33

Joey se recostó contra la pared de la terminal aérea, tratando de que el alero lo cobijase del agua. La llovizna era ligera, pero el viento la hacía arremolinarse de tal modo que no parecía que viniese del cielo, sino de todas partes. Joey miró hacia las montañas, donde viera emerger un avión de entre las nubes antes de aterrizar. Tal como lo esperaba, no tardó en ver otra nave a reacción de Alaska Airlines surgir del cielo gris para quedar suspendida sobre las alturas. En la distancia, parecía pequeña y silenciosa, pero se fue agrandando y volviendo ruidosa, hasta que finalmente tocó tierra frente a él. Cuando se detuvo, y mientras los motores seguían gimiendo, dos hombres acercaron una escalera rodante a la puerta delantera. Cuatro personas descendieron del avión; la última era Robert.

Se dirigieron en taxi al pueblo. Ninguno de los dos hablaba. Robert había quedado un poco desorientado por el movido vuelo y además no estaba muy seguro de cómo tratar a Joey. ¿Era su par o un subordinado? ¿No tendría que haberle presentado algún tipo de informe escrito? En fin, en realidad, a Robert no le importaba. Su inminente confrontación con Jenna lo ponía muy nervioso, y no quería ponerse a pensar sobre cómo tratar a un tío al que le pagaba un montón de dinero. Cerró los ojos y se recostó en el asiento.

Tras un breve trayecto, el coche se detuvo frente al ayuntamiento. Joey le pagó al conductor y le pidió un recibo. Robert y él se apearon. Entraron al vestíbulo de un adocenado edificio gubernamental, con las correspondientes paredes color verde claro y alfombrado gris barato. A la derecha había una puerta encristalada con una estrella de alguacil pintada.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Robert.

—A ver al alguacil.

—¿Por qué?

—Quieres encontrar a tu esposa, ¿no?

Joey abrió la puerta y entró. Robert se sentía confundido. Le habían dicho que su mujer estaba en ese pueblo. ¿Y ahora resultaba que no sabía dónde se encontraba? De mala gana, siguió los pasos de Joey.

Joey hablaba con una recepcionista, una mujer de edad mediana que escuchaba sus quejas. Se sujetaba la mano vendada como si le hiciera mucho daño, pero daba la impresión de estar fingiendo. En el taxi, no le había prestado ninguna atención.

—El perro me mordió y ahora no puedo dar con él ni con su ama. Me parece que se fueron del pueblo. Debo encontrarlos para hacer examinar al perro. Parece rabioso.

La mujer miró atentamente la mano vendada y meneó la cabeza con aire de escepticismo.

—¿La rabia no fue erradicada hace mucho?

—A mí me pareció rabioso. Con espuma en la boca, tan dispuesto a atacar. Sólo tendí la mano para acariciarlo y me mordió. —Joey se volvió hacia Robert—. Y éste es el marido de la señora. Le preocupa la posibilidad de que el perro se vuelva contra ella y la ataque. Creo que es muy importante que los encontremos.

La mujer frunció el ceño, pensativa. Después se excusó y se dirigió a una puerta que se abría detrás del mostrador y que tenía pintadas las palabras «Alguacil Larson». Llamó y entró.

Joey se dirigió a Robert.

—Sígueme el juego. Tú y ella estáis de vacaciones. Tu mujer llegó primero; tú viniste a reunirte con ella. Pero al llegar, te encontraste con que se había marchado y estás preocupado.

Robert asintió con la cabeza. Se oían voces amortiguadas al otro lado de la puerta. Al cabo de un momento, el alguacil Larson apareció en el vano.

—¿Era un pastor?

—Sí, señor —respondió Joey—. Parecía muy amistoso, pero casi me arranca de cuajo el pulgar.

—¿Fuiste al hospital?

Joey bajó la mirada con aire de embarazo.

—Sí, señor. Pero no tengo un seguro de salud y un médico del hospital me dijo que las inyecciones para la rabia cuestan mucho dinero; pero por veinticinco dólares, un veterinario puede examinar al perro para ver si está rabioso.

—¿Quién eres tú? —preguntó el alguacil, clavándole la mirada a Robert. Robert se asustó.

—El marido de Jenna.

—¿Quién es Jenna?

—La dueña del perro —explicó Joey.

—¿La que se aloja en casa de Eddie Fleming?

—Sí, así se llama. Eddie. En efecto.

—No entiendo cuál es el problema. Ve y haz que examinen al perro —dijo el alguacil—. Tú pagas —añadió, dirigiéndose a Robert.

—Es que se marcharon.

—¿Se marcharon?

—Se fueron en avión ayer.

—¿Adónde?

—Ese el motivo por el que estamos aquí. No lo sabemos. Vi que se iban en el hidroavión de un viejo, que después regresó solo. Así que él tiene que saber dónde están. Pero se niega a decírmelo. Dice que es un secreto.

—Debe de ser Field —apuntó el alguacil.

—Pensamos que tal vez usted se lo podría preguntar. Ya sabe, explicarle que se trata de algo importante. A usted le hará caso. La mano me duele mucho y al amigo Robert le preocupa mucho que su esposa esté sola con ese perro rabioso.

El alguacil se pasó la mano por la cara y sofocó un bostezo. Se rascó la mejilla.

—Ese perro causa demasiados problemas —dijo.

—¿Le hablará a Field? —lo instó Joey.

—De acuerdo —respondió el alguacil, suspirando—. Lo haré.

***

Jenna se enfrentaba a problemas serios. Más serios que aquellos que pueden ser resueltos por un plato de macarrones con queso y trozos de salchicha. Eran problemas de base. Vinculados a la fe y las creencias. ¿Moisés separó las aguas del Mar Rojo? ¿Jesús curaba a los inválidos? ¿Puede existir más de una religión, o son todas la misma, pero las personas la interpretan de distintos modos? ¿Hay algún motivo para creer que espíritus-nutria roban almas? ¿Será porque existe la posibilidad de salvación? Y de ser así, ¿la salvación de quién?

Eddie comía sus macarrones con queso.

—¿Hasta qué punto crees? —le preguntó Jenna.

