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Veinte años atrás, el alguacil Larson se sentía como Andy Griffith en Mayberry. Equipado con un viejo y vapuleado coche patrulla y un par de calabozos, representaba la ley y el orden en un ambiente donde el delito no existía. Su principal ocupación consistía en separar a los indios borrachos cuando se peleaban en los bares. La sanción siempre era la misma: dormir tras las rejas y limpiar la celda, para tenerla preparada para el fin de semana siguiente.

Pero las cosas habían cambiado, y mucho, en Wrangell. Las cosas ya no eran como antes. En el pasado, cuando los chavales se iban de parranda al bosque, dejaban latas de cerveza vacías como única basura. Ahora, dejaban ampollas de crack. Nuevas drogas, baratas y disponibles, se habían difundido por toda Alaska, transformando a ciudadanos respetuosos de la ley en adictos. Los muchachos solían meterse en casa ajena a robar, cosa anteriormente inconcebible en Wrangell.

También habían cambiado otras cosas. El alguacil Larson tenía un coche nuevo. Un elegante Mustang impecablemente pintado, con las luces del techo dispuestas en V para hacerlo más aerodinámico. El municipio lo había adquirido, con la esperanza de que impresionara a los delincuentes, instándolos a comportarse bien. No lo hacía.

El municipio también pagaba a tres ayudantes del alguacil dotados de sendas pistolas de nueve milímetros. Tampoco ellos servían de mucho. Larson procuró explicarles que el delito es como una enfermedad. Si sólo tratas los síntomas, nunca podrás curar. Tanto la medicina como las leyes de los blancos padecían de una lamentable falta de visión. El cuerpo debe ser tratado en su totalidad. Comienzas por el primer paso, desde los cimientos, y a partir de ahí progresas hacia la salud. Si un árbol crece torcido, quizá logres enderezar su tronco con años de trabajo; pero en lo profundo de sus raíces, seguirá siendo un árbol torcido. Lo mismo ocurre con una sociedad enferma.

Una muchacha de la jungla a la que amó con pasión le enseñó todo esto al alguacil Larson. Una hermosa vietnamita que le enseñó a ser hombre. La infantería de marina le había enseñado cómo ser una bestia en tres cortos meses. A Mai le llevó dos años enseñarle cómo ser hombre. Dos años y su vida. Cuando cierto herbicida se la llevó, Larson entendió al fin de qué hablaba ella. La muchacha murió devorada por un doloroso cáncer. Un producto químico que él había arrojado contra su voluntad se ocupó de terminar con lo que amaba. ¿Irónico? No, eso de la ironía es un invento estadounidense. Larson aprendió una lección. Que el hombre debe ponerse firme para defender aquello en lo que cree. Que todos venimos a este mundo a aprender. Larson supo que era afortunado por haberse dado cuenta de esto. Y, una vez aprendida la lección, regresó a su pueblo natal para trabajar para la comunidad. Pretendía curar las enfermedades de la sociedad.

Cada día, a primera hora de la mañana, el alguacil Larson iba al pueblo en su poderoso vehículo modificado.

Vivía bien lejos, mucho más allá de donde termina el asfalto y comienza la grava, en un lugar junto al mar. La suya era la única casa en muchos kilómetros a la redonda, y se alegraba de que así fuera. Y cada mañana, a las seis, se permitía el placer de abrir los ocho cilindros dispuestos en V del motor de su coche, arremetiendo por la carretera a ciento sesenta por hora. Se decía que lo menos que podía hacer por el municipio era mantener el coche listo para la acción; quizá, alguna vez, ocurriera algo emocionante.

La carretera siempre estaba vacía. Larson siempre prestaba atención en las curvas, pues una vez estuvo a punto de atropellar a un ciervo, cosa que hubiese terminado con su vida además de con la de la infortunada bestia. Pero en las rectas, que eran muchas, le daba rienda suelta al vehículo hasta que el delicioso, satisfactorio, zumbido del turbo llenaba el interior del vehículo.

