29

De camino a casa de Eddie, Jenna se dio cuenta de que era sábado. Se había ido de Seattle hacía casi una semana, pero sentía como si sólo hubiese transcurrido un día. Sí, sentía que había partido el día anterior, pero al mismo tiempo le parecía como si llevase todo un año viviendo en Wrangell. Extraño. Y ahora iba a embarcarse en una nueva aventura. Ir a un lugar aún más remoto que Wrangell a buscar a un chamán. ¿Por qué? Sentía que Robert se desvanecía, que cada vez se acercaba más a ser sólo un recuerdo; y al mismo tiempo, que Bobby estaba cada vez más próximo, casi como si viviera. Y tenía que dejarse guiar por su intuición. Hay ocasiones en las que sólo podemos confiar en el instinto.

Jenna subió al porche. El corazón le dio un vuelco cuando vio por la ventana que Eddie se afanaba, tendiendo una mesa para dos. Le vio poner en medio de la mesa un florero improvisado con un frasco que contenía un ramillete de flores amarillas. Intuyó que los planes de él no eran compatibles con los suyos y que ello acarrearía un choque; de todos modos, entró.

—Hola —dijo Eddie. Apartó una silla y se la ofreció—, toma asiento.

Eddie se apresuró a acercarse a la cocina y encendió un fogón de gas, sobre el que puso una plancha. Sirvió una taza de café y la puso frente a Jenna. Después, regresó a la cocina y echó masa para tortitas en la plancha.

—Supongo que te gustan las tortitas —dijo.

Ella asintió con desgana. No quería desayunar, quería marcharse. Necesitaba irse. Consideró la posibilidad de escapar. Correr a la puerta y salir a la calle, rumbo al aeropuerto. Eddie y ella tenían distintos programas, funcionaban en distintos planos. Le resultaba imposible entender por qué Eddie se afanaba tanto en cocinar tanta comida. Él depositó un montón de tortitas sobre el plato de Jenna. Regresó a la cocina y echó más masa en la plancha.

—Cómelas mientras estén calientes. Estaré contigo en un segundo.

Ella comió un bocado, pero no tenía apetito. Eddie se sentó y comió con ella. Se mostraba animado; en demasía, tal vez. Parecía esforzarse. Parloteaba sobre la posibilidad de llevar a Jenna a pasear por la playa, o ir a navegar en su barca por el río Stikine. Habló de las aguas termales que había río arriba, un lugar maravilloso, aunque infestado de mosquitos. Reía, bebía café, comía más y más tortitas; y ella, embargada de temor, era incapaz de mirarlo.

No se trataba de lo que le ocurría a Eddie, sino a Jenna. Se había transformado en una persona distinta de un día para otro. Ahora, sus prioridades eran diferentes. El día anterior, trataba de escapar de algo. Hoy, necesitaba ir a un lugar en particular. Y esa urgencia afectaba al modo en que percibía las cosas y a la forma en que las afrontaba. Escuchaba a Eddie, paseaba la mirada por la habitación; se sintió un poco incómoda al notar por primera vez que ese lugar tenía algo rancio. No sabía bien de qué se trataba, y supuso que el olor siempre había estado allí. Pero sólo ahora lo notaba.

Rancio y polvoriento, como si hubiese moho bajo la alfombra o algo por el estilo. Como si las ventanas llevasen mucho tiempo sin ser abiertas. Como si en el ambiente hubiese un exceso de dióxido de carbono por falta de ventilación. Se dio cuenta de que le era imposible decir si la pintura de los muros era de un color parduzco o si había sido originalmente blanca y los años la habían oscurecido. Todo parecía amarillear como un periódico viejo. El mismo Eddie parecía fundirse con las paredes, la alfombra. Distante, remoto. Jenna pensó que siempre había sido así, que ella se había engañado adrede al contemplar ese mundo viejo con ojos nuevos, viendo las cosas más brillantes de lo que eran, barnizándolas con una capa de entusiasmo, de modo que percibía como blanco y limpio lo que en realidad era pardo. Hasta las bombillas de luz, que a Jenna le habían parecido blancas, emitían una luz gris-amarillenta. La vida de Jenna viraba al marrón.

—¿Para qué fuiste al hospital? —preguntó Eddie en tono casual. Demasiado casual. Jenna se dio cuenta de que actuaba. Temía que estuviese ocurriendo algo de lo que estaba excluido. Por eso preparó ese elaborado desayuno. Jenna se dijo que lo mejor sería aclarar las cosas.

—Me marcho.

Eddie se detuvo en mitad de un bocado y se la quedó mirando.

—¿Que te marchas? ¿Ahora?

—Sí.

—¿Por qué?

Jenna se encogió de hombros.

—Mi madre siempre dice que el huésped es como las sobras. Al tercer día, huelen. Mi tiempo ya pasó.

