Jenna volvió a casa de Eddie e improvisó una compresa envolviendo una bolsa de plástico llena de hielo en un trapo. Se echó a los hombros el chal del sofá, se sentó en el banco de madera del porche y dispuso el paquete helado sobre su palpitante tobillo.
Lo hizo todo con severa determinación, actitud que había adoptado para combatir la ansiedad que le producía su estado mental. Jenna estaba confundida. No sabía qué le estaba ocurriendo. A su entender, existían dos posibilidades. Una: el alma de su hijo había sido robada por espíritus tlingit. Espíritus nutria, nada menos. Pequeñas criaturas peludas que parten almejas sobre sus vientres y retozan en la bahía. O dos: estaba cayendo por un tobogán metálico muy empinado y engrasado a un bullente caldero de locura. Ambas opciones eran mutuamente excluyentes. No había término medio. Quizá se trata de que estoy un poquito loca y de que hay unos pocos espíritus. No. Era lo uno o lo otro. Y Jenna estaba decidida a averiguar la verdad.
Se debe decir que veía todo el asunto con cierto humor. ¿Cómo no hacerlo? Sospechaba que si se lo tomaba demasiado en serio, alguien podía venir a encerrarla en un manicomio. Y por ello había decidido contárselo todo a Eddie. Sacarlo todo a la luz. Decirle que a ella también le parecía una idea demencial, pero que debía explorarla hasta el fondo. Así, nadie podría acusarla de loca. Ya lo habría hecho ella misma.
Entonces, Jenna sonrió porque divisó a Eddie, que se acercaba a la casa —con paso tan ágil que casi corría— con una bolsa de plástico en la mano. Sonrió y cerró los ojos, esperando que él no supiera interpretar la expresión de su rostro. La expresión que revelaba que estaba enamorada de él. Esperaba que no se le ocurriera preguntar por qué sonreía todo el tiempo. Al fin y al cabo, ¿quién hubiera podido resistirse a sonreír? Todo el asunto era desternillante. Toda una comedia. No sólo estaba perdiendo la razón, sino que caía perdidamente enamorada del primero que se le cruzaba.
Eddie llegó al porche y se detuvo frente a Jenna, que aún tenía los ojos cerrados.
—Toc, toc.
—¿Quién es? —respondió Jenna, siguiéndole el juego.
—Arty.
—¿Qué Arty?
—Arty Mañas, el que siempre obtiene lo que quiere.
Jenna abrió los ojos y rio.
—¿No tienes nada mejor?
—Todos los otros toc-toc que me sé son pornográficos —dijo él—. ¿Qué te pasó en el pie?
—Me caí en el agujero de la hoguera.
—¿El agujero de la hoguera? ¿Dónde?
—En la casa del jefe Shakes.
Él asintió con la cabeza.
—Vaya, qué cosa más extraña. ¿Tienes hambre?
Ella cabeceó, pero sin incorporarse. Quería terminar con la cuestión. No quería preocuparse más.
—¿Podemos hablar un poco? —preguntó.
El joven se encogió de hombros.
—Claro. Espera que ponga esto en la nevera.
Entró a la casa; se oyó la puerta del refrigerador, que se abría y se cerraba. Volvió y se sentó en la barandilla.
—¿Qué querías decirme?
Jenna carraspeó. El corazón le latía muy deprisa. Se lanzó al agua.
—Bueno. Sabes que estoy casada, ¿verdad?
Eddie asintió.
—Bien. En fin. Es que… la última vez que estuve en Alaska fue hace un par de años; de hecho esta semana se cumplieron dos años. Fueron unas vacaciones en familia: mi marido y yo, y nuestro hijo.
—Ah, entiendo. —Eddie parecía un poco sorprendido. Ella no había mencionado un hijo hasta entonces. Que lo hiciera en ese momento tenía ciertas implicaciones, aunque no estaba muy seguro de cuáles eran. Todo lo referido a Jenna era un misterio para Eddie.
