Ambos se dieron cuenta al mismo tiempo de que Joey no cumpliría con su promesa. En el momento mismo en que Jenna puso un pie en la calle, entendió que él era un mercenario que no se detendría por ella. De hecho, entregarse a él tampoco habría servido de nada. Eso sí, Joey le dio un pequeño respiro. Se bebió otra botellita de vodka antes de redactar y enviar su informe.
Eddie y Óscar la aguardaban, tumbados sobre la hierba.
—¿Cómo tiene la mano? —preguntó Eddie en cuanto vio aproximarse a Jenna.
—No es nada; pero no puede decirse que esté haciendo nada bueno respecto a su karma.
—¿A qué te refieres?
—Te lo contaré más tarde. ¿Cuál es el modo más rápido de salir de esta isla?
—En barco. ¿Dónde vamos?
—¿Vamos? —Jenna suspiró. No tenía más remedio que meter a Eddie en sus problemas. No conocía el terreno lo suficiente como para desenvolverse sola. De hecho, no tenía ni idea de dónde estaba Klawock. Esperaba que no quedara lejos.
—A un pueblo llamado Klawock. ¿Sabes dónde está?
—Sí, no muy lejos.
—Vamos.
Eddie no hizo ni siquiera ademán de levantarse.
—¿A Klawock? —Negó con la cabeza—. En barco llevaría demasiado tiempo. Hay que ir en avión.
—Dijiste que el barco era lo más veloz.
—La manera más rápida de salir de la isla, sí; de llegar a Klawock, no.
—No puedo viajar en avión.
—¿Por qué?
—Es detectable. Mi nombre figuraría en un billete. Debo marcharme deprisa y en silencio para que el espía ese no pueda seguir nuestros pasos. ¿Crees que podrías moverte, por favor? Hablemos de camino al barco. Estoy tratando de no dejarme dominar por el pánico, pero no puedo decir con palabras lo importante que es que me marche cuanto antes.
Eddie se puso de pie; montaron en la camioneta.
—En barco llevaría todo un día. Doce horas o más, según las mareas —explicó Eddie.
—Dijiste que no era muy lejos.
—En Alaska, «no muy lejos» significa a menos de tres días de viaje.
Eddie puso en marcha el motor y contempló a Jenna. Se restregaba el rostro; se sentía atrapada. Podían rastrearla si cogía un avión. Verían su nombre en el billete. A no ser que lo hicieran a nombre de Eddie; él pagaría, y ella le devolvería el dinero. Era una posibilidad.
—Llevaría unos cuarenta minutos en el avión de Field —propuso Eddie.
—¿Field tiene un avión?
—Claro.
El avión de Field. Por supuesto. No necesitaría comprar un billete. Nadie se enteraría. Era cuestión de hacerlo, nada más. Aborrecía los aviones pequeños. También los grandes, pero los pequeños eran peores. Sin paracaídas. Cogían agujeros de aire de decenas de metros. La mayor parte de los accidentes aéreos son en aviones pequeños. El tío que va al mando muere de un ataque cardíaco y su esposa no sabe volar. Caer a tierra en un ataúd metálico que se incinerará en cuanto choque. Cuarenta minutos no es mucho. Podía cerrar los ojos y aguantar. Apretar los puños. Era la única posibilidad.
—¿No es peligroso? —preguntó.
Eddie rio.
—Field ha pilotado toda su vida. No, no corremos peligro.
—¿Tiene que presentar un plan de vuelo o algo así?
—¿Plan de vuelo? No. Despegamos y aterrizamos. Nadie se entera.
Eddie puso en marcha la camioneta.
—Bien, pues —dijo Jenna, reclinándose en el asiento—. A Klawock en el avión de Field.
Salieron del aparcamiento y se dirigieron a casa de Eddie. Una vez allí, Eddie llamó a Field y tomó algunas ropas. Después, fueron al muelle. Field los esperaba junto a su hidroavión.
***
Aunque se sentía como la mierda, Robert fue a trabajar el sábado. Sabía que se sentiría aún peor si se quedaba todo el día dando vueltas por la casa vacía.
Pat, su joven y núbil asistente, también fue a trabajar. Siempre estaba dispuesta a hacer horas extra. Con su ayuda, sumada a la ausencia de llamadas telefónicas que lo distrajeran, Robert trabajaba el triple. Uno más uno, igual a tres. Ella llevó un par de cafés de la planta baja y se sentó frente a Robert. Se dispusieron a corregir una propuesta que Robert iba a presentar. A Robert le resultaba difícil no quedarse mirando las largas y esbeltas piernas y los delicados tobillos de la muchacha, que estudiaba el documento.
—¿Qué dice ahí? No entiendo.
Pat se inclinó hacia delante para mostrarle la página a su jefe. Él atisbó un poco de su pecho izquierdo entre la blusa.
—Disculpa. «Frecuencia». Mi letra es terrible. Radiación Electromagnética de Frecuencia Extremadamente Baja, de aquí en adelante REFEB.
Ella se reclinó en su asiento y cruzó los tobillos. A Robert le encantaban los tobillos. En particular cuando estaban atados al poste de una cama con soga de algodón. Jenna y él solían hacerlo todo el tiempo. Amarras. Pero desde que Bobby murió, nunca. Casi no había sexo desde que Bobby murió, y cuando lo había, consistía en que Jenna se quedaba tumbada como un cadáver mientras Robert bombeaba. No muy excitante. Robert extraía mucho más placer de las fotos de las gemelas de los tejanos Guess en la revista Elle. Las llamaba las Mellizas Mamada.
En ocasiones, pensó en engañar a su mujer, pero no hizo nada al respecto. Muchas veces pensó en engañarla con Pat. Sabía que era soltera, y que él le gustaba. Sus piernas lucirían muy bien atadas al pie de una cama; los músculos de las corvas tensos entre las sogas. Pero… la idea era desagradable. Me follo a mi secretaria. Sólo pensarlo hacía que a Robert se le revolviera el estómago.
Conocía a hombres que recurren a los servicios de acompañantes caras para engañar a sus esposas. Tales servicios tenían hasta recibos engañosos, con lo cual todo se podía cargar a la cuenta de gastos. Pero Robert encontraba que, en última instancia, el concepto mismo de pagar a cambio de sexo era embarazoso. Vas a una puta, aunque sea la puta más cara del mundo, y le das dinero y hace lo que quieras. Pero lo que él quería era no tener que hablar de lo que quería. Quería a alguien que supiera lo que él quería. Y la única persona que lo sabía era Jenna. Ella lo sabía. Ella podía hacerlo. Robert prefería morir a tener que decirle a alguien cómo tocarlo o dónde poner sus manos. Porque en el interior de esa otra persona hay un cerebro que juzga. Lo sabía. Todos juzgan a todos. ¿Por qué no iba a juzgarlo a él una puta? La gente que recurre a putas pone su placer por encima de su dignidad. Robert era incapaz de hacer eso.
De todos modos, la realidad nunca resulta ser tan buena como lo que uno sueña. Las chicas que salen en las revistas están retocadas. La fantasía no es la realidad. Fin de la cuestión. Jenna era lo mejor que se podía obtener en la realidad. Se desenvolvía bien en público, un factor importante que no se aprende en la escuela. No le importaba que él se corriera en su boca. Una tontería, tal vez, apuntar eso en la lista de virtudes. Pero Robert había conocido a suficientes mujeres a las que sí les importaba como para apreciar a las que no. Sí, el sexo había sido un poco escaso desde la muerte de Bobby, pero ¿y qué? Siempre podía mirar a las chicas de las revistas y descargarse en un puñado de pañuelos de papel. Retoques son retoques. La realidad es la realidad.
La máquina de fax sonó. Robert no notó que se trataba de su línea privada hasta que fue demasiado tarde. Pat ya se había puesto de pie y contemplaba el papel que iba emergiendo. El cortapapeles automático zumbó y separó la primera hoja, salió una segunda página. Pat, con expresión confundida, le alcanzó los dos papeles curvados a Robert.
—¿Qué es esto? —preguntó.
La primera parte era un sobrio informe. Quién, qué, dónde, cuándo. Todos los detalles. La segunda parte era una mala imagen digital, una fotografía de aspecto extrañamente abstracto, que mostraba dos bultos bajo una manta.
Robert sintió que la vida abandonaba su cuerpo. Aquello que más había temido era verdad. Encorvado en su asiento, miraba el papel con expresión vacía.
—¿Se encuentra bien?
Robert movió tristemente la cabeza.
—No.
—¿Qué es?
Robert miró a Pat. Sentía deseos de llorar, de estallar en lágrimas y llorar hasta no poder más. Pero no lo hizo. Se tragó las lágrimas y dijo con voz quebrada:
—Mi esposa.
—Dios mío —exclamó Pat, poniendo una mano sobre la de él y moviendo la cabeza con pesar.
¿Cómo era aquello de las etapas? Negación, desesperación, ira. No valía la pena gastar tiempo en las primeras dos. La única que servía de algo era la tercera. Porque la ira se traduce en acción. Robert le dijo a Pat que necesitaba dar un paseo. Ella entendió. Dijo que seguiría trabajando en la corrección durante su ausencia, y que Robert podía hablar con ella, si necesitaba hacerlo. Pero Robert no quería hablar. Estaba furioso. Quería follar.
