20

Cuando retornó, acompañada de Óscar, vio a Eddie de pie ante la mesa de la cocina; organizaba los contenidos de unas diez bolsas de compras. Unas piernas enfundadas en tejanos asomaban desde debajo del fregadero. Eddie la miró y sonrió. Óscar tiró de la correa, ansioso por saludar. Jenna lo soltó y el perro se acercó a Eddie, meneando el rabo; le lamió el brazo.

—Vaya, qué sorpresa —dijo Eddie.

—¿Por qué?

—Nunca hubiese dicho que tendrías un perro de este tipo.

—¿Y qué «tipo» de perro te imaginabas?

—No sé. Algo más pequeño. Más decente. De pura raza, supongo.

Jenna rio.

—No tuve mucha opción. Era el único perro sin dueño que andaba perdido por el bosque.

—¿Lo encontraste en el bosque? ¿Dónde?

—En realidad, él me encontró a mí. En el monte Dewey.

—Un perro salvaje —dijo una voz sofocada desde debajo del fregadero.

Eddie se acuclilló y le rascó el lomo a Óscar, que le lamió la cara.

—No parece salvaje, Field. No se comporta como si lo fuera.

Jenna señaló el fregadero.

—¿Ése es Field?

—Sí, ése es Field. Le ordené que se metiera ahí abajo y se pusiera manos a la obra cuanto antes, porque tengo compañía y necesito que el fregadero esté reparado. Sabe que incluso con un solo brazo le puedo dar una paliza, así que se apresuró a venir para evitar ese oprobio.

—No te temo, Eddie —contestó la voz sofocada.

Field salió de las profundidades del fregadero, sonriendo y quitándose el polvo. Era un hombre de edad, quizá cercano a los setenta años, de rostro atezado y rizado cabello cano. Le pasó un brazo sobre los hombros a Eddie.

—Bueno, tu fregadero está reparado, seductor.

Field estudió a Jenna de arriba abajo; meneó la cabeza.

—No sé por qué me dijiste lo que me dijiste; tan fea no es.

Eddie se sonrojó y lo apartó de un empujón.

—No te dije que fuera fea, viejo estúpido. —Se dirigió a Jenna y añadió—: No le dije que eres fea; sólo pretende hacerme quedar mal.

Field le tomó un brazo a Jenna y se lo apretó con firmeza.

—Sana y robusta. La veo capaz de liarse a puñetazos.

—No le hagas caso —intervino Eddie, empujando al otro hacia la puerta—. Es un viejo borracho y el combustible le disolvió los sesos. Se cree de lo más encantador, cuando en realidad es un pesado impertinente.

Eddie abrió la puerta y procuró echar a Field al porche; el viejo se agarró del marco y se resistió con todas sus fuerzas. Ambos reían. Montaban un espectáculo para la hembra recién llegada.

—Si se quiere propasar, avísame y vendré a ponerlo en su lugar. ¿Entendido, señorita?

—Lo tendré en cuenta —respondió Jenna; Eddie consiguió que Field soltara la presa y le cerró la puerta en la cara.

Eddie miró a Jenna y movió con sorna la cabeza. Ambos rieron.

—Lo siento. Es que se cree Jack Palance o algo por el estilo.

—No te preocupes.

Se miraron con cierta incomodidad. Eddie tenía algo que intrigaba de verdad a Jenna. Lo más probable es que se tratara de su aire amuchachado. Enfundado en unos pantalones vaqueros sucios y una camiseta de los Supersonics de Seattle, sonreía, con los ojos brillantes y el brazo vendado. Por algún motivo, Jenna procuró representarse a Robert con esas características, pero le fue imposible. Robert era incapaz de llevar los pantalones tan bajos sobre las caderas. Robert tenía tejanos de fin de semana, vaqueros que se habían ido destiñendo de un modo parejo gracias a la lavadora; pero los de Eddie estaban desgastados en los muslos a fuerza de uso. Y si Robert hubiese tenido una camiseta de los Sonics, la habría usado para ver la tele cuando jugaban, no para pintar, como lo hacía Eddie, a juzgar por una delatora salpicadura blanca.

Eddie se inclinó para soltar la correa de Óscar. Jenna notó sus manos por primera vez. Eran pequeñas pero bien formadas, de aspecto fuerte y callosas, proporcionadas a su físico. Algunas personas tienen manos pequeñas, pero con dedos romos y palmas bastas. Otras, como Robert, tienen dedos largos con nudillos que abultan. Pero las manos de Eddie eran perfectas, aunque una de ellas pendiera, inutilizada, de un cabestrillo.

—¿Sabe que no debe ensuciar dentro de la casa? —preguntó Eddie.

