27

En torno a la una de la madrugada, Óscar despertó a Jenna, que dormía profundamente. Andaba en círculos, frenético, corriendo de la ventana a la puerta y al pasillo, mientras jadeaba y gruñía. Jenna salió de la cama y miró la casa de su abuela por la ventana; no vio nada. No pudo imaginar qué era lo que enloquecía de ese modo a Óscar.

Abrió la puerta del dormitorio y Óscar corrió hacia la puerta de entrada, frente a la cual se puso a saltar, procurando mirar por la cristalera. Gruñía y rascaba la puerta, tal como lo había hecho la noche anterior. Pero esta vez Jenna estaba dispuesta a investigar. Cogió una linterna de debajo del fregadero de la cocina, se puso a toda prisa una camiseta y unos vaqueros, abrochó la correa al collar de Óscar y abrió la puerta. Óscar la arrastró al porche con tal fuerza que casi le hizo soltar la correa.

Fuera, todo estaba en silencio. Bajaron del porche a la calle. Jenna escrutó las inmediaciones con el haz de la linterna. No había nada. Pero Óscar no se convencía de que así fuera. Seguía gruñendo y tirando de ella; intentaba ir hacia el mar.

La segunda vez que Jenna barrió el área con su linterna, vio a alguien. Había un niño de pie sobre el rompeolas.

No parecía tener más de seis o siete años y lucía una abundante y hermosa cabellera rizada y negra. Cuando el haz lo alumbró, se apartó con un gesto de timidez, poniéndose la mano ante los ojos y volviéndose un poco hacia el mar. Daba la impresión de que quería saltar del rompeolas a la playa, pero que no se atrevía a hacerlo.

Jenna acortó la correa, trayendo a Óscar hacia sí para que no se acercase más al niño. Óscar gruñía por lo bajo; recargaba todo su peso para contrarrestar el tirón de Jenna, de modo que quedaban en equilibrio. El can se tendía hacia el niño mientras que Jenna se inclinaba hacia atrás, en dirección a la casa de Eddie. Óscar ladró. El niño, aparentemente temeroso del gran perro, se dispuso a bajar del parapeto.

—Espera —le dijo Jenna—. ¿Te encuentras bien?

El crío se quedó inmóvil, con una pierna sobre el remate del muro y otra colgando hacia la calle. Miró a Jenna durante un instante e invirtió su postura; se disponía a pasar la pierna hacia el lado de la playa y saltar allí, perdiéndose para siempre.

—Espera, ¿es por el perro? ¿Le temes al perro?

El niño no se movió.

—El perro no es malo. Es que no se da cuenta de que te mete miedo. Mira, lo ataré aquí.

Jenna debió recurrir a todas sus fuerzas para arrastrar a Óscar hacia el porche y atar la correa a la barandilla. Óscar ladró con furia cuando Jenna, con paso lento, volvió a acercarse al pequeño.

—Soy Jenna. ¿Cómo te llamas? —preguntó; se aproximaba muy poco a poco para no asustar al niño.

El chico no respondió. Se limitó a mirarla de un modo extraño.

—¿Te encuentras bien? Es muy tarde para que andes de paseo, ¿no te parece?

El niño seguía sin responder. Encaramado al parapeto, se mantenía atento a los movimientos de Jenna. Ella se acercó un poco más. No quería ser brusca ni espantarlo, de modo que apuntó la linterna a sus pies, no a su rostro. Pero la poca luz que le daba en el semblante alcanzó para revelarle lo bello que era: piel morena, rostro oval, con algo misterioso, atemporal, en cierto modo.

Se quedaron así durante unos instantes, como unidos en un trance. Las olas lamían quedamente la playa, Óscar se había tranquilizado. Entonces, sin advertencia, el niño saltó hacia la playa.

Óscar ladró. Jenna corrió hacia el rompeolas, pero no vio nada. Recorrió la playa con el haz de su linterna hasta que vio al pequeño. Parado junto al mar, la miraba.

Jenna se sintió atraída por él. Experimentó la necesidad de ir a él. Intuía que el niño quería que lo siguiese, aunque no hubiese expresado tal intención mediante gesto o palabra algunos. Se encaramó al parapeto y se sentó con las piernas colgando hacia la playa. Unos dos metros y medio la separaban del suelo. Se volvió y, agarrándose del remate, extendió sus piernas cuanto pudo antes de dejarse caer.

