Las escobillas chillaban al desplazarse sobre el parabrisas en el sentido de las agujas del reloj. Pero cuando regresaban a su posición original, dejando a su paso dos cintas de lluvia sobre el cristal, lo hacían en silencio. Había llovido toda la noche y el camino era un cenagal. Jenna sentía como si llevase horas cruzando el bosque por ese sendero irregular y serpenteante, cuando lo cierto era que apenas había pasado algo más de media hora. Cada tanto miraba hacia atrás para ver cómo seguían Eddie y Óscar. En la caja de la camioneta, acurrucados bajo una lona verde que los protegía de la lluvia, no parecían muy felices.
Tom, el de la tienda, conducía en silencio. Sólo abría la boca para maldecir cuando su caja de cambios emitía un horroroso chirrido. Era un hombre robusto y al parecer singularmente desprovisto de humor. Su cara pétrea y su ceño permanentemente fruncido le hacían sentir a Jenna que lo había ofendido de algún modo. Quizá este viaje fuese una molestia excesiva. Ella había propuesto coger un coche de alquiler, pero Tom se había limitado a subir a su camioneta y poner el motor en marcha. A esas alturas, Jenna ya no lo soportaba. Sentía que se pondría a chillar si el hombre no decía algo, o al menos movía los labios. Rogó para que el viaje llegase a término pronto.
Tras sortear una curva, se encontraron con una cadena oxidada tendida sobre el camino, bloqueándolo. Tom se apeó y la desenganchó, y prosiguieron la marcha. A partir de ese punto, el camino se reducía, convirtiéndose en un par de profundas huellas separadas por una giba herbosa. La lluvia había amainado, o eso parecía. Era difícil saberlo desde el interior del bosque. Pero por encima de sus cabezas, más allá de las copas de los árboles, Jenna veía nubes blancas y redondeadas y algún que otro retazo de cielo azul.
—Parece que va a despejar —le dijo a su conductor.
Tom se limitó a menear la cabeza con lentitud.
La camioneta siguió avanzando por el serpentino sendero durante un par de kilómetros más. Entonces, ascendieron una empinada ladera hasta la cima de una colina. Desde allí, los árboles parecían precipitarse en un abismo. Se encontraron frente a una espectacular vista de una playa y una ensenada y otra isla a distancia. La camioneta se detuvo durante un momento ante el precipicio, lo suficiente como para que a Jenna se le cortase el aliento ante la belleza del paisaje, lo vivido de los colores, el verde casi fluorescente de los retoños de árboles y matas, la oscura intensidad de los pinos, el color rojizo de las cortezas y el barro, el negro centelleo del agua. Haces de luz solar perforaban las nubes y alumbraban la tierra, como si Dios hubiese ordenado que se abriesen paso entre la lluvia, pensó Jenna. Se dio cuenta de que era un presagio. Un buen augurio. Una señal de que todo saldría bien, de que el chamán lo arreglaría todo. Porque por debajo de ella, al pie de la colina, donde iban a dar los haces de luz enviados por Dios desde el cielo, había una casa. La casa de David Livingstone.
—Si bajamos con la camioneta, nos será imposible volver a subir —dijo Tom. Puso el freno de mano y se apeó.
Jenna se bajó desde su lado y esperó a que Eddie y Óscar se le reunieran. La ladera era aún más empinada de lo que había parecido desde la camioneta, el terreno más rojo. Tom sacó una soga de la caja y amarró un extremo al parachoques delantero. Echó el otro extremo colina abajo.
A continuación, se agarró de la cuerda e inició el descenso, como si fuese un alpinista. Jenna miró a Eddie, que se encogió de hombros.
—¿Por qué es tan roja la tierra? —quiso saber Jenna.
—Es arcilla —respondió Eddie, tomando la soga—. Hace que sea más divertido. Como intentar caminar sobre un cubo de hielo.
—¿Puedes, con el brazo así?
—Si no, me deslizaré sobre el culo.
Eddie siguió los pasos de Tom. Se había enroscado la cuerda en torno al brazo sano y procedía con lentitud.
