —preguntó Jenna; al instante, sintió que había dicho una tontería.

El doctor Lombardi sonrió.

—Me temo que en realidad no es una lápida. Uno de los scouts clava dos trozos de madera y pinta el nombre solicitado en ellos.

Jenna rio y se sorbió las lágrimas.

—No sé para qué pregunté.

El doctor Lombardi asintió con la cabeza y deslizó el recibo sobre el escritorio.

—Acepto tarjetas de crédito, cheques y efectivo.

Lo que vuelve insignificante a la muerte son los pequeños detalles. En realidad, no es más que un evento que les ocurre a millones de seres cada año. Animales, humanos, lo que fuere. Todos mueren, y hay que ocuparse de ellos. Y Jenna sintió cierto alivio ante el hecho de que la muerte de Óscar hubiese sido rápida y fácil y que lo vinculado a disponer de su cuerpo pudiese hacerse y pagarse en el momento. Eso jamás ocurre con las personas, aunque tal vez sería mejor que se hiciera así. Mueren, las entierras, pones un cartel que tenga pintado su nombre, sigues con tu vida. No era indiferencia: era lo natural.

Cuando iban de regreso en la camioneta, Eddie recordó la llave que llevaba en el bolsillo y dijo que debían pasar por casa de Field para ver si todo estaba en orden. Se detuvieron frente a la casa. Estaba a oscuras, y Eddie se sintió repentinamente preocupado. La puerta principal estaba entornada, pero todas las luces estaban apagadas y la casa parecía desocupada. Se apearon y entraron. Eddie encendió la luz del vestíbulo.

—Eh —avisó una voz desde la cocina. Eddie y Jenna fueron hacia allí. Estaba a oscuras. Cuando encendieron la luz vieron a Field; esposado a su silla, les sonreía. La nariz le había dejado de sangrar, pero no antes de dejarle cubierta la pechera de la camisa con un manchón oscuro—. Pensé que ya os habíais olvidado de mí.

Eddie abrió las esposas y ayudó a Field a lavarse sin decir palabra. Field, en cambio, no dejaba de parlotear. Le preguntó a Jenna si no lo encontraba más atractivo con la nariz rota.

—Creo que me gustaba más como la tenías antes —respondió ella.

—Bueno, bueno, ya verás cuando baje la hinchazón, te gustará más.

Eddie insistió en que fuesen al hospital para hacerle revisar las costillas a Field. Éste se resistió con considerable empeño, pero al fin capituló y permitió que lo llevasen en camioneta. En cuanto estuvieron de regreso en casa de Field, con el anciano vendado y bajo el efecto de los medicamentos para el dolor, le contaron lo de Óscar. Field meneó la cabeza, afligido.

—Qué maldad.

—Llamaré al alguacil y haré encarcelar a ese pequeño mierda —dijo Eddie.

Él y Jenna ayudaron a Field a meterse en cama antes de emprender el regreso. Ya casi era medianoche y comenzaba a llover en serio. Se había producido un cambio palpable en su relación. Los acontecimientos de la noche habían aportado un nivel de intimidad y entendimiento que antes no estaba presente. Ya no eran desconocidos enamorados, concentrados en atraer la atención del amado por todos los medios. Y aunque la formalidad de su relación era lo que menos podía importarles, Eddie no pudo dejar de notar que ella se iba con él, no con Robert.

Se fueron cada uno a su dormitorio; por costumbre, nada más. Jenna sabía que terminaría pasando la noche en la cama de Eddie, porque no soportaría la soledad. Jenna se quitó las botas y comenzó a desvestirse; desde el exterior llegaba el sonido de la lluvia y el viento.

Alguien llamó a la puerta de la calle. Eddie salió de su dormitorio y acudió a abrirla. Jenna asomó la cabeza por la puerta del suyo para ver quién llegaba. Era David Livingstone. Jenna se apresuró a abotonarse los pantalones y salió a la sala de estar.

—Pasa —le dijo Eddie a David. El chamán meneó la cabeza y permaneció en el porche.

—No hay tiempo —contestó.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jenna.

—Creo que puedo ayudarte.

David parecía flaco y consumido; daba la impresión de que algo lo preocupaba. No dejaba de mirar por encima del hombro, hacia la lluvia.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Puedo ayudarte, pero tienes que venir ahora mismo.