Sólo era la una de la tarde, pero Robert se dirigió a Mike's a beberse una copa. Un buen trago de algo fuerte. Mike's era un antro en la Primera Avenida Sur al que Robert solía llevar a sus clientes. Servían hamburguesas y bocadillos. Todo sabía como la mierda. Pero le gustaba llevar ahí a sus clientes, porque ellos siempre lo pasaban bien y se lo agradecían. A los hombres adinerados no les gusta vestir traje y beber ginebra perfumada. Se acostumbran a ambas cosas porque creen que si no siguen el juego no tendrán éxito, pero en realidad, lo que quieren es soltar pedos y eructar sin contenerse, rascarse el culo en caso de que les pique y camareras que sepan que cuanto más breves sean sus faldas, mayores serán las propinas que reciban. De modo que Robert lleva a esos caballeros, hartos de reuniones de dirección, a un antro. Se relajan. Se beben dos o tres Martinis. Se divierten. Creen que se llevarán a las camareras a la cama. Firman el contrato. Vaya revelación. Así que fue a Mike's y pidió un Martini puro. Después, otro.
Para el momento en que comenzaba el tercer Martini, estaba hablando con el barman, un tío de su edad, acerca de dónde conseguir una chica con la que pasar la tarde. Robert había llegado a la conclusión de que sólo había un modo de descargar su ira. Necesitaba una puta para follar. Siempre dio por sentado que, de algún modo, todo barman está conectado al circuito del proxenetismo y que aquél con el que hablaba le pasaría un número de teléfono al que llamar. Antes había pensado en llamar a Steve Miller, quien sin duda habría podido ayudarlo. Pero habría sido demasiado público. El mundo entero se enteraría. Pero el barman no sirvió de nada. Su única sugerencia fue que rondase la zona de los cines porno en la Primera Avenida para ver si conseguía algo ahí. Pero Robert no quería contagiarse el sida. Quería una chica. Quería explotar. Descargar su presión y su dolor. Quería fotos de ese momento. Le pagaría a alguien para que las hiciera. Después se las mandaría a Jenna por fax. A ver qué sentía al verlas surgir del teléfono. Fotos baratas de gente jodiendo. Como las de ella con su pescador.
Entonces, una idea obvia le vino a la mente. La chica del bar Garda, la de los labios. Si necesitas hablar, éste es mi número. Se metió la mano en el bolsillo. Llevaba la misma chaqueta, de modo que tenía que estar ahí. Las cerillas. La cajita con el nombre y el teléfono de la chica. Claro. Junto al frasquito de coca vacío.
Se dirigió al teléfono que había en el fondo del local. Descolgó y limpió el auricular con la camisa antes de acercárselo a la cara. Ella le había dicho que llamara si quería hablar. Sí, quería hablar. Hablar estaría bien. Antes de follar. Erin, así se llamaba. Dulce Erin. Universitaria. Menuda, de carnes lisas y prietas. Desnuda y amarrada. Pero no iba a permitir que le hiciera eso. No en un primer encuentro. Temería que él, como Robert de Niro en aquella película, le arrancase la mejilla de un mordisco. No. Ni se lo pediría. Cuerdas, sólo a partir de la segunda cita. Robert lo encontró divertido. Jamás amarro en la primera cita. Pero ¿dónde lo harían? En casa de ella. ¿No compartiría el apartamento con otra chica? En casa de Robert, no. No sería bueno. Tendría que conseguir un hotel. ¿Y qué hacer con los preliminares? La cena a la luz de las velas. El champán. Toda esa mierda. Tendría que hacerlo todo. Ella esperaría que así fuera. Es más, tendría que hablar. Puf. No quería hacerlo. Pero debía haber una cita. Tenía que ser así. Había que sentar los fundamentos. Ella no se iría a la cama sin más trámite.
Complicaciones, complicaciones. Robert no quería pensar demasiado en el asunto. Zambullirse. Llamarla y echar a rodar la pelota. Las cosas saldrían solas. La noche anterior, ella quería hacerlo. Dijo que creía que sería divertido. Divertido. Eso estaría bien. Justo lo que recomendó el médico. Erin atendió con voz de dormida. Eran casi las dos. Los jóvenes duermen hasta tarde.
—Soy Robert, ¿te desperté?
—¿Robert?
Bostezó. Se esforzaba por despertar. Estaba dormida, por eso no lo recordaba.
—Nos conocimos anoche. Te llevé a tu casa.
—Ah, sí.
—Dijiste que podía llamarte si quería hablar. Lamento haberte despertado.
—No te preocupes. Espera un momento.
Erin dejó el auricular. La oyó cruzar la habitación. Silencio. La descarga de la cisterna de un inodoro. Qué encanto.
—¿Qué hay?
Robert no supo qué decir. ¿Cómo tenía que conducirse? ¿Pedirle una cita?
—Lo pasé muy bien anoche. Hacía años que no hacía eso.
—¿Qué? ¿Tomar coca?
—Ya sabes, todo el asunto.
—Era casi todo anfeta. Me pasé la noche entera rechinando los dientes. Tendré que ir al dentista.
Robert jugueteó con los botones de la máquina de cigarrillos que había junto al teléfono. Botones coloreados, bonitos y brillantes. Le hizo pensar en su infancia. Cómo saben hacer que fumar sea atractivo para los chavales.
—Bueno —dijo—. No sé si estarás interesada en que nos volvamos a ver. Me encantaría hablar un poco más. Quizá podríamos salir a cenar.
—¿A cenar?
—Sí, esta noche, si estás libre. Yo invito.
—¿Una cita?
Robert rio. Sentía lo mismo que ella. ¿Una cita? ¿Qué pasa, estás loco?
—Supongo que eso podríamos decir.
Erin se lo pensó durante un instante.
—Eh… tengo planes para la noche.
—Ah. ¿Y mañana?
—Eh…, ah…, tengo un grupo de estudios los domingos por la noche. Pero… dime Robert, ¿por qué quieres salir conmigo?
Eso lo cogió con la guardia baja. Su ritmo cardíaco se aceleró. ¿Ahora tenía que dar explicaciones? No era lo que esperaba.
—No sé. Pensé que podía ser divertido.
—¿Es por lo de tu esposa?
—¿A qué te refieres?
—Bueno, anoche no quisiste intimar porque estás casado, hoy me invitas a salir. ¿Por qué?
—No sé —tartamudeó Robert—. Será que me lo pensé mejor. Dijiste que te llamara si quería hablar.
—¿Quieres hablar o quieres salir?
—Bueno, en las salidas se habla.
—No te hagas el gracioso, Robert. —Hizo una pausa—. Mira, ni novio llega esta noche a la ciudad; se quedará por unas semanas. Así que en materia de citas, estoy completa. Lo lamento.
Está completa. En materia de citas.
—Si quieres que nos tomemos un café, nos podemos encontrar por la tarde…
Un café. Robert no quería eso. Ella no se ceñía a su papel. Improvisaba. Claro, la vida nunca es como uno quiere que sea. Por eso existen las películas, las revistas, las demás formas entretenidas de hacer creer a la gente que controla lo que la rodea. De eliminar las variables de la vida. Cásate, ten un hijo, cuenta con que las cosas son de cierta manera. Dalas por sentadas. Sé aburrido. Después, contempla cómo se derrumban.
Colgó sin despedirse. ¿Qué significa adiós entre desconocidos? A la mierda. A la puta mierda. Por cincuenta centavos adicionales, cargados a la tarjeta telefónica de Robert, el ordenador lo conectó directamente con Alaska Airlines. Una vez allí, una operadora humana hizo su reserva para el vuelo a Wrangell, vía Juneau, de las seis y media de la mañana del día siguiente. De modo que, para las diez y media del domingo, estaría en el mismo lugar que su esposa.
Pero el tiempo que le quedaba por pasar a solas era demasiado. Necesitaba hacer algo. Algo que evitara conductas autodestructivas. Salió de Mike's y caminó por la Cuarta Avenida en dirección al Coliseum. Ahí podría presenciar la destrucción de algún otro. Masacres artificiales. Desastres catastróficos baratos y controlables. De eso se trataba. En el Coliseum pondrían alguna peli de acción. Siempre era así. Y Robert podía verla dos o tres veces antes de empezar a sentir hambre y preocuparse por el próximo paso. Hasta entonces, no necesitaría ocuparse de sí.
***
A Jenna le dieron a elegir, y escogió el asiento delantero. Ya que tenía que volar en un avión pequeño, lo mismo daba jugársela del todo. Field verificó mandos y diales, pulsó botones, finalmente apretó uno de color rojo. La hélice cobró vida y el motor escupió nubes de humo por sus tuberías. Field le hizo una seña al tío del embarcadero, que soltó las amarras del avión y empujó el flotador con el pie, haciendo que se posaran sobre el agua. El motor tosió y el avión comenzó a avanzar, alejándose de tierra.