Jenna se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Que duerma en el porche esta noche, sólo para estar seguros. No creo que le moleste.

—No tendrá ningún problema.

—Quizá no estaría de más que le dieses un baño. Tiene mucho olor…, no sé…, a tierra. Vamos, te mostraré tu habitación.

Eddie la condujo hasta una puerta, la primera de las que se abrían sobre un pasillo. La habitación era pequeña, y estaba amueblada con una cama doble, una mesita de noche y un armario. Jenna dejó caer su mochila sobre la cama y se acercó a la ventana. Daba a casa de su abuela. Se preguntó si esa casa estaría encantada y, de ser así, si a los fantasmas se les ocurriría buscarla en la de Eddie. Supuso que no.

—Es agradable —dijo.

Eddie asintió con la cabeza y le dio unas palmadas a la cama con su brazo sano.

—La cama es muy cómoda. Al menos, eso dicen todos.

Hubo otro momento de incomodidad. Entonces, Óscar apareció en la puerta. Jenna aprovechó la ocasión.

—Eh, Óscar, ¿qué tal si te bañas?

Eddie pareció aliviado por la distracción. Llevó a Jenna y Óscar hasta un grifo que había en el patio trasero. Le dio a Jenna una pastilla de jabón y unas toallas viejas y se marchó, dejándola abocada a la limpieza del animal.

***

Cuando terminó la operación, Jenna no sabía quién había bañado a quién. Ni, por cierto, cuál de los dos estaba más mojado. Claro que, con un par de sacudidas, Óscar estuvo listo para continuar sus actividades, mientras que Jenna tuvo que cambiarse de ropa.

Se puso su vestido Banana Republic (el que pensaba que nunca usaría), y ella y Óscar, ahora frescos y limpios, fueron en busca de Eddie. Quizá, pensó con cierta timidez, ella lucía fresca y limpia en exceso. Últimamente, se había sentido como un muchacho a fuerza de usar tejanos y botas, de modo que presentarse ante Eddie ataviada con un vestido floreado y calcetines blancos casi le parecía un engaño deliberado. Era una mujer. Sí. Y, en tanto que mujer, tenía ciertos derechos, entre ellos, el de vestirse como lo que era. Así y todo, le produjo una extraña sensación de culpa.

Eddie guardaba las últimas compras. Se volvió y vio a Jenna y a Óscar.

—Caray —dijo, alzando una ceja—. Se os ve mucho mejor.

Jenna sonrió.

—¿Puedo hacer algo?

—Sí, ir a sentarte a la sala de estar. Ya voy para allá.

Jenna fue a la sala y se sentó en un sofá que miraba hacia la calle. Desde allí, divisó una isla frente a Wrangell. Entonces, recordó haberla visto desde la ventana de la casa de su abuela. Pero entonces no había notado su curiosa forma. Era una isla torcida.

Eddie depositó una bandeja con galletas saladas y queso sobre la mesa baja.

—No era necesario que hicieras eso —protestó Jenna.

—Venga, no me costó nada —dijo Eddie—. ¿Quieres algo de beber? ¿Cerveza, vino, sangría?

—¿Sangría?

—Bueno, en realidad no tengo sangría, sólo fue por decir algo. Sí tengo cerveza y vino.

—Para mí, nada, gracias.

Eddie volvió a desaparecer en la cocina. Regresó con una cerveza para él. Se sentó al lado de Jenna. Quedaron en silencio durante un momento.

—En fin —comenzó Jenna—. Cuéntame qué te pasó en el brazo.

—Oh, no es nada —dijo Eddie, cogiendo una galleta—. Un accidente de pesca.

—No parece que fuese poca cosa. En serio, ¿es grave?

—Bueno, sí —suspiró él—. En realidad, bastante grave, diría.

—¿Qué sucedió?

—Pues no sé si querrás enterarte.

Bebió un sorbo de cerveza.

—¿Por qué? ¿Es algo privado?

—¿Privado?

—Bueno, es que pareciera que te da vergüenza contármelo.

Él rio.

—No, es que es bastante asqueroso, eso es todo. Quizá te repugne.

—Soy capaz de soportarlo —dijo Jenna.

Le daba la impresión de que él quería contarlo, pero no mostrarse demasiado ansioso por hacerlo.

—De acuerdo. Tú lo pediste.

Eddie se inclinó hacia delante y depositó su cerveza sobre la mesa.

—Me dedico a la pesca de mero; se hace con una serie de anzuelos unidos a una única línea. Un extremo se hunde en el mar mediante una plomada, el otro se maneja desde cubierta. Y cuando recoges la red, con ella salen tus meros.

Bueno, la cuestión es que cuando se echan las líneas, los anzuelos pasan volando sobre la borda a una buena velocidad; uno de ellos rebotó y me enganchó el brazo justo aquí.