—Pero no es de eso de lo que quiero hablar. Hay algo más. En el transcurso de esas vacaciones mi hijo murió. Se cayó de una barca y se ahogó.
—Dios mío. Lo siento.
—No, no se trata de eso. Mira Eddie; desde que llegué me están pasando muchas cosas extrañas. Un tío muy raro me persiguió en el bosque. Ya viste los arañazos. Me pareció ver a alguien que me acechaba mientras me daba una ducha. Y después Rolfe contó esa historia hoy…
—¿Lo del kushtaka?
—Sí, el kushtaka. Y le encuentro cierto sentido a todo ello, ¿sabes? Pero al mismo tiempo, no tiene sentido. ¿Sabes a qué me refiero?
Él volvió a asentir con la cabeza. Cuántas cabezadas daba.
—En otras palabras… —prosiguió Jenna, respirando hondo. Tenía que decirlo todo de una vez. Sacarlo a la luz—. Creo que la historia del kushtaka puede tener algo que ver con la muerte de mi hijo y quiero investigar esa posibilidad. El hombre de la casa del jefe Shakes me dijo que tengo que encontrar un chamán. Así que eso es lo que haré. Y te estoy contando esto porque quiero ser franca contigo y sé que lo más probable es que pienses que estoy loca y que quieras que me marche. ¿Entiendes? Temes que vaya a levantarme en medio de la noche y te clave un cuchillo en el corazón porque creo que eres uno de ellos. Pero no te preocupes, no lo haré. Tú no eres uno de ellos, yo no soy uno de ellos; pero alguien lo es y por eso necesito un chamán.
Se vio forzada a interrumpirse. Se había quedado sin aliento. No sabía qué más decir. No sabía si Eddie la había comprendido.
—Ésta es la cosa más importante que haya hecho en mi vida —dijo con lentitud. Le temblaba la voz. Percibía sus emociones muy cerca de la superficie, a flor de piel. No quería perder el control, pero sí que Eddie la entendiera—. Se trata de Bobby. Mi hijo. ¿Comprendes?
Él le dio tiempo a que recuperara la compostura. Jenna respiró hondo varias veces. Después, Eddie asintió con la cabeza.
—Comprendo.
Se quedaron en silencio por un momento en la tarde vacía.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Eddie.
—Estoy bien. ¿Tú cómo estás?
—Bien. —Se la quedó mirando hasta que los ojos de ambos se encontraron—. Gracias por decírmelo.
—Necesitaba hacerlo.
—No, no era necesario, pero de todos modos lo hiciste. Gracias.
—Quería hacerlo —insistió Jenna. Otro silencioso momento transcurrió entre ellos—. ¿Sabes una cosa? —prosiguió ella—, en realidad no estoy segura de cómo vine a dar aquí. Abandoné a mi marido en mitad de la noche y terminé en el ferry, y ahora me encuentro aquí contigo, y no sé cómo sucedió. Y de pronto, algo de lo que no había oído hablar jamás aparece por todos lados. El kushtaka. Y me es imposible ignorarlo. No sé si estoy sufriendo una crisis nerviosa o si me estoy volviendo loca o si simplemente me aferro a cualquier cosa. No lo sé.
—No creo que tu cordura esté en juego.
—Me alegro de que lo digas. Pero… no me gusta endilgarte todo este rollo. Ni siquiera te conozco; no es justo para ti, pero…
—Continúa.
—Cuando las personas pierden a un ser querido, lo habitual es que se vuelquen en la religión. Es algo que está estudiado. Lo aprendí tras dos años de terapia y media docena de psicólogos. Todos lo dicen. La gente se vuelca con la religión. Los psicólogos incluso lo alientan. Porque si crees en un poder superior, puedes desligarte de toda responsabilidad por esa muerte, ¿entiendes? Puedes decir «tenía que ocurrir» y lavarte las manos de todo sentimiento de culpabilidad, y así dejas de atormentarte. Pero yo no me volqué en la religión, porque no creo en eso. Yo estaba allí. Vi lo que ocurrió. Y no fue algo que tuviera que ocurrir. Todo lo contrario.
