A Robert no le llegan noticias del investigador; le preocupa la posibilidad de que no haya logrado averiguar nada de Jenna. Su depresión crece como una bola de nieve, y con cada nuevo copo, sus ideas suicidas aumentan. Piensa que en su vida no queda nada que valga la pena. No le gusta estar con gente, no le gusta estar solo. No le gusta lo que ponen en la tele, no le gusta leer. No come, sí bebe. Y todo aquello a lo que dedicó su vida, el gran plan que diseñó para sí hace tanto, le parece apenas un ensayo para la prueba de ingreso a la universidad. Mis pasatiempos son el béisbol y la gente. Pura mierda. Cuando miras adelante ves muchas cosas maravillosas, bellas escenas que se despliegan a cámara lenta para ti y tu futuro. Y nada de ello es verdad. O quizá, si tienes suerte, una parte lo sea por un tiempo. Pero al fin, todo se desmorona y ahí te quedas, mirando los quince años transcurridos y preguntándote qué coño ocurrió. Y piensas en la escena final.
Y mientras se sirve otro Tanqueray, de pronto se le ocurre que quizá le esté pasando lo mismo que hace mucho le pasa a Jenna. Que tal vez haya reprimido sus pensamientos suicidas para mostrarse fuerte ante ella y ayudarla en sus momentos difíciles. Y, además, se dice que si se hubiese permitido sentirse deprimido, si Jenna y él, como pareja, hubiesen albergado ideas de suicidio, quizá ahora estarían juntos, no separados. Y estos pensamientos hacen que se sienta culpable por la ausencia de Jenna y se siente aún más deprimido por no haber sentido nada de todo eso antes.
Mira la tele y se siente tan solo que desea llorar. Es la noche del viernes, y desde la adolescencia detesta las noches de los viernes. Había tanta presión para hacer lo correcto, asistir a los lugares indicados. Siempre la incómoda intuición de que había personas que se divertían más, la abrumadora sensación de que no estaba con gente enrollada. De modo que ahora se dice que es importante ponerse en marcha y circular. Quiere hablar con gente, nada más, porque a veces es divertido hacerlo. Entonces, llama a su viejo amigo, el que siempre tiene algo que hacer los viernes por la noche. Steve Miller. Hace casi un año que no habla con Steve. Es que hubiera sido demasiado duro. Ahora, Jenna lo aborrece abiertamente. Dice que es una babosa. Pero Robert aún lo recuerda con cariño, por más que Steve lo haya forzado a aceptar esa lamentable compensación.
En casa de Steve responde el contestador, porque es viernes por la noche y él salió, por supuesto. Robert se dispone a dejar un recado, cuando oye el mensaje grabado por Steve en la máquina: «El lugar de esta noche es el bar Garda. Si eres demasiado cobarde para ir allí, deja un mensaje».
El bar Garda. En la Cuarta Avenida y Bell. Eso era lo que Robert quería. Lo que había necesitado durante toda su puta vida. Un número telefónico al que llamas para que te digan dónde divertirte. Qué cómodo. La Línea Fiestera. ¿No sabes qué hacer este fin de semana? Llama a la Línea Fiestera y te diremos cuáles son los mejores bares y fiestas. Sólo noventa y nueve centavos el minuto.
Así que Robert echa una meada y conduce hasta el bar Garda, donde lo recibe un cordón de terciopelo. Tan ochentero que ni siquiera es retro. Sabe cómo son esas cosas, de modo que camina hacia el tío de la camiseta negra y lo mira como preguntándole por qué no abre el puto cordón de una vez. Y el tío separa las aguas para él y Robert entra.
El lugar es tan oscuro como Calcuta y hay terciopelo por todas partes. Un inmenso ventilador echa aire y en cada mesa arde un sahumerio que huele a espliego. No hay demasiada gente; Robert se pregunta si el cordón de la entrada estará destinado a mantener fuera a las personas o a instarlas a entrar. Steve Miller está sentado en un reservado con los brazos en torno a dos muchachas, chicas jóvenes de vestidos negros diminutos. Tiene un inmenso cigarro en la boca. Los pechos de una de las chicas son gigantescos. Robert supone que deben de ser implantados, porque se proyectan directamente desde su cuerpo, como la proa de un barco. Steve ve a Robert y está a punto de dejar caer su cigarro.
—¡Caray, Robert! ¿Dónde mierda te habías metido todo este tiempo?
Se pone de pie y, pasando frente a la chica de las tetazas, se precipita a abrazar a Robert.
—Luces como la mierda Robert, la mierda más total. Ven, siéntate.
Se sientan; las chicas se remueven.
—Éstas son Stacy y Erin. Éste es mi viejo amigo Robert. Stacy y Erin estudian administración en la universidad.
Robert les estrecha las manos. Son tan tibias y suaves. Erin es la más bonita; sus pechos son más pequeños que los de la otra, pero tiene hermosos labios y una nariz que es un botoncito.