Jenna miró colina abajo, después miró a Óscar. Desde luego, no era su idea de la diversión. Descender por una pendiente de arcilla para visitar a un chamán. ¿Por qué los chamanes no vivirán en chalés adosados o algo así? Con piscina climatizada.
—Ahora tú, chaval —le dijo a Óscar, mientras procuraba empujarlo colina abajo. Pero Óscar no tenía ni la menor intención de hacerlo. Se plantó, resistiendo. Se veía que compartía los sentimientos de Jenna. Al fin, Jenna se dio por vencida.
—Muy bien. Espera aquí, pues.
Comenzó a descender de espaldas, como lo hacían Tom y Eddie. La cuesta no era tan empinada como le había parecido. Es más, de no haber estado tan mojada, el descenso habría sido sencillo; pero la arcilla era muy resbaladiza.
Cuando ya llevaba recorrido un tercio del trayecto miró hacia arriba y llamó a Óscar, que la contemplaba desde lo alto. El perro no quería que lo dejaran atrás, de modo que, por fin, hizo un intento. Emprendió el descenso centímetro a centímetro, cargando el peso sobre las patas delanteras para no patinar. Pero sus gallardos esfuerzos fueron insuficientes. Pronto, Óscar pareció entregarse a la pendiente y se deslizó cuesta abajo a toda velocidad, apoyado sobre sus cuartos traseros y aullando. Pasó junto a Jenna, que tendió una mano para detenerlo. Pero le fue imposible. Óscar venía con demasiada inercia. La mujer sólo consiguió perder pie y, un instante más tarde, seguía los pasos de Óscar deslizándose de espaldas.
Se las compuso para poner los pies hacia delante, pero frenarse era imposible. Pasó como una exhalación ante Eddie, quien se desternillaba de risa. Lo cierto era que había algo placentero en la forma en que un torrente de fango le entraba bajo la camisa, empapándole la espalda. Finalmente, llegó al pie de la colina. Aterrizó a los pies de Tom, quien reía a carcajadas. Después de ver su expresión pétrea durante todo el camino, Jenna se sintió feliz de que exhibiera alguna reacción humana. Tom rio tanto que perdió el equilibrio y cayó de culo en el barro. Y cuando ello ocurrió, rio aún más. Jenna sonrió. Al parecer, el hombre llevaba diez años sin reír, pero ahora parecía a punto de orinarse a fuerza de carcajadas. Payasadas, se dijo. Nada más entretenido.
***
David abrió la puerta. Pareció un poco sorprendido al ver a sus invitados cubiertos de barro de pies a cabeza y riéndose como chiquillos.
—La colina se pone un poco resbaladiza —dijo, lo que produjo nuevas risitas, y también una gran carcajada de Tom—. Id por la puerta de la cocina, al otro lado. Trataré de encontrar alguna ropa seca.
Fueron hasta el otro lado de la casa y entraron a un vestíbulo, una habitación utilitaria que precedía a la cocina. Eddie, el menos embarrado de los tres, sólo se quitó las botas. Tom se quedó en calzoncillos, mientras que Jenna, algo incómoda, entró con sus prendas embarradas. El recinto tenía desnudas paredes blancas, suelo de frías baldosas pardas y un gran fregadero en un rincón. Era evidente que era una suerte de cámara de descompresión para personas embarradas.
—Qué habitación tan práctica.
—Especial para el barro —dijo Tom. Miraron a su alrededor. Procuraban no reír, pero se les escaparon un par de carcajadas.
David entró por la puerta que daba a la cocina. Traía un montón de camisetas de manga larga y pantalones. Tom se puso una muda y después los hombres salieron para que Jenna se cambiase. Una vez que estuvo lista, David lavó las ropas de todos con agua caliente y las puso a secar. Jenna le dijo que no se molestase, pero David le respondió que les sería imposible volver a ponerse la ropa si el barro se secaba en ella; además, no quería que pernoctaran allí.