El dolor de su tobillo derecho le subió por la pierna hasta el vientre. Había olvidado la torcedura, pero ahora la recordaba demasiado bien. Miró hacia el mar; el niño seguía allí. Pero ahora se había acercado más al agua; tanto, que las olas lamían sus pies. Cojeando, se le acercó un poco.

Era una playa más bien estrecha; unos seis metros separaban el rompeolas del mar. Jenna siguió aproximándose, hasta que estuvo a sólo un par de metros del niño.

—¿No está fría el agua? —le preguntó.

No bien hubo formulado la cuestión, se dio cuenta de que estaba loca. Vaya pregunta estúpida. Más le hubiera valido interrogarle sobre qué hacía ahí, quién era, por qué no estaba en su casa con sus padres, por qué pretendía salir a nadar en medio de la noche. Pero no hizo ninguna de esas preguntas. No. Preguntó si el agua estaba fría. Pero que la pregunta fuese estúpida, y que Jenna notara que lo era, no impidió que se siguiera acercando. Caminando hacia atrás, el niñito se acercó un par de pasos al mar; Jenna dio un par de pasos hacia él.

Los ladridos enloquecidos de Óscar le llegaban desde la calle, pero no le importaba. Ladraba a tanto volumen como lo hiciera aquella vez, en el bosque. Pero Jenna estaba fascinada por el hermoso chiquillo que se internaba en el agua, que ya le llegaba a la cintura.

—No sé si es buena idea que nades ahora —le dijo—. Es de noche, y nadar en la oscuridad puede ser peligroso.

El niño se detuvo.

—Déjame que te lleve a casa; tus padres deben de estar preocupados.

Jenna dio dos pasos en el agua y le tendió la mano al niño. Una ola rompió contra sus corvas; estuvo a punto de perder el equilibrio cuando sus pies pisaron la arena blanda. Tendió la mano y el crío tendió la suya; era la primera vez que hacía un gesto dedicado a ella. Jenna se internó un paso más en el mar, con la esperanza de tomarle de la mano y hacerlo salir. Por fin, las manos de ambos se encontraron.

La mano del niño, fría y mojada, se sentía pequeña y dura en la de Jenna. Se quedaron así durante un momento, de la mano, cada uno ayudando al otro a mantener el equilibrio entre las olas. A Jenna le pareció que el agua era templada. Nunca hubiera supuesto que el mar pudiese ser tan tibio en Alaska. Se alegró de estar descalza. Una brisa soplaba desde el norte y las estrellas brillaban en el cielo sin nubes. Al otro lado de la bahía, por encima del hombro del niño, se recortaba, apenas discernible, el contorno de la isla Trompa de Elefante, o como la llamaran. En dirección al pueblo, Jenna veía las amarillas luces de las farolas reflejadas en las fachadas de los edificios. Miró al niñito, que se mantenía en una actitud silenciosa y paciente. Él le dirigió una cabezada, y ella, sin saber por qué, acogió con agrado ese gesto.

Sintió deseos de sentarse. De relajarse en esa agua tibia y dejar que las olas rompieran sobre ella. De flotar en el agua y contemplar las estrellas. De tumbarse en la playa y dormir un rato mientras la fresca brisa le traía los aromas del océano, de relajarse en un duermevela, los ojos abiertos, pero la mente cerrada, los sentidos en acción, pero el cuerpo no, sin necesidad de responder a ellos, sin anhelo ni preocupación algunos.

La voz apenas se oyó; parecía venir de muy lejos. «¡Jenna!». La llamaban desde una gran distancia. «¡Jenna!». Oprimió la mano del niño; no quería soltarla, no quería que el niño desapareciera. «¡Jenna!». Más insistente, más cercano. Entonces, un gruñido. Un animal que corría por la arena. Sintió un tirón en la mano. Abrió los ojos. El muchacho procuraba soltarse. Liberar su mano de la de Jenna. Irse a nadar.

