28

Esa noche Jenna soñó con Robert. Un sueño tan real que la asustó. Estaba de pie frente a ella, en la sala de estar de su casa de Seattle, y le decía que debía marcharse. Le decía que las cosas ya no funcionaban, y que lo mejor sería que él la dejara. Lo veía alejarse por la senda empedrada que llevaba a la calle y montar en el coche. Bobby iba en el asiento del acompañante. Ambos la saludaban con la mano mientras se alejaban.

Jenna despertó con el más abrumador sentimiento de depresión y vacío. Estaba sola, y cómo, sin tener a quien aferrarse. Necesitaba contacto humano, la calidez que sólo las personas pueden dar. No se trataba de que tuviese miedo de estar sola. Era que la soledad en sí misma la mataba, drenaba sus energías. Hay personas hechas para vivir solas, cuya mejor compañía son ellas mismas. Jenna no era una de ellas. Necesitaba tomar prestadas las energías de los demás, alimentarse de ellas. Sin contacto, se marchitaría y moriría.

De modo que Jenna, los ojos enrojecidos, se levantó de la cama y salió al pasillo. Se quedó parada durante un momento frente a la puerta del dormitorio de Eddie, con la mano en el picaporte, escuchando el silencio de la casa. Sabía que lo que necesitaba podía acarrear muchos problemas; pero su anhelo era lo bastante fuerte como para sobreponerse a cualquier objeción. La puerta se abrió sin ruido y cruzó la habitación bajo la luz gris hasta encontrarse junto a él. Lo miró dormir; no quería incomodarlo. Se debatió entre el ansia y el temor. Eddie estaba guapo en la suave luz, con la cabeza muy hundida en la almohada y la boca apenas abierta, sólo lo suficiente para permitir el paso del aire. Estaba cansado, tanto que no se movió en absoluto cuando Jenna levantó la sábana y se deslizó a su vera sin tocarlo, temerosa de despertarlo, de que despertara y le dijera que se marchase, pero aun así sintiéndose mejor por la mera proximidad, con el calor que su cuerpo irradiaba. Si pudiera acercársele un poco más, sólo un poquito, estaría feliz. Ceñirse a la media luna que formaba su cuerpo tendido de costado, amoldarse a él, espalda contra pecho, su aliento tibio en la nuca, sus muslos rozando los de ella. Él ni se movió; ella se sintió a salvo. A salvo, dentro de otro. Lo había logrado. Y cayó con suavidad en un sueño sin sueños.

***

Los golpes en la puerta los despertaron a ambos, sobresaltándolos al mismo tiempo. La sorpresa de Eddie fue doble: por los golpes, y por encontrar a Jenna en su cama. Se la quedó mirando durante un momento; ella se encogió de hombros con expresión culpable. Pero los insistentes golpes evitaron que Eddie hiciera preguntas.

—Maldita sea —dijo él, saliendo de la cama—. ¿Quién será?

Jenna no se había dado cuenta de que Eddie estaba desnudo. De haber sido así, probablemente no se habría metido en su cama. Él se apresuró a enfundarse en sus pantalones, procurando mantenerse de espaldas a ella; pero cuando se subía la cremallera de la bragueta, Jenna vio un fugaz reflejo de su erección en el espejo y sonrió. Él salió al pasillo a la carrera.

Se oyeron voces desde la puerta de la calle. Una era la de Eddie; Jenna no reconoció la otra. Salió de la cama y se quedó escuchando desde detrás de la cerrada puerta del dormitorio.

—Se le cayó esto y quiero devolvérselo.

—Bueno, estoy seguro de que te lo agradecerá. Yo se lo doy.

—¿Está aquí? Quisiera dárselo en persona.

—Duerme en este momento. Déjame tu teléfono y le diré que te llame cuando despierte.

—Eh…, ah…, eso no servirá. Es que no estoy en un lugar fijo, donde pueda llamarme.

—Mira, lo lamento; es que ella no se siente bien y se quedó despierta hasta muy tarde anoche. No quiero despertarla.

Era el chaval que conoció el día anterior; el del ridículo acento de los estados centrales. El cachorrito. ¿Qué querría? Como fuere, le era imposible volver a dormir con ambos hablando. Abrió la puerta y se dirigió a la sala de estar. Los dos hombres se volvieron cuando entró.

—No hay problema, Eddie, estoy despierta.