—Nunca habría dicho que eres una sobra.

Trataron de sonreír, pero la desilusión de Eddie era palpable.

—En serio —dijo él. Quería saber la verdad.

—Fui al hospital a ver a un hombre que me podía ayudar en aquello de encontrar un chamán. Ahora, voy a buscarlo.

—¿Hablas en serio?

—Sí.

El joven rio e hizo un gesto triste.

—Lo que tú digas.

—¿Lo que yo diga? —respondió Jenna, algo picada.

—Supuse que no creerías de verdad en esa estupidez de las leyendas.

—Quien no cree eres tú. Yo nunca dije que no creyera.

—Ah, entiendo.

—Eddie, lo siento, pero tengo que marcharme. Debo seguir adelante con esto hasta las últimas consecuencias.

Eddie se puso de pie y comenzó a llevar los platos al fregadero.

—Bueno, pues haz lo que quieras. Tienes que ir. Lo entiendo. Uno debe hacer lo que siente. No es asunto mío. Es que ya me había habituado a estar cerca de ti. Pero eso es porque soy un egoísta. Haz lo que debas hacer. Buena suerte y que Dios te bendiga.

Metió la plancha de hierro en el fregadero y se puso a limpiarla, de espaldas a Jenna. Ella se quedó sentada durante un momento más, preguntándose si tenía algo más que decir. No, estaba todo dicho. Eddie, inclinado sobre el fregadero, terminó de limpiar los ennegrecidos restos de tortitas de la plancha y dejó que al agua corriera. A Jenna le dio lástima, de verdad. Pero la urgencia volvió a embargarla. Era la necesidad de irse sin más. Lo mismo que había sentido en aquella fiesta a la que fue con Robert. Se sentía incómoda en su piel, porque una parte de sí no estaba completa; hasta que se completase, no tenía sitio para otros.

Jenna fue al dormitorio en silencio y embutió sus cosas en la mochila. De pie en medio del cuarto, miró en torno a sí. Quería recordarlo. Últimamente estaba abandonando muchos lugares y quería asegurarse de recordarlos bien. Entonces, se dio cuenta de que no sólo quería recordar los lugares; quería que la recordasen a ella. Así que se quitó el kushtaka de plata del cuello y lo puso sobre la cómoda. Ahora, la habitación tenía algo de ella. Algo que demostraba que había estado allí. Ahora podía marcharse.

Eddie aún estaba en el fregadero, lavando los platos. Jenna sacó sesenta dólares de la billetera y se le acercó.

—Oye, gracias por todo —dijo—. Deja que te pague algo por la habitación.

Le tendió el dinero, pero Eddie lo rechazó con un meneo de cabeza.

—Hicimos un trato. Tú me brindabas compañía, yo te dejé la habitación. El trato fue ése.

Ni siquiera la miró. Sus ojos no se encontraron. Ahora, era apenas un niño. Un niño que perdió algo y se lamenta. Jenna le dio un beso en la mejilla.

—Cuídate el brazo.

Él rio.

—Claro.

—Te llamaré en un par de semanas. Hablaremos de los viejos tiempos.

—Por supuesto.

Jenna llamó a Óscar y lo ató. Se dirigieron a la puerta.

—Mira Eddie, lo siento, en serio, pero tengo que marcharme.

Él la miró con sus ojos azules y asintió con la cabeza.

—Claro.

Jenna cerró la puerta tras de sí y se dirigió al pueblo, acompañada por Óscar.

***

Eddie se quedó mirando la puerta durante unos minutos. Se sentía como un animal al que acaban de encerrar en una jaula. Se quitó la camisa y contempló su brazo herido; estaba apretado contra sus costillas, ceñido por el cabestrillo que le daba la vuelta por la espalda. Una camisa de fuerza. Lo embargó la insoportable sensación de que lo habían enmudecido, que la puerta al cerrarse lo había dejado en un pozo al que la luz no volvería a entrar. Que estaba entre los dientes de un cepo que le impedía respirar, que le hacía sentir una desesperada necesidad de soltarse.