Jenna y Eddie se miraron. Quizá las cosas comenzaban a cambiar. Hay que tocar fondo antes de salir a la superficie. Jenna había dado por hecho que David se negaba de plano a toda posibilidad de ayudarla; al parecer, se lo había pensado mejor. Quizá había llegado a la conclusión de que estaba dispuesto a enfrentarse a los peligros sobre los que la advirtiera.

—Dame tiempo a ponerme las botas —dijo Jenna, disponiéndose a regresar a su habitación.

—Voy a buscar mi chaqueta —avisó Eddie. David lo detuvo con un gesto.

—No, ella, nadie más. Debe venir sola.

Eddie alzó las cejas, sorprendido; después, se encogió de hombros. Jenna había desaparecido en su cuarto.

—¿Estás seguro de que no quieres pasar? —le insistió Eddie a David.

—Estoy mojado, y hay prisa.

Eddie asintió. Jenna no tardó en reaparecer, lista para salir. Eddie tomó una capa impermeable del ropero y se la pasó.

—No sé si es buena idea que salgas con este tiempo —dijo—. ¿Por qué no esperas a que la lluvia amaine?

—Debemos partir ahora —interrumpió David.

Jenna miró a Eddie a los ojos.

—Tengo que ir, Eddie.

Eddie movió la cabeza, no muy convencido.

—Cuídate pues.

—Estaré bien.

Le dio un beso en la mejilla y se apresuró a salir. Ella y David bajaron del porche y desaparecieron en la lluvia oscura.

***

Media hora más tarde, alguien volvió a llamar, y con fuerza, a la puerta de Eddie. Éste resopló al ver que el visitante era Robert. No tenía energías para lidiar con él. De todos modos, le abrió la puerta.

—¿Dónde está? Quiero hablar con ella —exigió Robert, irrumpiendo en la sala de estar.

Eddie bufó.

—¿No te parece que ya hiciste bastante daño por hoy?

—Sólo quiero hablar con ella.

—No está aquí.

Robert se lo quedó mirando.

—Mientes, ¿dónde está?

—Se marchó.

Robert se lo pensó durante un momento. ¿Adónde podía haberse marchado? No, tenía que estar en algún lugar de la casa. Se precipitó al pasillo; abrió cada puerta de la vivienda y miró. Eddie se sentó ante la mesa hasta que el otro terminó su registro. Al cabo de un minuto, Robert regresó.

—¿Adónde fue?

—Se fue con el chamán, a buscar a su hijo. ¿Puedes creerlo?

—Mira, amiguito —contestó Robert, fulminándolo con la mirada—. No me caes bien. Si te conociera más, tampoco me gustarías. Así que hazme un favor. Dime dónde está y después desaparece.

Eddie apretó los dientes. Sólo por eso pudo permanecer sentado. Sólo eso evitó que cruzara la habitación y le diese un puñetazo en la cara a Robert. Procuró conservar la calma.

—Vaya cara tienes —dijo—. Te vienes aquí con un pistolero a sueldo que golpea a mi amigo y tirotea al perro de Jenna. Y ahora vienes a mi casa y me insultas. Mira, no arreglo las cuentas contigo ahora mismo por respeto a Jenna, nada más. Será mejor que te marches antes de que cambie de idea.

Robert se quedó en silencio por un momento.

—Lamento lo de tu amigo —murmuró.

—¿Qué?

—Que lamento lo de tu amigo. Despedí al tío ese. No creí que fuese a lastimar a nadie. Lo despedí.

—Es la primera cosa inteligente que haces desde que estás aquí.

—Sí, claro. Pero ¿dónde está Jenna?

—Ya te lo dije. Se fue con el chamán.

Robert suspiró y se rascó la cabeza.

—¿Cuándo volverá?

—No lo sé.

Robert cerró los ojos y respiró hondo. No sabía cuál sería su siguiente paso. No sabía dónde había ido Jenna ni durante cuánto tiempo se ausentaría. Pero sí estaba seguro de algo. Cuando regresara, no iría al hotel a buscar a Robert. Iría directamente a esa casa. De modo que Robert tenía que esperarla allí. Cuando abrió los ojos, vio que Eddie había abierto la puerta de la calle y le hacía señas de que se marchara.

—Me quedo —dijo Robert.

—No te invité.

—Ya lo sé —afirmó Robert. Se sentó en el sofá—. Pero de todos modos me quedo.

Eddie rio y cerró la puerta.