El joven saludó con la mano.

—Hola, Jenna. Soy Joey, ¿me recuerdas?

Ella asintió.

—Te vi ayer en la casa del jefe Shakes; alguien dijo que se te había caído esto cuando saliste corriendo, así que te lo traje.

Le entregó a Jenna el collar de plata con la efigie del kushtaka.

—¿Qué te ocurrió ayer? ¿Te sentías mal?

Jenna procuró recordar. El día anterior fue largo. Ah, sí. La casa de los vómitos del jefe Shakes.

—Supongo que comí algo que me sentó mal. No fue nada.

—Me alegro. Te lo traje porque pensé que tal vez fuera valioso o algo.

Joey, de pie en el vano de la puerta, observaba a Jenna. Eddie, reclinado en el marco, estudiaba a Joey. Y Jenna miraba el amuleto. Alzó los ojos y miró a Joey.

—Gracias. ¿Quieres una recompensa?

—No, no. Sólo quería devolvértelo, en caso de que lo necesitaras, nada más. Si yo lo hubiese perdido, me gustaría que me lo devolvieran.

—Bueno, muy amable, gracias.

Tendió la mano y estrechó la de Joey; procuraba ponerle fin a la conversación para regresar a la tibia cama y dormir un poco más.

—No hay de qué. —Jenna se volvía, disponiéndose a desaparecer por el pasillo, cuando Joey volvió a hablar—. ¿Vale mucho?

—¿Cómo dices?

—Si es valioso. Me intriga.

—No. No es nada y no es valioso. Unos amigos me lo regalaron hace poco, eso es todo. —Hizo un nuevo intento de perderse en el pasillo.

Joey miró a Eddie como pidiendo ayuda, pero ni éste ni Jenna pudieron entender qué quería el recién llegado. Eddie se encogió de hombros y sonrió.

—En fin, la intención es lo que vale, ¿no?

Joey soltó una risita y asintió. Se dirigió a Jenna otra vez:

—¿Éste es el amigo con quien te alojas? Parece buen tipo. Me cae bien.

Desde el pasillo, Jenna se volvió y lo miró. El comportamiento del chaval ya era francamente anómalo. ¿Qué quería?

—Disculpa, pero ninguno de los dos durmió mucho anoche. Hubo una especie de emergencia. No sé si habrás oído todo el alboroto desde el parque. Estamos cansados y querríamos dormir un poco más. Si quieres dinero, te daré una recompensa de veinte dólares. Pero si lo que quieres es conversar, me temo que no es el mejor momento. Si lo que quieres es alguna otra cosa, entonces dime por favor de qué se trata.

Joey pareció reflexionar durante un momento; después, sonrió y se encogió de hombros.

—No, sólo quería devolverte tu collar, nada más.

—Bueno, gracias —contestó Jenna con una sonrisa forzada.

—De nada. Bien, nos vemos. Eddie, es un placer haberte conocido.

Joey le estrechó la mano a Eddie y partió. Eddie cerró la puerta y se quedó mirando a Jenna.

—¿Quién demonios es?

Jenna rio y meneó la cabeza, mientras se ponía el collar al cuello.

—Un chico que pasa demasiado tiempo solo, diría yo.

Se dirigió a su dormitorio, seguida por Eddie.

—Oye, ¿qué hacías en mi cama?

—Disculpa, me sentía sola y necesitaba un amigo.

—No es que me moleste…

Jenna, ya medio dormida, se metió en su cama. Eddie la contemplaba desde la puerta.

—Me voy a dormir ahora —dijo ella, arrebujándose con las sábanas. Le hubiese encantado regresar al lecho de Eddie, pero a la luz del día no hubiese sido lo mismo. La pasada noche, había acudido a él en busca de calor, para recargar energías antes de enfrentarse a lo desconocido.

***

Pero Jenna no logró volver a dormir. Pasó una media hora en agitada duermevela hasta que al fin se incorporó. Eran las nueve. Estaba exhausta. Pero tenía una tarea que cumplir, de modo que salió de la cama y se vistió.

Encontró el nombre de John Ferguson en la guía telefónica. Llamó desde la sala de estar, procurando no hacer ruido. Una joven atendió. Jenna peguntó por John Ferguson y la mujer le preguntó a Jenna qué quería de él. Jenna dio una breve explicación, y la otra le dijo que John estaba muy enfermo. Acababa de tener un grave accidente cerebral y se encontraba en el hospital. Era posible hacerle saber que Jenna había llamado, pero no que ella hablase con él. Jenna dio las gracias a la mujer y colgó.