Con rabia, arrancó el cabestrillo y alzó el brazo izquierdo. Un mes de inmovilidad lo había atrofiado, debilitándolo. La decadencia es un proceso irreversible. En los músculos, atrofia; en todo lo demás, entropía. Todo el universo sufre la entropía, pero ¿por qué tenía que manifestarse en su brazo? ¿Por qué la pérdida de energía de Venus tenía que cebarse con su debilitado brazo izquierdo? Volvió la palma hacia el rostro y miró la cicatriz morada, los cruzados costurones rojos. El monstruo de Frankenstein. El médico le había quitado los puntos de sutura una semana atrás, y aún sentía como si la herida se fuera a abrir de un momento a otro. Cerró el puño. No le dolió. Había vuelto a usar la mano izquierda hacía un tiempo. No sentía mucho, pero al menos le servía de herramienta. Una suerte de morsa. Podía cerrar los dedos sobre las cosas, trabajar sobre ellas con la diestra. Dobló el brazo, acercando el puño a su cuerpo. El bíceps se hinchó cuando el brazo formó un ángulo recto. Apretó los dientes y se esforzó por atraer más el brazo hacia sí. Sentía la tensión en el tejido. La cola no se había secado. La cicatriz que unía su piel aún no estaba firme y protestó ante el movimiento. Un doloroso escozor recorrió la cicatriz, acompañado de la sensación de que cada uno de los vasos sanguíneos del brazo estallaría como gesto de protesta. El dolor era insoportable. Comenzó a sudar. A maldecir las limitaciones de su cuerpo. Por fin, logró acercar la mano lo suficiente como para tocarse el mentón con los dedos; se relajó y aflojó el brazo, que quedó colgando desde el hombro. Se dejó caer en una silla de la cocina y encendió un cigarrillo.

Ella había ido a llamar a su puerta cuando menos la esperaba. Era una desconocida, y sin embargo, tenían algo en común: ambos estaban solos. Eddie no estaba acostumbrado a estar solo. Se pasaba los veranos viviendo con otros hombres; dormía, comía, cagaba en compañía de otros. Los cinco vivían como unidad. Si enfermaba uno, los otros enfermaban. A uno le iba bien, a los demás les iba bien. Los inviernos podían hacer que te sintieras solo, pero los bares facilitaban las cosas. Un bar pequeño y oscuro se parecía un poco a un barco. Pero los bares no eran lo mismo en verano. Sus compañeros no estaban ahí. Todo era vacío, hueco. Eddie fue arrancado de su ambiente por su herida, apartado de su hogar, dejado solo. Entonces, llegó ella.

Le sonrió de un modo en que nadie le había sonreído desde sus días de estudiante. Cuando se encontraba cerca de ella no podía dejar de sonreír como un bobo, como si acabase de descubrir algo maravilloso. Algo digno de enseñar a sus amigos. Y cuando la mostró a sus amigos, enloquecieron. La miraron con ojos de animal y hablaron del banquete que se daría uno de ellos. Pero él los hizo callar. Ella no era así. Era una amiga, les dijo. Y lo decía en serio. Su nueva amiga. Nunca había sido amigo de una mujer. Para él, hombres y mujeres eran animales diferentes, que sólo se juntan para acoplarse. Y ahora se encontraba con una chica con la que quería formar una unidad. Quería unirse a ella, no en lo sexual, aunque eso tampoco hubiese estado mal, sino como compañeros. También unirse a otro nivel. No sabía bien cuál, pero estaba seguro de que existía en algún lugar. De eso se trataba. De estar con ella en ese otro sitio. No importaba que ello ocurriese en esa mierda de casa en esa isla de mierda que era Wrangell; esa claustrofóbica roca boscosa en medio de la nada. Cuando estaba con Jenna, sentía que entre los dos creaban una brisa que se llevaba todo lo malo. Por más que el lugar era el mismo, a la vez era otro. El sitio no importaba. El momento no importaba. Lo que importaba era el modo en que danzaban uno con el otro. Las palabras que surgían, los pensamientos que fluían; y los movimientos, los sutiles movimientos. El modo en que ella jugueteaba con sus zarcillos, o cómo doblaba los dedos de los pies al apoyarlos sobre el suelo. Los gruesos calcetines de algodón en sus pies diminutos. Cuando se inclinaba y él veía un poco de piel blanca entre su camiseta y sus tejanos. Era lo único que existía. No había tiempo. ¿Cuánto había transcurrido? ¿Un día? ¿Dos? ¿Tres? No lo recordaba. Sólo recordaba a Jenna. Los hechos no significaban nada. Lo único que quedaba era un torrente de energía en su interior. Un torrente que se iba desvaneciendo conforme ella se alejaba. A sabiendas o no, ella se había llevado algo de él. Y él se lo había permitido. No tendría que haberla dejado ir.

¿Por qué la había dejado ir? ¿Por qué había permitido que se le escapara? Ella tenía otras prioridades: encontrar a un chamán, a causa de alguna leyenda india, lo que era bastante estúpido. Pero Eddie había visto estupideces más grandes. Ella parecía decidida a ir, y ¿quién era él para detenerla? Ni siquiera le importaba lo estúpido que fuese lo que hacía. Si ella le hubiese pedido que la acompañara, lo habría hecho. Eso era indudable. Pero no se lo había pedido. Quizá no quería tenerlo cerca. Tal vez él estaba actuando como un cachorro perdido. Y en realidad, a ella él ni siquiera le caía bien. De todos modos, acompañarla hubiera servido de algo. Podía haberla ayudado. Ella no conocía el lugar. A Eddie no le hubiera costado nada ayudarla. Llevarla en su barca a donde quisiera ir. Asegurarse de que no corriera peligro. Uno hubiese supuesto que ella quería su compañía.