Señaló con su dedo derecho un punto justo por debajo de la axila, y trazó un recorrido desde allí hasta su codo.

—Me enganchó y me desgarró el brazo hasta ahí abajo.

—¡Ay! —exclamó Jenna, encogiéndose.

—Ya ves. Tuve que aferrarme a la borda, porque de no haberlo hecho, habría sido arrastrado hasta el fondo y me hubiera convertido en alimento para los cangrejos.

—¿Y qué ocurrió?

—El anzuelo me abrió el brazo; seccionó el tendón y dejó suelto el músculo. De modo que un buen pedazo de bíceps me quedó colgando desde el hombro.

—¿Te dolió? —preguntó Jenna. Enseguida rio—. Qué pregunta más estúpida.

—Lo cierto es que no —replicó él con seriedad—. Al principio no me hacía daño. Vi el músculo rosado que colgaba; creo que el hueso también quedó al descubierto, porque por debajo se veía algo bien blanco. Y al cabo de un momento, como si a mi cuerpo le hubiera llevado un instante entender qué estaba ocurriendo, la sangre comenzó a manar. Me refiero a brotar a chorros; me dije: «Oh, vaya, esto va mal».

—Creo que voy a vomitar.

—Me puse a gritar, no tanto porque me doliera, sino por toda esa sangre. Creí que estaba a punto de morir. El anzuelo me había abierto la arteria que corre a lo largo del brazo. Por eso sangraba así.

—¿Moriste?

Él rio.

—Pues no, salí del paso. Mis compañeros me aplicaron un torniquete al hombro; supusieron que sería mejor que perdiese un brazo a que me desangrase hasta morir. Por fortuna había un helicóptero de la Guardia Costera muy cerca; me llevó al hospital. Llegamos a tiempo para que me salvara yo, y mi brazo también.

—Qué suerte.

—Sí, pero ya no siento la mano. Supongo que se me habrán cortado todos los nervios, lo que no tiene nada de bueno. El doctor me informó de que algunos nervios se regeneran solos; pero no quedará como antes.

—Estoy segura de que recuperarás algo de sensibilidad —dijo Jenna. Se ruborizó. Hablar con cierta pasión de los nervios de Eddie tenía algo de inadecuadamente personal.

Eddie sonrió, Jenna le devolvió la sonrisa. Se quedaron así, mirándose, durante un largo momento. Jenna se sintió excitada, pero también atemorizada; era como cuando, en sus días de estudiante de secundaria, se esforzaba por todos los medios para quedar a solas con algún chico que le gustaba. Y de pronto se daba cuenta de que estaba a solas con él en el cuarto de los trastos, o algo así, y se decía algo como «bueno, lo conseguí, ¿y ahora qué? Estamos solos. No hay maestros ni parientes. Podemos hacer lo que nos apetezca». Pero ninguno se atrevía. Les daba demasiado miedo. Jenna rio, nerviosa, y Eddie hizo lo mismo. Jenna se dio cuenta de que él pensaba exactamente lo mismo que ella. Incómoda, se puso de pie y se acercó a la ventana.

—¿Qué isla es ésa?

—Woronkofsky. Nadie vive ahí.

Eddie se levantó y se le acercó. Se quedó de pie detrás de ella. Muy cerca. Demasiado, en realidad. No es que a Jenna le molestara. Lo cierto es que le agradaba sentir la tibieza que irradiaba. Estaba a su lado, pero también un poco detrás; su hombro izquierdo casi le tocaba la espalda. La tela de su camisa rozaba apenas la tela del vestido de Jenna. Era su brazo herido. Extendió el brazo derecho para señalar la isla.

—La llaman Morro de Elefante.

Jenna entendió por qué. La isla parecía un elefante a dos patas metido en el agua hasta los sobacos. El sobaco de Eddie estaba herido. El desgarrón iba desde la axila hasta el codo, cruzando la delicada carne que hay entre bíceps y tríceps. Jenna quería ver la herida. La morada cicatriz. Tocarla.

—Me parecería más apropiado que la llamaran «Cabeza de Elefante» —dijo él—, o «Lomo de Elefante» o «Cabeza y Lomo de Elefante». Pero no veo un morro. El morro del elefante es su trompa. Ahí no hay nada que se parezca a una trompa.