La última vez que Jenna estuvo en un avión de ese tamaño, juró que también sería la última. Tenía un embarazo de ocho semanas, y sólo Robert y ella lo sabían. Decidieron tomarse unas vacaciones, una escapada romántica, ya que era la última oportunidad de hacerlo que tendrían en los siguientes diecinueve años. Así que se decidieron por San Barth. Era curioso, pensó Jenna, cómo se metían en aviones cada vez más pequeños. De Seattle a Dallas, un 767, un 737 de Dallas a San Martín, finalmente, un bimotor de doce plazas para el último tramo del viaje. Recordó que el piloto y el copiloto daban la impresión de tener unos trece años de edad; vestían uniformes de reclutas del ejército cubano. El avión parecía haber estado en funciones desde hacía ochenta años. Ambos niños pilotos debieron combinar sus fuerzas para accionar unas palancas que colgaban del techo y que, evidentemente, eran necesarias para levantar el vuelo. Después, hicieron que todos se cambiaran de asiento, para que el peso se redistribuyese en forma más pareja y no se desplomasen del cielo. Todo ello puso muy nerviosa a Jenna. Pero lo peor fue el aterrizaje en San Barth. Al parecer, su pista de aterrizaje es conocida. O aun más, famosa. Al parecer, alguien te tiene que dar permiso antes de que intentes aterrizar. El avión rodea una montaña, casi rozando las copas de los árboles. Jenna vio muchas crucecitas blancas en las laderas de la montaña; era evidente que conmemoraban muertes ocurridas en pasados accidentes aéreos. Y cuando de pronto el motor rugió con toda su potencia y la nave comenzó a descender en un ángulo de mucho más de cuarenta y cinco grados y aumentando la velocidad a medida que lo hacía, Jenna dejó de respirar. Los demás pasajeros se mostraban indiferentes. Los pilotos no parecían inquietos. Pero Jenna enloquecía de terror. De haber podido respirar, habría gritado. Cuando vio que la pista parecía proyectarse hacia ellos por el parabrisas, se dijo que podían darse por muertos. Entonces, el avión tocó tierra con un ruidoso golpe. No pareció disminuir la velocidad al hacerlo, y Jenna, blanca como un fantasma, vio que lo que le había parecido una pista de aterrizaje no era más que una corta senda por la que se precipitaban al océano. Y los muchachos negros de trece años rieron; uno vio la cara de Jenna y le dio un codazo al otro, como si no se dieran cuenta o no les importara que una tumba acuática los esperase al cabo de pocos metros. Entonces, pusieron la marcha atrás y arrojaron un ancla. El avión frenó de golpe y los pasajeros fueron proyectados hacia delante; las maletas se deslizaron por el pasillo, el metal del fuselaje gruñó y, por fin, a apenas metro y medio del agua, la nave se detuvo antes de girar y acercarse, traqueteando, al punto previsto para el desembarco. Hicieron el viaje de regreso en barco.
El hidroavión de Field tomó carrerilla por el mar antes de levantar el vuelo con renuencia, como si hubiese preferido quedarse en el agua, pero se hubiera visto forzado a sucumbir a las leyes de la aerodinámica. ¿Qué podía hacer contra esos alerones que le habían puesto? Y despegan. Quince metros, treinta, sesenta, ascienden, avanzan. El dial, azul por arriba, marrón por debajo, gira o, mejor dicho, el avión gira en torno al dial. La aguja blanca da vueltas, quinientas, seis, las medidas son las que deben ser, todo va bien. La doble uve de color gris con un punto rojo en medio ubicada entre las piernas de Jenna gira sola, emulando a la otra, idéntica, que responde al mando de Field. No es tan grave; es cuestión de no mirar abajo.
Eddie le da un golpecito en un hombro y señala hacia abajo. Ella no quiere mirar. Hasta ahora, no lo ha hecho. Supone que si se limita a fijar la vista en el salpicadero, ni se dará cuenta de que están en el aire. Aprieta el brazo del asiento con más fuerza y mira, atisba apenas, por la ventanilla. Ve la Isla Elefante ahí abajo. De lo más bonita, a decir verdad.
Ahora, vuelan a una altura de trescientos metros y Jenna, más calmada, mira con placer el paisaje por debajo de ellos. Hay cientos de islas, oscuras por los árboles, separadas por una intrincada red de agua negra. Parecen los Everglades de Florida, piensa. Como los Everglades, pero más grandes. Vuelan sobre el mar, que señala como un mapa el camino a los despoblados a donde van.
Field le toca el brazo y sonríe.
—Quiero mostrarte una cosa.
De repente, el avión gira a la derecha. A Jenna no le agrada el movimiento, excesivo, demasiado pronunciado. Entonces, enderezan el rumbo. Se relaja. Ahora, siguen un camino secundario: un río que serpentea entre los árboles. El avión desciende. No hay problema, se está acostumbrando a los movimientos y ya no tiene miedo de morir.
—Éste es el río Stikine —vocifera Field sobre el ruido del motor—. En los días de la fiebre del oro, un ferry subía por él hasta Canadá. Los indios temían a ese río. Pensaban que por él se iban las almas de los muertos, y se negaban a llevar a los blancos río arriba. Los blancos fueron, de todos modos. Y los indios los creyeron dotados de poderes sobrenaturales al ver que regresaban con vida.
—Las cosas siguen siendo más o menos así, ¿no? —comenta Jenna.
Field ríe y extrae una petaca de whisky de un bolsillo de la chaqueta. Rompe el sello del tapón y se la pasa a Jenna.
—Bebe un trago para tranquilizarte.
Jenna alza la mano en un gesto de rechazo, pero Field insiste. Eddie se inclina hacia ella y le habla al oído.
—Será mejor que lo hagas —dice—. Me parece que va a hacer la pasada del glaciar en tu honor.
Mierda, a Jenna no le agrada nada eso de la pasada del glaciar. No sabe qué puede ser, pero tampoco quiere enterarse. Bebe un sorbo y le pasa la petaca a Eddie, que se toma un trago y la tapa.
—¿Y yo qué? —pregunta Field.
—Tú conduces —responde Eddie, y se echa la botella al bolsillo.
Desde hace un rato, el avión desciende. Están a unos cien metros de altura, al parecer en un gran valle. A uno y otro lado del río hay montañas, picos coronados de nieve muy por encima de la aeronave. A Jenna le gustaba más lo de volar sobre las islas. Intuye que están a punto de hacer algo que no le sentará bien.
—No quiero hacer la pasada del glaciar —le dice a Field.
—Tranquila, no es nada. Te encantará.
Rodean a una esquina, lo que parece un poco raro, pero Jenna no encuentra otro modo de expresarlo, es una esquina del cielo, y se encuentran frente a una muralla de hielo. Tanto hielo marrón y azul que Jenna siente que percibe el frío que irradia. Nunca vio tanto hielo junto. El avión desciende y el muro parece crecer por encima de ellos hasta que no son más que una pequeña mota frente a una montaña inmensa. Field, impávido, conduce el avión hacia la pared. Ella detecta en su rostro la misma sonrisa traviesa de los muchachos de San Barth. Él sabe adónde van, ella no. El glaciar se acerca y Jenna tiene miedo de lo que no sabe. Teme lo peor, aunque se siente segura. Field no va a suicidarse ni a arrojarla del avión. Ahora están muy cerca; sin cambiar de rumbo ni de velocidad, van directamente hacia la pared. Y cuando Jenna comienza a pensar que quizá Field quiere estrellarlos contra el hielo, acelera el motor y echa atrás la palanca tanto como le es posible, haciendo que el avión ascienda hacia su izquierda. Jenna siente que una oscuridad desciende sobre ella, un peso en los párpados que es como si le envolvieran el cerebro con una manta; la marea y la obliga a cerrar los ojos. Ve el cielo entre una bruma gris. El avión parece volar de costado, pero a Jenna le cuesta dilucidar qué es arriba y qué abajo. La presión que desciende sobre ella le impide orientarse. Mira por la ventanilla del lado de Field. El hielo está ahí, pero en movimiento. Una plancha de hielo se desplaza a cámara lenta; se ha soltado del glaciar y se desliza hacia abajo. Da la impresión de que hace humear la glacial muralla. Un polvo blanco se levanta de la grieta, la plancha se desprende y se desliza glaciar abajo. Field vira el avión hacia la izquierda y Jenna ve cómo la plancha resbala hasta el río, donde se estrella con fuerza tremenda. Nace una belleza terrible.
Field sigue ascendiendo hasta que vuelan por encima de las montañas, una altitud de quinientos metros. Le sonríe a Jenna.
—No te preocupes, no habrá más sorpresas —dice.
Jenna está estupefacta, ya no preocupada por el vuelo, sino impresionada por el dolor del hielo, la rabia del agua que se vio forzada a hacerle sitio a ese trozo inmenso de tiempo congelado, el glaciar, atrapado desde hace siglos en un estado sólido y que ahora se fundirá con el océano, unificándose a su futuro. Se siente pequeña e insignificante ante semejante alarde de la naturaleza. El evento que Field desencadenó para ella la conmueve. La facilidad con que le mostró cuán poderoso es el mundo y cuán pequeña ella, todo tan simple pero tan aterrador: un glaciar que se desliza montaña abajo abriendo un surco, un valle que necesitará millones de años para completarse; y Jenna siente su propia fragilidad. Qué frágil.
Se reclina en su asiento y cuenta las islas que van pasando, a la espera de que Klawock acuda a ellos.
***
El pueblo no era lo que Jenna esperaba. Había supuesto que sería como Wrangell, de tamaño mediano, con cierta cantidad de edificaciones, un aire de que allí había vida, comercio, un contacto al menos aparente con el mundo exterior. Pero Klawock no es así. En realidad, Klawock no es nada. Hay un embarcadero que se interna en la bahía, y Field lleva allí su hidroavión. Junto al embarcadero se alza un inmenso depósito construido en madera y aparentemente desocupado. Un camino de tierra bordea la costa hacia uno y otro lado del muelle. A la derecha, el camino desaparece sobre la cima de una colina. En esa cumbre se ve hierba sin cortar y un par de docenas de postes totémicos. Nada más.
Eso era Klawock, o lo que podían ver de él.
