31

Robert pasó toda la mañana sentado tras su escritorio. Le era imposible moverse. Un doloroso nudo en el cuello hacía difícil pensar. El zumbido de sus oídos le impedía concentrarse. Se limitó a quedarse sentado en su silla; inexpresivo, miraba por la ventana los coches que pasaban por la autopista.

El funeral de Bobby había sido hacía dos semanas, y durante la mayor parte del tiempo, Robert lograba seguir adelante. El trabajo era el de siempre: aburrido, sin creatividad ni satisfacciones. En el frente doméstico, Jenna y él habían establecido un delicado equilibrio. Bailaban una danza muy cuidadosa y defensiva. Cada uno aguardaba hasta ver cómo actuaba el otro antes de hacer cualquier movimiento. A veces, Robert sentía que la casa era una pista de patinaje sobre hielo y que pasaba la mayor parte de su tiempo procurando no chocar con Jenna. Aunque ansiaba que las cosas volviesen pronto a la normalidad, temía que lo que sucedía ahora fuese la nueva norma. No existe el retorno a la normalidad. La normalidad es algo a lo que nos dirigimos; si no, no existe.

Alguien llamó a la puerta y Robert hizo girar su silla para mirar en esa dirección. Steve Miller estaba de pie en el vano.

—¿Tienes un momento? —preguntó Steve.

Robert asintió con la cabeza y procuró salir de su aturdimiento. Steve entró a la habitación y cerró la puerta tras de sí. Qué extraño. Steve jamás cerraba las puertas, a no ser que estuviera por despedir a alguien.

—¿Tus suegros ya se marcharon?

—Sí —respondió Robert—. La semana pasada.

—Debe de ser un alivio.

—Claro. Bueno, en realidad no sé. Mientras estaban, al menos teníamos un enemigo en común. Debíamos presentar un frente unido. Ahora, cada uno está en lo suyo.

Steve se sentó.

—Vine a hablar con Chuck Phillips de un negocio que estamos haciendo con First Bank. Pero quería pasar a ver cómo van las cosas.

—En fin, van sin más. El mundo no se detiene por una sola persona.

Robert volvió a mirar por la ventana. No le agradaba eso de que Steve Miller pasara a verle, como si estuviese en el hospital. Y el otro le hiciera una visita.

—Todos los del grupo de inversores quedaron muy afligidos con lo que ocurrió.

—¿Ah, sí?

—Pues sí, afligidos de verdad.

—Bueno, sí, gracias.

Robert deseó que Steve Miller se fuera de una vez, que diera el encuentro por terminado. Pero Steve no tenía intención de marcharse.

—Robert, ¿puedo hablarte de algo?

—¿No puede esperar? No tengo muchas ganas de hablar en este momento.

—No, se trata de algo importante.

Robert hizo girar su silla otra vez y miró de frente a Steve. Estaba muy serio. Era la expresión que adoptaba para negociar. Robert la había visto en incontables reuniones, cuando Steve discutía las minucias de algún contrato, machacando acerca de puntos que parecían los más importantes del mundo para él, aunque no lo fueran para los clientes.

—¿Qué ocurre?

—Robert, lo de Bahía Thunder va a cerrar.

Robert suspiró. Más valía así.

—El grupo japonés se retiró y lo único que se puede hacer es cancelar el proyecto. Quizá las cosas cambien dentro de unos años. —Hizo una pausa—. Pensé que querrías saberlo.

—¿Eso es todo?

—En realidad, no. Mira, mi grupo ha salido golpeado de esto. Tomamos muchos préstamos basándonos en el aporte que esperábamos de los japoneses. Ahora que se retiraron, tenemos que cubrir las pérdidas y todos lo estamos sufriendo.

—¿Y por qué me lo cuentas a mí?

—Porque los principales inversores, aunque fueron los más damnificados, quieren demostrarte cuánto sienten lo del fallecimiento de tu hijo. Quieren expresarte sus condolencias mediante una modesta compensación.

Robert no entendía. Era evidente que Steve estaba dando rodeos para llegar a algo, pero la mente de Robert estaba demasiado embotada como para discernir de qué podía tratarse.

—Tengo aquí, para ti y para Jenna, un cheque certificado por una cantidad de setenta y dos mil dólares. Todos sabemos que nada podrá compensar jamás el dolor que sientes. Pero al menos te puede dar un pequeño consuelo.

La expresión de Robert no cambió en absoluto. Aún no comprendía. Le ofrecían dinero. ¿Tenía que agradecerlo u ofenderse? ¿Se trataba de un insulto o de un gesto de bondad?

—No entiendo —dijo al fin.

—No hay nada que entender, Robert. La gente con la que trabajas siente una sincera aflicción ante tu desgracia; por eso quieren ofrecerte algo. Eso es todo.

Steve abrió su maletín. Los cierres chasquearon. Extrajo un sobre y lo deslizó sobre el escritorio. Robert lo tomó. Era de papelería cara, de lino, de textura lisa y sedosa, color crema claro con un monograma rojo en el ángulo superior izquierdo. El monograma decía: Grupo RGB, LR Robert miró en el interior del sobre y vio un cheque a su nombre, sellado y firmado, por un monto de setenta y dos mil dólares.