Eddie alzó la vista de su plato y se encogió de hombros. Jenna esperó que respondiera, pero no lo hizo.

—No crees nada, ¿verdad? —dijo ella. Eddie volvió a encogerse de hombros.

—No sé. ¿Tú cuánto crees?

—No creo nada. Estoy más allá de creer o no. Creer es una elección, y esto no es una elección para mí. Es real. No creo nada de todo esto. Lo sé.

Eddie asintió con la cabeza y siguió comiendo. Pero Jenna no estaba dispuesta a permitir que se escabullera sin responderle.

—Entonces, de todo lo que David nos contó… ¿crees algo?

—Venga, Jenna. Estamos hablando de una religión prácticamente extinguida. Si yo te dijera que Zeus robó el alma de tu hijo, ¿me creerías?

—Quizá. Si el contexto fuese el apropiado.

—Bueno, pues a eso me refiero —explicó Eddie—. Yo no lo creería. De modo que tú eres creyente y yo soy incrédulo. No hay problema. Se llama tolerancia religiosa. Es algo que practicamos en Estados Unidos.

—Muy bien chico listo, no crees y sólo estás ejerciendo tu tolerancia. Entonces ¿qué haces aquí?

Eddie sonrió y soltó su tenedor.

—¿No lo sabes?

—No, no lo sé.

Él la miró a los ojos.

—Bueno, piénsatelo y quizá lo descubras por ti misma.

Jenna lo contempló entornando los ojos. Era extraño. Le parecía tan familiar. Habría podido dibujar su retrato con los ojos cerrados. Pero no sabía nada de él. ¿En qué nivel funciona la atracción entre dos individuos? ¿Se trata del aspecto, de la personalidad, o de alguna otra cosa? De algo invisible. De una fuerza que no conocemos. De algún órgano de nuestro cuerpo que percibe los campos de energía que atraen mutuamente a la gente. Tal vez fuese el apéndice. O eso de las feromonas. Quizá funcionen de verdad.

—¿Quién eres? —le preguntó de pronto a Eddie.

—¿Yo? Un hombre, nada más.

—Quiero detalles. Antecedentes.

—Nacido y criado en Alaska. Tengo un hermano que vive en Tacoma. Me gano la vida pescando.

—¿Padres?

—Muertos.

—Lo siento.

—No lo sientas. No me caían muy bien.

A Jenna le sorprendió la frialdad de la respuesta de Eddie.

—No es un comentario muy simpático —dijo.

—No, quizá no —respondió él—. Pero en fin, si se hubiesen portado bien conmigo al menos una vez cuando vivían, es posible que yo hablara bien de ellos ahora que están muertos. La realidad es que no me dejaron buenos recuerdos, así que…

—¿Qué haces en tu tiempo libre?

—Nada. No tengo amigos, familia, pasatiempos… nada.

—Eres una cifra.

—¿Qué es eso?

—Una nulidad. Una página en blanco.

—Exacto. Eso soy.

—Qué aburrido.

—No, ser una cifra está bien —dijo él—. No hay compromisos ni obligaciones. No estoy obligado a sonreírle a la gente que no me cae bien. Me limito a existir.

—Como un monje.

—Tú lo has dicho. Como un monje. A veces, canto letanías. Pero aparte de eso, no soy más que una cifra.

Jenna lo miró a los ojos por un largo rato. Él se mantuvo impasible; pero sus ojos sonreían y Jenna se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo.

—No te creo.

—¿Ah, no?

Eddie plegó su servilleta y la posó junto al plato de macarrones con queso.

—Bien —dijo—. ¿Cuál es nuestro próximo paso?

Jenna meneó la cabeza.

—Ni idea.

Miró por la ventana. Por detrás del cuadro del pescado azul con cuchillo y tenedor, vio a un indio viejo que avanzaba por la calle embarrada, con el cabello en la cara. Admiró su determinación. La forma en que caminaba, el modo en que sus ojos estudiaban el terreno que pisaba decían a las claras que tenía una meta. El viejo no se preguntaba adónde iba, sino cómo haría para llegar allí. Jenna hubiese querido sentir esa misma determinación. Creía haber encontrado lo que buscaba, que David Livingstone la guiaría a ello. Pero él la falló. Y ahora estaba otra vez en el punto de partida, atenazada por el temor de que su vida pasada estuviese tras sus pasos, a punto de atraparla. La semana anterior había consistido en una serie de avances y retrocesos, de picos y valles, un viaje que se hizo aún más difícil por su desconocimiento de cuál sería el destino final.

—Si regresamos esta noche, tendríamos que hacerlo antes de que comience a llover…, si es que llueve —dijo Eddie, interrumpiendo los pensamientos de Jenna.

—¿Y si no llueve?

—Yo no tengo problema en permanecer aquí. Como cifra que soy, cualquier lugar me viene bien. Pero me da la impresión de que tu mente está en otro lado, preguntándose de dónde saldrá el próximo chamán o algo por el estilo.

Tú decides. Puedo llamar a Field y lo tendremos aquí en cuarenta y cinco minutos. O podemos ir a la habitación y jugar un rato.

—Nada me gustaría más que jugar un poco, pero tengo la cabeza en otro lado.

—Ya me había dado cuenta.

—Así que me parece que debemos regresar.

—Eso supuse. —Eddie se levantó—. Si ves a Motherfish, pide un trozo de esa tarta de arándanos.

Se dirigió al teléfono público que había al fondo del local.

Eran las cinco y no había ni asomo de oscuridad. La constante luz diurna comenzaba a agobiar a Jenna. Añoraba el otoño y su aire fresco, la oscuridad temprana que indicaba que pronto sería la época de calabazas y zapallos y las demás hortalizas otoñales que tanto le gustaban. Pero faltaba mucho para ese momento. Había mucho por hacer antes de que llegara el otoño.

Eddie volvió a la mesa con una expresión sombría en el rostro.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jenna.

—Bueno, parece que tendrás que tomar otra decisión. Tu marido está en Wrangell. Fue a casa de Field acompañado del chaval aquel, el listillo, y del alguacil. Te buscaban a ti y al perro.

—Vaya.