—No puedes nadar ahora —dijo ella, cerrando la presa. Él tiró con más fuerza. Mucha fuerza para tratarse de un niño pequeño. Jenna miró tras de sí. Un perro. Óscar. Estaba casi sobre ella. Corría a toda velocidad, se precipitaba sobre ella; ya no ladraba, sino que emitía un profundo gruñido mientras enseñaba los dientes. El niño daba tirones, la remolcaba. Óscar llegó. Iba a por él. Lo detestaba por alguna razón. Por eso lo había atado, recordó. Debía proteger al niño. Óscar es un perro salvaje y podría enloquecer. Comerse al niño. Morderle la cara y el cuello.

Jenna bajó la mirada hacia el chico, que seguía tirando, procurando soltarse. Estaba distinto. Su rostro ya no parecía suave, sino oscuro. Duro. Desesperado por escapar, tiraba tanto del brazo de Jenna que le hacía daño. Pero ella lo retenía. El perro se acercaba. Jenna no le soltaba porque estaba confundida. Ya no podía verle la cara. Algo no estaba bien. Se sentía asustada, perdida, sin saber qué hacer.

Un último tirón, y el niño se libró de la mano de Jenna. Ella se volvió hacia Óscar. El perro pasó frente a ella y se echó al agua de un salto, tras el niño. Pero Jenna no iba a permitir que le hiciera daño. Estrechó al perro en un abrazo, procurando desviar su impulso, apartarlo del niño. Arrastrada por la inercia del animal, cayó de espaldas al agua. Una ola le rompió en la cabeza. Sintió sabor a sal en la boca. Óscar pugnó por liberarse. Ella lo dejó ir. No veía nada. Tenía espuma y agua negra en los ojos. En los pulmones. Procuró ponerse a gatas y otra ola rompió sobre ella y la derribó. Tosió, escupió el agua de sus pulmones. Ahora, no le importaban Óscar ni el niño. Sólo quería vivir; se atragantaba con la espesa agua salada.

Había alguien ahí. Alguien grande. Que la sacaba del agua. La ayudaba a salir a la playa. Sobre manos y rodillas, tosió, escupiendo el repugnante sabor que ahora embargaba su sangre. Moqueaba. Se apretó la nariz con un dedo y resopló. El agua salada se precipitó hacia arriba, envenenándole el cerebro. Cayó de costado, respirando pesadamente. Óscar estaba a su lado. Alguien chapoteaba en el mar, se sumergía, nadaba. Era Eddie.

Jenna se sentó. Supo que era Eddie por la forma en que nadaba: con un solo brazo. Óscar no dejaba de ladrar en dirección al agua. Jenna se puso de pie y llamó a Eddie. Él no la oía. O simplemente no le respondía. Nadaba, internándose cada vez más en el mar. Después, se detuvo; el agua le llegaba a la cintura; se sumergió. Buceaba.

Algo andaba mal. Se parecía demasiado. De una forma inexplicable. El niño. El modo en que la miró. El modo en que desapareció. Cuando Eddie volvió a la superficie, lo llamó a gritos. Pero él la ignoró. ¿Qué hacía? ¿Y si no había nada que buscar? ¿Si el niño había desaparecido? Eddie se sumergió otra vez. Tenía que regresar a tierra antes de que fuese demasiado tarde. Debía hacerlo.

Jenna se metió al mar a la carrera, llamando a gritos a Eddie; el agua le llegaba a la cintura. Estaba frenética, desesperada; lo iba a perder. Él se hundiría y no volvería a salir. Por fin, se volvió hacia ella. Jenna gritó y agitó los brazos hasta que él la miró. Comenzó a nadar en dirección a la orilla.

Cuando llegó a un punto donde hacía pie, le habló.

—Regresa a la casa y llama al alguacil —dijo con voz ronca. Le faltaba el aire—. Cuéntale que encontramos al niño. Se metió al mar y desapareció. —Se inclinó, jadeante—. Que lo estoy buscando, pero que será mejor que se venga con unos hombres. Si no lo encuentro enseguida, será demasiado tarde.

Jenna no se movió. Algo no andaba bien. Ocurría algo. Eddie la miró con aire interrogante, como preguntándose por qué no se marchaba.

—Ve. Y llévate a Óscar. Enciérralo. Ese niño le tiene terror.