Aplastó su cigarrillo. Entonces, se dio cuenta de que ella no le pidió que la acompañase porque supuso que él se negaría. Él no había ocultado su oposición a toda idea de buscar un chamán, y lo más probable era que ella hubiese deducido que no estaba interesado. Lo cual no tenía nada de cierto. Estaba dispuesto a seguirla a cualquier parte, siempre que estuvieran juntos. Él iría en busca del chamán. ¿Por qué no? Tampoco tenía nada mejor que hacer. Su deseo de acompañarla superaba con creces su escepticismo acerca de lo que ella buscaba. Tenía que decírselo. Dejar claro que estaba dispuesto a ayudarla. Así, incluso si ella no quería que la acompañase, le diría por qué. Era una estupidez dejarla ir sólo por dar por sentado que ella pensaba que él pensaba de cierto modo. Debía encontrarla.

Eddie se puso la camisa y volvió a colocarse el cabestrillo. Salió deprisa y montó en su camioneta. Esperaba que ella aún no se hubiese marchado. Tendría que haberle preguntado adónde iba. Pero a pie no podría llegar muy lejos. Al aeropuerto, no habría llegado. Tal vez sí al puerto, pero una vez allí tendría que encontrar a alguien que tuviese barco y que estuviera dispuesto a llevarla. Tenía tiempo. Se dirigió hacia el pueblo por la calle Front.

Fue más que fácil. En cuanto dobló la primera esquina, la vio parada frente a la Posada Stikine, hablando con alguien. No había llegado demasiado lejos. Allí estaba, hablando con el tío aquel que apareciera en la casa por la mañana. Jenna tenía su chaqueta de piel atada a la cintura. Con las manos a la espalda, recargaba su peso sobre una pierna. Relajada y despreocupada. Óscar a su lado. El tío hablaba, haciendo muchos gestos. Señalaba en dirección al agua. Su bocaza se abría y se cerraba.

Eddie detuvo su camioneta en el aparcamiento y se apeó; Óscar se precipitó a saludarlo. Jenna lo siguió con la mirada. Vio a Eddie y sonrió. Esa sonrisa. Le henchía el corazón. Se agachó a esperar a Óscar, que movía el rabo y lo lamía, feliz. Por fin, el perro decidió regresar a Jenna. Eddie lo siguió.

Tal vez estaba actuando como un cachorro perdido. Y quizá, en realidad, a ella, él ni siquiera le caía bien. De todos modos, acompañarla habría servido de algo. Podía ayudarla. Ella no conocía el lugar. A Eddie no le costaría nada ayudarla. Llevarla a donde quisiera ir en su barca. Asegurarse de que no corriera peligro. Uno hubiese supuesto que ella querría su compañía.

—Hola, Eddie —saludó Joey. Eddie lo ignoró. Se concentró en Jenna, que lo miraba, sonriente. Esa sonrisa.

—Quiero ayudarte —dijo Eddie—. Quiero ayudarte a que llegues a dónde vas.

***

Jenna se sintió aliviada al ver a Eddie, muy aliviada. Estaba desesperada por quitarse de encima al pelmazo de Joey. La irritaba considerablemente que aquel jovenzuelo que no paraba de soltar palabras vacías la retrasase cuando ya iba bien encaminada a su destino. Lo cierto era que no le importaban una mierda la universidad estatal de Oklahoma ni su puto equipo de lucha. Joey era de esas personas que no se dan por aludidas, por mucho que rezongues y mires tu reloj. Pero Eddie había llegado a rescatarla.

—Quiero ayudarte a que llegues a donde vayas.

—¿Vas a algún lugar? —preguntó Joey.

Jenna y Eddie cambiaron una mirada.

—Sí, voy a algún lugar —replicó Jenna, cauta.

—¿Adónde?

Jenna se quedó sorprendida por lo directo de la pregunta. No había un motivo lógico para que Joey se interesase tanto en sus actividades. Se removió, incómoda, sin saber cómo responderle.

Al parecer, Joey se dio cuenta de que se había mostrado impertinente; sonrió ampliamente para enmendarse. Pero un titubeo, una fugaz expresión de ira cruzaron su rostro antes de que lograse recuperar la compostura. Enseguida se encogió de hombros, como para sugerir que la respuesta no le interesaba. Se acuclilló y llamó a Óscar, haciendo chasquear los dedos y silbando. Óscar se acercó; Joey lo agarró de la piel floja del pescuezo y lo sacudió, jugando.

Eddie se acercó a Jenna y le habló al oído, de modo que Joey no pudiera oírlo.

—Ya sé que no me pediste que viniese, y que tal vez prefieras que no…

—Es que creí que no querrías —interrumpió Jenna.