Jenna giró y quedó de cara a él. Por un instante, permanecieron uno en el espacio del otro. Sus alientos se mezclaban, se habrían podido confundir en un abrazo; si hubiesen querido hacer el amor, les habría resultado fácil. Hubieran caído el uno en los brazos del otro o, en el caso de Jenna, en el brazo, en singular, de Eddie. Además, Jenna se dio cuenta de que Eddie sentía lo mismo que ella. Pero se contuvieron. Había una suerte de placer extraño en el dolor de resistir. No era correcto, el momento no era el adecuado, no se conocían; lo cierto era que no debían. Pero lo deseaban. Y la emoción de encontrarse en tal ocasión, pero sin aprovecharla, era casi insoportable. Ambos disfrutaban de la emoción. Jenna lo sabía. Porque se quedaban donde estaban. Mirándose a los ojos, esperando que el otro no rompiese el hechizo. Sus labios estaban separados por centímetros, nada más. Pero no era el momento. Quizá lo fuera alguna vez, pronto. O nunca. Pero sin duda que no entonces.

Jenna volvió la mirada al elefante.

—Es hermoso.

—Sí.

Hicieron como que no oían sus mutuas respiraciones. Cortos jadeos cálidos.

Jenna procuró forzar una conversación.

—Me muero de hambre.

—Yo también.

—¿Quieres que cocine? Tienes mucha comida. Podría preparar la cena.

Jenna se volvió hacia Eddie. Aún estaba cerca. Su corazón dio un brinco; pequeño, sólo lo suficiente como para que lo notara.

—Me encantaría —dijo él—. Sería muy bueno.

Jenna se dirigió a la cocina. Sabía qué era lo que había sentido, ese pequeño tropezón en el latir de su corazón. Y sabía que necesitaba una copa.

***

Jenna no se emborrachaba desde hacía al menos un año. Ello hubiese contravenido las reglas. Podía beber una copa de vino al día, nada más. Ninguna bebida espirituosa de ninguna clase. Y, por supuesto, ninguna sustancia controlada, farmacológica o no. Era un sistema, nada más. Un sistema claramente definido al que debía atenerse. No es que creyera que tendría problemas por no atenerse al sistema. Pero, aun así, lo seguía. Siempre es agradable tener normas que obedecer. Las normas son necesarias para suplir los errores de juicio.

Como el error de juicio de ese día en que conoció a Eddie. No sabía por qué lo hacía. Quizá sintiera deseos de emborracharse para no tener que lidiar con sus sentimientos. O tal vez lo que quería era perder el control. A Jenna siempre le habían hecho gracia esos anuncios de radio que publicitaban una «Noche de Damas» en algún bar de solteros. Bebidas gratis para las damas toda la noche. ¿Qué misógino delirante inventó ese concepto? ¡Chicas, bebed cuanto queráis! ¡Hasta desmayaros! Así les facilitaréis a los jóvenes depredadores sobrios y ávidos de sexo la tarea de follaros. Vaya broma.

En cualquier caso, la cuestión es que, esa noche, Jenna olvidó las reglas. Bebió. Y ella y Eddie se emborracharon de vino blanco barato mientras comían su cena de bistec y espaguetis con salsa de tomate. Y por raro que parezca, Jenna se divirtió como nunca.

No se enteró de muchos hechos referidos a Eddie. No hablaron de hechos. No supo dónde había nacido, ni qué edad tenía, ni desde cuándo pescaba. Pero sí supo que lo que ambos querían, más que escuchar al otro, era hablar. De modo que esa conversación acerca de nada estuvo llena de agujeros de delicioso silencio. Un silencio tan colmado de emoción que apenas se podía llamar silencio. La velada tenía algo orgánico; era como un arroyo que fluye por un fresco bosque en primavera. Pero, aun así, se escondían detrás del vino. Tal vez lo que querían era obviar el pasado para concentrarse en el momento; o tal vez querían obviar el presente, con la esperanza de recuperar el pasado.

Después, el vino se acabó, y con él la sensación de estar protegidos de aquello, fuera lo que fuese, que procuraba traerlos de regreso a la realidad. Así que sólo les quedó hacer una cosa. Abordaron la camioneta de Eddie, una vieja Dodge azul, que estaba aparcada frente a la casa, y salieron a buscar más vino.

El viaje duró apenas un minuto: fueron a una tienda que había en la calle siguiente. Mientras aguardaba en la camioneta, Jenna rio para sus adentros. Se sentía como una chica de dieciséis a la espera de que su noviete compre bebidas alcohólicas utilizando el documento de identidad de su hermano mayor. Vaya ridiculez.