—Y ahora, lo del kushtaka.
—Exacto. Ahora lo del kushtaka. Vengo aquí siguiendo un impulso, y cada persona con la que me topo tiene algo que decir sobre los kushtaka. Hasta me pareció haber visto uno. Dos, tal vez. No soy de las que creen en lo sobrenatural, pero intuyo que aquí hay algo y debo indagar. Necesito un chamán. Equivale a lo de volcarse en la religión, me doy cuenta. Querían que lo hiciera, pues lo estoy haciendo. Sólo que no del modo que ellos imaginaban.
Rio y se frotó el rostro.
—Dios. ¿Estoy loca, Eddie?
—No, no estás loca. Sólo tienes mucha imaginación. Mira, si yo tuviera un dólar por cada persona que tiene una historia de los kushtaka en Wrangell, tendría dos mil dólares.
—¿Qué quieres decir?
—Que esta isla tiene dos mil habitantes. Cada uno de ellos tiene una historia. Mira Jenna, no vayas a creer que no me alegro de que me hayas contado todo esto. Pero sé que has sufrido mucho. Lo de tu hijo debe de ser muy duro. Lo entiendo. Pero, créeme, no hay ningún kushtaka. Sólo son una leyenda. No existen. De niño, pernocté en los bosques de por aquí infinidad de veces. Nunca vi uno. ¿Por qué no iban a venir a por mí?
Ella sepultó el rostro entre las manos. Jenna no sabía. La pregunta era correcta, sí, pero no sabía su respuesta. ¿Significaba eso que no existían?
—Sí, Eddie, tienes razón. Sé que la tienes. Pero ¿qué pensarías si de todos modos me busco un chamán? ¿Te enfadarías?
Él rio.
—Búscatelo. ¿A mí qué me importa? Pero Jenna, tú sabes, mírame, sabes tan bien como yo que el kushtaka no existe. Es un mito. Un cuento para asustar a los niños. Todo lo que te viene asustando está en tu mente, nada más. Sabes que es así, ¿no?
Ella asintió. Era como si su papá le explicase que el coco no existe.
—Lo sé.
—Y si vas en busca de un chamán, lo más probable es que des con algún indio chiflado que bailará en torno a ti y te cobrará mil dólares por hacer un hechizo o algo por el estilo. A mi entender, sería tirar el dinero.
Jenna se rascó la cabeza. Eddie tenía razón. Y de todos modos, ¿dónde encontrar un chamán? ¿En las Páginas Amarillas? Y por cierto, ¿existen las Páginas Amarillas en Alaska? Y sería un charlatán, nada más, y le cobraría por nada.
—Tienes razón.
—Bien, ¿te sientes mejor? A veces, ayuda decir las cosas, porque de ese modo uno se da cuenta de cuán ridículas son.
—Sabía que era ridículo antes de decírtelo.
—Pero… ¿De todos modos irás en busca de un chamán?
Jenna suspiró.
—No. Supongo que no. No sé. ¿Dónde buscarlo? Pero, a juzgar por todas las cosas extrañas que me han estado sucediendo, no me sorprendería que un chamán me encontrara a mí.
Eddie sonrió y se puso de pie.
—Bien, basta de kushtakas por ahora. ¿Aún tienes hambre?
—Sí.
Él agitó su brazo bueno.
—Puedo sujetar la sartén, pero tú tienes que revolver.
Jenna se levantó; se disponían a entrar a la casa cuando los detuvo el sonido de una bocina. Era el alguacil. Aparcó frente a la casa y se apeó de su coche.
—Buenas… —dijo mientras se dirigía al porche.
—¿Qué hay, alguacil? —preguntó Eddie.