—¿Qué haces aquí, hombre? —pregunta Steve; pero Robert mira a hurtadillas los labios de Erin. Tan llenos y deliciosos—. No sabía que frecuentaras este lugar.
—Tenía que encontrarme con alguien, pero me parece que ya no vendrá.
Steve le guiña un ojo con expresión enterada.
—No te preocupes por mí, amigo. No le diré nada a nadie.
Le da un par de codazos en las costillas y Robert casi se arrepiente de haber ido. Quizá suicidarse habría sido mejor.
Pero antes de que Robert tenga tiempo de cambiar de idea, Steve se levanta. Agita las manos y chasquea los dedos como un niño hiperactivo. Resulta que está llamando a una camarera.
—Elaine, cariño, mira a ver qué quiere mi compadre.
Robert pide un Martini, las chicas más champán. En cuanto a Steve, sólo quiere «una porción de tu culo, cariño». Las chicas se excusan. Van al lavabo. Cuando se marchan, Steve pasa su largo brazo sobre los hombros de Robert y lo atrae hacia sí.
—¿Cómo va eso, compañero? Hace mucho que no nos vemos.
—Sobrevivo.
—¿Ah, sí? Sé que tu guapa esposa me detesta, pero ello no significa que no podamos encontrarnos de vez en cuando para hacer una salida de hombres solos, ¿verdad?
—Es que no salgo, ¿sabes?
—Sí, lo sé, lo sé. Pero, mira, Robbie, tú me dirás si me propaso, pero eres uno de mis amigos más antiguos y querido y verte con esa cara tan larga me hace daño. ¿Puedo decirte algo sin rodeos?
Para ese momento, Steve está prácticamente encima de Robert. Robert lo mira a los ojos y ve que tiene las pupilas tan dilatadas que un camión podría pasar por ellas. Está colocado con algo.
—Dime.
—¿Lo habéis vuelto a intentar? Sé que tu pequeño, Bobby, era la luz de tu vida, y sé cuán duro fue para vosotros dos. Pero quizá lo mejor sea insistir, ¿me entiendes? Hacer un intento más.
Esto entristece mucho a Robert. Él quiere hacer otro intento, pero Jenna dice que todavía no. Pronto será tarde. Él no quiere adoptar un chaval mexicano. Quiere uno propio.
—Eh, hombre, no tenía intención de deprimirte.
Steve le da una palmada en la espalda. Llegan los tragos. Robert hace ademán de sacar la billetera, pero Steve lo detiene y le dice a la camarera que los cargue a su cuenta. Robert bebe un sorbo de su Martini y Steve vuelve a inclinarse sobre él.
—Amigo, ¿quieres un poco de polvillo para alegrarte?
Robert mira a Steve; su rostro está tan cerca que huele el Old Spice. Agita las cejas.
—Vamos a mear y te pondré en órbita.
Van al baño de hombres y se encierran en un retrete. Steve saca un frasquito marrón con una cuchara ingeniosamente adherida a la tapa y extrae de él un polvo blanco. Tapona con el índice la fosa nasal derecha de Robert y sostiene la cuchara bajo la derecha. Robert se apresura a inhalar. Bum. Steve le acerca un poco más. Bum. Después, Steve aspira tres o cuatro cucharadas.
—Despegaste, compañero.
Pone más coca bajo la nariz de Robert. Ahora, los senos nasales de Robert están llenos de vida. Sacude la cabeza y se estremece. Aspira. Bum. Mierda. Los ojos se le abren mucho. Ríe.
—¡A la mierda, amigo! —exclama Robert—. Esto es muy homoerótico. Muy años ochenta.
—De eso van los noventa, amigo, de recuperar la gloria de los ochenta a precio de liquidación.
Vuelve a acercar la cuchara a la nariz de Robert. Blam. Robert se siente estupendamente. Tiene la nariz anestesiada, siente que sus dientes se van a dormir. Aspira ruidosamente y sonríe. Coño, qué bien se siente.
—¿Te gustan esas chicas, compañero?
Robert asiente. Quiere más.
—La de las glándulas mamarias es mía. Si quieres a la pequeñita, es tuya.
Robert se sirve otra cucharada del amor.
—Tiene tetitas de chico; pero ¡vaya boca!, ¿no? Dan ganas de follarle la cabeza aquí mismo en el bar, ¿a que sí, Robert?
Sí, follarle la cabeza. Quiere ponerse un poco en el dedo para refregársela por las encías. Tamborilea sobre sus incisivos. Signo universal del consumidor de coca.
—Oye, aspiradora humana, te estás tomando toda mi coca.
Steve se echa al bolsillo el frasco, donde aún queda mucho para más tarde y regresan a la mesa. Las chicas ya están allí. Robert ve que Erin se oprime las narices con índice y pulgar y aspira. Es una señal en código que significa: «Voy de coca, ¿tú también?».