Eddie y Jenna ascendieron la colina; enseguida, el camino describía una curva. A un lado, se veían un bazar y una oficina de correos. Al otro, un bar o restaurante, Jenna no supo decir cuál de las dos cosas. Decidieron ir a buscar ayuda al almacén. Cualquier clase de ayuda: cómo encontrar a Livingstone, dónde alojarse. El hombre que había detrás del mostrador, un indio de edad mediana, los miró con suspicacia antes de decirles que el bar de enfrente tenía habitaciones en la planta alta. Cuando Jenna preguntó dónde podían encontrar a David Livingstone, el hombre calló durante un momento.
—¿Los espera? —preguntó.
—No —respondió Jenna—. Pero tenemos la esperanza de que nos reciba.
—¿Están escribiendo un artículo?
—No, sólo necesitamos su ayuda. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?
—Sería bueno si yo supiera un poco más acerca de por qué quieren encontrarlo.
Jenna se sobresaltó. Era evidente que el hombre conocía a Livingstone. ¿Por qué no podía decirle dónde encontrarlo sin más? No es que ella fuese a hacerle nada malo.
—Es un asunto más bien personal —dijo Jenna.
El hombre movió de un lado a otro la cabeza con escepticismo, como si se tratara de una excusa que ya había oído. Jenna suspiró. ¿Qué más daba que se enterara? Era hora de sacar los esqueletos del armario.
—Mire, tiene que ver con…, eh…, mi abuela era una india tlingit… y, bueno, verá, me han estado ocurriendo unas cosas…, he llegado a la conclusión de que se trata de alguna cuestión espiritual tlingit…, algo sobrenatural… y, hace un par de años, ocurrió una cosa en un centro turístico…, la Bahía Thunder…, le pasó a mi hijo… y al parecer, éste tal Livingstone tenía algo que ver con el centro turístico y…
—Sí, sé de qué me habla. El niño que se ahogó.
Jenna dejó de hablar y miró al hombre a los ojos. Lo sabía. Para él, se trataba del «niño que se ahogó». Lo más probable era que todos los de por allí lo supieran también. Era una cuestión seria. Seguían hablando de ella. Pero ¿cómo lo sabían?, ¿por qué lo sabían?
—En fin, ¿sabe dónde puedo encontrar a David Livingstone?
—Yo se lo traeré.
Jenna se lo quedó mirando. Con eso no le alcanzaba. Quería más. Alguna seguridad. Un recibo o algo así. El hombre entendió.
—Si es que quiere verla, no será antes de mañana. Así que lo único que usted puede hacer es conseguir una habitación y esperar. Hay habitaciones en el local de enfrente. Cuando sepa algo, le dejo un mensaje en el bar.
Jenna asintió con la cabeza y retrocedió un poco.
—Bueno, gracias. Agradezco su ayuda. Lo cierto es que todo esto es de lo más importante para mí, y creo que él es el único que me puede ayudar. Dígale que le daré lo que me pida, si necesita dinero o lo que fuere, sea cual sea su tarifa, no es un problema, en serio. Me haré cargo.
El hombre miró a Jenna. Su rostro no había cambiado.
—Busque una habitación —dijo.
Jenna salió; Eddie y Óscar la esperaban en el porche. Sobre la puerta del bar de enfrente estaba pintada la palabra Motherfish, pez madre. En el escaparate había pintada una gran muchacha-pez azul que cogía un cuchillo y un tenedor con sus aletas. Eddie, Jenna y Óscar cruzaron la calle y entraron al Motherfish para preguntar por las habitaciones. El interior era penumbroso y olía bien. Estaba decorado como la bodega de un barco. Suelos y muros eran de anchos tablones. Había grandes barriles entre las mesas, y otros, más pequeños, hacían de taburetes frente a la barra. Del techo colgaban redes de pescar cargadas de chucherías: flotadores japoneses, boyas, estrellas de mar secas, conchas de cangrejo, y así sucesivamente. Una fresca brisa se colaba en el recinto. Jenna recordó la ocasión en que había hecho cola para ver a los Piratas del Caribe de Disneylandia. Un joven leía un libro detrás del mostrador; no alzó la mirada cuando una campana que había sobre la puerta sonó, anunciando la entrada de Jenna y Eddie. Se aproximaron a él; Eddie golpeó la barra con fuerza.
—¡Eh! ¡Cantinero!
El muchacho miró a Eddie con evidente irritación. Era muy apuesto. Tenía el rostro redondo y ancho que Jenna ya notara en otros indios de Alaska, pero con pómulos salientes que le daban un particular aire escultórico.
—El tío de enfrente dice que tienes habitaciones —prosiguió Eddie; su tono era de provocación.
—Ajá —respondió el muchacho, erizándose. Jenna percibió que entre ambos hombres había en juego una dinámica que no podía entender con claridad. Y que ciertamente no le agradaba.
—Bueno —dijo Eddie con impaciencia—. Quisiéramos un par, si no te es molestia.
—Claro —contestó el muchacho—. ¿Venís para el festival?
—¿El festival? —preguntó Eddie—. ¿Qué festival?
—Pensándolo bien… ninguno. Aquí no tenemos ningún festival —replicó el otro, inexpresivo.
Las mejillas de Eddie se sonrojaron y Jenna se dio cuenta de que se disponía a armar un escándalo, de modo que procuró intervenir. Vio que el libro que el muchacho leía era París era una fiesta, calculó que, por lo general, el único momento en la vida en que una persona lo lee es cuando se lo dan en la universidad.
—¿Hemingway? ¿Estudias?
Jenna tenía que admitir que el suyo era un intento más bien débil, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Como de costumbre, los varones se enseñaban los dientes. Y, para sorpresa de Jenna, su intervención le cayó bien al muchacho. Con gesto amable, se dirigió a ella. Quizá lo hiciera porque le parecía un modo de desairar a Eddie; pero también era posible que se tratase de un gesto sincero.
—Sí. En la Universidad de Alaska, en Anchorage. Regreso en otoño.
—¿Literatura?
Él asintió.
—Del siglo veinte.
—¿Leíste a Djuna Barnes? —preguntó ella. Jenna había estudiado literatura en la universidad, pero eso había sido hacía mucho tiempo. Recordaba más que nada un vago aluvión de páginas leídas tarde, por la noche, con ojos que el sueño volvía pesados. Pero recordaba muy bien un curso en particular. Trataba de los expatriados. Lo daba un profesor de lo más enrollado, Nick algo, que anunció el primer día que las escritoras no eran estudiadas lo suficiente. Y prometió que, por cada libro escrito por un hombre que se leyera en clase, también leerían uno escrito por una mujer. Era interesante. Maduro, comenzaba a perder el cabello, llevaba las gafas al cuello, con una de esas cadenitas que suelen ser exclusivas de las bibliotecarias ancianas. Había algo verdaderamente sexy en él. Después de clase, se reunía con los alumnos afuera, a fumar cigarrillos. Claro que los estudiantes que lo acompañaban en tales ocasiones eran todas mujeres. A todas las chicas les encantaba; parecía tan necesitado. El típico profesor distraído. Su esposa había muerto hacía unos años de algún tipo de cáncer. Una amiga de Jenna se había acostado con él. Fueron a su casa y se emborracharon en serio y después lo hicieron. Ella dijo que el comportamiento del tipo fue lamentable. No hacía más que dar órdenes. Haz esto, haz lo otro. Aburrido. Obtuvo un sobresaliente. Jenna, algo menos.
No venía al caso. Sí era importante que el chaval no supiera nada de Djuna Barnes. De modo que Jenna insistió.
—Hemingway la detestaba. Le puso a Jake Barnes el apellido de Djuna, porque Jake es un infeliz, y Hemingway quería que todos se enterasen de que él aborrecía a Djuna.
—¿Y por qué la odiaba?
—Quiso acostarse con ella, y ella lo rechazó. Era lesbiana.
El muchacho rio.
—¿Qué escribió ella?
—Sólo leí uno de sus libros. Creo que se llamaba Bosque salvaje. Bueno, quizá era otro título. No me acuerdo. Al final, la protagonista se convierte en perro.
—Qué gracioso. Lo buscaré. —Se levantó de su taburete y salió de detrás del mostrador—. ¿Djuna también necesita una habitación?
Jenna se inmovilizó en una pose cómica para darle a entender al chaval que no tenía ni idea de qué le estaba hablando. Él señaló a Óscar y Jenna rio. Nunca entendía las bromas. No era lo bastante rápida. Los varones hacen chistes, los varones los entienden. Jenna no los hacía ni los entendía.
—Es muy tranquilo —explicó Jenna, esperanzada.
—No hay problema, siempre que no ladre por la noche. Venid, subamos.
Se dirigió a unas escaleras; Jenna se volvió hacia Eddie, que la miraba con el ceño fruncido.
—¿Qué puedo decir? —dijo Jenna—. ¿Aquello de que hay que usar miel para coger abejas?
Subieron hasta el oscuro pasillo de la planta alta. El muchacho abrió cuatro puertas e hizo un desganado amago de enseñarles las habitaciones.
—Escoged la que más os guste. —Señalando una de las puertas, añadió—: A ésta la llamamos la suite de la luna de miel.
Todas las habitaciones eran exactamente iguales, dejando aparte el emplazamiento de puertas y ventanas. Todas tenían un espeso alfombrado rojo que daba la impresión de estar húmedo y que mostraba ocasionales manchones oscuros, dos estrechas camas con colchas marrones, y algún mobiliario adocenado. Eddie y Jenna echaron un vistazo a cada una. Las dos primeras parecían las más agradables, si es que podía decirse que alguna de ellas lo fuera: daban a la calle.
El chico se había acuclillado y acariciaba a Óscar.