—Eddie, no vuelvas al mar.

Él la miró.

—Tengo que encontrarlo. Quizá aún esté con vida.

—No estoy segura… —Jenna se interrumpió. Temblaba, pero quizá por el miedo más que por el frío. Por el miedo de que lo que intuía pudiera ser cierto—. No estoy segura —repitió.

Eddie se enderezó. La fulminó con la mirada. Ella nunca lo había visto enfadado, era una ira silenciosa. Su rostro tenso irradiaba energía. Habló en voz baja y con énfasis.

—Ve a la casa. Llama al alguacil. Encierra al perro. Regresa. —Calló. Jenna no se movió—. ¡Hazlo!

Lo hizo. Debía hacerlo. Estaba equivocada, él tenía razón. Sí, había un niño. Eso lo sabía. La pregunta era, ¿de quién o de qué se trataba? Pero no le competía a ella responder. No podía confiar en su juicio. De modo que seguiría las órdenes de Eddie. Regresaría a la casa. Eddie se volvió y se internó otra vez en el agua; se puso a nadar, dando brazadas con su brazo bueno. Caray. ¿Y si Eddie tenía razón? ¿Y si el niño se ahogaba? Debía llamar al alguacil. Pero ¿y si Eddie se equivocaba? Jenna llamaría al alguacil, pero no se llevaría a Óscar. Por algún motivo, el perro desconfiaba del niñito. Y si era por aquello que Jenna sospechaba, a Eddie no le vendría mal contar con el perro. Jenna no quería retornar y encontrarse con que también Eddie había desaparecido.

***

En julio, amanece temprano en Wrangell. Comienza a aclarar en torno a las cuatro de la madrugada. El sol asoma tras el horizonte a las cuatro y veinte. A las cinco menos cuarto es pleno día, y el sol comienza a bregar por penetrar entre el espeso ramaje del bosque.

Y esa mañana, mientras el cielo viraba de negro a gris, los hombres que estaban en el agua albergaban sentimientos contradictorios. Les alegraba que un nuevo día expulsase la opresora oscuridad. Pero les entristecía estar presenciando ese evento desde sus barcas. Desde la una de la madrugada, dragaban el fondo de la bahía con ganchos que arrastraban con sus embarcaciones. Iban de cuatro en cuatro: uno a proa, otro a popa, uno manejando los ganchos desde cada borda. Y el único motivo por el que seguían allí mientras amanecía era que no daban con el cuerpo de un niño que se había ahogado por la noche.

En tierra, en la casa tibia que olía a moho y a café rancio, Jenna aguardaba en el sofá, envuelta en una manta tejida a ganchillo. Estaba borracha de fatiga, con la barriga llena de ácido, de tanto tomar café sin comer nada. Tenía los párpados hinchados a fuerza de contener las lágrimas. El televisor estaba en su canal favorito, pero sin sonido. De todos modos, no miraba. Recordaba. Recordaba algo ocurrido hacía dos años.

Sucedió unas dos semanas después de que Jenna y Robert regresaran de Alaska tras la muerte de Bobby. Robert se había quedado trabajando hasta tarde en su oficina y Jenna estaba sola en casa; veía un especial de Barbara Walters, a la espera del momento en que hace llorar a su invitado (lo que nunca deja de ocurrir), para poder llorar también ella. Debían ser las diez y media. El teléfono sonó y Jenna atendió. La voz al otro lado era profunda y daba la impresión de que su poseedor estaba un poco ebrio. El hombre se identificó como el encargado de la Bahía Thunder.

Jenna escuchó al hombre explicarle que el centro turístico cerraría para no volver a abrir nunca. Los inversores habían cambiado de idea tras «el incidente». El hombre quería ofrecerle a Jenna sus condolencias personales, pues se encontraba en el lugar durante esa semana fatídica y recordaba a Bobby; incluso le había mencionado a su esposa que aquél parecía un buen chaval. Jenna recordó el nombre. Era John Ferguson. Le contó a Jenna que se enorgullecía de su sangre irlandesa, pero que en algún momento un escocés había ingresado a la familia, mancillando para siempre su linaje con un apellido inferior.