Esa mañana de rocío, a las 5:53, el alguacil Larson, que iba acelerando y ya alcanzaba los ciento treinta por hora, pisó el freno con tanta fuerza que sintió como si su pie fuese a atravesar el suelo del coche y rozar el asfalto. Por primera vez, el sistema de frenado automático del Mustang se activó; los frenos bombearon a tal ritmo que el vehículo se clavó en seco, sin que sus neumáticos Eagle extra anchos se deslizaran ni un milímetro sobre el pavimento. Entonces, el alguacil Larson volvió a abrir los ojos y vio, inmóvil en la carretera y a menos de un metro de su parachoques, no a un gamo, sino a un niño. Un niño pequeño, blanco, de sexo masculino, de aproximadamente seis años de edad, un metro veinte de estatura, unos veinticinco kilos de peso, cabello oscuro y rizado un poco largo, ojos oscuros más abiertos de lo que uno habría creído posible en un ser humano. Paralizado. Como un ciervo ante las luces de un coche.

El alguacil respiró hondo mientras pasaba la palanca a la posición de aparcar. El corazón le galopaba y se preguntó cómo demonios habría seguido el asunto si hubiese aplastado al niñito sobre el asfalto. Otra pizza de carretera para gusanos y aves. Se apeó del coche y miró al niño, que seguía inmóvil.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Pero el niño no respondió. Estaba paralizado por el terror. Movió la cabeza —como un animal, pensó el alguacil— desplazando su atención del alguacil al parachoques, y desde ahí al bosque que se extendía a su derecha. El alguacil miró hacia allí y vio qué era lo que miraba el niño. Un pastor alemán. Agazapado, gruñía desde la linde de la carretera. Reconoció al perro. Era el que la mujer esa había llevado a la Posada Stikine. El perro ladró una vez y corrió a la carretera. El niño reaccionó al instante, retirándose a toda prisa al límite del bosque que había al otro lado del camino.

—Eh, espera un poco.

Al alguacil Larson aún no le quedaba claro cuál era la situación, aunque lo cierto era que sólo había una posibilidad evidente: el chaval estaba huyendo del perro.

—Eh, chico, vamos, ven aquí —le dijo al perro, que ladró en tono aún más amenazador, sin dejar de mirar al niño.

Larson se dirigió al niño.

—¿Estás bien, hijo?

Se le acercó, procurando interponerse entre el perro y él. El muchacho dio un respingo y el perro se precipitó hacia él; cruzó la carretera de un brinco y le lanzó una dentellada al brazo. El niño lo esquivó y le tiró un puñetazo que le acertó de lleno. No dio la impresión de ser un golpe fuerte, pero sin duda dio en el lugar justo, porque el perro reculó. El pequeño se volvió y se internó en el bosque a la carrera en el mismo momento en que Larson se echaba sobre el perro y lo cogía del collar. El animal aulló y se debatió, pero no consiguió liberarse. El alguacil Larson era un hombre robusto. Levantó al can en vilo y, tras echarlo en el asiento trasero del coche patrulla, cerró la puerta de golpe.

Escrutó el bosque, buscando al niño, pero no pudo verlo. Llamó y nadie le respondió. En el coche, el perro pareció enloquecer. Se arrojaba contra la ventanilla, desesperado por escapar. El alguacil se aventuró unos pasos bosque adentro, llamando al chico. No perdía de vista el coche, porque no quería perderse. Sabía cuán engañosos podían ser esos bosques. Llenos de ilusiones. El bosque podía atraerte y hacerte dar vueltas y más vueltas hasta que te resultara imposible encontrar la salida.

El niño no estaba por ningún lado. El alguacil encontraba toda la situación de lo más inquietante. Para empezar, ¿qué hacía el crío allí? Regresó al coche. El perro se había tranquilizado, pero aun así, el alguacil se alegró de que una barrera de alambre tejido separara el asiento trasero de la cabina. Mientras se dirigía a la ciudad, se dijo que mandaría a dos de sus asistentes a registrar la zona. No es que esperara que encontrasen nada. El niño era muy veloz, y se veía que no estaba herido en modo alguno. De modo que lo más probable era que se encontrase a salvo en su casa. Eso era todo. Ahora, tenía que ver qué hacer con el maldito perro.