—Puedo juntar las camas, si queréis —ofreció—. Le dije a papá que esas camas hacen que parezca el decorado de un episodio de Amo a Lucy, pero se niega a cambiarlas.
Jenna y Eddie cambiaron una mirada nerviosa. No habían hablado de la posibilidad de compartir habitación o cama. Lo cierto era que Jenna había albergado alguna esperanza de que fueran a parar a un lugar donde sólo quedara una habitación, y con cama doble. Harían algunos melindres, pero al fin acordarían dormir cada uno de un lado del lecho; y tal vez se produjera algún chispazo, y de ahí en adelante, ¿quién sabe? Pero eso no ocurriría.
—Me parece que usaremos cuartos separados —dijo Eddie.
—Como os parezca —respondió el joven, encogiéndose de hombros.
—¿No esperáis a más gente? Podríamos compartir… —comenzó a decir Jenna.
—Oh, sí, el gentío del verano. —El chico se incorporó con una risa sarcástica—. A veces, estamos a tope, y hay reservas con meses de anticipación. Pero como sois tan simpáticos, os dejo todo el piso. No permitimos la entrada de otros huéspedes. El lugar es todo vuestro.
Se dirigió a las escaleras.
—Os cuento las comodidades que ofrecemos. No hay servicio de habitaciones, ni máquina de hielo, ni expendedora de Coca-Cola, ni televisión, ni teléfono en las habitaciones, ni conserje, ni botones, ni piscina, ni sala de ejercicios. Básicamente, no tenemos nada de lo que podáis necesitar. Tenéis que pensar que es como una aldea india sin ningún tipo de comodidad. Eso sí, damos de comer en la planta baja. Mamá prepara la comida. Ella es Motherfish, la madre pez, ¿entendéis? No se come a la carta; ella cocina algo, eso es lo que hay. Pero hay un aspecto positivo. Sé que estáis esperando esto. ¡Redobles por favor! Mamá hace el mejor pastel de arándanos del mundo. Creedme. Cuando os pregunte si queréis postre, decid que sí. Será pastel de arándanos.
Sonrió y comenzó a bajar por las escaleras.
—¿Cuánto tenemos que pagar?
—¿Pagar? Cuando os marchéis. Veinte dólares por noche. No aceptamos tarjetas de crédito ni cheques.
Ya casi se perdía de vista; sólo se veía su cabeza.
—¿Hay algún cajero automático por aquí?
El muchacho se detuvo y se volvió. Miró a Jenna con seriedad y se puso una mano detrás de la oreja.
—Perdón, no entendí.
—Cajero automático.
—Mmm… No sé qué es. ¿Un…?
—Cajero automático. Metes tu tarjeta, te da dinero.
El chico se encogió de hombros y rio para sí, burlándose de Jenna.
—Dios, los blancos sois increíbles. Vaya, le pones tu tarjeta y te da dinero. ¡Hombre! Yo daría todas mis tierras tribales a cambio de una cosa así. ¡Una máquina de dinero! Te diré una cosa: le doy esta isla a tu gente si a cambio me dan un cajero de esos que dices. ¿Dices que le das la tarjeta y te da dinero? ¿Cómo es posible? Caray. Primero armas de fuego, después bebidas alcohólicas. ¿Y ahora esto? Va a hacer que las cosas cambien de verdad en estos andurriales.
Meneó la cabeza y se perdió escaleras abajo, farfullando «cajero automático» como para sí; ahora, Jenna lo detestaba tanto como Eddie.
Eddie miró su reloj.
—¿Damos un paseo por la playa?
Jenna asintió. Dejaron sus mochilas en las dos primeras habitaciones y se dispusieron a salir.
***
La playa era salvaje e indómita. Inmensas rocas puntiagudas emergían de la arena y de las olas. Sobre la playa se veían grandes trozos de madera traídos por las aguas y sucesivas líneas de algas dejadas por las mareas. En torno a las rocas había charcas hondas y transparentes que albergaban pececillos translúcidos y diminutas crías de cangrejo. La marea estaba baja y el olor del océano era casi perturbador de tan penetrante, como si algo hubiese sido dejado al sol y estuviese muriendo sin la protección del agua.
Jenna se quitó las botas, se arremangó los vaqueros y se acercó al punto donde las olas lamían la playa con suavidad. La arena fangosa hacía un ruido de succión a cada pisada. Miró playa arriba y vio que Eddie le había quitado la correa a Óscar y jugaba a tirarle un palo. Pero Óscar no terminaba de entender el juego. Sabía ir a buscar el palo, pero una vez que lo recogía, se quedaba ladrando junto a él hasta que Eddie se acercaba y volvía a arrojarlo. Jenna miró cómo jugaban en la arena y se entristeció. Una familia improvisada. El azar los había reunido, pero así y todo, combinaban por algún motivo. Era como si algo los uniera. Jenna hasta había tratado de abandonar a Eddie, pero no pudo hacerlo. Aún no era el momento de que estuviese sola. No sabía cuál podía ser, pero había un motivo para que él siguiese con ella.
A Jenna le llegaron las voces de unos niños que jugaban. A lo lejos, en una punta que se internaba en el mar, vio tres niños pequeños que jugaban en la arena. Óscar también los percibió. Dejó de custodiar el palo y se volvió hacia los niños; irguió a medias una oreja. Plegada al revés sobre su cabeza, parecía una boina. Al ver a los niños, su nariz se estremeció. Miró a Eddie, que se le acercaba. Al fin, Óscar no pudo contenerse más y se echó a andar por la playa en dirección a los niños. Ladró un par de veces para advertirlos de su llegada. Los niños miraron y cesaron sus juegos, a la espera de que el animal, que había emprendido un trote, se les acercara.
Eddie se puso junto a Jenna. Los hombros de ambos se rozaron.
—Supongo que los niñitos huelen mejor que los adultos —dijo.
Jenna le sonrió. Siguieron caminando hacia el lugar donde estaban los niños.
—Dime, ¿qué fue lo que ocurrió en el bar? —preguntó Jenna.
—¿Qué ocurrió con qué?
—Entre el chico y tú. Había cierta tensión.
—¿Ah, sí? —dijo Eddie con fingida sorpresa—. No lo noté.
—Vamos, amiguito —espetó Jenna, bromeando—. Desembucha.
—No sé, en realidad es una estupidez. Pero me cae mal. Que ese listillo vaya a la universidad. Apuesto a que no paga ni un centavo por sus estudios.
—¿Y qué?
—Bueno. No sé. Es que, hace mucho, los indios firmaron tratados. Y los tratados dicen que la mitad de la pesca de Alaska les pertenece. ¿Cuántos indios hay? Se llevan la mitad, y todos los demás tenemos que repartirnos la mitad que queda. Y entonces viene el gobierno y nos dice que ni siquiera tenemos derecho a nuestra mitad, porque si pescamos nuestra parte y los indios pescan la suya, no quedarían peces. De modo que sólo podemos pescar una pequeña parte de nuestra mitad, para que la pesca no se agote. Pero ellos pescan cuanto quieren.
—Y eso es injusto.
—Sí. Eso creo. ¿Tú no?
—Bueno, veamos. Digamos que hace mucho tiempo, antes de que tú nacieras, cuando tu padre vivía ahí, mi abuela se apoderó de tu casa.
—¿Y para qué querría mi casa?
—Tiene una familia grande. Necesita más lugar. Así que aparece con un bate de béisbol y se adueña de tu casa. Le dice a tu familia que puede quedarse, pero en el patio. Pero, para que las cosas sean justas, también les dice que tienen derecho a usar la mitad del suministro de agua de la casa.
—Me parece que esta conversación me dejó de interesar —dijo Eddie con una mueca.
—Transcurre un tiempo —prosiguió Jenna—, y ahora el interior de la casa me pertenece, porque lo heredé. Tú heredaste el patio. Invito a muchos de mis amigos a vivir conmigo; a todos nos encanta el lugar. Pero…
—Siempre hay un pero.
—Pero… no nos parece justo que la mitad del agua sea tuya. No la usas toda. Nosotros necesitamos más porque somos más. Así que te decimos que no puedes usar la mitad del agua. A partir de ese momento, sólo tendrás derecho a una décima parte del agua. ¿Cómo te sentirías?
—Maltratado.
—¿Jodido?
—Violado. Teníamos un trato.
—Muy bien. —Jenna sonrió—. Ahora, extrapola.
—Sí, claro. Lo que acabas de plantear es una situación completamente inverosímil e increíble, sin base real alguna. El hecho es que los tratados de pesca fueron firmados hace cien años y están superados. Las cosas cambian.
Jenna cabeceó, pensativa. Óscar había llegado donde los niños y los olfateaba a conciencia.
—Tienes razón —dijo.
—Gracias.
—Oh, por cierto —prosiguió Jenna—. ¿Cómo se llamaba esa otra cosa que firmaron? Una especie de tratado. Ya sabes… ¡la Constitución! Eso. La Constitución se firmó hace mucho. Diría que también está desfasada. También deberíamos deshacernos de ella. ¿No te parece?
Eddie la miró de soslayo con una sonrisa pícara.
—Muy astuta —dijo—. Creo que ya no me caes bien.
Jenna tendió la mano y enganchó el cinturón de Eddie con el pulgar por detrás de sus tejanos.
—Suelta —protestó Eddie.
—No. Te estoy pescando —dijo Jenna, dándole un juguetón tirón a los tejanos.
—Ah, ¿así que me estás pescando? Esta mañana te marchaste sin más, diciéndome que me llamarías en un par de semanas. Después, conseguiste que te llevara a donde querías ir. Ahora, me sermoneas sobre los tratados. ¿Después, qué?