Sentada en el sofá, estudió sus opciones. ¿Hasta qué punto era importante que hablara con él? Muy importante. Vital. Urgente. Claro que sería una invasión. No se estila que uno vaya a visitar sin permiso a alguien que está ingresado en un hospital. Existen ciertas reglas de decoro. Hay que ser respetuoso. Pero Jenna no podía tener nada de eso en cuenta. Necesitaba saber la verdad. Su camino iba en un único sentido. No podía permitirse desvíos ni demoras. Tendría que ir al hospital a buscar a John Ferguson. Tenía que hablar con él. Era un deber. Escribió una nota para Eddie y salió.

El hospital de Wrangell está en las afueras de la ciudad, en dirección al aeropuerto, pasando el asilo de ancianos. Un paseo de quince minutos en el aire ligero de la mañana. Olía y sabía tan agradable. Mejor que el aire de Seattle, pensó Jenna. Sin hollín ni contaminación. Nada que ensucie los pulmones. El aire limpio y bueno de los pioneros. Intacto durante años. Virginal.

El hospital era sorprendentemente bueno para una ciudad tan pequeña. Como el aire, era limpio y fresco. Aquí no llegaban heridos de múltiples puñaladas. No había chiflados colocados con polvo de ángel derramando sangre sucia por las heridas recibidas al resistirse, en pleno delirio, a la policía. Aun así, Jenna entró con cierta aprensión. El anonimato de los hospitales siempre la afectaba. La idea de ser atendida por desconocidos, por amables y atentos que fueran, siempre la alteraba.

Preguntó por John Ferguson y le dijeron en qué habitación estaba. Quedó impresionada por su mal aspecto. Estaba en un cuarto con una gran ventana que permitía verlo desde el pasillo. Las cortinas estaban abiertas. La luz de la habitación no estaba encendida, pero el sol que se filtraba desde la ventana del lado opuesto, que daba al aparcamiento, permitía ver con bastante claridad.

Al lado de la cama había una mujer sentada en silencio, con la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre el regazo. La cama no parecía ocupada por cuerpo alguno. Sólo por una cabeza. Una cabeza sobre una almohada por encima de unas sábanas blancas. Jenna sospechó que bajo esa sábana se extendía lo que quedaba de John Ferguson, aunque era difícil decirlo con certeza. No había relieve. Sólo una llanura. Una vasta cama llana. Una cabeza sobre una almohada. Rodeada de incontables máquinas.

La máquina que respiraba. La máquina que dibujaba los latidos del corazón. La máquina que hacía circular líquidos por las venas. Otra máquina sobre la que Jenna prefirió no especular. John Ferguson no parecía encontrarse muy bien.

Jenna llamó levemente a la puerta. La mujer alzó la cabeza, y al ver que Jenna no era doctora, ni enfermera, ni ninguna otra clase de personal hospitalario, se levantó para ir a su encuentro. Salió al pasillo y cerró la puerta tras de sí.

—¿Sí?

—Mi nombre es Jenna Rosen. ¿Es usted la señora de Ferguson?

—Sí.

Jenna calló. Era demasiado tarde para echarse atrás. Podía decir que se trataba de una confusión y marcharse. Pero necesitaba saber. Siguió adelante.

—Soy amiga de su marido. Bueno, en realidad, amiga no. Lo conocí hace un par de años en la Bahía Thunder.

La señora Ferguson miró a Jenna, esperando a que continuara.

—¿Cómo se encuentra?

La señora de Ferguson señaló el muro acristalado.

—Mire por la ventana. ¿Cómo le parece que se encuentra?

Todavía no era demasiado tarde. Jenna aún estaba a tiempo de marcharse. Pero no lo hizo.

—Creo que fue una pregunta estúpida —dijo.

—Así es —respondió la señora Ferguson con una media sonrisa—. ¿Quiere que le diga algo a John?

—Señora Ferguson. —Jenna respiró hondo—. No me gusta hacer esto, pero es necesario.

Y se lo contó todo. Principio, mitad, final. Una historia que ya le era muy familiar. La había vivido, pensado en ella, relatado, vuelto a relatar. Como el viejo marino. Era su carga. Estaba obligada a llevarla. Pero se trataba de una historia que aún no estaba completa.