—Entiendo. Pero sí quiero.

—Pero no crees que nada de esto sea real.

—¿Qué más da? Creo en ti. Y necesitas ayuda, ¿no?

Sí, necesitaba ayuda. Pero pedirla le parecía abusivo.

Era su batalla, no la de él.

Jenna miró a Joey y Óscar. El muchacho había reemplazado sus juguetones tirones por un juego más agresivo. Abofeteaba a Óscar en el morro, primero de un lado, después del otro, muy deprisa, como si ello fuese a demostrar de algún modo que era superior al perro. Óscar, con la boca abierta y enseñando los dientes, tiraba mordiscos hacia una de las manos; invariablemente, la otra lo cogía desprevenido con una torta que llegaba desde el lado opuesto. A Jenna le dieron ganas de decirle a Joey que lo dejara en paz; albergaba la secreta esperanza de que Óscar perdiera la paciencia y mordiera en el rostro al idiota.

—No te conviene venir conmigo —dijo—. Ni siquiera sabes dónde voy.

—¿Tú lo sabes? Creo que llegar será más fácil para mí que para ti, y eso que no sé adónde.

—Eddie, mira, te lo agradezco, pero…

Se oyó un grito de dolor. Se volvieron y vieron que Joey se tumbaba de costado y quedaba acurrucado en el suelo. Óscar, parado sobre él, gruñía. Joey se cogía una mano y vociferaba.

—¡Mierda! ¡Ese perro de mierda me mordió!

Jenna no pudo contener la risa.

—Tal vez no le guste que le peguen en la cara.

—¡Perro hijo de puta! ¡Me mordió!

Jenna apenas podía ocultar su regocijo, pero se contuvo, por si la herida era seria.

—Déjame ver. ¿Sangra?

Joey dejó de chillar y la miró con expresión de incredulidad.

—¿Que si sangra? ¡Mira!

Extendió el brazo; Jenna vio que tenía un par de puntos sangrantes. La sangre no era mucha, aunque sí la suficiente como para impresionar. Marcas de dientes surcaban la parte carnosa que separa pulgar e índice y subían hasta la muñeca. Daba la impresión de que Óscar le habría arrancado el pulgar de haber mordido con fuerza.

—Bueno, creo que hay que limpiarla para que no se infecte —dijo Jenna—. Vamos, probablemente tengan un botiquín de primeros auxilios en el hotel.

Ayudó a Joey a ponerse de pie y cruzaron el aparcamiento; Eddie y Óscar se quedaron afuera.

***

Qué curioso. Joey tenía una habitación en la Posada Stikine. Jenna hubiera jurado que le dijo que acampaba en el parque. Y resultaba que se alojaba en el hotel. Extraño.

Earl saludó a Jenna con un frío movimiento de cabeza, mientras miraba la mano de Joey. Trajo un botiquín de primeros auxilios. Él y Jenna acompañaron a Joey a su habitación para vendarle la herida. Ninguno hablaba. Joey se sentó sobre el inodoro mientras Jenna le lavaba la mano con agua templada. Dio varios respingos cuando lo secó con la toalla. Jenna tomó un frasco marrón del botiquín.

—Esto tal vez duela.

—Todo duele —dijo él.

Jenna vertió un poco de agua oxigenada en la toalla, que aplicó a la mordedura. Joey chilló.

—¡Coño! ¿Qué es eso? ¿Ácido?

—Te avisé de que dolería.

—Mierda. ¿No tendré que ir al hospital, no?

—No creo, a no ser que se infecte.

—¿Y si el perro está rabioso?

—Tal vez sea conveniente que te pongan una inyección —respondió ella, mientras ceñía el vendaje con esparadrapo. Se puso de pie—. Listo.

Joey miró su mano vendada.

—Tendré que olvidarme de la guitarra por un tiempo.

—Lo siento; ahora, ya sabes que no hay que pegarles así a los perros.

Jenna acomodó los elementos del botiquín y salió del cuarto de baño. Joey la siguió a la habitación.

—En fin, ¿eso fue todo? ¿Ya no nos volveremos a ver? —preguntó.

—Sí. Esto fue todo. Que te vaya bien.

Jenna puso la mano en el picaporte; se disponía a abrir la puerta cuando sonó un teléfono. Una rareza más. Hace unos días, esas habitaciones no tenían teléfono.

—Espera, no te vayas, tengo que preguntarte algo —dijo Joey, dirigiéndose a la mesilla. Cogió un teléfono móvil y lo abrió. ¿Un teléfono móvil? Se alejó hasta quedar al lado de la ventana más apartada y habló en voz baja mientras Jenna esperaba, paciente, en la puerta. Jenna vio un elegante cartapacio de cuero sobre la cómoda; le pareció un poco incongruente. Si el chaval es tan pobre, ¿por qué lo tiene? ¿Regalo de graduación? Era muy bonito. Se parecía al que usaba Robert. Simple pero muy sofisticado. Tenía grabadas unas iniciales. JR. Las iniciales de Jenna. Lo abrió. Estaba lleno de papeles. Trozos de papel con números de teléfono. Papeles de fax plegados. Tarjetas de visita.