—Field no les dijo nada. Pero el alguacil estaba furioso. Y tu esposo y el chaval se quedaron vigilando la casa de Field.

—Joder.

—Entonces, ¿qué quieres que hagamos?

Jenna estaba azorada. Robert estaba allí. Bueno, no era que no se lo esperase. Había ido a aclarar las cosas con ella, sin duda. Para volverla a conquistar. Para demostrarle su amor. Pero Jenna no quería nada de eso. Tal como estaban las cosas, Robert no era más que un obstáculo.

—Verás, Eddie, lo único que quiero es desaparecer. Estoy tan cansada… y estaba convencida de que el chamán me diría algo, pero no fue así. ¿Qué hago, entonces? ¿Me doy por vencida?

—¿Qué es lo que quieres hacer?

—Encontrar a Bobby. Es lo único que me interesa.

—Bueno, entonces regresamos a Wrangell, le decimos a tu marido que no interfiera y buscamos otro chamán. Créeme, hay muchos. El asunto es dar con uno que no sea un charlatán.

—¿Qué? ¿Ése es el plan? ¿Regresar a Wrangell, nada más?

—Claro, no quieres quedarte aquí, ¿verdad?

—No.

—¿Tampoco quieres ir, digamos, a Ketchikan o Juneau?

—Diría que no.

—Entonces, coge al toro por los cuernos. La única manera de librarse de un problema es enfrentándose a él.

—No estoy muy segura de que nos libremos de Robert así como así. Acaba de llegar.

—Yo hablaré con él.

—Oh, sí, eso le va a sentar muy bien… «Robert, mi amante quiere hablarte».

—¿Eso soy? ¿Tu amante?

Jenna se ruborizó. En boca de Eddie, la palabra sonaba muy extraña. Amante.

—Tal vez —dijo.

Eddie sonrió.

—Qué bien.

Tendió la mano por encima de la mesa y tomó una de las de Jenna. Ella le sonrió.

—Así que ése es el plan, ¿eh? ¿Regresar y coger el toro por los cuernos? —preguntó ella.

—Sí, por los cuernos, con decisión.

Eddie se puso de pie, e inclinándose la besó. Después se dirigió al teléfono para llamar a Field. Jenna lo contempló, aliviada por su aportación de masculinidad a la situación: la capacidad de tomar decisiones instantáneas sin titubear ni arrepentirse. Aunque Jenna no estaba deseosa de encontrarse con Robert, sabía que acabaría ocurriendo; y bien podía ser que fuera mejor hacerlo cuanto antes.

***

El plan se basa en hacerles creer que aún estás en la casa. Dejas el televisor encendido con el volumen al máximo. Mueve un poco el aparato para que vean su fulgor desde la calle. Después, es cuestión de ser astuto, como el chico Macaulay Culkin en la película esa. Lo que hay que hacer es quedarse sentado en el sillón que está junto a la ventana que da a la calle. ¿Cómo van a saber que nunca te sientas ahí? A continuación, te levantas y sales de la habitación, enseguida regresas y te sientas de nuevo. Todo ello, por supuesto, de un modo bien obvio. Que vean tus movimientos. Y cuando vuelves a sentarte, desplazas un poco el sillón, de modo que no puedan ver con certeza si estás ahí o no. A continuación, puedes deslizarte de tu asiento al suelo y escabullirte. Lo último que vieron es que te sentabas, así que supondrán que te quedaste dormido. Nunca pensarán que saliste por la puerta trasera.

Justo detrás de la casa hay cantidad de matas de zarzamora. Y es posible, aunque difícil, rodear el garaje, manteniéndote pegado a la pared, y desde ahí ir agachado hasta los matorrales, sin que te vean desde la calle. Desde ahí, tienes que cruzar entre las zarzamoras, lo que puede ser duro por las espinas. Pero como es verano, aún están blandas. Sales del zarzal y, manteniéndote oculto tras el arbolado que se extiende en forma paralela a las casas, llegas a la calle Church. Desde allí, es cuestión de seguir camino en línea recta hasta el embarcadero, donde está tu avión.

Es cuesta abajo, y hay que ir deprisa. Así, incluso si se dan cuenta de que te fuiste, les llevará un momento dilucidar qué trayecto seguiste. Y cuando lo hagan, será demasiado tarde. De todos modos, ¿qué pueden hacer?, ¿darte una paliza? Se notaba que el alguacil Larson no estaba muy contento con eso de ir a hacerte no sé cuántas preguntas a causa de ellos. Así que sin duda no los ayudará a cogerte. De modo que, ¿qué van a hacer?

Llegas, pues, al embarcadero y, en efecto, ahí está la fiel máquina, esperándote, lista para partir. Miras en torno a ti una última vez y ves que esos infelices no están por ningún lado; después, una rápida mirada al avión. Sí, claro, ha visto tiempos mejores. Pero mientras esté en condiciones de mantenerse en el aire, no hay nada que reprocharle. Sueltas las amarras, le das un empujoncito y lo abordas. Le das al botón de encendido y echa a andar.

Ya en el aire, miras al pueblo. El día es más oscuro de lo habitual para la hora que es, pero es cosa de las nubes. No es que vaya a ser un problema, pero últimamente volar en la oscuridad se te hace más difícil. El médico dice que es por tus ojos, algo que se llama «disminución de la visión nocturna». Oscurece antes para ti que para todos los demás. En fin, no hay por qué preocuparse. No tardarás en regresar.

Decides burlarte un poco de los infelices, de modo que das una vuelta sobre el pueblo antes de poner rumbo a Klawock. Ahí están, en su estúpido coche de alquiler, montando guardia frente a tu casa. Vuelas bien bajo —tanto que alguien podría quejarse— y haces una pasada rasante sobre los idiotas. Uno de ellos sale. El jovenzuelo. Pequeño hijo de puta. Se empeñó en que notaras que llevaba una pistola. Vaya, si se trata de eso, en tu casa tienes más armas de fuego que las que él pudiera imaginar. Quizá esa clase de intimidación funcione en la ciudad, donde nadie ejerce sus derechos constitucionales, pero aquí no, necio. Esto es Alaska. La última frontera. Tierra de hombres libres, morada de valientes.