Daba la impresión de que John Ferguson quería decirle algo más. Antes de llamar, debía de haberse bebido unas cuantas copas para darse coraje. Le contó a Jenna que lo que llevó a los inversores a cancelar el proyecto no fue sólo la muerte de Bobby. Hubo otra: la de una mujer tlingit que trabajaba ahí. Semanas antes de que llegasen los primeros huéspedes, se perdió en el bosque para nunca volver a aparecer.

A continuación, aseguró que los inversores eran muy supersticiosos; se apresuró a añadir que eran japoneses. Contó que esos inversores japoneses insistieron en que contratara un chamán para que limpiara el lugar antes de que comenzara a operar. Hizo venir a un indio, que le dijo que era un sitio de mala suerte, morada de malos espíritus y que por eso los sucesivos pueblos y centros turísticos que habían pretendido establecerse allí no prosperaban. El chamán le advirtió que el proyecto no debía seguir adelante.

Y John Ferguson quería hacer una confesión. Tenía tanto temor de perder su trabajo, muy bien pagado, que mintió a los inversores. Les dijo que el chamán le había dado su aprobación al proyecto.

A Jenna le llevó un rato dilucidar qué le contaba aquel hombre. Miraba a Barbara Walters por el rabillo del ojo mientras lo escuchaba relatarle algo que en realidad no le importaba. Hasta que se dio cuenta de que su interlocutor le confesaba un pecado. Ferguson se culpaba por la muerte de Bobby. Si les hubiese dicho a los inversores lo de los malos espíritus, no habrían inaugurado el negocio y nada hubiera sucedido. En un momento dado, se echó a llorar, reconociendo que no sabía cómo vivir con ese peso en la conciencia. Había hecho prevalecer su ganancia personal, a costa de una vida ajena, y se detestaba. Jenna, la desolada madre, acabó consolándolo, lo cual, pensó, tenía su gracia.

Le dijo que todo lo que acababa de contarle eran disparates. Que Bobby habría muerto de todas maneras. Que no hay modo de volver atrás y cambiar las cosas. Toda la cháchara psicológica que la gente le endilgaba a ella.

Él le agradeció que fuese tan comprensiva. Se disculpó por haberla llamado y perder el control, pero sentía que necesitaba contar la verdad. Le dijo que si alguna vez iba a Wrangell fuese a verle. A partir de ese momento, Jenna podía considerar que la casa de Ferguson era suya; insistió en que aceptara su hospitalidad. Aseguró que era fácil encontrarlo. Sólo era cuestión de preguntar por el irlandés apellidado Ferguson.

Y ahora, dos años más tarde, en la penumbra que antecede al alba, Jenna se prometió que lo primero que haría esa mañana sería llamar a John Ferguson. No quería su hospitalidad, sino su información. Quería saber lo que él sabía acerca de aquello del chamán. Espíritus malignos. Si un chamán había ido a purificar la Bahía Thunder, tal vez ese mismo chamán fuese capaz de arreglar las cosas.

—Creo que deberías dormir un poco.

La voz sobresaltó a Jenna, haciéndola salir de su trance. Dirigió la vista a la puerta y vio que allí estaba Field, mirándola.

—Necesito usar el lavabo —explicó él, perdiéndose por el pasillo.

Cuando Field volvió a aparecer en el corredor, se sentó en el sofá junto a Jenna sin decir palabra. Ahora, tres compartían la habitación: la televisión, Field y Jenna. Ninguno emitía sonido alguno. Field sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Jenna, que aceptó. Fumaron en silencio, mirando las imágenes de Sopa de letras en la pantalla.

—¿Cómo vas?

—Creo que me vendría bien un trago.

Field estudió a Jenna y asintió con la cabeza.

—Buena idea.

Se incorporó y fue a la cocina. Regresó con dos copas pequeñas y una botella de Wild Turkey. Llenó las copas y le tendió una a Jenna. Bebieron en silencio.