—¿Qué haces?

Joey estaba detrás de ella. Cerró el portafolio sobre la mano de Jenna.

—Es que… mi marido tiene uno igual.

—¿Tu marido?

Cogió el portafolio y lo llevó hacia sí; la mano de Jenna aún estaba dentro. Cuando la retiró, todos los papeles sueltos cayeron al suelo, desparramándose al azar. Joey quiso atrapar alguno en el aire, pero en vano.

—Oh, lo siento.

Ambos se inclinaron a la vez para recoger los papeles; sus cabezas se entrechocaron.

—Yo me ocupo, no te preocupes, no es nada.

Jenna titubeó.

—En serio, no es nada. Yo me ocupo.

Jenna se incorporó y vio a Joey recoger todos los papeles antes de embutirlos en el portafolio. Enseguida, lo metió en un cajón de la cómoda y lo cerró.

—Lo siento —insistió Jenna.

Joe sonrió.

—No hay problema.

—Me tengo que marchar.

—No, espera. Quiero decirte algo, es un minuto, nada más. ¿Quieres beber algo? No había minibar en este lugar, así que me hice con uno.

Joey se acercó al televisor, sobre el que había unas doce botellitas de bebida espirituosa, como las que venden en los aviones.

—Tengo un par de cada cosa, para disponer de una buena selección. ¿Qué quieres?

—Es un poco temprano para mí.

—Sí, para mí también, pero alivia el dolor, ¿sabes? —dijo Joey, estudiando su colección de botellas.

Fue entonces cuando Jenna notó que un trozo de papel había ido a dar bajo la cómoda. Lo recogió y lo desplegó. Tenía una fotografía grapada al ángulo superior derecho. En la parte superior del papel decía, en gruesas letras: PERFIL DEL SUJETO. A continuación, venían líneas y más líneas de detalles acerca de alguien. Nombre: Rosen, Jenna. Edad: 35. Estatura: 1,75. Señas particulares: Cicatriz, hombro izquierdo, anular derecho. Antecedentes… Jenna miró la foto con más detenimiento. Era de ella, con Bobby y Robert, tomada en Disneylandia hacía unos tres años. Qué estúpido es Robert, pensó, no haber encontrado una foto más reciente. Se apresuró a plegar el papel antes de que Joey viera que lo tenía.

—Stoli. Aquí tienen de lo bueno. Se ve que me lo vendieron en un antro fino.

Joey abrió su botellita de vodka y bebió un sorbo; y entonces notó que la atmósfera de la habitación había cambiado. Jenna se recostó contra la puerta.

—Así que, en cierto modo, ese trago lo pago yo —dijo, clavando la mirada en Joey.

Joey se quedó inmóvil. Miró a Jenna y ladeó la cabeza.

—¿Cómo dices?

—Digo que tienes todos los gastos pagados, ¿no? Y dado que quien te paga es mi marido, y dado que la mitad de todo lo de mi marido me pertenece, estoy pagando la mitad de esa botellita. ¿No te parece?

Joey calculó. Jenna casi oía el girar de los pequeños engranajes que juzgaban y evaluaban en el interior de su cabeza. Aún no había visto el papel que Jenna tenía en la mano. De haber sido así, se habría dado por vencido. Pero como creía que aún le quedaba una posibilidad de hacerlo, pretendió seguir adelante con el engaño.

—No sé de qué hablas, tía. Me gasté mis últimas monedas en esta habitación porque estaba harto de dormir bajo la lluvia y de oler como una hoguera de campamento. —Se sentó en el borde de la cama y bebió un trago de vodka—. Me estarás confundiendo con algún otro.

—Sí, claro. Debo confundirte con otro. Dime, ¿te parece que mido uno setenta y cinco?

—¿Qué?

—¿Te parece que mido uno setenta y cinco?

—No sé. Tal vez.

—Los hombres son estúpidos, ¿lo sabías? Ya quisiera mi marido que yo midiese uno setenta y cinco.

—No entiendo —dijo Joey, que se removió, inquieto.

—¿Cuánto crees que mide mi marido? ¿Uno ochenta y cinco?

—Tía, nunca he visto a tu marido. Creo que será mejor que te marches.

Jenna desplegó el papel y se lo enseñó a Joey, señalando la fotografía.

—Claro que lo viste. Aquí lo tienes. Me lleva algo más de diez centímetros, ¿no? —No hubo respuesta. Joey miraba el papel en silencio—. ¿No?

—¿De dónde sacaste eso?