El joven alza la vista y ve el avión. Te señala y agita el puño, y tú meneas un poco las alas en un saludo, sólo para enfurecerlo, y el tonto salta como una pulga rabiosa. Hasta la vista, bobos.

Tomas rumbo sur-suroeste y vuelas sobre el mar. Da la impresión de que va a llover más, pero calculas que estarás de regreso antes. En realidad, no es más que un paseíto. Cuando eras joven, podías hacer ese trayecto en mitad de una noche de nevada. Pero eso era entonces. Y esto es ahora. Eso que hay por delante, ¿es una nube o una montaña? Bueno, si vas a caer, hazlo con gracia. Como decía papá, nadie ganó un premio por vivir mucho.

***

Joey se enfureció al ver que el hidroavión lo saludaba con las alas. Se apeó del coche y maldijo al viejo mientras veía cómo se alejaba. ¿Cómo se había descuidado así? ¿Qué motivo tenía para suponer que el viejo no escaparía? Joey había supuesto que la visita del alguacil bastaría para ablandarlo. Se había tomado el trabajo de dejar a la vista un atisbo de la culata de su arma, pero el viejo era demasiado ciego para verla, o tan estúpido que no entendía que Joey la usaría si hacía falta. Hacerle una pasada rasante a él. Qué viejo tan animoso. A Joey le gustaría pasar cinco minutos a solas con él. Ahí sabría lo animoso que de verdad era. Era cuestión de quebrantarlo un poco. Unas pocas costillas rotas pueden hacer que respirar se vuelva difícil para un anciano. Darle con el canto de la mano en el puente de la nariz y ver correr las lágrimas de esos viejos ojos nublados. ¿Es que el vejete no se daba cuenta de que alguna vez debía regresar a su casa? Sí, Jenna podía escapar, pero los otros tenían casas de las que ocuparse. Todo va y vuelve. Joey regresó al Crown Vic que le habían alquilado a la compañía de taxis y montó. Cerró la puerta con violencia.

—¿Era él? —preguntó Robert.

Joey asintió.

—Probablemente los lleve a algún otro lugar. Cuando retorne, no recurriremos al alguacil. Obtendremos la información por nuestra cuenta.

Los dos se quedaron mirando por el parabrisas. Robert no entendía bien, pero le daba la impresión de que más le valía mantener la boca cerrada. Joey parecía un personaje peligroso; se notó en la forma en que apenas contuvo su ira cuando el alguacil se limitó a hacerle un par de preguntas a Field antes de marcharse. A Robert le preocupaba la posibilidad de que hubiera violencia, pero era demasiado tarde para acobardarse. Sospechaba que la violencia era la norma en la conducta de esa gente.

—¿Tú eres el que rescató a la hija de John Wilson de una secta el año pasado? —preguntó.

Joey lo miró. Pensó un rato antes de asentir con la cabeza.

—¿Fue difícil? —quiso saber Robert.

Joey dirigió la mirada al parabrisas.

—¿Quieres saber si las cosas se pusieron feas?

—Sí.

—Digamos que ninguno de los buenos salió lastimado.

Joey miró de soslayo a Robert y abrió la puerta. Miró a uno y otro lado mientras cruzaba la calle. Llegó a la puerta de la casa de Field, apoyó un hombro y sin esfuerzo aparente, la abrió. Miró a Robert y se encogió de hombros antes de entrar a la casa.

***

Con la creciente oscuridad y un presagio de lluvia en el aire, Jenna se sentía nerviosa ante la perspectiva de volar de regreso a Wrangell. Ella y Eddie se encontraban en el embarcadero de Klawock, aguardando la llegada de Field. Para sentirse mejor, enlazó la cintura de Eddie con un brazo y apoyó la cabeza en uno de sus hombros. Él respondió pasándole el brazo sobre los hombros.

—No tardará en llegar, a no ser que haya surgido algún problema —dijo Eddie.

—¿Problema?

—Con tu marido, Ruben.

—Robert. ¿Y por qué no le contó que vino a buscarnos, nada más?

—No lo sé. ¿Será que le gusta el misterio? Inventó todo un plan para escapar sin que lo descubrieran.

Jenna sonrió; sintió deseos de besar a Eddie. Lo hizo, pero él la apartó con fingido rechazo.

—Jenna, compórtate, ¿qué va a decir Rudolph?

—Se llama Robert. Ojos que no ven, corazón que no siente.

—Le dijo la araña a la mosca.

Volvió a besarlo, y esta vez, él respondió. Los amantes se abrazaron, de pie en el muelle, bajo el dosel de nubes.

Oyeron el ronquido del avión a lo lejos, y aunque hubieran preferido continuar besándose, se separaron para recibir a Field. El hidroavión amerizó y se acercó al amarradero. Apenas se detuvo, Jenna, Eddie y Óscar abordaron el aparato sin más trámite, y al cabo de un instante, volaban de regreso.

El viaje se hizo corto. No tardaron en encontrarse en Wrangell. Los sorprendió un poco que Magnum, investigador privado —así llamaba Field a Joey— no los estuviese esperando en el muelle. Jenna y Eddie fueron a la camioneta y le ofrecieron a Field ir con ellos. El viejo rechazó la oferta, diciendo que prefería viajar de incógnito. Estaba estupefacto ante la estupidez de Magnum y Robert, que no parecían haber notado su fuga a pesar de la evidente indignación de aquél por el vuelo rasante que les dedicó. Envalentonado con su propia astucia, Field quería regresar a su casa con tanto disimulo como saliera de ella. Quería ver cuánto tardaban los infelices en entender lo que había ocurrido.

Jenna, Eddie y Óscar regresaron a casa para hacer unas llamadas y planear sus próximos movimientos.

***

Joey le dijo a Robert que aguardara en el coche. Quería dedicarse al interrogatorio sin distracciones. Tomó una toalla del cuarto de baño y se apostó en la cocina. Sabía que Field procuraría entrar a hurtadillas por la puerta de la cocina cuando regresara. Como le había funcionado una vez, querría repetir el truco. Típico error de aficionado. Joey, como profesional que era, sabía que lo que funciona una vez funciona sólo esa vez. Si me engañas una vez, es por tu culpa. Dos, y la culpa es mía.