Por fin, se sentaron en la gran cocina. La excitación generada por la aventura fangosa se agotó y llegó el momento de hacer las presentaciones formales. David les sirvió café y pasaron a la sala de estar para sentarse a conversar. Era un recinto majestuoso, con techo de seis metros de altura y una pared acristalada que miraba al mar. Paredes y suelo eran de una madera sin pulir, de hermosa veta. En cada uno de los cuatro rincones se alzaba un pilar de madera. La habitación estaba decorada con mantas indias y baratijas de todas clases. En un extremo, había un gran hogar con el fuego encendido.
Se sentaron y conversaron educadamente sobre el tiempo que hacía. ¿Seguiría lloviendo? Tom aseveraba que se desencadenaría un aguacero, mientras que David insistía en que lo peor había pasado. La charla fue interrumpida por los ladridos de Óscar, quien los observaba, sentado del lado de fuera de la pared acristalada.
—¿Ese perro es tuyo? —preguntó David.
—Así es —respondió Jenna—. Tenía encima demasiado barro, por eso no lo hice entrar. No le importa estar fuera.
David se incorporó y se acercó al ventanal. Se arrodilló frente a Óscar, que le ladró desde el otro lado del cristal.
—¿Cómo se llama?
—Óscar.
—¿Cuánto hace que lo tienes?
Jenna se encogió de hombros.
—Cuatro o cinco días. Lo encontré en el bosque. O él me encontró a mí. Me perdí y él apareció y me condujo de regreso al pueblo.
—¿De veras? —David se puso de pie y miró a Jenna—. ¿Esto ocurrió en Alaska?
—En Wrangell.
David asintió con la cabeza y miró a Óscar.
—¿Te lo encontraste en el bosque y no te dio miedo?
—Bueno, no tuve tiempo de tenerle miedo a él. Es que me parecía que algo me perseguía y Óscar lo espantó. Así que fue mi amigo desde el principio.
David volvió a cabecear; analizaba lo dicho por Jenna.
—¿Y qué era lo que te perseguía?
—No lo sé. —Jenna cogió su taza de café y procuró esconderse detrás de ella—. No sé.
—Haz un esfuerzo —la instó David.
—Bueno —dijo ella—. Sé que esto es estúpido… pero creo que era un kushtaka.
Jenna rio. David se mantuvo impasible. Eddie y Tom, sentados en un sofá a la vera del fuego, callaban. No habían dicho palabra; se limitaban a mantenerse atentos a la conversación entre David y Jenna. Pero al oír que ésta mencionaba al kushtaka, intercambiaron una mirada.
—¿Qué te hace pensar que se trataba de un kushtaka?
—Bueno, a veces parecía un oso, otras una ardilla. Se movía deprisa. Después apareció un hombre de ojos negros y dientes puntiagudos, tal como Rolf dijo que son los kushtaka. Y tenía un extraño aire de malevolencia.
—Y el perro lo espantó.
—Lo espantó, sí.
David salió por una puerta que se abría en la pared acristalada, cerrándola tras de sí. Se agachó ante Óscar y le acarició la cabeza. Perro y hombre se miraron a los ojos en silencio. David se incorporó y, seguido por el perro, se dirigió al costado de la casa.
—¿Qué hace? —preguntó Eddie.
Jenna se encogió de hombros. Ella y Eddie miraron a Tom, quien alzó las manos en un gesto de derrota.
—No sé nada, soy el conductor, nada más.
Oyeron que la puerta que daba a la utilitaria antesala se abría y se cerraba; después, el sonido de agua que corre. Óscar apareció en la puerta de la sala y miró en torno a sí. David le había limpiado el barro con agua. Se sacudió para quitarse la humedad que le quedaba en el pelaje. Recorrió el perímetro de la habitación, olfateando el zócalo de las paredes. En el momento mismo en que David entraba a la sala, Óscar levantó una pata y lanzó unas gotas de orina sobre uno de los grandes postes que ocupaban las esquinas.
—¡No, Óscar, no! —exclamó Jenna, levantándose de un salto.
—No hay problema, déjalo —dijo David, mientras la detenía con un gesto.