—Del suelo, idiota. Ahora, responde mi pregunta. ¿Dirías que me saca algo más de diez centímetros?

Joey se incorporó de un salto y le arrebató el papel. Lo plegó y se lo metió en el bolsillo.

—No te seguiré el juego.

Se aproximó a Jenna, la agarró con fuerza del brazo y la empujó en dirección a la puerta.

—Mira, tía —dijo. Su acento había desaparecido—. No vayas a creer que haber descubierto quién soy te servirá de mucho. No dejaré de seguirte ni de tomarte fotos con tu pequeño Dick.

—¿Dick?

—Sí, tu Dick. Así llamamos a la persona que la sujeto se folla. Si es una chica, la llamamos Jane. Simpático, ¿verdad? Mi trabajo consiste en verificar dónde, cuándo, por qué y con qué frecuencia te follas a tu Dick. No me importa que sepas quién soy. De hecho, prefiero que lo sepas, porque así puedo librarme de este puto acento de los estados centrales. Detesto los estados centrales.

Jenna se sacudió y se soltó.

—No nos acostamos.

Joey se rio.

—Tía, tengo fotos de ambos en la cama.

—¿De cuándo?

—Esta mañana. Quizá no muestren el acto en sí, pero desde luego son incriminatorias, ¿no te parece?

Mierda. Robert había mandado un espía. No podía permitir que nadie interfiriese con sus planes. Tenía que marcharse cuanto antes, y este tío no debía enterarse. Pero ¿cómo hacerlo?

Joey tenía a Jenna acorralada contra la puerta. Su mano buscó el picaporte. Quería que se fuera. Pero ella no tenía intención de hacerlo por el momento. Esquivando a Joey, entró a la habitación.

—Creo que ahora sí beberé esa copa.

Cogió uno de los botellines del televisor. Le resultó decepcionante ver que era de plástico.

Joey rio.

—Tía, no sé qué estarás planeando, pero soy como el cartero. Nada impide que haga mi trabajo. Ni dinero, ni amenazas, ni sexo. Bueno, el sexo tal vez sí…

—¿Y si me marcho sin más?

—¿Cómo lo hiciste en Seattle?

Joey sonrió y alzó las cejas. Jenna sintió náuseas. Estaba en aprietos. Sabía que si Robert creía que se estaba acostando con alguien, estaría allí en un instante. Claro que ése no era el caso, pero había que admitir que lo parecía. Tenía que impedir que Joey le informase. Debía de haber un modo de hacerlo. Apelar a su humanidad. Razonar con él. Hacerlo entender. Se sentó en el borde de la cama.

—Bien, ¿cuál es tu próxima jugada?

—Hacer llegar mi informe y mis fotos.

Bueno, pensó Jenna, esperanzada. Eso le daba un par de días. Revelar, echar al correo. Llegarían mañana, si no más tarde.

—Sí —prosiguió Joey, sentándose junto a Jenna—. La tecnología de hoy es increíble. Tomo las fotos con la cámara digital, las descargo a mi ordenador portátil y las envío con el móvil. En cuanto te vayas, se las haré llegar a tu marido, a la línea personal de su despacho. Es que, ¿sabes?, se vio obligado a poner una línea personal. Temía que otras personas pudiesen ver a su esposa en situaciones comprometedoras.

Ambos se llevaron sus botellines de plástico a la boca. Jenna miró a Joey. El vello de su rostro crecía irregularmente, en manchones. Pelos negros en la barbilla, en la mejilla, el labio superior. Tenía las pestañas más largas que Jenna hubiera visto nunca. Les pasa mucho a los tíos. A los hombres les tocan las pestañas largas, las mujeres deben conformarse con pestañas ralas y cortas. Suspiró.

—Mira —dijo—. No necesito mucho. Sólo correr con un poco de ventaja. Además, sería lo mejor para ambos. En cuanto se lo digas, él vendrá aquí. Conozco a Robert. Y tu trabajo habrá terminado. Así que, retrásalo todo un par de días. Yo tendré tiempo para pensar, y tú podrás hablar a Tokio con tu telefonito, o lo que hagas para entretenerte, y cargarlo a la cuenta de mi marido.

Joey cogió el botellín entre los dientes y echó la cabeza hacia atrás, de modo que todo el alcohol se vertió en su boca. Se incorporó a medias y expulsó la botella con los labios. Rebotó contra la cómoda antes de caer al suelo. Después volvió a recostarse, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza.

—Creo que entiendo qué quieres decir.

—Sí, en cuanto resuelvas el caso, tu trabajo habrá terminado. No te conviene. Lo que te propongo nos conviene a los dos.

Joey movió los labios, evaluando la situación.

—Tal vez —dijo, arqueando un poco la espalda—. Tal vez necesito que me convenzas.