Oyó las pisadas sobre la hierba antes de lo que esperaba. Field sólo se había ausentado durante una hora y media. No parecía tiempo suficiente para buscar a Jenna, depositarla en algún otro lugar y regresar a Wrangell. A no ser que hubiesen estado mucho más cerca de lo que supusiera. El picaporte giró y la puerta se abrió con un chirrido. La mano de Field accionó el interruptor, pero la luz no se encendió. Joey había desenroscado la bombilla. Field se vio obligado a entrar a oscuras. Se quedó inmóvil en la cocina, lleno de sospechas, atento a cualquier movimiento, porque percibía una presencia en la oscuridad.

Una presencia que fue más rápida que él. Joey emergió de las sombras y atacó. Se oyó un crujido y Field cayó de rodillas. Joey esperaba no haber golpeado al viejo con demasiada fuerza. Tal como lo había planeado, el veloz golpe con el canto de la mano quebró limpiamente la nariz de Field. De haberlo aplicado con más fuerza, lo habría matado.

Field, con el rostro entre las manos, soltó un gemido de dolorida sorpresa. Alzó la mirada, pugnando por distinguir a su atacante. Joey sonrió.

—Eso es por creerte más listo que yo —dijo, pasándole la toalla al anciano—. Y esto es para que no manches el suelo de sangre.

Joey se subió sobre una silla y ajustó la bombilla; la habitación se iluminó de pronto. Demasiada luz para Field, que apenas podía ver entre las lágrimas. La toalla beige que Joey le diera para enjugar la sangre que le manaba de las narices ya estaba empapada. Field miró a Joey, que ahora le parecía un asesino, y se sintió viejo y frágil. ¿Qué haría Joey a continuación? ¿Cuánto dolor le infligiría? A Field le habría gustado tener una cápsula de cianuro en el interior de un diente falso. Ello le hubiese permitido llevarse su secreto a la tumba. Joey lo hizo incorporarse y lo condujo a una silla de la cocina.

—No quiero lastimarte más, viejo. Dime dónde están y me marcho.

Field se quitó la toalla de la cara. La sangre aún manaba a borbotones. Le sonrió a Joey.

—Chico, si no soy más listo que tú debo de ser muy estúpido —dijo, riendo.

—Debes de serlo, sí.

Joey le quitó la toalla y la puso sobre la mesa. Sacó un par de esposas del bolsillo trasero y las usó para asegurar las manos de Field a sus espaldas, detrás del respaldo de la silla. Se paró frente al viejo y apuntó su puño a las costillas.

—Quizá esto duela un poco.

—Nunca hablaré.

—Sí que hablarás.

El puñetazo fue corto pero potente. Se estrelló contra el costado izquierdo de Field en el punto adecuado y con el ángulo exacto. Se oyó un crujido. Field gimió y alzó los ojos en una mueca de dolor cuando el aire abandonó su cuerpo. La sangre que corría por su rostro le manchaba la camisa.

—Ay —se quejó Joey en tono de burla—. Me parece que te rompiste un par de costillas.

Field bregó por recuperar el aliento. Joey se apostó de su lado derecho.

—Muy bien, muy bien, hablaré.

—Buen chico —dijo Joey con una sonrisa—. ¿Dónde están?

Field rio. Dio un respingo al sentir un ramalazo de dolor en el flanco.

—En casa de Eddie, idiota. Los traje de regreso.

***

Resultó que el anciano no mentía. Ahí estaban, toda una jodida familia feliz, hombre, mujer y perro, a la vista de todos. Joey y Robert se quedaron mirándolos desde fuera durante unos minutos. Se los veía con claridad por la ventana iluminada. El galán andaba sin camisa. ¿Qué hacían? Jenna estaba sentada en el sofá, mirando hacia delante. Los mirones contemplaban esa escena muda, la dinámica entre hombre y mujer. Sólo se oía la voz del narrador, Joey. Encaramado a los hombros de Robert, describía un cuadro: qué había sucedido en la oscuridad, entre las sábanas de la cama donde la infiel y su cómplice habían consumado su pasión. Joey describió sus carnes desnudas entrelazadas, los secretos que se revelaban uno al otro, el lenguaje de suspiros y gemidos con que se comunicaban. Un idioma que sólo ellos entendían. Creó una vivida imagen en la mente de Robert, una imagen que la visión del otro hombre volvía real por primera vez. Ya no era un desconocido para Robert. Tenía nombre y cara, un nombre y una cara que quedarían grabados por siempre en la mente de Robert. Y cuando Joey hubo atizado las llamas de los celos en el corazón de Robert hasta transformarlas en un incendio devorador, lo soltó de su jaula. Le quitó la correa. Le dijo que se enfrentara a su esposa adúltera y a su detestable amante.

Robert se dirigió a la puerta con el corazón en la boca. Estaba empapado de sudor. Golpeó la puerta y vio por los paneles acristalados cómo los amantes alzaban la cabeza, sorprendidos. Se quedaron paralizados, mirando sin moverse, hasta que Robert sintió deseos de hundir la puerta e irrumpir, volando con las alas que le daba la rabia. Entonces, Eddie se acercó a la puerta y la abrió. Retrocedió enseguida hasta la mesa del comedor al ver el fuego que ardía en los ojos de Robert. No quería estar en su camino. Robert estaba ruborizado, temblaba. Sentía que no tenía control sobre sus movimientos. La sangre le latía en los oídos con tanta fuerza que le parecía que no oiría sus propias palabras si hablaba. Pero tenía que hablar. Habían estado aguardándolo, atentos a su llegada. Desde el comienzo, lo esperaban. El momento había llegado. Ésa era la hora. Ahora.

Sólo dijo:

—¿Por qué?