Al cabo de apenas un minuto, el alcohol se apoderó de la lengua de Jenna. En cuanto el ardor del whisky amainó, se puso a hablar. En una suerte de confesión estimulada por la fatiga, el whisky y los cigarrillos, Jenna le contó toda su vida a Field, quien escuchaba y asentía, sin dejar de proveerla de un flujo constante de estimulantes. Le habló de su marido, de cómo había escapado, de su abuela y la casa de al lado. Habló con entusiasmo de su hijo. Y cuando Field le preguntó dónde se encontraba Bobby, Jenna cerró los ojos y abrió la última puerta. Le contó el ahogamiento y habló de la búsqueda y de las similitudes entre lo ocurrido entonces y lo que sucedía ahora. Trabajar toda la noche, dragar el fondo, el movimiento de la marea, los hombres apiñados en la orilla, hablando de ella y preguntándose cómo podía haber ocurrido.

Cuanto terminó su historia, se quedaron en silencio otra vez. Pasaron muchos minutos. Después, Field habló.

—Tengo que preguntarte esto. ¿Hoy se ahogó de verdad un niño aquí?

Jenna bajó la mirada y meneó la cabeza.

—No estoy segura —dijo en voz baja.

Field se incorporó y le tendió la mano.

—Tendrías que dormir un poco.

Jenna le tomó la mano y se levantó; Field la condujo hasta el dormitorio. Una vez que cerró la puerta, dejándola sola, Jenna se desvistió y se quedó de pie ante la ventana del cuarto, mirando la casa de su abuela. Mientras el cielo recuperaba su color y los pájaros despertaban, Jenna, de pie y desnuda ante el mundo, se preguntó qué era real y qué imaginario; procuraba identificar una verdad absoluta, valores decididos por algún ser superior para vivir de acuerdo a ellos, un sistema de creencias que le diese las respuestas que necesitaba y con el cual pudiera contar para sobrevivir algo más que unos pocos miles de años.

No lo había. Y cuando se metió entre las sábanas frías, bregó con sus sensaciones de frustración y trató de atenerse al nuevo sistema de reglas según el cual debía vivir a partir de ese momento. Cerró los ojos con fuerza, en la esperanza de que llegara el sueño, o alguna oscuridad que hiciera que su mundo dejara de dar vueltas.

***

Field salió al porche, donde estaban el alguacil y Eddie. Discutían acerca de si la búsqueda debía cancelarse o no. Los hombres estaban cansados y nada aparecía. Además, nadie había informado del extravío de un niño. Si una criatura se había ahogado, no tenía padres que se preocupasen por ella.

—Eddie —dijo el alguacil—, si de veras había un niño…

—Lo vi.

—Ya lo sé, ya lo sé. Supongamos que lo había. Digamos que corrió mar adentro…

—Lo hizo.

—De ser así, puede que la corriente lo haya arrastrado hasta otro punto de la playa, y que allí haya salido a tierra. ¿Entiendes? No hay denuncias de que nadie se haya perdido. No sabemos si hay un cuerpo ahí.

—Yo lo vi, Brent —le respondió Eddie al alguacil en tono brusco—. Con mis propios ojos, joder. Se internó nadando, se hundió, no volvió a salir. No seas necio.

El alguacil rechinó los dientes.

—Estaba oscuro, Ed.

—Jenna también lo vio.

—No, eso no —interrumpió Field. Los otros dos se quedaron mirándolo—. Ahora dice que no está segura. No sabe si el niño se ahogó.

El alguacil miró a Eddie y se encogió de hombros.

—No está segura, Ed. No puedo permitir que estos hombres sigan arriesgando sus vidas por algo de lo que ella no está segura. La busca queda cancelada.

El alguacil Larson le oprimió el hombro a Eddie en un gesto perentorio. No iba a discutir más. Bajó del porche y se dirigió a la playa, a llamar a los hombres.

Eddie soltó una risa amarga.

—Por Dios. Que no está segura. Lo vi, Field. Vi cómo el mocoso se ahogaba. —Miró a Field a los ojos—. Lo vi.

Field asintió con la cabeza mientras se encogía de hombros; también él bajó del porche. Se dirigió a su casa. Había sido una larga noche, y Field no estaba muy seguro de lo que había ocurrido. Pero sí estaba seguro de que Jenna era una mujer con muchos problemas. Y de que Eddie estaba enamorado de ella. Y la combinación de esos dos hechos podía crear una considerable conmoción, por más que no hubiera otro motivo para ello.