Aunque eran las once, en ese momento comenzaba a oscurecer, lo que le pareció de lo más extraño a Jenna. Se encontraba en Alaska, borracha, en una camioneta, a la espera de que un tío al que ni siquiera conocía bien trajera vino, contemplando cómo el hermoso cielo azul iba adoptando un humoso tono morado. Un leve escalofrío le recorrió la columna vertebral; tuvo la sincera esperanza de que Eddie, cuando regresara, le pasara una mano por detrás de la cabeza, le levantase un poco la cabellera, que con esa mano tibia la acariciase detrás de la oreja antes de inclinarse sobre ella y besarla con labios suaves y una lengua que encajaría a la perfección en el interior de su boca. Miró el negro mar y las aún más negras montañas de la Isla Elefante y el firmamento que tenía una profundidad de cien millones de kilómetros y respiró el aire que olía a hogares encendidos y a otoño; y sintió, por primera vez, que aceptaba la muerte de Bobby, porque quizá, después de todo, ella tuviese una vida por delante, y por más que esa vida no incluyera a Bobby, tal vez valiera la pena vivirla. Y era posible que el problema siempre hubiera sido ése: que nunca había creído que la existencia podía ser vivida sin él.

Eddie sale de la tienda y se acerca a la camioneta, y Jenna quiere que esto continúe. Le manda vibraciones psíquicas con todas sus fuerzas. Lo bombardea con deseo, pero su rostro no lo expresa. Se está poniendo a prueba.

Él entra a la camioneta; lleva una bolsa con dos botellas extra grandes de algún Chardonnay y un cartón de Camel lights. Y, ¿a que no sabes qué hace? Tiende una mano y la desliza bajo el cabello de Jenna, le acaricia el cuello y le da un ligero beso. Y ella se dice: ¡Lo puedo todo! ¡Soy el Dios del fuego infernal y el azufre! Soy tu Venus, tu fuego, lo que deseas.

Eddie se aparta enseguida.

—Perdón.

Ella quiere preguntarle por qué, qué debe perdonarle, pero sabe que no estaría bien, que no es el momento, que apenas se conocen, y no deben…

—No pude contenerme —se disculpa, mientras pone en marcha el vehículo y sale a la calle—. Estabas tan hermosa, sentada ahí mirando el mar.

Ella lo mira y sonríe.

—Te vi desde la tienda. Te miré y me di cuenta de que debía besarte. Pero no está bien.

—¿Por qué? —dice Jenna, casi en un susurro.

—Eres una mujer casada —responde él, alzando la mano izquierda para que ella la vea. No lleva anillo, pero ella sí. Jenna le da vueltas a su anillo en silencio, contemplándolo. Una banda de oro. Los judíos no usan anillos de bodas ornamentados. Sólo bandas de oro. Jenna quería uno de platino, con volutas, pero Robert se puso firme. Jenna mira a Eddie y se encoge de hombros. Él no dice nada.

Aparcaron en la senda de entrada de la casa. Eddie apagó el motor. Se quedan en silencio, mirando hacia el bosque. Eddie saca los cigarrillos de la bolsa, golpetea el paquete contra el dorso de la mano, extrae uno. Jenna le pide uno y él se lo pasa.

—No sabía que fumabas —dijo Eddie.

—Solía hacerlo —respondió ella con una sonrisa—. Cuando iba al instituto.

Eddie encendió los cigarrillos y fumaron en la camioneta.

—Si tuviese un sacacorchos, abriría una de estas botellas y nos podríamos quedar aquí toda la noche —dijo.

—Nos podemos quedar toda la noche igual.

La miró.

—Podríamos coger frío.

—Sí —replicó Jenna—, y además, tengo que hacer pis.

Eddie rio.

—¿Has visto? A veces, uno siente que está en una película y que las cosas seguirán de ese modo para siempre; pero entonces, necesitas mear y te das cuenta de que no es una película.

Jenna sonrió.

—Si no tienes palomitas de maíz en la casa me enfadaré mucho.

Abrió la portezuela y se apeó de la camioneta.

***

Jenna y Eddie irrumpieron en la casa riendo y tropezando como dos chavales. Óscar, que dormía sobre el sofá, irguió las orejas y ladeó la cabeza con aire inquisitivo. Eddie depositó el vino sobre la encimera, Jenna se paró en seco. Se paró en seco porque vio una luz que parpadeaba en el contestador automático que está sobre una mesita, junto al sofá. Un pequeño diodo rojo en una caja negra, aparentemente inocente. Una luz roja que quema la mente de Jenna como si fuese una brasa ardiente. La luz que parpadeaba disparó una reacción en cadena de impulsos eléctricos que llevan a un único, crítico, resultado: no llamé a Robert.