Óscar continuó su recorrido, orinando un poco en cada uno de los postes. Después, se dirigió a uno de los que flanqueaban la pared acristalada y se sentó de espaldas a él, mirando hacia la habitación.
—Es su rincón —explicó David. Salió por un momento y regresó con la cafetera—. ¿Alguien quiere más café? —preguntó.
Jenna, Eddie y Tom se lo quedaron mirando, desconcertados y sorprendidos por el comportamiento de Óscar y por el hecho de que David no lo hubiese explicado.
—¿Tendrías la amabilidad de explicarnos qué ocurre? —preguntó Jenna. Al instante, se arrepintió de su tono sarcástico.
—Claro —repuso David con voz alegre. Se desplazaba por la sala, sirviendo café a todos—. Hice construir este recinto siguiendo el modelo de las casas tlingit tradicionales. Las casas tlingit tienen un poste totémico en cada esquina, lo que les da solidez material y también espiritual. Las tallas de los postes representan e invocan a los espíritus que velan por la familia o familias que vivan en la casa.
Llenó su taza y se sentó junto a Jenna.
—Se puede invocar a muchos espíritus: el lobo, la orea, el oso. Las tallas de las casas representan a los espíritus que tienen algo que ver con las familias que las habitan. De modo que en cierto modo, los postes también cuentan la historia de la familia.
—Eso es muy interesante —dijo Jenna—. Pero no explica por qué Óscar meó tus postes.
David rio.
—Óscar no hizo más que marcar su territorio. Ahora, él es el espíritu residente de la casa. Se sentó ahí porque, en el sentido espiritual, es el rincón más poderoso de la casa.
—Un minuto… ¿Óscar es un espíritu?
—Claro que sí. Eso que hay ahí no es un perro. Es un yek. Tu ayudante espiritual. Vino a protegerte.
Jenna se reclinó en el sofá y cerró los ojos. Eran demasiadas cosas difíciles de aceptar. Primero, que su hijo estaba con unos espíritus indios; y ahora, que otro espíritu local, un perro, había estado con ella todo ese tiempo. Se rascó la oreja.
—Todos tenemos un ayudante espiritual, pero la mayor parte de las personas hace caso omiso del suyo —explicó David—. O actúan de manera que hacen que el ayudante las abandone. Si te persiguen los kushtaka, es lógico que tu ayudante sea un perro. Los perros son el enemigo más aborrecido por los kushtaka. La de los kushtaka es una antisociedad. Merodean por los bosques en busca de perdidos. Sólo se aproximan a las personas cuando les parece que pueden aislarlas de los demás. Todo lo civilizado los daña. Los metales les queman la piel, porque son minerales procesados por la mano humana. No pueden comer nada cocido, sólo carne cruda. La sangre humana quiebra el hechizo de los kushtaka. Y los perros son sus enemigos porque son animales domésticos.
—Así que ¿Óscar me ha estado protegiendo?
David asintió.
—Por supuesto. Dime, ¿has visto a algún kushtaka en otras ocasiones?
—No lo sé.
—¿Te sucedió alguna cosa extraña? ¿Algo que te haya parecido anómalo?
—Vi a un niño —miró de soslayo a Eddie.
—¿Un niño?
—En medio de la noche. Vino a la casa y después corrió hacia el mar. Yo procuraba evitar que se metiera al agua pero…
—¿Pero qué?
—Vino Óscar e intentó atacarlo.
David asintió.
—Tienes suerte de que así sea.
—¿Era un kushtaka?
—Es probable.
—Pero parecía Bobby.
Las palabras salieron de su boca sin más. Pero era la primera vez que lo pensaba. Se parecía a Bobby. Abundante cabello oscuro y rizado. Ojos grandes. ¿Cómo no lo había notado antes?
—¿Tu hijo?
Jenna asintió.
—Los kushtaka suelen adoptar el aspecto de un familiar de la persona a la que quieren engañar para que vaya con ellos.
—¿Pueden adquirir cualquier forma?