—Bueno, encontré a este perro…
Abrió la puerta trasera y cogió un trozo de cuerda que había atado al collar de Óscar. El can bajó de un salto y corrió hacia Jenna, saludándola con entusiasmo.
—Y me parece que le pertenece a la señora.
Jenna abrazó a Óscar. Por fin había regresado. Eso era bueno. Pero quien lo había encontrado era el alguacil. Eso era malo. Jenna se dio cuenta de que el policía estaba enfadado. Ahora, estaba en aprietos.
—Y ésta es una citación —continuó el alguacil, tendiéndole un papel a Jenna—. Por permitir que ese perro ande por ahí sin correa. Bajo circunstancias normales, lo pasaría por alto. Pero su perro hizo peligrar la integridad de un niño. Y eso es inadmisible.
Jenna cogió el papel.
—¿Qué pasó?
—Lo sorprendí persiguiendo a un chiquillo. El chaval estaba tan atemorizado que escapó, no sé adónde. Ahora, escuche. Ate al perro y no se le ocurra soltarlo. Si lo sorprendo otra vez, sólo podré hacer una cosa, y no quiero hacerla. ¿Entendido?
Jenna asintió; estrechaba con fuerza a Óscar. El alguacil le habló a Eddie.
—Me parece que ella no me entiende. ¿Tú me entiendes, Ed?
—Ella sí que entiende, alguacil —replicó Eddie.
El alguacil regresó a su coche y abrió la puerta.
—Espero que ese niño haya llegado sano y salvo a su casa. Si me entero de que se perdió y le ocurrió algo, regresaré.
—¿Dónde lo vio por última vez? —preguntó Eddie.
—Cuando venía al pueblo esta mañana. Cerca del instituto.
El instituto. A Jenna le sonaba. No, algo más que eso. Le sonaba como una sirena. Como una alarma antiaérea. La escuela de los indios. La historia que relató Rolfe. El alguacil saludó con la mano y entró a su coche. Lo puso en marcha y se dirigió de vuelta al pueblo. Jenna miró a Eddie.
—El instituto. ¿No vivía por ahí el granjero? —le preguntó.
—¿Qué granjero?
—El del relato de Rolfe. El del kushtaka.
Eddie resopló y meneó la cabeza.
—Pues bien —insistió Jenna—, ¿hay algo de cierto?
—¿En qué?
—¿Qué le pasó a esa familia?
Eddie se encogió de hombros, resignado.
—La madre de Whitey Jorgenson estaba loca. Todos lo saben.
—¿Y?
—Asesinó a su marido de una puñalada cuando Whitey era un bebé.
Jenna abrió mucho los ojos. Se le aceleró el pulso.
—¿Y qué hay del tío de Whitey?
—No me acuerdo —murmuró Eddie; se volvió y se dispuso a entrar en la casa.
—Eddie. —Jenna lo detuvo—. ¿Qué ocurrió?
—Era el hermano de la madre de Whitey; cuando murió, ella perdió la razón. Eso fue un año antes de que apuñalara a su marido. Su hermano murió, ella enloqueció y después, una noche, asesinó a su esposo. Eso es todo. Una loca que cometió un crimen. Pasa con frecuencia. Me voy a preparar la cena.
Eddie quiso escapar otra vez, pero Jenna aún no había terminado con él.
—Eddie, ¿cómo murió el hermano de la mujer?
Eddie gimió y agachó la cabeza.
—¿Y bien?
—Se ahogó. Sí, se ahogó. ¿Satisfecha?
Eddie miró a Jenna y vio confusión en su rostro. Pero en realidad no se trataba de confusión. Era esa comprensión que aflora lentamente. Los últimos granos que se deslizan en el reloj de arena. La largamente esperada comprensión de cómo encajan las piezas de un rompecabezas. La embargó una sensación de resolución; ahora, al menos sabía con certeza qué debía hacer.
Encontrar un chamán que la ayudase.