Jenna se encogió de hombros y quitó la mano del cinturón.
—¿Después qué querrías que hiciera?
—Que me respetes como hombre —contestó él en tono de broma.
A continuación, se volvió y corrió hacia el lugar de la playa donde estaban los niños y Óscar. Jenna miró desde la distancia cómo todos se presentaban. Hablaban y señalaban, se respondía y se preguntaba; después, el grupo entero siguió camino por la playa hasta que Jenna los perdió de vista.
Como Jenna aún sentía la falta de sueño de la noche anterior, se tumbó en la arena a dormir un rato. El sol todavía estaba por encima de las copas de los árboles, pero ya eran casi las seis y las sombras se hacían más largas y oscuras. Cerró los ojos y escuchó los sonidos del lugar. Pájaros, agua, viento. Y no tardó en sumirse en un sueño ligero.
***
—Señora, señora —repetía una vocecilla. Jenna abrió los ojos y vio un niño indio, de unos seis o siete años de edad. Vestía unos tejanos con las perneras cortadas y nada más. Tenía a Óscar a su vera.
—Señora, señora —insistió.
—¿Sí? —Jenna le sonrió; en realidad, lo que quería era seguir durmiendo.
—Eddie dijo que la buscásemos. Es hora de comer.
—¿Dónde está Eddie?
El niño miró por encima del hombro y señaló. Después, volvió a mirar a Jenna y esperó, paciente, a que ella respondiese a su solicitud.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Jenna.
—Michael.
—Michael, encantada de conocerte. Soy Jenna.
—Papá cocinará el pescado en cuanto llegues; Eddie dijo que tiene mucha hambre y que te busque. ¿Beberás cervezas como él?
—¿Eddie se bebió muchas cervezas?
—Tres. —Alzó tres dedos.
—Si Eddie sigue bebiendo cerveza de esa manera engordará mucho —afirmó Jenna; se puso de pie y tomó a Michael de la mano. Seguidos por Óscar, echaron a caminar por la playa.
—Eddie me mostró su cicatriz —anunció Michael.
—¿Ah, sí? A mí no me la enseñó nunca.
—Es larga.
—Sufrió una herida grave.
—Un oso trató de comérselo, pero él lo ganó.
—¿Eso fue lo que ocurrió?
—Ajá.
Llegaron a una curva de la playa; Jenna distinguió una hoguera, no muy lejos. En torno al fuego había mucha gente, quizá cerca de una docena de personas, adultos y niños. Reían y conversaban. Sin soltar su mano, Michael condujo a Jenna directamente a donde se encontraba Eddie, quien charlaba con un par de hombres jóvenes mientras se bebía una cerveza.
—Aquí la tenemos —dijo con una sonrisa—. Me alegro de que hayas podido venir. Nos morimos de hambre.
Antes de que Jenna comprendiese del todo qué ocurría, se produjo una tremenda actividad. Refrigeradores se abrían y cerraban, aparecían inmensos cuencos de ensalada de patatas, hombres ensartaban salchichas en brochetas, se tendían pescados, dispuestos en armazones de madera, sobre el fuego, niños corrían en círculos mientras bebían refrescos, personas le hablaban a Jenna, le contaban cosas, le hacían preguntas, la invitaban a sentarse, le daban comida, reían, comían salmón y patatas fritas, bebían Jack Daniels. Y ella, en medio de la algarabía, no sabía si soñaba o no; se sentía un poco mareada. El pescado tenía un sabor grato, tibio y húmedo, el sol se ponía, convirtiendo el mar en un estanque centelleante, Eddie reía con la gente, le sonreía. ¿Los conocía de antes? ¿Ya había estado en ese lugar?
Él dijo que no. Era la primera vez que los veía, pero cuando entabló conversación, los invitaron a él y a Jenna a comer con ellos. Les hizo gracia que Jenna se hubiese dormido en la playa. Eran una familia que había ido de merienda a la playa. Jenna no conocía a ninguno de sus integrantes y desde luego que le resultó imposible retener siquiera uno de los incontables nombres con que se presentaron; pero aun así, sentía como si fuesen viejos amigos. Le preguntaban cómo iban sus cosas, como si se conocieran de antes. Querían saber cuánto tiempo permanecerían ella y Eddie ahí. Insistían en que ambos abandonasen ese tugurio, Motherfish, y fuesen a alojarse con ellos. Tenían una cama plegable, dijo uno, y Jenna y Eddie podían dormir en ella. Pero Jenna les contestó que no quería abusar de su hospitalidad, que sólo querían ver a ese tal Livingstone y que después se marcharían.
—Livingstone —dijo uno de los jóvenes en tono burlón—. Vaya charlatán.
Mamá, la generosamente dotada matrona de la familia, le dio una palmada en el hombro y lo regañó.
—David es un joven muy inteligente y capaz —le reprendió.
—Mentira —dijo otro de los jóvenes, tosiendo en su mano como hacían John Belushi y sus compañeros en Animal House cuando su fraternidad era examinada en la asamblea principal.
—¿Para qué necesitas ver a Livingstone? —preguntó el primero de los jóvenes—. ¿Eres del Today Show? ¿Vas a sacarlo en la tele como portavoz de nuestro pueblo?
—No, no soy del Today Show —repuso Jenna.
Todos esperaron a que les dijese por qué había llegado hasta ahí para ver a Livingstone.
—Me da un poco de vergüenza —dijo Jenna.
—Podemos taparte con una manta —respondió el gracioso, refiriéndose a una ocasión en que dos de ellos habían hecho una cortina con una frazada para que la abuela pudiera orinar sin que la viesen. Todos rieron.
—Necesito consultar a un chamán por cierto asunto —dijo Jenna.
A mamá esto no pareció llamarle la atención.
—Él es chamán —confirmó.
—Su padre fue chamán. Que tu padre haya sido chamán no significa que tú también tengas ese poder.
—Sí que tiene el poder —replicó mamá, algo irritada—. Ocurre que no sabe emplearlo como se debe. Pero va aprendiendo. Ahora sabe que no debe ejercerlo a cambio de dinero.
Todos se quedaron pensando; Jenna no tenía ni idea de qué hablaba la mujer.
—¿Qué pasó? —preguntó.
Un joven le respondió.
—Solía alquilarse. Veía el futuro, si es que crees en esas cosas, y les decía, por ejemplo, a las empresas forestales, dónde cortar árboles, y a las pesqueras dónde pescar.
—La misión del chamán siempre fue decirle a la aldea dónde estaban los peces. Esa era su tarea —dijo mamá.
—Sí, pero Livingstone lo hacía para llenarse los bolsillos, no para los demás. Le importaba una mierda que los indios pasaran hambre siempre que él tuviese un Ford Bronco.
—Creaba empleos para los blancos, no para los indios.
—¿Qué le pasó? —quiso saber Jenna.
—Bueno, si crees en ello… dicen que a los espíritus no les gustó lo que hacía y le dieron una lección.
—¿Cómo?
—Su mujer tuvo un bebé, un niño, que nació muerto. Livingstone les dijo a todos que era un castigo, y que a partir de ese momento trabajaría sólo para su gente.
Clic, clic, clic. Jenna oyó cómo las piezas del rompecabezas encajaban en su mente. Un bebé que nace muerto. Ferguson habló de eso. Deliraba cuando se lo contó, y en ese momento Jenna no entendió a qué se refería. Pero ahora lo comprendía. Algo sucedía.
—¿Y por qué quieres verlo?
Todos los ojos se fijaron en Jenna.
Casi había logrado librarse de responder, pero no estaban dispuestos a dejar que se saliera con la suya. Oscurecía y los rostros de los asistentes no se distinguían con claridad. Jenna carraspeó y contestó a la pregunta.
—Mi hijo se ahogó en un centro turístico y creo que Livingstone puede saber algo al respecto.
Se abrió un gran agujero de silencio, ocupado por el crepitar del fuego y el aire fresco y nada más. Jenna miró a Eddie para ver su reacción; él se limitó a seguir contemplando las llamas. Uno de los hombres echó más leña a la hoguera.
—¿Fue en la Bahía Thunder? —preguntó. Jenna asintió con la cabeza.
—Bueno, Livingstone sabe algo de eso, claro que sí. Mamá sacó de algún lugar una bolsa de papel marrón y se puso a hurgar en ella. Los niños se dieron cuenta de lo que hacía y se apresuraron a congregarse en torno a ella. Extrajo una bolsa de malvaviscos y comenzó a ensartarlos en palos, que los niños acercaron con cuidado a las llamas.
—¿Tú crees? —quien preguntaba era papá. Tenía una voz profunda y se había mantenido en silencio hasta entonces. A Jenna le costaba dilucidar los lazos de parentesco de esa familia. No sabía si eran familiares inmediatos, primos o qué. Pero era evidente que mamá y papá mandaban.
—¿En qué?
—Bueno, dijiste que venías a ver si sabía algo de lo ocurrido. ¿Sobre qué crees que te puede hablar?
—Los kushtaka —contestó Jenna en voz baja. Uno de los niños acercó demasiado su malvavisco a la hoguera, convirtiéndolo en una llameante bola de azúcar.
Todos rieron, pero él dijo que lo prefería así.
—¡Kushtaka! —se mofó uno de los jóvenes—. ¿No habría sido mejor haber usado un chaleco salvavidas?
—¡Samuel! —gritó mamá; se acercó al joven y le cruzó la cara de un bofetón—. ¡Sé respetuoso!