Jenna se queda mirando la luz parpadeante; es como un faro hipnótico que la llama a su vida pasada. Esa vida pasada que parecía tan pequeña y remota hace apenas instantes. Eddie se afanaba en la cocina. Jenna lo oyó abrir una caja de cartón y sacar algo de ella. El abrir y cerrar de una puerta hermética. El pitido de un control electrónico. El zumbido del ventilador que expulsa las microondas de una caja metálica. El contestador telefónico exige toda su atención. Parpadea, parpadea. Como un vaso sanguíneo palpitante y a punto de reventar. El crujido de una bolsa de papel. Un cajón que se abre y se cierra. Una botella que se descorcha con un sonido como de beso. Un olor a vino fresco se difunde por el aire. Los recuerdos acuden a la mente de Jenna. El sonido de beso de una botella al descorcharse. Una botella de champán. Un fuego. Jenna, tumbada sobre unos cojines kilim, con las uñas de los pies recién pintadas, Robert que se le acerca, desnudo, con una copa llena en cada mano. Beben y ríen. Se besan con lenguas ardientes. Robert, que la pone boca abajo. Jenna sobre manos y rodillas, mirando el fuego. Si quieres concebir un niño, come zanahorias y calabazas anaranjadas. Robert arrodillado detrás de ella, acariciándole la cintura. Si quieres que sea varón, hazlo tarde y por atrás. Él la penetra, suave y confortable. Se mecen hasta que se corre dentro. Funciona. El hijo se llamará Robert.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Eddie; traía dos copas de vino.

Jenna lo miró, nerviosa, desesperada.

—Tienes un mensaje.

Él miró la máquina.

—No, es que está rota. Siempre parpadea. Le ocurre algo. —Miró con más detenimiento y percibió la inquietud de Jenna—. ¿Qué pasa?

Ella se sintió mareada y cansada. Cerró los ojos y se frotó las sienes.

—Creo que no necesito más vino.

Eddie asintió con una cabezada y depositó las copas sobre la encimera.

—Sí, quizá deberías irte a dormir.

Le pasó un brazo sobre los hombros y la condujo hasta el dormitorio. Ella se detuvo antes de entrar.

—Debo hacer una llamada. ¿Puedo usar tu teléfono?

—Por supuesto.

—Usaré mi tarjeta de llamadas, así no tienes que pagar tú.

—No hay problema. No hace falta. Como quieras.

Se quedaron en silencio, de pie en el pasillo. Jenna miró al suelo; se inclinó y apoyó la cabeza en el pecho de Eddie.

—Tengo que llamar.

Él le dio una palmadita amistosa en el brazo. Una palmadita amistosa.

—Lo sé.

—¿Sabes a quién?

—Puedo imaginarlo.

Ella asintió, sin quitar la cabeza del pecho de él.

—Mi vida es un desastre.

—No, no lo es.

Confiado. Tranquilizador.

Ella rio.

—Sí…, sí que lo es. Si llegas a conocerme mejor, no tardarás en darte cuenta. Mi vida es un verdadero, jodido, desastre.

Él le levantó la cabeza con suavidad, deslizándole la mano bajo la barbilla. Se miraron a los ojos y Eddie sonrió.

—Al menos tienes dos brazos.

—Sí, ya es algo. Al menos tengo dos brazos.

Ella se sentó en el sofá y pulsó los números de acceso y los códigos requeridos hasta que la campanilla sonó al otro lado. Eddie le acercó una bolsa blanca llena de palomitas de maíz recién salidas del microondas y un vaso de agua, dos cosas que Jenna recibió de buena gana. Le dio las buenas noches con un gesto en el momento en que Robert atendió el teléfono.

—¿Hola?

—Hola.

Jenna no tenía mucho más que eso planeado. Percibió cómo Robert se esforzaba por despertar. Miró el reloj y vio que era medianoche. Con la diferencia horaria, es la una de la mañana en Seattle. Las pisadas de Eddie se fueron perdiendo por el pasillo. Una puerta se cerró.

—Lamento que sea tan tarde, ¿te desperté?

—No. Digo, sí, pero no importa. Me puedes despertar.

Silencio en la línea. Sin duda, Robert debía de estar preguntándose cuáles serían los parámetros de la conversación. Temía hablar antes de que Jenna le diera a entender que podía hacerlo. Estaba a merced de sus exigencias. Ella tenía el control.

—Siento no haber llamado antes.

—Yo también siento que no lo hayas hecho.

—Y lamento todo esto.

—Jenna, debo decírtelo, me pillaste por sorpresa. Quiero decir que sé que las cosas no andaban muy bien, pero nunca supuse que te marcharías así como así.

—Yo tampoco.

—Pero ¿por qué?

Ella bebió un poco de agua.

—Estoy buscando respuestas.

—¿Respuestas a qué? Sabes que te amo.

—¿Hasta qué punto es fuerte ese amor?

—¿Qué quieres decir con eso?

—No quiero decir nada. Fue una pregunta.

—¿Cómo podría cuantificarlo? Eres mi esposa. Elegí pasar toda mi vida contigo. En la salud y en la enfermedad, ¿recuerdas? Eres mi compañera. Te amo.