Steve fuerza a Robert a sentarse en la otra banqueta, de manera que queda frente a Erin. Steve se sienta muy pegadito a Mamarias. Ahora Robert no está deprimido. Está acelerado. Vivo. Se pide otro Martini, que no parece hacerle ningún efecto. Le habla a toda velocidad a la linda chica, pero le preocupa la posibilidad de tener mal aliento. Siente la boca algodonosa y seca y la ginebra no ayuda. Le cuenta a Erin cómo se hace para vender oficinas. ¿Le interesa el mercado inmobiliario? Posiblemente. En realidad, lo que quiere es llegar a presidenta de una compañía. Le gustaría figurar en la lista de los 500 de la revista Fortune. Y hablan y hablan, puras estupideces. A todo esto, Steve y Mamarias se chupan mutuamente las lenguas. Besos ardientes, con la boca abierta; Steve tiene la mano bajo la mesa y la está magreando de lo lindo. Robert mira a su chica, pero no está demasiado interesado en follársela. Es bonita y tiene unos labios estupendos, pero él no está en ese plan. No sabe si ella no estará decepcionada. Y ocurre otra cosa. Los senos nasales de Robert, que han pasado los últimos veinte minutos anestesiados, están volviendo a la vida, y se ponen a segregar mocos a todo tren. Él aspira y vuelve a aspirar para mantenerlos dentro. Y querría un poco más de coca. Date prisa por favor, ya es hora. Pero no quiere interrumpir a Tetazas y a Don Polvillo para pedir el frasco; de todos modos, quizá Steve no quiera darle más. Es el problema con la coca. Que siempre quieres más.
Pero Erin le lee la mente y le pregunta si no quiere salir. Salen, pues, pero Erin está sin chaqueta, así que van a sentarse al coche de Robert, que está aparcado en un callejón a la vuelta de la esquina. Se sientan en el asiento trasero, porque delante está el salpicadero y toda esa mierda y es muy impersonal, dice Erin. Ahí sentados, Erin se inclina sobre Robert y le da más y más cucharadas del más delicioso de los polvos. Después lo besa. Su lengua es pequeña y no la introduce mucho en la boca de Robert; pero él la aparta enseguida.
Ella queda desconcertada. Él no sabe qué decir, pero procura explicarse. A veces, la coca es como un suero de la verdad. Te hace hablar y hablar. De modo que Robert habla y se lo cuenta todo. Desde el principio. Que conoció a Jenna, tuvieron un niño, perdieron el niño, perdió a Jenna. Que se encuentra tan conmocionado, no sabe qué hacer, porque en ese momento se siente muy atraído por Erin, pero sabe que no sería lo correcto.
Ella comprende. Tampoco es que le apeteciese tanto hacerlo, sólo pensó que sería divertido. Robert le da mucha pena. Ha sufrido mucho. Pero lo entiende, de veras, de veras.
Robert se siente aliviado. Nunca habló de ese modo con nadie. Quizá eso sea lo que hacen los psiquiatras. Te dejan hablar y hablar. Quizá él tendría que haber recurrido a uno. Quizá, de haber sido así, Jenna no se habría marchado. Quizá todo sea su culpa. Decide que sí, que él es el responsable, sin duda.
Erin dice que debe regresar al bar. Stacy es la que ha traído su coche y ella no quiere irse a casa en taxi. Robert se ofrece a llevarla. Van por Eastlake hasta el puente University y desde allí toman Roosevelt hasta la calle Cincuenta y Tres. El apartamento de ella queda sobre la derecha. Robert aparca y permanecen en el coche un momento.
—Me gustó estar contigo esta noche —dice ella.
—Sí, lamento haber hablado tanto.
—No hay nada que lamentar. —Ella saca una cajita de cerillas y anota su número de teléfono en ella—. Si quieres hablar un poco más, llámame.
—Gracias.
Ella titubea otra vez.
—¿Quieres un poco más?
¿Más? Qué pregunta difícil. Ella alza el frasquito y lo mira entornando los ojos. No queda mucho.
—Puedes quedártelo —dice Erin.
Se lo pone en la mano y le dirige una mirada de complicidad; después, se apea y se aleja.
Robert aparca a la vuelta de la esquina y aspira la coca que queda. Se golpetea los dientes, la señal universal, y conduce hacia su casa. Sabe que será una larga noche. Pasará horas despierto, y cuando los efectos de la droga vayan pasando, sentirá que necesita más. Buscará con desesperación algún tipo de tranquilizante que haga desaparecer su ansiedad. Anhelará que Jenna aún tenga Valium escondido en la casa.
Vaya, mira qué maravilla, se dice. Hace unas pocas horas estaba deprimido y por eso salió; estuvo con gente, tomó coca. Y ahora se encuentra de vuelta en el punto de partida, en el mismo sofá, bebiendo la misma ginebra, aún más deprimido gracias a la coca. Ello tiene algo de injusto. Supone que es como dicen: estés donde estés, ahí estás.