La señora Ferguson escuchó y entendió. Le sonrió a Jenna y le tocó el brazo.

—Querida —dijo—, es evidente que ha sufrido mucho.

—Necesito entender —suplicó Jenna—. Necesito hablar con él.

La señora Ferguson pensó un instante.

—Ahora está dormido —dijo—. Aguarde en la sala de espera. Cuando despierte, le contaré que está aquí. Si él cree que hablar con usted servirá de algo, la vendré a buscar.

Jenna dio las gracias profusamente y se retiró a la sala de espera del primer piso, una recámara con tres sofás verdes. Se sentó y miró por la ventana; descubrió que lo que aborrecía de los hospitales eran las salas de espera. No la enfermedad, porque Jenna nunca había estado enferma de verdad. Nunca la habían operado. Bobby había nacido en un hospital, pero fue un trámite de veinticuatro horas. Entrar, salir, como los comandos. Nunca había sido objeto del escrutinio que tanto la espantaba. Siempre que estuvo en un hospital fue para esperar noticias de algún paciente. Jenna siempre creyó que lo que la hacía detestar los hospitales eran los médicos y la medicina. Pero se equivocaba. Los doctores, la medicina, eran buenos. Lo malo era esperar. No saber. No tener modo de influir sobre el resultado final. Esos eran los motivos. Por ellos Jenna temía a los hospitales.

Una hora y dos tazas de café más tarde, la señora Ferguson se aproximó por el pasillo, arrastrando los pies. Jenna temió lo peor. ¿Por qué iba a querer hablar con ella un moribundo? En realidad, no había motivo alguno para que así fuera. Lo más probable era que sólo quisiera morir en paz. La respuesta sería un no. La señora Ferguson estaba frente a ella.

—Quiere verla.

—¿De veras?

Sorprendida, Jenna siguió a la menuda mujer hasta la habitación.

—Le expliqué a John por qué está aquí. Quiere ayudarla.

—Gracias.

—Pero debo advertirle una cosa. Está bajo la influencia de los medicamentos para el dolor. No todo lo que dice tiene sentido.

—Lo mismo me ocurre a mí, y eso que no tomo medicamentos. —La señora Ferguson rio, cortés.

Jenna se sentó junto a la cama, en la silla que ocupara la señora Ferguson. John la miró, parpadeando. Ahora, Jenna distinguía su cuerpo. Estaba consumido: un cuerpo escuálido, diminuto, casi carente de grasa y de músculo. Piel y huesos. Es normal, pensó Jenna. Era evidente que llevaba enfermo mucho tiempo antes del derrame. Su cuerpo había comenzado a expirar antes de que Jenna llegase a Wrangell.

—¿Es usted el irlandés llamado Ferguson? —preguntó Jenna con una sonrisa.

Él le devolvió la sonrisa y tomó aire. Una máquina emplazada a la derecha de Jenna amplificó el sonido de la respiración. Tenía un diafragma negro dentro de un cilindro de plástico. Un tubo transparente se metía por las narices de John, llevaba oxígeno a sus pulmones. Asintió con la cabeza.

—Lamento mucho molestarlo en un momento como éste…

La interrumpió con un gesto de la mano. Al bajarla, la posó sobre la de Jenna. Estaba tibia. Buena señal.

—Necesito saber qué ocurrió —dijo ella—. Debo hablar con el chamán. Sé que esto es una locura, y no estoy segura de que nada de todo ello sea cierto. Pero tengo que averiguarlo.

—No es una locura —respondió él. Se interrumpió para tomar aire—. Yo lo vi.

Su voz era grave y profunda, las palabras, medidas y lentas. Pero había hablado. Sabía. Entendía.

—¿Qué ocurrió?

Ferguson bregó por acomodarse en la cama, por apoyar la cabeza de un modo que le permitiera ver mejor a Jenna. Su esposa, solícita, manipuló las almohadas; pero él no parecía encontrar una posición confortable. Al fin, se relajó.

—El chamán vino y aguardamos algo juntos. No sé qué. Para mí, eran puras locuras, estupideces. Se puso sus vestimentas y bailó; aguardamos.

Hizo una pausa para respirar.

—¿Dónde ocurrió eso? —preguntó Jenna.