Jenna miró al individuo, que le parecía un tarado. Ansiaba tener una pistola-arpón para clavársela en el vientre. Las heridas intestinales son las más dolorosas. Sangran muchísimo. Las tripas cuelgan. El olor debe de ser repugnante.

—¿Convencerte?

—Sí, ya sabes. —Alzó la cabeza y se miró la entrepierna—. Convénceme.

Jenna sonrió y meneó la cabeza.

—¿Me estás diciendo que colaborarás si te la chupo?

—Si me la chupas bien.

Jenna miró a Joey, que cerró los ojos, preparándose para el placer. Hizo un veloz repaso de sus opciones. O se la mamaba a ese imbécil o se arrojaba por la ventana y se rompía las piernas.

—Me gusta que me pellizquen las tetillas —dijo él.

Eso zanjó la cuestión. Jenna se rio de lo ridículo de la situación.

—¿Qué pasa? —inquirió Joe, ofendido.

—¿De veras crees que voy a chuparte la polla?

—¿Quieres que te ayude o no?

Jenna se rio con más fuerza. No podía detenerse. Cayó de costado, sin dejar de reír.

—Eres el idiota más grande que nunca haya conocido. ¿Que me voy a meter tu pene en la boca? Sí, claro. Dime, ¿lo hago antes o después de cortarme la garganta?

Joey estaba furioso. Se levantó con brusquedad, abrió el armario y sacó su mochila.

—Mira, puta. No me importa qué pene te metes en la boca. Te estaba haciendo un favor.

—Vaya favor.

Él sacó un ordenador portátil de la mochila.

—Querías ayuda, yo estaba dispuesto a dártela.

—¿Es que no ves la ironía del asunto?

—Pues no.

Enchufó el ordenador y lo encendió. Emitió pitidos y zumbidos.

—Jamás engañé a mi esposo. Pero tú le dirás que lo hice, aunque no es cierto. Y para que no se lo digas, tengo que mamártela. Y eso sí sería engañarlo; pero no con la persona con la que según tú lo hago, sino contigo. De modo que para que no le digas a mi marido que soy adúltera, tengo que cometer adulterio contigo. Eso es lo irónico.

Jenna rio. Joey pulsó unas teclas y esperó. Después, extrajo un pequeño objeto negro. Una cámara digital.

—Si quieres ver las fotos mientras las transmito, puedes hacerlo. Eso sí que sería irónico.

Jenna se incorporó y se acercó a Joey. Evaluaba sus nuevas opciones. Podía arrojarse sobre él e intentar destruir el ordenador; cogerlo y estrellarlo contra el suelo antes de que él pudiera detenerla. O coger la lámpara, estrellársela en la cabeza y después patearle la cara hasta que dejase de respirar. Por supuesto que la felación todavía era una opción. Pero ¿cambiaría algo alguna de tales posibilidades?, ¿servirían de algo?, ¿para qué? Esa mañana se había encomendado una misión, y esa misión era la única prioridad. Que este idiota se fuera a la mierda.

Se paró detrás de él.

—Joey, te explicaré cuál es la situación; tú harás lo que tengas que hacer, yo haré lo que tengo que hacer, Robert hará lo que tiene que hacer. Cada uno cumplirá con su cometido, y no habrá más que hablar.

Él apartó la vista del ordenador y la miró.

—Mi hijo se ahogó hace dos años, aquí en Alaska. Yo estaba con él y no lo salvé. Por eso, apenas he podido vivir durante los pasados dos años. Ahora, estoy empeñada en que el alma de mi niño descanse en paz. Y si Robert viene, puede arruinarlo todo. Te agradecería que no le dieras un motivo para que lo haga. Te daré lo que quieras para que no le des ese motivo… pero no mi dignidad. No me humillaré para darte una satisfacción perversa. No es nada personal. No pareces mal tipo. Eres bastante apuesto. Mira, si tuviera tu edad y me invitases a cenar y me compraras flores y me embriagase un poco… estoy segura de que te la mamaría.

Él rio. Ya no era duro y frío.

—Pero me temo que en este momento, me es imposible hacerlo…

Retrocedió hacia la puerta.

—Espero que tu mano esté mejor. Lamento lo ocurrido. Bébete unos tragos más, llama a Tokio, pide unas gambas y huevos para el desayuno; lo aprobaré todo.

Puso la mano en el pomo y lo hizo girar; la puerta se abrió en silencio.

—Y si tu corazón te dice que ayudar a una pobre mujer a reorganizar su vida es lo correcto, te lo agradeceré.

Salió al pasillo y comenzó a cerrar la puerta. Ya estaba casi cerrada cuando Joey habló.

—Señora Rosen.

Jenna se asomó a la puerta.

—Le doy hasta mañana por la mañana.

Jenna sonrió y le guiñó un ojo. Cerró la puerta con mucha suavidad y se marchó.