—Mierda, mamá, todos teníamos trabajo allí antes de que ocurriera eso y de que Livingstone espantara a la gente con esas estupideces de los malos espíritus.
—¡Samuel! —Esta vez, papá habló—. Deja de hablar así o márchate ahora mismo.
El joven se apresuró a levantarse.
—Muy bien, me voy. Soy el único que dice la verdad, pero vosotros no queréis oírla. Venga, seguid mintiéndoos unos a otros. Puras mentiras. —Se internó en la oscuridad dando zancadas en dirección al bosque.
Mamá ensartó tres malvaviscos en un palo y se lo pasó a Michael, señalándole a Jenna. Michael le entregó el palo y ella lo acercó a las llamas sin entusiasmo. Samuel había preguntado si no hubiese sido mejor usar un chaleco salvavidas. Como si Jenna nunca lo hubiera pensado. Todos usan chaleco salvavidas. Bobby lo tenía hasta que se lo quitó.
—No te atormentes, cariño —dijo mamá—. Lo hecho, hecho está, y tienes que hacer cuanto puedas por dejarlo atrás.
—Nunca pensé en los empleos que se perdieron —añadió Jenna.
—Ese lugar siempre fue malo —prosiguió mamá—. El proyecto estaba condenado al fracaso. Pero aquí todos se entusiasmaron y, cuando falló, quedaron decepcionados. Pero así son las cosas a veces.
—Siempre —corrigió papá—. Así son las cosas siempre. Cuando la gente comienza a pensar que el mundo está hecho para su placer y su comodidad, se acerca el fin. La naturaleza hace lo suyo y debemos aceptar todo lo que nos da, bueno o malo. Eso es todo.
Y eso fue todo. La oscuridad fue total hasta que la luna llena ascendió sobre los árboles y colmó el firmamento de luz azul. Los niños se hartaron de malvaviscos y se durmieron junto a la hoguera. Los mayores se quedaron mirando las llamas en silencio, pasándose la botella de Jack Daniels. Jenna procuró ver la hora en su reloj a la luz de las llamas, pero le resultó imposible. No le gustaba abandonar a esas personas tan cálidas, pero debía seguir el camino. Ansiaba llegar a su siguiente destino.
Eddie la vio mirar el reloj.
—¿Quieres que nos marchemos?
Jenna asintió; ambos se levantaron.
—Regresamos —anunció Eddie; llamó a Óscar y estrechó las manos de los hombres.
Jenna se acercó a mamá.
—Gracias por la comida. Estaba muy buena.
—De nada, cariño. Y no te preocupes, encontrarás lo que buscas si te empeñas lo suficiente.
Le dio un beso en la mejilla. Jenna se dio cuenta de que lo que la mujer decía era la verdad.
Papá les dijo a Jenna y a Eddie que regresaran al pueblo por el sendero; el trayecto era más corto que si lo hacían por la playa. De modo que siguieron una estrecha senda que surcaba el bosque antes de desembocar en un camino de tierra. Caminaron hacia la izquierda, en dirección al pueblo. La luna llena alumbraba lo suficiente como para que viesen el camino que se extendía frente a ellos.
Jenna rodeó la cintura de Eddie con un brazo y reclinó la cabeza en su hombro; Eddie le pasó su brazo sano sobre los hombros. Era agradable estar bajo la protección de Eddie. Hacía frío y el bosque era oscuro, y a Jenna le alegró poder estar con alguien. Estaba feliz de que Eddie estuviese ahí.
—Dime, ¿te arrepientes de haber venido? —le preguntó.
Eddie se apartó un poco.
—¿Por qué lo preguntas?
Jenna lo estrechó con más fuerza.
—No sé. Sé que piensas que todo esto es una locura.
—¿Y qué?
—¿No me detestas?
Él rio para sí.
—Sí, claro que te detesto.
—¿En serio?
—No, bromeo. No te detesto. Ojalá te detestara.
Ella se detuvo y procuró mirarlo a los ojos, pero sólo se distinguía el contorno de su rostro.
—¿Por qué dices eso?
—Es que no, no te detesto. Pero si así fuera, las cosas se me harían más fáciles.
—Pobre Eddie —dijo Jenna.
Era tan dulce, parado frente a ella como un fantasma, una sombra oscura en el bosque, despojado de detalles que pudieran distraer, como sus ojos azules o sus orejas pequeñas. Era sólo una voz, un cuerpo. Y Jenna quería estar con él. Habría querido entrar en él, pasearse por su interior, conocer sus pensamientos. Se le acercó hasta que se rozaron y después se acercó un poco más. Sus piernas, sus caderas, sus pechos, se apretaban, y Jenna alzó la cabeza y lo besó. Y el beso creció, haciéndose cada vez más profundo, hasta que Jenna sintió que parte de ella entraba en él; sintió deseos de meterse por la boca, deslizarse por su garganta y acurrucarse en su interior.
Entonces, él cerró la puerta. Se apartó, retirándose a la oscuridad.
—No es justo —dijo.
—¿Qué no es justo?
—Esto. Toda la situación. No sé. Tú tienes que ocuparte de algo. Tienes una misión, ¿recuerdas? Encontrar al chamán, o lo que fuere, no importa, la cuestión es que por eso estás aquí. Y cuando termines, regresarás a la vida que abandonaste para venir aquí. Pero yo no lo haré. Mi vida es ésta. Cuando te marches, te irás a algún lugar donde te esperan una casa, un coche, un marido y todas esas cosas, y yo me quedaré aquí sin nada. No es justo, eso es todo.
—Puedo dejarte a Óscar —propuso Jenna.
—No es gracioso. Hablo en serio. Estás jugando conmigo desde hace días, coqueteando y todo eso. Y no sé qué hacer, porque me gustas de verdad. Muy en serio. Me gustas y algo más. Si tuviese que elegir a una persona entre todas las que hay en el mundo, serías tú. Pero sé que te marchas, y entonces, ¿qué sentido tendría meterme en algo que sé que terminará en desilusión?
Se quedó parado en la oscuridad, mirándola. Jenna no había pensado en nada de eso. No había contemplado un futuro. Últimamente, su vida no había tenido nada que ver con la previsión. Se limitaba a actuar. Eddie quería saber, tenía derecho a quererlo. Pero ¿a saber qué? ¿Qué podía decirle Jenna?
—¿Entiendes a qué me refiero? —preguntó él.
—Sí.
—¿Y qué me dices?
—Que tienes razón.
—¿Entonces te parece que no tengo que meterme en nada?
—¿Qué quieres que te diga, Eddie? ¿Qué me casaré contigo y viviremos felices en Wrangell por siempre jamás?
Eddie agachó la cabeza y emprendió la marcha hacia el pueblo. Jenna se maldijo. ¿Por qué había dicho eso? Maldita sea. ¿Cómo se las apañaba Eddie para complicar tanto las cosas? ¿Por qué no podían ser fáciles las cosas?
—Eddie, espera —rogó Jenna, siguiéndolo. Óscar la acompañaba—. Es que… no estoy…, no sé qué hago con nada de todo esto…, tampoco con lo que se refiere a nosotros.
—Bueno, con respecto a nosotros, te puedo decir que todavía falta una milla para que lleguemos al pueblo.
Bueno, pensó Jenna, eso sí que zanjaba la conversación. Hicieron el resto del trayecto en silencio. Jenna no sabía cómo habían pasado de un beso ardiente a un silencio glacial, pero era indudable que la transición se había producido. Jenna no podía recriminarle a Eddie su empeño por saber qué les depararía el futuro, pero ¿cómo saberlo? ¿Y si a fin de cuentas se cansaban uno del otro? Los romances no llevan necesariamente al matrimonio. A veces, los mejores romances son los que tienen una duración limitada. Son como una llama que arde y después se extingue. ¿Por qué esperaba Eddie algo más de ella? ¿Por qué ella debía comprometerse con él cuando ni siquiera se habían ido juntos a la cama?
Llegaron al bar y entraron. El local estaba lleno a medias de gentes que bebían y se divertían. Ahora, quien atendía la barra era un hombre mayor, probablemente el padre del chaval. Hizo una seña a Jenna con la mano. Eddie no se detuvo. Se limitó a dar las buenas noches por encima del hombro mientras subía a su dormitorio por las escaleras.
Jenna se acercó a la barra. El hombre habló.
—Tom, el de la tienda, dice que habló con Livingstone y que te llevará a él mañana por la mañana. Ve a la tienda, él te lleva.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—Bueno, gracias por el mensaje.
—De nada. Y no te preocupes por el ruido. En un rato echo a estos palurdos.
Jenna le dio las gracias y subió a su cuarto seguida por Óscar. Se sentó en la cama y se quitó las botas. Una súbita indignación por lo ocurrido con Eddie en el bosque la embargó. ¿Cómo se atrevía a endilgarle semejante rollo? Como si ella estuviese obligada a darle algún tipo de seguridad.
Sólo quería estar cerca de él. ¿Qué lo hacía pensar que ello llevaría a una soñada vida en común?
Se dio cuenta de que le sería imposible dormir con toda esa agitación en su mente, de modo que salió de la habitación y llamó a la puerta de Eddie.
—¿Qué pasa? —dijo él desde dentro.
—Necesito hablar un momento.
Jenna oyó pisadas; la puerta se abrió.
—¿Qué hay? —Reclinado contra el marco de la puerta, Eddie la miraba con expresión de aburrimiento.