—En la Bahía Thunder. Fue a expulsar a los espíritus. Yo lo contraté.

—Claro. Disculpe. Prosiga.

—Fui a la orilla a buscar algo a mi avión y cuando regresé, ya no estaba.

—¿No estaba?

John Ferguson asintió con la cabeza.

—Lo esperé. Supuse que estaría haciendo su magia india o algo así. Yo estaba en la casa principal, junto al fuego. No había nadie en kilómetros a la redonda. Esperé y esperé toda la noche. A la noche siguiente, seguía esperando. Y el bosque enloqueció. Oí ruidos. Como si treparan por las paredes.

—¿Quiénes?

—Rasguños, chirridos por todas partes. No sabía qué era. Entonces, oí un fuerte golpe y los ruidos cesaron. Salí a ver qué ocurría. Y lo encontré.

—¿A quién? —preguntó Jenna.

—Nunca había visto algo así —respondió él.

Ferguson pasó los siguientes veinte minutos contándoselo todo a Jenna. Cómo encontró a Livingstone. La transformación. Cómo se hirió la mano. Costaba seguirle el hilo, pues el relato era confuso y poco claro. Ferguson se demoraba en detalles que para Jenna no significaban nada. Hacía largas pausas entre oraciones. Jenna se sentía frustrada, y supuso que lo mismo le ocurriría a él. Es que Ferguson era apenas un hombre probeta. Una persona que sólo vivía porque le había tocado nacer en una época en la que la extensión de la existencia a cualquier precio era el objetivo ideal. Veinte años atrás, ya hubiese estado muerto. Y dentro de veinte años, pensó Jenna, lo más probable era que también hubiera muerto. Cuando nos volvamos más inteligentes quizá lleguemos a entender que las máquinas de sustento vital están destinadas más bien a los sanos que a los enfermos. Jenna se dio cuenta de que quería dejar instrucciones en lo que a ella se refería. No resucitar.

—Me quedé ahí, mirándolo a los ojos. Ojos negros.

—¿Ojos negros? —preguntó Jenna.

—Como el carbón. «Desátame, John», dijo. El corazón casi me dejó de latir. Ya no era la voz de David. Era mi padre.

—¿Su padre? —preguntó Jenna. Ferguson se alejaba. Iba perdiendo la conciencia. Jenna necesitaba saber más. Él cerró los ojos.

—¿Su padre? —volvió a preguntar Jenna.

—Creo que está demasiado cansado… —empezó a decir la señora Ferguson, pero John la detuvo. Quería terminar.

Continuó con su relato. Habló del informe de David y de cómo lo modificó. Trató de explicar que creyó que ello no acarrearía ningún mal. ¿Qué podía ocurrir? Pero una tarde, dos veranos atrás, en la Bahía Thunder, al ver a Jenna desembarcar de la lancha motora, temblando como si estuviese helada hasta los huesos, con la mirada perdida, se dio cuenta de que todo había sido por su culpa.

—Cuando los llevé en mi avión a Ketchikan para que cogieran su vuelo, quería morir —dijo John.

—¿Usted nos llevó?

Él asintió.

—Vi despegar su vuelo; quise morir.

Cerró los ojos y respiró pesadamente. Transcurrieron unos cuantos minutos. La mujer de Ferguson se acercó a la cama y tomó la mano de su marido.

—Es la primera vez que oigo esa historia —agregó—. El médico dijo que esos medicamentos tal vez lo hicieran delirar.

—No delira. Recuerda.

La señora Ferguson rio y meneó la cabeza.

—No, no lo creo.

Ferguson abrió los ojos. Agarró a Jenna de la muñeca.

—¿Qué vino a hacer?

Jenna se quedó paralizada por el inesperado movimiento, sorprendida por la respuesta.

—Necesito encontrar al chamán —dijo, nerviosa.

—Estuve esperándola.

Jenna meneó la cabeza. Miró a la señora Ferguson.

—No entiendo.

—Creo que debería marcharse ahora —dijo la mujer de Ferguson. Se puso a acomodar las sábanas. Él la apartó.

—¿Por qué vino ahora? —inquirió.

—Quiero encontrar a mi hijo.

—Él me dijo que ocurriría. Me lo dijo.

—¿Quién?

—Me dijo que no siguiera adelante con lo del centro turístico. Me dijo que algo ocurriría.

—¿Qué dijo?