Jenna se quedó atónita ante el aspecto de Robert. Jadeaba y llevaba la camisa arrugada y el pelo sin peinar. No lo veía tal como lo recordaba. Lo vio gordo, con el pelo más claro, más viejo. O quizá se tratara de que nunca esperó verlo en casa de Eddie. Al lado de Eddie, delgado y de mejillas hundidas, de pie en la cocina, desnudo hasta la cintura. Así y todo, había algo en Robert que le recordó por qué lo había encontrado atractivo. Cierta inocencia bajo su pomposidad. ¿Por qué? Irrumpía dispuesto a matar, pero después sólo preguntaba: «¿Por qué?».

—Debiste decírmelo —le espetó Robert a Jenna—. ¿Por qué en secreto? ¿Por qué tuve que enterarme por otro?

Robert desplegó un papel de fax y lo dejó caer sobre la mesa. Oh, caramba. Con las manos en la masa. Cuando tomaron la foto, aún no había ocurrido nada entre ella y Eddie. Pero en el lapso transcurrido entre entonces y la llegada de Robert, sí. ¿Por qué? Jenna miró la foto sin recogerla. Los mostraba a ella y a Eddie juntos en la cama. No tenía palabras ni defensa alguna. Cuando comenzó su relación con Robert, ambos se comprometieron a mantenerse fieles. Y dijeron que si salía mal, afrontarían la situación con justicia y franqueza. Cuando salían, antes de casarse o de ni siquiera pensar en hacerlo, se decían que si alguna vez uno de los dos sentía que todo había terminado, que la pasión se había agotado, el otro sería el primero en saberlo. Ella no había cumplido con su parte. Sabía que Robert se enteraría, pero no se lo contó. Mea culpa. Sí, claro que era su culpa.

Miró a Eddie en busca de ayuda. Se había puesto la camisa y parecía un poco menos desnudo.

Robert siguió la mirada de Jenna. Él también miró a Eddie.

—¿Por qué? —le preguntó—. ¿No sabes lo que es el respeto? ¿No tienes honor?

Eddie se encogió de hombros.

—¿De qué estás hablando?

—¡Hablo de que te follaste a mi esposa! —bramó Robert.

Eddie lo miró con expresión de desconcierto.

—Nunca me follé a tu esposa.

Robert se quedó azorado. La confusión lo embargó. No esperaba una negación. Quería lágrimas, furia, una pelea, un escándalo. No estaba preparado para la negación. Tomó la foto de la mesa y se la puso bajo las narices a Eddie.

—Entonces, ¿qué demonios es esto?

Eddie miró la foto con atención y volvió a encogerse de hombros.

—¿Quién la tomó?

—¿Vas a negarlo? ¡Es la prueba de que compartisteis el lecho!

Eddie rio.

—Sí, así es. ¿Quieres saber lo que ocurrió? Hace unas noches, un niño se ahogó aquí fuera y se pasaron toda la noche dragando la bahía. Tu mujer se alteró tanto que encontró imposible dormir sola en una habitación. No sé si se distingue en esta pésima foto, pero ambos estamos completamente vestidos.

Robert le arrebató la foto y la estudió con cuidado.

—No te creo.

—Mira, compañero, ella me contó que estáis pasando por un trance difícil, y eso es algo que respeto. Yo alquilo una habitación, eso es todo. Ella buscaba un alojamiento donde aceptaran perros, y yo no tengo problema con eso. Necesito el dinero, ya ves cómo tengo el brazo. Pero si te crees que nos acostamos, que el asunto es ése, te equivocas. Ella no me interesa. No es mi tipo. A decir verdad, ella y tú me parecéis dos señoritos de ciudad con muchos problemas, nada más.

Las palabras de Eddie eran como lanzas de hielo que atravesaban el pecho de Jenna. ¿Qué decía? Sabía que mentía. La amaba. ¿Por qué le hacía esto?

Entonces, entendió por qué. Robert agachó la cabeza y estrujó la foto, convirtiéndola en una bola. Miraba al suelo, con la respiración agitada, inmóvil. Eddie lo miraba fijamente, mordiéndose el labio inferior. Le daba miedo mirar a Jenna. Sabía que si la miraba a los ojos, su impostura se derrumbaría.

Eddie sabía la verdad. Por eso había dicho esas cosas. Sabía que en realidad no se trataba de si Jenna y él se habían acostado o no. Los asuntos pendientes de resolver eran otros.

Eddie le dio una palmada en el hombro a Robert.

—Mira, amigo; me voy a dar un paseo para que vosotros podáis hablar. Pero te prometo que no tengo interés en tu esposa. Ningún interés.

Sin mirar a Jenna, se dirigió hacia la puerta.

—Vamos Óscar —llamó, y el perro acudió. Eddie lo ató y salieron, dejando a Robert y Jenna solos en la casa en penumbras.

Robert se volvió hacia Jenna y alzó las manos, con las palmas hacia arriba, en un gesto que pedía comprensión.

—No sé qué ocurrió —dijo en voz baja—. No sé cuándo comenzaron a salir mal las cosas.

Jenna no miró sus ojos sino sus manos. Y ese gesto le reveló el abismo que los separaba.

Ella sí sabía cuándo las cosas habían comenzado a ir mal. Sabía qué había ocurrido.

***

Fue un mal día del principio al fin. Cuando Jenna se levantó, Robert ya se había ido a trabajar y la casa parecía inmensa y vacía. Un camión había patinado en la calle helada, embistiendo contra un árbol que fue a caer sobre el cable de la televisión, así que Jenna no pudo ver los programas matutinos. Después, llamó la señora Osborne, del taller de teatro infantil. Quería saber si Bobby se apuntaría al programa de primavera, dado que había disfrutado tanto de la temporada anterior. Jenna le contestó que Bobby había muerto y que no tenía intención de resucitar, pero que si, por algún motivo, decidía hacerlo, la señora Osborne sería la primera en enterarse.

Jenna estaba demasiado deprimida para acudir a su cita con el psiquiatra, así que llamó a decir que estaba enferma. Tenía la nariz tapada y el dolor que le atenazaba la cabeza le imposibilitaba pensar de modo normal. Se quedó en pijama y para la primera hora de la tarde, se sentía sucia y fea. Finalmente, decidió que era posible que se sintiera mejor si se arreglaba. Cuando Robert regresara quizá hasta podrían salir a cenar.