—Pero ¿cuánto me amas, Robert? ¿Qué estás dispuesto a sacrificar por mí? ¿Hasta dónde llegarías? Si las cosas se complican demasiado, ¿renunciarías?

—¿De qué estás hablando? Ni siquiera me dices por qué te marchaste. Mira, ni siquiera sé cuál es el problema. ¿Qué estoy dispuesto a sacrificar? ¿Qué quieres que sacrifique? ¿Quieres que lo deje todo y vaya a buscarte? De acuerdo. Dime dónde estás y cojo el primer avión. ¿Qué pregunta es ésa? ¿Si voy a renunciar? ¿Cómo vas a preguntarme eso? Debes creer que soy una mierda. Se ve que me detestas.

—No, Robert…

—En serio, eso me hiere. No he renunciado a nada. Ya hace dos años que Bobby murió y tú sigues como atontada. Y yo estuve contigo. Fui de lo más paciente. Te acompañé en todo. Así que no me vengas con eso de si renunciaría. Tú eres quien renunció. Tú eres la que se marchó.

—Robert…

—Yo siempre estuve. Me quedé a tu lado.

Un momento de silencio. Después, habló Jenna, con voz queda pero afilada.

—Sí, te quedaste. Vaya si te quedaste.

—¿Qué quieres decir con eso?

Más silencio. Silencio duro, frío. Jenna deja la pregunta en suspenso, yaciendo en los fríos cables telefónicos tendidos sobre el fondo marino. Se lleva un par de palomitas de maíz a la boca.

—¿Estás comiendo?

—Sólo son unas palomitas.

Robert gimió.

—Esto no sirve. Es imposible por teléfono, Jenna. Si quieres regresar y que trabajemos sobre esto, te garantizo que haré cuanto sea necesario. Contrataré al psiquiatra más caro…

—¡No quiero otro jodido psiquiatra!

Robert rio.

—Vaya, es la primera vez que te oigo decir eso.

Jenna estaba al borde de llorar de frustración. Escupió:

—¡Púdrete!

Ahora, Robert se puso firme.

—Haré como que no oí eso.

—¿Ah, sí? Pues hazlo dos veces. Púdrete.

Respiración y nada más durante treinta segundos.

—Esto es increíble —dijo Robert con una risa forzada—. Aún no me contaste por qué te marchaste.

—Me marché porque me detesto y porque tú me detestas. Quizá algún día logre sobreponerme al odio que siento por mí. Pero nunca podré sobreponerme a que tú me odies. No puedo aliviar esa presión. Te miro, y veo el odio en tus ojos.

—No es así.

—¡No mientas, Robert! ¡Lo percibo! Nos hemos convertido en una parodia de nosotros mismos. Somos como personajes de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Seguimos juntos para torturarnos uno al otro por la muerte de nuestro hijo.

—Jenna, basta.

Severo y enfadado. ¿Cómo se hace para que un perro rebelde obedezca? Una orden seca, severa. Un brusco gesto de la mano. Jenna, sentada.

—No, Robert. Es una tortura. Lo es. Ambos lo sabemos. No puedo seguir así.

Robert suspiró.

—¿No puedes seguir así? ¿Eso significa que no volverás?

Jenna se frotó la nariz.

—Significa que voy a intentar no odiarme más. Y que cuando lo logre, regresare. Y si tu también logras no odiarme más, podemos comenzar una nueva vida juntos. Pero si no puedes dejar de odiarme, comenzaremos nuevas vidas por separado.

—Eso suena como un ultimátum.

—Mira en lo más hondo de tu corazón, Robert, y si encuentras amor por mí, muéstralo. Pero si no encuentras nada, lo mejor para ambos será que terminemos.

Hubo una larga pausa. Lo bastante prolongada como para que Jenna se bebiese la mitad del agua. Después, Robert habló.

—Llámame pronto.

Jenna cortó la comunicación y respiró hondo varias veces. Miró a Óscar, que aún dormía junto a ella en el sofá. Le acarició la cabeza y encendió la televisión con el mando a distancia. Buscó hasta encontrar Discovery Channel. Hasta en Alaska. Y se recostó, esperando que el sueño no tardara en llegar.

***

La despertó el ruido que hacía Óscar al rascar la puerta de la calle. Jenna no tenía ni idea de qué hora era, pues las luces estaban apagadas y la cubría una manta. La televisión seguía encendida, aunque sin volumen, y la pantalla irradiaba una luz azul que alumbraba la habitación.

Jenna se levantó y se acercó a la puerta; fuera, la noche era negra como la pez. Óscar arañaba la puerta y le gruñía a algo que sólo él percibía. Jenna le dio unas palmadas en el lomo y apoyó la cara contra el cristal, procurando ver algo. Pero no había nada al otro lado.