—Mira —comenzó Jenna—, si crees que estoy jugando contigo, lo lamento, en serio, ¿de acuerdo? Pero tengo muchos problemas que trato de resolver y muchas cosas con las que procuro lidiar. No sé dónde estaré mañana, ni la semana que viene, ni el año próximo. No puedo garantizar nada, no puedo comprometerme, no puedo prometer. Pero quiero estar contigo ahora porque eso es lo que quiero. Si quieres estar conmigo, estupendo. Si no, porque te parece que tienes problemas conmigo o alguna otra cosa, bueno, tendré que aceptarlo.
La expresión de él no cambió ni un ápice, lo que enfureció a Jenna. Buscaba alguna reacción. Pero no se produjo.
—Muy bien —dijo Jenna—. Buenas noches.
Eddie cerró la puerta.
Ya en su habitación, Jenna se quedó tumbada en la cama escuchando el sonido de la gramola que llegaba desde la planta baja; transcurrieron unos buenos veinte minutos antes de que cayera en la cuenta de que Eddie no acudiría a ella. Jenna había supuesto que él habría terminado por entender, pero ahora se daba cuenta de que, a pesar del tono grandilocuente que adoptaba Eddie, lo único que le importaba era él mismo. Era incapaz de ver más allá de sus propias necesidades y de ofrecerse a ella. Era vengativo, como todos los hombres. Vengativo y amigo de propinar escarmientos. Cortadles las narices, así aprenderán. Y lo peor es que son todos tan estúpidos que ni siquiera saben que son así.
Se desvistió, dejándose sólo la camiseta, se cepilló los dientes y se metió en cama. La música había cesado, y del piso bajo sólo llegaban unas pocas voces y olor a cigarrillo. Apagó las luces, menos la del cuarto de baño, que dejó como guía y se tumbó de costado. Otra vez sola.
Despertó con la sensación de haber oído algo; miró su reloj. Era medianoche y la luz de la luna aún se filtraba por la ventana. Entonces, volvió a oírlo. Un leve golpeteo. Tap, tap, tap. Salió de la cama en silencio y se dirigió a la puerta. Tap, tap, tap. Abrió un poco la puerta y vio a Eddie de pie en el pasillo. Se miraron en silencio por la rendija y hubo un titubeo, una decisión que pendía de un hilo. Ambos podían retirarse si decidían hacerlo, pero si no lo hacían deprisa, la inercia desencadenada cuando él golpeó a la puerta llevaría la situación a una conclusión ineludible.
Sin decir palabra, Eddie apoyó la palma contra la puerta y la empujó hasta abrirla. Entró a la habitación oscura y cerró la puerta tras de sí. Jenna se quedó de pie ante él, casi infantil con sus pies descalzos y cabello revuelto, la camiseta que le llegaba por encima del ombligo, que quedaba inocentemente expuesto. Se quedó así, esperando, hasta que él le puso la mano en la cintura y la atrajo hacia sí. Olía a cigarrillos y tenía tacto de hombre, pesado, con ropas gruesas, casi húmedas, la capa protectora que usan los hombres para protegerse de los elementos. Con lentitud, le recorrió la espalda con la mano hasta dejarla bajo su cabello. Atrajo la cabeza de Jenna hacia la suya y se besaron. El aliento le olía a alcohol. Había estado en la planta baja. Fue con intención de beberse una copa, y terminó tomándose unas cuantas. Habló con los lugareños. El joven estaba ahí. El que se marchó de la merienda familiar cuando se pusieron a hablar de los kushtaka. Él y Eddie hablaron de Jenna, y ambos se quedaron con la sensación de que ahora la comprendían mejor.
Jenna se sentía muy pequeña y vulnerable. Quería sumirse en Eddie. Quería ser aún más pequeña, así que dio un paso atrás y se quitó la camiseta. Quedó desnuda. Los ojos de él la recorrieron, y Jenna esperó que ahora que la veía desprotegida la quisiera aún más. Él era muy alto y grande y llevaba toda esa ropa. Y ella era una cosa pequeña sin nada que la cubriera. Se besaron otra vez, y él deslizó su mano espalda abajo y la tomó de las nalgas. Ella le sacó los faldones de la camisa de los pantalones y lo estrechó por la cintura. Era muy tibio. Sintió el cabestrillo bajo la camisa y recordó que estaba herido, que sólo le funcionaba un brazo, y que por mucho que quisiera parecer un hombre con su robustez y su mucha ropa, no era más que un muchacho. Así que lo tomó de la mano y lo condujo hasta la cama. Lo hizo sentarse. Se arrodilló a sus pies, le desató los cordones, le quitó calcetines y botas. Le encantó ver sus pies, bellos pies con dedos de pie, no como esos que parecen dedos de mano injertados en un pie. Alzó la mano y le desabrochó el cinturón, le desabotonó los pantalones. Se los quitó, mientras él recargaba su peso sobre el brazo bueno; se deslizaron por sus piernas antes de quedar en el suelo. Después, le quitó los calzoncillos. Blancos con listas azules. Se puso de pie y le quitó primero la camisa de franela, la camiseta después. Ahora estaba casi tan desnudo como ella. Sólo le quedaba el cabestrillo, que Jenna desabrochó y le quitó.
Ahora, Eddie era tan vulnerable como Jenna, ya no tan grande ni tan remoto. Jenna se levantó y lo miró ahí sentado. Él se quedó esperando a que ella le dijera qué podía hacer. Jenna sabía que la deseaba, pero que ahora que ella lo había desvestido, no se atrevía a hacer nada sin su consentimiento. Tomó su cabeza entre las manos y la apoyó contra su pecho; él le chupó con suavidad un pezón mientras ella le acariciaba el cabello. Él tendió los brazos para abrazarla, pero retrocedió de pronto con un respingo. Su brazo. Lo había movido de un modo incorrecto, y un dolor quemante le subió hasta el cuello. Jenna hizo que se tumbara en la cama y miró la cicatriz, que la penumbra volvía borrosa. Acarició suavemente toda la extensión de la cicatriz con la yema de los dedos.
—¿Te hago daño?
Él negó con la cabeza. Ella se inclinó y besó la cicatriz. Estar tan cerca de lo que fuera una arteria abierta le produjo una sensación extraña. De ese lugar, su sangre había manado. Ese tejido cicatrizado unía los labios de una herida que estuvo a punto de matarlo. Recorrió la cicatriz con la lengua y él gimió.
—¿Te duele?
—No, es agradable —dijo él.
Ella subió hasta su boca, besándolo a fondo mientras apretaba su cuerpo contra el suyo. No era la primera vez que lo veía sin camisa, pero el contacto con su pecho lampiño la sorprendió. Se percibía fresco y suave y era placentero restregarse contra él.
—Tengo algo en la chaqueta —pidió él entre besos.
—¿Algo?
Jenna sonrió y bajó de la cama. Recogió la chaqueta del suelo; había un preservativo en un bolsillo.
—Así que lo tenías todo planeado —dijo, mientras abría el paquete.
—Sólo estaba esperanzado.
Le colocó el condón y se sentó a horcajadas sobre él. Disfrutó de la sensación de tenerlo dentro de ella. Hacía mucho que no la experimentaba. Hicieron el amor con suavidad, en silencio. La luz que se colaba desde el cuarto de baño hacía relumbrar los ojos de Eddie. La emoción colmó el pecho de Jenna. Había pensado en Eddie casi todo el tiempo desde la semana anterior. Deseando lo que ocurría ahora. Ese momento en que no había barreras, fingimientos, ninguna de las pequeñas bromas que la gente hace para ocultar sus emociones. Ahora, lo tenía. Estaban abiertos el uno al otro, desnudos en mente y cuerpo; no sólo era sexo, sino que se experimentaban el uno al otro. Y le gustaba. Quería más. En ese momento, en el instante mismo en que Eddie crispó los puños y echó atrás la cabeza, emitiendo un corto gruñido de satisfacción, Jenna se enamoró de él. Se dio cuenta de que se quedaría con él. Entendió que ambos se querían del mismo modo, despojados de todo. Ni pasado, ni futuro, sólo ese presente, segundo a segundo, los dos solos, aislados en la naturaleza, a salvo de todo peligro. No tuvo un orgasmo, pero ése no era su objetivo. Se había abierto para tenerlo a él dentro. Eso era todo lo que necesitaba. Es esto, pensó. No hay nada más. Es esto.
Se derrumbó sobre su cuerpo tibio y lo estrechó con fuerza; no quería soltarlo, no quería dejarlo ir, ni que saliera de dentro de ella, ni que viera sus lágrimas. Pero él lo notó. Sentía cómo ella se estremecía contra él. No tenía secretos para él.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
Ella asintió en silencio, la cara apretada contra su hombro.
Ahora, las lágrimas eran tantas que esconderlas se volvía imposible. No pudo contenerse y lloró. Él trató de apartarla para poder mirarla a la cara, pero ella no se lo permitió.
—¿Por qué lloras?
—No sé.
—¿Ocurre algo malo?
Ella meneó la cabeza, pero no aflojó la presa.
Él le acarició el cabello hasta que ella se relajó; tumbada junto a él, respiraba pesadamente, sin responder a sus movimientos. Después, creyendo que era el único que velaba en esa habitación en penumbras, le dijo a Jenna que la amaba. Jenna oyó, pero ya se sumía en un sueño en el que corría por un colorido campo de girasoles, gritándole a Eddie que también ella lo amaba, y que siempre lo amaría. Pero Eddie no podía oír el sueño de Jenna; así que no supo qué decía ella. Se limitó a quedarse mirando el techo, preguntándose cómo era posible ser tan afortunado y tener tan mala suerte al mismo tiempo.