—Casi. Sus ojos y sus dientes no cambian. Pero lo habitual es que se manifiesten como sombras. Ya sabes, como cuando crees que viste algo, pero vuelves a mirar y no hay nada. O cuando escuchas pisadas y después piensas que lo imaginaste. Eso también puede ser cosa de los kushtaka.
Jenna comenzaba a asustarse. Desde que llegara a Alaska, veía sombras y oía pasos. Se estremeció un poco. David lo notó y le puso una mano sobre el hombro.
—No te preocupes. Aquí estás a salvo.
—Quizá. Pero no es eso lo que me preocupa, sino, ¿estaré a salvo fuera de aquí?
David se levantó y se ofreció a preparar el almuerzo. Todos aceptaron de buena gana, contentos ante la perspectiva de comer y de cambiar de tema por un rato.
***
David se disculpó por el almuerzo a base de fiambre, denso pan de trigo integral y sopa de patatas de lata. Su esposa estaba en Vancouver dando un seminario, y en su ausencia siempre retomaba sus costumbres de hombre, bromeó. Como fuere, todos estaban hambrientos y la comida fue satisfactoria. David parecía encantado de tener visitantes. Habló hasta por los codos de su flamante cargo en la Universidad de la Columbia Británica y de cuánto le gustaba trasladarse de forma regular de la pequeña aldea a la gran ciudad. De ese modo, dijo, uno no se cansaba de ninguna de las dos y siempre quería más de ambas. Hablaron del clima y de la tormenta que se anunciaba para más tarde. David le preguntó a Eddie qué le había ocurrido en el brazo. Hizo un gesto de pesar cuando el lesionado le contó el accidente.
—Es el trabajo más peligroso del mundo —reconoció.
Tom aseguró que las técnicas de pesca que habían herido a Eddie no eran más que un ejemplo de cómo la maquinaria industrial valora más la economía que la calidad de vida. David rio, burlón, y se preguntó en voz alta en qué panfleto izquierdista habría encontrado Tom tal afirmación. Pero la animada conversación quedó abruptamente interrumpida por la intervención de Jenna.
—Quien me dio tu nombre fue John Ferguson. ¿Lo recuerdas? —preguntó.
David calló en mitad de una frase. Tom soltó su tenedor y apartó su silla de la mesa.
—Claro que lo recuerdo —dijo Tom.
—Tom… —David intentó interrumpirlo.
—Ya que hablamos de poner la economía por encima de la calidad de vida…
—Tom, por favor.
Tom alzó la vista al cielo y calló.
—Señora Rosen —comenzó David—, lamento mucho lo que le pasó a tu hijo. Pero, créeme, intenté detenerlo. Les dije que si abrían el centro turístico se produciría un desastre.
—No quiero echarle la culpa a nadie. Lo que pasó, pasó. Sólo quiero saber qué puedo hacer. ¿Puedes ayudarme?
David clavó la mirada en su sopa y meneó la cabeza.
—Me temo que no.
—Eres un chamán —insistió Jenna—. ¿No puedes hacer que dejen ir a Bobby? ¿Lanzarles un hechizo o algo por el estilo?
David levantó los brazos en un gesto de exasperación.
—¿Por qué las personas siempre dan por sentado que las religiones ajenas tienen alguna suerte de magia secreta? Y eso, aunque no tengan la menor idea respecto a qué es tal religión. Me pasa continuamente. «Haz un hechizo y arréglalo todo». Pero no funciona de ese modo. Un chamán es un sacerdote. Nada más. Si un diablo se hubiese llevado a tu hijo al infierno, ¿un sacerdote podría ir allí y rescatarlo sin más? No creo.
—¿Me estás diciendo que mi hijo está en el infierno indio?
—No —replicó David, sepultando la cabeza entre las manos—. No es lo mismo. Sólo trataba de poner un ejemplo. Los kushtaka no son diablos. Son espíritus. Mira, cuando mueres, tu alma se reencarna. Para hacerlo, tiene que estar en el lugar apropiado. La Tierra de las Almas Muertas. Si moriste, pero tu alma no está en el lugar indicado, no puedes reencarnarte, eres uno de los no-muertos. Un espíritu errante, incapaz de regresar al mundo de los vivos.