—Tienes la cara muy dura.

—Ya lo sé. Pero lo que hay en juego es mucho.

Eddie suspiró y se fue a su dormitorio. Robert se quitó su empapada chaqueta y se envolvió en una manta que había plegada sobre el respaldo del sofá. Y se quedó sentado, solo en la sala silenciosa, a la espera del retorno de Jenna.

***

David llevó a Jenna hasta la playa. Allí los esperaba una ancha canoa de madera, apenas encallada fuera del alcance del agua. David le indicó a Jenna que cogiese la popa y empujase mientras él se metía en el agua y tiraba desde proa para poner la nave a flote.

—¿Dónde vamos? —preguntó Jenna. Tuvo que gritar para hacerse oír sobre el sonido de la lluvia.

—A buscarlo —respondió David.

La canoa ya casi flotaba. David la abordó y tomó su remo. Jenna dio un último empujón, y quedó metida en el agua hasta las corvas. También ella abordó la embarcación. Había unos dos centímetros de agua en el fondo, y Jenna esperó que se tratase de lluvia, no de una filtración. Jenna había supuesto que la pesada canoa sería difícil de maniobrar en el agua; le sorprendió ver que David podía hacerlo sin ayuda. Le preguntó si quería que lo ayudase a remar, pero él se limitó a negar con la cabeza. Puso rumbo a la salida de la bahía.

Aunque el mar estaba agitado, el avance era curiosamente regular. La canoa parecía cortar las olas con facilidad, y Jenna disfrutaba de la sensación de navegar. Lo que no le agradaba tanto era la lluvia, que caía en grandes gotas. Agradeció que Eddie le hubiese dado la capa impermeable. Iba arrodillada, y los tejanos se le habían empapado. Tenía el cabello mojado y pegado a la cara. David bogaba sin detenerse: izquierda, izquierda, izquierda, derecha, derecha, derecha.

Pronto, estuvieron lo bastante lejos como para que Jenna comenzara a sentirse inquieta. Por detrás de ella, apenas distinguía ya el leve fulgor de Wrangell. Le preocupaba mucho que David navegara en la oscuridad. ¿Cómo sabía dónde iban? Además, seguía lloviendo, y el agua del fondo de la embarcación crecía. Como si hubiese percibido su creciente preocupación, David se detuvo por un instante; era la primera vez que se tomaba un descanso. Se volvió hacia ella. Su silueta casi no se distinguía.

—La lluvia parará pronto —dijo.

Ahora que los remos no hendían el agua, sólo se oía el tamborileo de la lluvia. Era un sonido tranquilizador, y Jenna se dio cuenta de que estaba muy cansada. Había sido un día largo, lleno de ansiedad y tensión. Tan largo, que parecía que las cosas ocurridas por la mañana habían tenido lugar el día anterior. Dio un profundo bostezo.

—Tenemos un largo viaje por delante. Será mejor que descanses.

Jenna no veía cómo iba a hacer para descansar en el fondo de una canoa de madera; de todos modos estiró las piernas. Descubrió con sorpresa que el suelo no estaba tan mojado como le pareciera. Se recostó contra la popa y alzó el rostro a la lluvia. La sensación de las gotas frescas era agradable. Bostezó otra vez.

—Estoy muy cansada.

—Lo sé. Será mejor que duermas.

—Muy cansada.

La fatiga espesaba su voz. Pensó en lo que acababa de decir y en cómo sonaba y recordó cómo era sumirse en un sueño drogado. Sentía lo mismo que en esas ocasiones, tanto tiempo atrás, en que se forzaba a dormir con píldoras y vino. La opacidad de lo que la rodeaba, la pesadez de sus miembros, la dualidad de cuerpo y mente puesta al descubierto. Pues aunque sus pensamientos eran claros, el cuerpo no le obedecía. Eso había sentido en la barca con Bobby. Drogada, de modo que podía ver lo que ocurría, pero no responder. Había leído acerca de casos similares en el quirófano, cuando el anestesista daba una dosis equivocada, suficiente para paralizar el cuerpo, pero no para dormir la mente. Los pacientes se veían obligados a sufrir dolorosas cirugías, sin poder decirles a los médicos que lo sentían todo. Pero la lluvia era agradable. Transparente y viva, bolitas frías que caían sobre su cara. Cerró los ojos y abrió los labios. Las dulces gotas cayeron en su boca y se durmió.