—Mataron a su bebé. Fueron ellos. Me dijo que habían hecho eso y que se llevarían a otros.

—¿Se llevarían a quién? —interrogó Jenna, suplicante. No comprendía. Pero necesitaba saber. Entender a su interlocutor se le hacía difícil. Él se debatía, intentando salir de la cama. Su esposa lo retenía.

—Usted ha venido a bendecirme.

Jenna se sintió confundida. Se puso de pie. Ferguson se agitaba en la cama.

—Tiene que marcharse —le dijo la señora Ferguson a Jenna. Pero no podía irse. No había terminado.

—¿Cuál es el nombre del chamán?

—Me dijo que no lo hiciera. No le hice caso.

—Por favor. Márchese. Vea lo que le está haciendo.

La mujer de Ferguson retenía a su marido; agarrándolo de los hombros, lo apretaba contra la cama. El se debatía. Procuraba apartarle las manos, sentarse, pero estaba demasiado débil. Tendió una mano hacia Jenna. Su brazo era muy delgado.

—Ha venido a bendecirme —dijo.

—El chamán —respondió Jenna—. David. ¿Qué apellido?

—Bendígame —rogó Ferguson; cayó de espaldas en la cama, jadeando.

—¡Por el amor de Dios! —chilló la señora Ferguson. Soltó a su marido y se plantó frente a Jenna—. ¡Váyase! —gritó. Pero luego salió de la habitación a toda prisa.

Jenna se inclinó sobre Ferguson y le acarició la frente. Él se tranquilizó. Sus monitores, en cambio, enloquecían. El ritmo al que pulsaba la máquina del corazón era demasiado veloz para ser normal. Jenna lo tomó de la mano.

—Bendígame —suplicó él.

Ella se inclinó y le besó la frente.

—Que Dios lo bendiga.

El rostro de Ferguson se relajó.

—Livingstone —jadeó—. Livingstone.

—¿Dónde vive?

—Klawock.

—¿Dónde queda eso?

Pero ya era tarde. Irrumpieron los médicos. Los ordenanzas. Los sanitarios y enfermeras. La señora Ferguson. Entraron a la carrera y rodearon a John Ferguson. Todos se inclinaban sobre él. Pugnaban por mantenerlo con vida.

Jenna se acercó a la señora Ferguson.

—Lo lamento.

—Por favor —suplicó su interlocutora; tenía los ojos llenos de lágrimas—. Por favor, déjenos en paz.

Jenna salió de la habitación. Desde el pasillo veía los delantales verdes, las batas blancas. Las buenas intenciones parecían rezumar de cada poro. Pero hay cosas que no pueden ser detenidas.

Jenna se dirigió lentamente a los ascensores. Oía el pulso de la máquina cardíaca, así que el corazón de Ferguson no se había detenido. Quería que la señora Ferguson comprendiese. Pero no tenía modo de explicarle nada. Era imposible que entendiera. Sólo le preocupaba salvar a su marido y no tendría ánimos para espíritus y otros mundos.

Mientras se acercaba al ascensor que la sacaría de allí, Jenna se sintió triste. Pero cuestionó su tristeza. ¿Por qué había de estar triste? ¿Porque una persona estaba a punto de morir? Polvo al polvo. A todos nos llega la hora, y cuando llega, llega. Estaba segura de que John Ferguson había vivido una existencia larga y feliz, y que no lo pasaría mal en el lugar al que se estaba yendo.

—Señora Rosen —la llamó una voz. Jenna se volvió. La señora Ferguson se acercaba por el pasillo, andando muy deprisa—. Señora Rosen, él dice que quiere que usted sepa algo.

La señora Ferguson la alcanzó y le tocó el brazo.

—Me pidió que la siguiera. Quiere hacerle llegar un mensaje. Dice que lo lamenta. Dice que quiere que usted sepa que lo lamenta mucho.

Esto cogió a Jenna con la guardia baja. No sabía qué responder.

—No fue su culpa —dijo Jenna—. Sólo fue algo que ocurrió. —Se interrumpió—. Dígale eso.

La señora Ferguson la miró con una sonrisa bondadosa.

—Se lo diré.

La señora Ferguson desanduvo el camino por el corredor. Jenna la vio desaparecer en el interior de la habitación. Se dispuso a bajar al vestíbulo por las escaleras. No tenía tiempo para ascensores.