Se dio un prolongado baño caliente. Ya en la bañera, se le ocurrió que podía permitirse una copita de vino, sólo lo suficiente como para despejar sus conductos nasales y relajarse un poco. Y quizá un Valium infantil, uno pequeño, nada más, porque estaba muy tensa y tal vez le sirviera para romper el hielo y salir de aquella nube negra.

Lo cierto es que el baño, el vino y el Valium funcionaron, y Jenna se sintió un mil por cien mejor. Eran casi las tres y se dijo que se haría las uñas, porque estaban horribles y arreglarlas quizá la hiciese sentir mejor. De modo que se sirvió un poco más de vino, un chorrito, nada más, porque no quería emborracharse ni nada, habría sido deprimente, y comenzó a pintarse las uñas de pies y manos, lo cual era toda una faena, y el servicio de cable regresó justo a tiempo para los programas vespertinos, que, aunque no eran tan buenos como los de la mañana, servían.

Cuando terminó, se sentía mejor en un dos mil por ciento y pensó que, ya que estaba, bien podía emperifollarse. Así, cuando Robert regresara a casa estaría contento. Tal vez le hiciera una mamada, porque no tenían relaciones sexuales desde quién sabe cuándo, y percibía que él se estaba poniendo un poco inquieto; le tocaba los pechos durante la noche y cosas por el estilo.

De modo que se puso ropa interior sexy: sostén negro que le levantaba los pechos, portaligas, medias. Y un breve y ceñido vestido negro con mucho escote y que revelaba mucho muslo. De pie frente al espejo, con el pelo recogido, lucía francamente bien. Aunque tal vez estaba un poco gorda. Lo cierto era que ya casi no hacía ningún tipo de ejercicio, fuera de bailar un poco, a veces, frente al televisor. Tenía que recuperar el hábito. Escogió un lápiz de labios rojo brillante que no usaba desde hacía años y vio con placer cómo sus labios pálidos adquirían color. Ahora, los zapatos. Quería encontrar sus zapatos negros de tacón, los buenos de verdad, incómodos para caminar, porque sabía que resaltaban sus piernas y que a Robert le encantaban. Además, no es que fuesen a caminar. No recordaba dónde estaban. Tal vez en el armario. Hacía tiempo que no se dedicaba a ordenar, y por eso había perdido el rastro a algunas cosas.

Sí, allí estaban, dentro de su caja, en el estante más alto. Tuvo que subirse a una silla para alcanzarlos. Detrás de la caja vio unos papeles que no recordaba haber puesto en ese lugar. No entendía cómo podían haber llegado allí. La última vez que recogió, no habían quedado papeles sueltos. Los bajó, con intención de buscar un lugar donde guardarlos. Se probó los zapatos. Le iban a la perfección.

Eran casi las seis, y estaba vestida de pies a cabeza, con el mejor de los aspectos. Ahora, su ánimo había mejorado en un seis mil por cien y se alegró de haberse tomado el trabajo de arreglarse. Iba siendo hora de desprenderse del manto negro que la arropaba desde hacía seis meses. ¿Seis meses? Agosto, septiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero. Eran siete. Siete meses de puro infierno, y ahora iba a salir de eso y volvería a ser quien era. Quizá un sorbito de vino le diese el toque final a la tarde. Antes de que Robert retornara. Se pondría como loco si descubría que ella había vuelto a beber durante el día. No dejaba de regañarla con lo de la bebida. Pero sólo era vino. No algo fuerte. Un suave, cálido líquido amarillo. De lo más inofensivo, a decir verdad.

Fue a la cocina con su copa y los sobres que encontrara. Podía ordenarlos y archivarlos ahora. Se sirvió una medida un poco más generosa de lo habitual, porque iba a guardar la botella, de modo que se merecía un pequeño extra. La propina. Sentada ante la mesa, quitó la banda elástica que rodeaba los papeles y los estudió. Casi todos eran de un banco y estaban dirigidos a Robert. First Interstate Bank. Curioso. No era su banco. El último sobre era más grande. Tenía un logo, nada más. RGB.

El primer resumen de cuenta estaba fechado en agosto y decía setenta y dos mil dólares. Cada mes, la suma crecía por los intereses. El último correspondía a enero y declaraba un monto de 73.512,55 dólares. ¿Por qué Robert tenía semejante suma inmovilizada en un banco?

En el sobre de RGB había un papel que lo explicaba todo. Un contrato. Por eso Robert tenía semejante suma.

Había llegado a un acuerdo con los del centro turístico y nunca se lo dijo a Jenna. El texto estaba lleno de frases legales referidas a indemnización y responsabilidades, además de un breve apartado que estipulaba la confidencialidad del acuerdo. ¿Firmado cuándo? El treinta de julio. Exactamente dos semanas después de que Bobby se ahogara. Apenas suficiente tiempo para que su cadáver se hubiese enfriado.

Bueno, esto merece otra copa de vino. Las reglas son reglas, pero a veces la realidad hace que las cosas no sean tan terminantes. Y, ¿qué era lo que estaba ocurriendo ese día en el que el patinazo de un camión liquidó la televisión matutina, y en el que la botella estaba más vacía que llena? Porque ya iba por debajo de la mitad, y para eso mejor terminarla y quitarse ese problema de encima. Pero ¿cuándo la descorché? ¿Hoy? No puede ser que me haya bebido una botella entera hoy, eso no está bien. Tiene que haber más, siempre hay más. No debajo del fregadero, porque Robert siempre mira ahí. Hay mejores lugares para esconder cosas que detrás de una caja de zapatos. Si vas a ocultar algo en este lugar, más vale que lo hagas bien. Debajo de fregaderos, detrás de cajas de zapatos; ésos son los primeros lugares donde cualquiera buscaría. Robert no conoce la puerta secreta. El compartimiento de las armas. Jenna ha oído decir que antiguamente la gente escondía armas en sus casas. Y en la de ellos hay una pared hueca en el armario del vestíbulo, a la que se accede por una puertita. Suficiente espacio como para esconder un par de armas, o unas cuantas botellas de vino. Una suerte de bodega en miniatura. ¿Por qué Robert no la conoce? Si la conociera, ¿no habría escondido los papeles allí, mucho mejor que detrás de la caja de zapatos? Quizá quería que Jenna los encontrara; así, se ahorraría el trabajo de contárselo. Sería algo que apareció solo, como por arte de magia. Probablemente, él calculó que transcurriría mucho tiempo antes de que yo me volviese a poner mis buenos zapatos, claro, como estoy tan deprimida y lo único que hacemos es encargar pollo al jengibre del restaurante chino, también unos buñuelos aguachirlados que saben a mierda envuelta en una fofa masa blanca. Si hubiese un arma en la caja de las armas, quizá alguien la usaría. Si en el primer acto se ve que hay un arma en ese lugar, en el quinto acto alguien la dispara. ¿O es en el cuarto acto? El tercero. No, el quinto. Siete, tres, cinco, uno, dos, cinco, cinco. Siéntate en el vestíbulo y descórchala, bébete una copa, dos tal vez. Lo mejor será terminarla antes de que llegue Robert con su traje gris y su corbata roja. Hoy es un día de esa clase. El día del traje gris.