—Entonces, ¿cómo puedes transformarte de no-muerto en habitante de la Tierra de las Almas Muertas? —preguntó Jenna.
—De ninguna manera. Eso no ocurre.
—El hombre de la isla Shakes me dijo que un chamán puede hacerlo.
David se reclinó y se restregó los ojos. Hizo una mueca y lanzó un profundo suspiro.
—De acuerdo —asintió—. En teoría, es posible. Lo puede hacer una persona que haya realizado esas prácticas toda su vida, que se baña cada mañana con agua helada, que bebe infusión de la hierba llamada palo del diablo, que desarrolla su fuerza espiritual al punto de ser capaz de resistirse al poder de los kushtaka… alguien así puede intentarlo. Pero los kushtaka son más fuertes de lo que puedas imaginar. Te lo aseguro. Los conozco.
David se arrellanó y bebió un sorbo de gaseosa. Ahora lo sabían. Sabían que hablaba por experiencia de primera mano. Nunca volvería a desafiar a los kushtaka. Ya lo había hecho una vez, y el precio que pagó fue muy alto.
Pero Jenna aún no comprendía. Si era tan difícil, ¿por qué todo ese mundo parecía estar a su alcance? Sentía como si estuviese a punto de encontrar la respuesta, que estaba a la vuelta de la esquina, pero ¿qué esquina? Y David Livingstone decía que era imposible. Jenna no lo creía.
—Esos seres saben que estoy aquí —insistió—. En cuanto llegué a Alaska, me persiguieron por el bosque, conocí a un ayudante espiritual, un niño procuró ahogarse y llevarme con él. ¿Por qué?
—Quieren que vayas con ellos.
Jenna, expectante, esperó a que David se explayara.
—El niño que se te apareció se parecía a tu hijo, ¿no?
Jenna asintió.
—Ahora, tu hijo es uno de ellos. Y quiere que vayas con él.
Jenna se lo pensó durante un momento. Bobby había acudido a ella. El pequeño que trató de atraerla era Bobby. Pero ¿por qué no le pidió que lo acompañara? ¿Por qué no le habló, por qué no pronunció su nombre? Ella lo hubiera seguido.
—Quiero estar con él —afirmó en voz baja.
—Tal como es ahora, más te vale no hacerlo.
—Si no hay otro modo de estar con él, sí que quiero.
David se puso de pie y recogió los platos, apilándolos en un extremo de la mesa.
—No es algo que puedas controlar —le explicó a Jenna—. No puedes hacer nada. Mientras estés aquí, intentarán cogerte. Lo mejor que puedes hacer es marcharte, irte a tu casa y no regresar nunca, olvidarte de todo el asunto, nada más.
Jenna dio un puñetazo en la mesa, sorprendiendo a todos. David dejó de afanarse con los platos y se la quedó mirando.
—¡Maldita sea! ¡Todos me dicen lo mismo! —Jenna estaba furiosa. Le temblaba la voz—. Llevo dos años oyendo: «Olvídalo, nada más. Déjalo atrás». Se trata de mi hijo, maldita sea. ¡Mi hijo! Y tú me dices que se ha transformado en una especie de monstruo. Bueno, si no me queda otra opción, yo también me convertiré en monstruo. Al menos, sufriremos juntos.
Se levantó con brusquedad. Las patas de la silla chirriaron contra el suelo. Ira y frustración pugnaban en ella.
—No voy a olvidarme de él. Jamás lo olvidaré. Nunca.
Jenna le clavó la mirada a David por un largo rato. Él la miró a los ojos durante un instante; después, desvió la vista y asintió con la cabeza. Se sentó y se puso a juguetear con el mantel, entrelazando tres flecos de su borde. Jenna intuyó que no se lo estaba contando todo. Tendría que recurrir a su as en la maga. Necesitaba hacerlo hablar.
—Háblame de tu bebé —pidió.