—¿Qué pasa, chico?

Óscar respondió con un ladrido y siguió arañando la madera. Jenna abrió la puerta y el perro se apresuró a salir; cruzó la calle a la carrera y se perdió de vista tras franquear el parapeto que separaba aquélla de la playa. Jenna salió al porche y escudriñó la oscuridad. No vio nada. Sólo se oía el viento. Llamó a Óscar, pero en vano. Se quedó esperando en el frío entablado.

Al cabo de unos minutos volvió a entrar. No veía a Óscar por ningún lado. No quería llamarlo para no despertar a los vecinos, y desde luego no iba a salir a buscarlo en medio de la noche. Se volvió a tumbar en el sofá y se quedó mirando la pantalla sin pensar en nada.

Unos minutos después —¿o fue más tiempo? ¿Se habría dormido?—, oyó unos gruñidos que llegaban desde afuera. Parecían lejanos. Daba la impresión de que dos animales peleaban. Pero Jenna sólo estaba despierta a medias y le era imposible abrirse paso entre la niebla de sus sueños para reaccionar. Era Óscar. Al parecer, peleaba con otro perro. Pero en la playa, o en algún otro punto de la oscuridad exterior. Jenna lo oía, pero le resultaba imposible disociarlo de su sueño. Soñaba con un chico y su perro. El perro se parecía a Óscar. ¿Y el chico? Bueno, el chico se parecía a Bobby. Un chico jugando con su perro. Revolcándose bajo el sol en una playa. No seáis brutos, chicos. Ya es casi la hora de la cena. A lavarse las manos. Pero niño y perro estaban muy lejos. No podían oír a Jenna por el sordo bramido de las olas que rompían en la playa. Al luchar, rodaban sobre la arena, acercándose cada vez más al agua. Jenna miraba desde el parapeto; el sol centelleaba, el viento le agitaba el cabello, su largo vestido blanco flameaba. Eddie y la abuela Ellis la miraban desde la camioneta aparcada. El parapeto era como un acantilado. Ahora, se elevaba quince metros por encima del mar. Bobby y Óscar rodaban, cada vez más cerca de las aguas. Jenna les grita. Chicos. Chicos. Cuidado. Caen entre las olas. Se debaten cuando éstas rompen sobre ellos. Jenna, de pie en el acantilado, chilla. Eddie y Robert están en la camioneta, riendo. La abuela está en su silla de ruedas. No voy a ese lugar, le dice a Jenna. No voy. Voy a Alaska. Echa a rodar su silla y se aleja calle abajo. Espera, abuela, espera. Jenna les grita a los chicos. Están bajo el agua. Eddie y Óscar en la playa. Enredados en una red de pesca. Bobby está sentado sobre las olas. Saluda con la mano. Mamá, mamá. Mamá, ven. Mamá, el agua está buenísima. Bobby desaparece bajo el agua. El acantilado mide treinta metros. Jenna quiere saltar. Desea ir con Bobby, pero le da miedo. Ya no lo puede ver. Eddie habla con la abuela. Bobby está en el agua, viste un jersey. Se hunde. Pide ayuda. Eddie está arrodillado frente a la silla de ruedas. Jenna, debes hablar con ella. Bobby se está ahogando. Jenna, la abuela se está muriendo, tienes que hablar con ella. No puedo. Mi niño. No es un niño. La vieja se levanta frente a Jenna. Le grita. Es negra como un leño quemado. Deja que se ahogue. Que se ahogue. La visión de esa mujer calcinada, convertida en un palo ennegrecido, asusta a Jenna. La vieja la agarra con una mano negra. Es un animal. No es un niño. Jenna retrocede, tambaleándose. Tropieza con un tronco. Cae al abismo, a la negrura. Se desploma en el vacío, a un valle de agua, da tantas vueltas que se marea, voy a salvar, por qué no salvaste, draga el fondo arenoso con pequeños ganchos plateados, las aguas la depositan con suavidad en una playa, pierde la conciencia, reposa en la negrura del sueño, del sueño de los muertos, hasta que llega la mañana y el sol asoma sobre el glaciar y los cuervos graznan, diciendo que el mundo no se terminó mientras dormíamos, quizá ocurra la próxima vez, pero ésta, aunque morimos en sueños, volvemos a vivir, estamos despiertos y somos la misma persona que éramos ayer, y debemos agradecer que tengamos otro día para vivir en esta tierra y debemos recordar a los muertos, nuestros muertos, que no están con nosotros en el cuerpo, pero pronto lo estarán en espíritu; y Eddie enciende la luz y Jenna se frota los ojos, borrando la visión, olvidando el sueño para siempre, el sueño que le dijo qué debe hacer.