—Muy amable por tu parte, Steve. No sé qué decir.

—No tienes que decir nada, Robert, en serio.

Se quedaron así, sentados uno frente al otro sin hablar, cabeceando en un gesto de asentimiento. Robert se daba cuenta de que había algo más. De no ser así, ¿por qué Steve se quedaba allí, dando cabezadas? Si no tenía nada más que decirle, ¿por qué no se marchaba?

—Hay algo más —dijo Steve, alzando un dedo—. Sólo un pequeño asunto administrativo a resolver antes de que los abogados puedan ocuparse de dar por cerrado todo el tema de Bahía Thunder. —Steve extrajo otro sobre, del que sacó un documento de varias páginas. Se lo pasó a Robert.

—¿Qué es? —preguntó Robert.

—Es un documento de exención de responsabilidad. Ya sabes, se trata de poner a salvo a RGB de cualquier reclamación por lo ocurrido.

Robert se quedó mirando los papeles. Exención de responsabilidad. Le costaba concentrarse. El cuello le dolía mucho. ¿Qué significa eso? Las palabras se enlazaban en complicadas oraciones. Renuncia al derecho de reclamar por la vía legal.

—No puedo leer esto ahora. ¿Qué significa?

—Lo que dice es que lo que sucedió allí no fue culpa de nadie y que no consideras que RGB sea responsable. Eso es todo. Poca cosa. Firma y terminamos con todo.

—¿Qué es esto, una renuncia a mis derechos?

—Mira, Robert, lo único que dice es que no nos pondrás un pleito. Nada más. Ni más ni menos que eso. Digo, de todos modos no ibas a entablar juicio, ¿verdad?

—No, supongo que no.

Robert se reclinó y procuró concentrarse. Lo cierto es que no lo había pensado. Lo de entablar juicio. Era demasiado para ponerse a analizarlo en ese momento.

—¿Y bien?

—Me parece que mi abogado debería echarle un vistazo a esto.

Steve gimió y meneó la cabeza.

—Robert, lo que estamos intentando es prescindir de abogados. Mira, esto es personal. Mi grupo acaba de hacer un generoso donativo para ti y tu esposa, y lo que corresponde es que lo agradezcas estampando tu firma sobre la línea de puntos. Tu abogado te dirá que no lo hagas. Pero seré franco: si litigaras con RGB, perderías. Todo saldría a la luz. Que Jenna no sabe navegar en barca, que no hizo que el chico se pusiera el chaleco salvavidas. Ningún tribunal del mundo fallaría a tu favor. Entiéndelo, no es que le esté echando la culpa a nadie, pero ¿cuál es la responsabilidad de RGB en esto? Terminarías sepultado bajo las cuentas de tus abogados y sin haber obtenido nada. Y por si eso fuera poco, habrías sometido a Jenna a un trance muy doloroso.

Steve respiró hondo, a la espera de que Robert asimilase lo que acababa de decirle.

—Acabo de entregarte un cheque por setenta y dos mil dólares —prosiguió—. Una suma muy generosa. Mucho.

Firma el documento y eso será todo. Podemos dejar esto atrás y seguir adelante con nuestras vidas.

Robert hundió el rostro entre las manos. Steve tenía razón. No pleitearía. Y si lo hacía, perdería. Bobby no llevaba chaleco salvavidas. ¿Por qué iba a ser eso responsabilidad de los inversores? Fue un error estúpido, nada más, que tuvo un precio muy alto. Pero así y todo, no sabía cómo se lo tomaría Jenna. Sentía que lo estaban comprando.

—Steve, no sé qué dirá Jenna.

—Pues no se lo digas ahora.

Robert meneó la cabeza. Steve había pensado en el tema mucho más que él. Tenía respuesta para todo.

—Espera para decírselo. Está de luto, deja que llore. No es necesario que la molestes con nada de esto. Toma el dinero, abre una cuenta y, cuando sea el momento apropiado, dale una sorpresa. Así, será como una ganancia inesperada. No es algo malo. Robert, esto es bueno, te lo juro.

Robert sólo quería irse a casa a dormir una siesta. Estaba cansado, le dolía la cabeza, anhelaba terminar con todo. De modo que firmó los papeles. Se quedó con una copia del documento, Steve tomó la otra. Steve se levantó y se dispuso a marcharse. Miró a Robert.

—Es lo mejor que podías hacer, Robert. Ya está. Rápido e indoloro. Podemos pasar la página.

Steve se fue y Robert se quedó en su despacho, preguntándose si habría actuado bien o si había sido forzado a hacer algo que en realidad no quería; como fuere, no le importaba. Nada le importaba. Porque se sentía desinflado. Acababa de darse cuenta de ello. El zumbido en los oídos que no dejaba de oír desde la muerte de Bobby no era más que el aire que escapaba de su cuerpo. Ahora, parecía que no quedaba más aire. El zumbido había desaparecido. Era un globo desinflado sobre la superficie de la luna, donde los cheques no significan nada, menos aún los documentos legales. Nada sale de la nada, dijo el rey Lear. Y precisamente eso era lo que Robert tenía: un montón de nada.