Robert llegó. Lo primero que vio fueron los estados de cuenta bancaria y una botella de vino vacía. Lo segundo, a Jenna sentada en el suelo del pasillo, con su mejor vestido y otra botella de vino.

—¿Qué estás haciendo?

Jenna giró con lentitud la cabeza, que tenía apoyada contra la pared y lo vio.

—Emborrachándome.

—¿Por qué?

La cogió del brazo. Ella se soltó con violencia, haciendo caer la botella. Glu, glu, dijo mientras se vaciaba sobre el suelo. Robert la cogió y la enderezó.

—Contrólate —rogó, aferrándole un brazo con fuerza. Jenna se debatió.

—¡No me toques! —chilló—. ¡No me toques!

Siguió chillando hasta que Robert la soltó y dio un paso atrás. La miró. Patética, borracha, vestida como una puta, se le veía la ropa interior, tenía toda la falda subida; la furia le hizo sentir deseos de follársela.

—¿Qué te pasa? Te llevaré al hospital…

—Siete, tres, cinco, uno, dos, cinco, cinco.

—A una clínica donde te curen tu adicción.

—Siete, tres, cinco, uno, dos, cinco, cinco.

—¿Qué demonios es eso?

Ella le clavó una mirada de odio y habló con los dientes apretados.

—Es lo que tu hijo vale para ti.

Vio cómo él sentía el impacto. En el estómago. Dio un respingo de dolor, se volvió, comenzó a alejarse, volvió sobre sus pasos.

—Te lo iba a decir cuando estuvieses preparada.

—Estoy preparada. Dímelo.

Una vez más, él le volvió la espalda y comenzó a alejarse.

—¡Dímelo! —Él se detuvo en seco, pero no se volvió hacia ella.

—Ya lo sabes, ¿verdad? Entonces, ¿qué quieres que te diga?

—Dime cómo te sentiste cuando lo firmaste dos semanas después de su muerte. ¿Te sentiste bien?

Él seguía sin mirarla a la cara. Le era imposible hacerlo. Se pasó las manos por el rostro y se aflojó la corbata.

—Por supuesto que no.

—Entonces, ¿por qué firmaste? ¿Por qué aceptaste el dinero?

—No pude hacer otra cosa.

Ahora, se volvió a mirarla. El pasillo estaba a oscuras. Jenna no había encendido la luz. Eran apenas dos siluetas de rasgos borrosos.

—Me ofrecieron dinero y no supe qué hacer. No quise discutirlo contigo, porque estabas muy alterada. Sabía que era imposible ponerles una demanda…

—¿Por qué?

—No fue culpa de ellos. ¿Qué reclamación íbamos a hacer? Además, tú habrías tenido que declarar. Steve me dijo que si lo intentábamos, presentarían batalla. Que sería muy doloroso para todos.

—Steve.

—Dijo que no podíamos ganar y que sólo serviría para que tú sufrieras más. Y que perderíamos mucho dinero.

—¿Y por qué no podíamos ganar? ¿Porque la culpa fue mía?

—No…

—Porque si la culpa no es de ellos, es mía.

—No, no fue culpa de nadie. Sólo sucedió.

—Por eso pactaste con ellos.

—Fue un accidente.

—Aceptaste el dinero.

—No podía hacer otra cosa.

—Porque yo maté a Bobby.

Quedaron en silencio, sólo interrumpido por los sollozos de Jenna en la oscuridad y el crujido del entarimado bajo los pasos de Robert. Se acercó a ella y se acuclilló, acariciándole el cuello, su adorable cuello, entre las sombras. Tocarla era muy agradable. Quería tocar y ser tocado, amar y ser amado. Pero el amor se había ido, la alegría también. Demasiado lejos, desaparecidos para siempre detrás del horizonte.

—No mataste a Bobby. Sucedió, nada más.

La ayudó a ponerse de pie y la abrazó.

—Vamos arriba, así duermes un rato. Haré traer algo de comer.

La condujo al dormitorio y la desvistió. La ayudó a meterse en la cama como si fuese una criatura, una hija enferma que necesitaba acostarse. Sentado en el borde, le acarició la frente, contempló cómo entreabría los labios al respirar. Recordó que la había amado. Pero ella se había marchitado tanto desde la muerte de Bobby, estaba tan fría y muerta por dentro que ya casi no la reconocía. Le dio un ligero beso y salió de la habitación, dejando la puerta abierta para oír si se levantaba. Bajó las escaleras y encargó comida china.

Vertió lo que quedaba de la botella de vino en el fregadero y maldijo. Acarrear semejante fardo era injusto. Necesitaban algo bueno en sus vidas, un poco de luz, nada más, para poder disfrutar juntos de ellas. Había demasiado pesar, y los abrumaba, los aplastaba.

Cuando llegó la comida, Robert puso en una bandeja el pollo al jengibre y los buñuelos que a ella le gustaban y subió por las escaleras. Cuando llegó a la planta alta, se encontró a Jenna inconsciente en el suelo del cuarto de baño. Se había tomado una sobredosis de píldoras para dormir y ya casi estaba muerta. Se salvó de milagro. Siguió viviendo.