Él alzó la vista de golpe, dándose cuenta de que Jenna lo había pillado. Había mordido el anzuelo y ya no podía disimular. Todos vieron su reacción. Sabían que había algo más.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó.
—Me lo contó John Ferguson.
David bajó los ojos y movió la cabeza.
—Tienes que contármelo —dijo Jenna, tomando asiento e inclinándose hacia él por encima de la mesa—. Debes explicarme qué ocurrió.
Jenna y David se miraron a los ojos. Una comunicación silenciosa se estableció entre ambos. Compartían algo, y la conciencia de que así era tranquilizó e inquietó al mismo tiempo a Jenna. Sentía como si David pudiese leer sus pensamientos, como si estuviera abierta a él. Y la atemorizaba pensar qué vería. Además, sentía que David le tenía tanto miedo a ella como ella a él.
—Antes de que Bahía Thunder abriera, me llamaron para que expulsara a los malos espíritus —comenzó David. Carraspeó—. Reconozco que lo hice por dinero. En aquel tiempo, hacía muchas cosas por dinero. Querían que echara a los espíritus malignos. Para los tlingit no existen los espíritus malignos. Sólo son espíritus. Tienen cosas buenas y malas, pero ninguno de ellos es todo bueno o todo malo. Mira, si no, el caso de Cuervo. Puede decirse que es quien inventó el mundo. Nos dio las estrellas y la luna, el sol, el agua y la tierra. Y, ¿sabes cómo obtuvo esas cosas? Las robó. Cuervo robó la luna y nos la dio. ¿Eso significa que es malo?
David miró por la ventana. Volvía a llover. Tom tenía razón.
—La cuestión es que fui al centro turístico convencido de que no encontraría nada ahí. Hice mis rituales. Y para mi sorpresa, al cabo de un día de meditación, percibí la presencia de los espíritus. Eran kushtaka. Debí tener la sensatez de detenerme entonces, pero me creía poderoso y quise llevar las cosas más lejos. Quería contactarlos y decirles que no incomodaran a la gente del centro turístico. Bueno, acudieron a mí. Me llevaron a su morada. Y allí se divirtieron conmigo. Todos mis supuestos poderes de chamán no sirvieron de nada. Quedé paralizado, inerme. Me convirtieron en un animal peludo con garras y me achucharon y atormentaron. Me hicieron cosas inmundas, terribles…, deseé que me mataran y terminar con todo de una vez. Al fin, cuando estaba tumbado en el suelo, cubierto de excrementos y orina de nutria, el chamán kushtaka se me acercó y me dijo que me dejaría ir. Me permitía regresar al mundo para que informara de que el centro turístico no tenía que seguir adelante.
David se sentó en su silla y cerró los ojos, respirando pesadamente. El silencio reinó durante uno o dos minutos. Eddie y Tom estaban cautivados por la historia. Jenna se dio cuenta de que había algo más. Otra cosa. Algo que David no había contado.
—Y entonces te dejaron ir —sugirió Eddie, procurando romper el silencio.
—No, hubo algo más —respondió David. Abrió los ojos y miró a Jenna—. El chamán kushtaka me dijo que me castigaría tomando la vida de mi hijo por nacer. —Hizo una pausa—. Dos días después, mi mujer perdió a nuestro bebé.
Eso era. La historia había sido contada. David y Jenna se miraron. Comprendieron que sí, que compartían algo. Ambos habían sido despojados. Los dos habían perdido algo.
Por fin, Jenna habló.
—Tengo que salvar a mi hijo.
—No sé cómo hacerlo —dijo David—. Lo lamento, no puedo hacer nada. No sé cómo ayudarte.
No había nada más que decir. Jenna y Tom se pusieron sus vestimentas húmedas y, acompañados de Eddie y del ayudante espiritual, treparon por la cuesta fangosa. Se alejaron de la casa de David Livingstone y regresaron al mundo de los humanos, donde no hay cuatro postes de madera que den protección contra los espíritus que se ocultan entre las sombras y ponen a los hombres de rodillas.