A Jenna le sorprendió un poco estar despierta tan temprano. Sólo eran las seis y media, pero fuera había luz y desde la calle llegaba algo así como un griterío. Por la ventana vio a Earl, el dueño del hotel, junto a otro hombre, que vestía uniforme de alguacil, levantando unos cubos de basura que habían sido volcados. Hablaban mientras metían los desperdicios en bolsas de plástico. En un momento dado, Earl señaló la ventana de Jenna. Entonces, Jenna vio que su amigo el perro estaba atado al parachoques del coche del policía. El perro no se resistía; parecía un poco confundido y muy culpable.
Jenna se vistió a toda prisa y corrió escaleras abajo para ver qué ocurría. Cuando salió al porche, Earl y el alguacil se volvieron y la miraron con cierta repugnancia. Earl, incluso, meneó la cabeza antes de volver a centrar su atención en la basura.
—¿Qué pasó? —inquirió Jenna.
Earl y el alguacil intercambiaron una mirada.
—Ese condenado perro rompió todos mis cubos de basura —gruñó Earl. Enderezó uno de los cubos para mostrar los bordes, abollados a mordiscos—. Mira. Mira las marcas de dientes. ¿Qué clase de animal estropearía unos cubos de ese modo? Ese perro es peligroso. —Miró al alguacil.
Jenna se acercó al perro. El animal, contento de verla, meneó el rabo e inició una especie de danza con sus patas delanteras. Ella se inclinó a darle una palmada; él le lamió la cara.
—¿En qué te metiste? —le preguntó Jenna.
El alguacil intervino.
—¿Este perro es suyo?
Meneó la cabeza.
—No. Ayer me siguió desde el bosque. Eso es todo.
Earl gritó:
—Apuesto a que es cruce de perro y lobo. Alguna perra en celo se hizo querer por un lobo y dio a luz una carnada de asesinos. A ese perro hay que sacrificarlo.
—Por Dios, vamos —respondió Jenna—. Sólo volcó unos cubos de basura.
—¿Que sólo…? —estalló Earl. Se quedó mirando a Jenna con expresión de incredulidad antes de seguir recogiendo los desperdicios.
—Si el perro no tiene dueño y representa una amenaza, debe ser sacrificado. —El alguacil le dio unas palmaditas en la cabeza al animal—. Una pena. Es un bonito animal.
—Pero alguacil, ¿no hay una perrera o algo así? Quizá alguien lo reclame.
—Aquí no hay perrera, señora.
Jenna miró al perro a los ojos. Le resultó evidente que él no había tenido intención de estropear los cubos de basura. Era un perro tranquilo, y el día anterior le había salvado la vida al ayudarla a escapar del Hombre Elefante. A todo esto, Earl farfullaba:
—Liquiden al hijo de puta. Al hoyo. Ahora tengo que comprar cubos nuevos.
—Pero si yo lo adoptara —le dijo Jenna al alguacil—, no habría que matarlo, ¿verdad?
El alguacil asintió con la cabeza.
—Es verdad. Pero el propietario es quien se hace cargo de los daños que haga un perro. Y si usted es la propietaria, tendrá que pagar.
Bueno, a Jenna no le costó mucho tomar una decisión. Lo único que ese perro necesitaba era un buen baño y un poco de amor y afecto. Probablemente había andado vagando solo, comiendo cuando lograba atrapar algún conejo. Era indudable que se trataba de un auténtico solitario; abandonado por algún pescador que se había mudado, se vio obligado a apañárselas por su cuenta. Vio basura, olió comida, no pudo controlarse. Jenna lo reintegraría en la vida en sociedad, lo encaminaría; y cuando llegara la hora de marcharse, se lo regalaría a un algún buen niño que necesitase un amigo. Entretanto, salvaría a un animal inteligente de ser ejecutado.
—Pagaré.
Earl intervino, indignado.
—¿Cómo que pagará? ¿Se cree que con eso basta? ¡Tengo que comprar cubos nuevos! Ese animal es un peligro.
—Lo estoy adoptando. No es peligroso; se entusiasmó, eso es todo.
—¡Pero…! ¡Mira…! —Earl prorrumpió en exclamaciones.
El alguacil desató la soga de su parachoques y se la alcanzó a Jenna.
—Aquí tiene. Eso sí, debe mantenerlo atado. Venden correas en el almacén.
Jenna se dirigió a Earl.
—Mire, añada el precio de los cubos a mi cuenta, y agréguele la suma que le parezca adecuada para compensar las molestias sufridas.
Tomó la cuerda y caminó hacia el hotel, acompañada por el perro.
—¿Y adónde cree que va, señorita? —preguntó Earl con voz almibarada.
—A mi habitación.
—Oh, vaya; es que este hotel tiene una política muy estricta de no admisión de perros. En particular, no permitimos perros salvajes.
Jenna lo miró para ver si bromeaba, pero no era así. Apeló al alguacil, que se limitó a encogerse de hombros con aire de inocencia.
—Venga, Earl —comenzó a decir el alguacil—. No recuerdo que…
—Alguacil —dijo Earl con sequedad—. El mío es un negocio privado. El hotel tiene buena reputación y nuestros huéspedes dan por descontado que no serán incomodados por perros que corran por los pasillos y ladren toda la noche, como lo hizo esta bestia sarnosa.
Era evidente que Earl había decidido expulsar a Jenna simplemente por su decisión de adoptar al animal que le había arruinado la mañana. Y lo cierto era que Jenna no quería discutir con él.
—Si me permite atarlo al porche, iré a hacer mis maletas; arreglaremos cuentas y me buscaré otro lugar donde alojarme.
—No —dijo Earl con una sonrisa burlona.
—¿No? ¿Que no puedo cambiar de hotel? Me parece que no entiendo.
—No, no es que no pueda marcharse. Lo que no puede hacer es atar ese animal a mi propiedad.
El alguacil resopló.
—Joder, venga ya, Earl. Te pagará los cubos, la echaste a la calle, déjalo ya.
—No —se limitó a responder Earl, y volvió a la basura.
Jenna miró al alguacil, como suplicando un poco de cordura. El alguacil tomó la soga y metió al perro en su coche.
—Lo tendré en una celda de la cárcel. Venga a buscarlo cuando esté lista.
—Gracias, alguacil. Es que no puedo permitir que un perro muera innecesariamente.
El otro asintió con la cabeza antes de marcharse en su coche. Jenna entró al hotel a empacar sus cosas.
***
Después de pagarle a Earl el rescate por el perro, Jenna fue al almacén en busca de una traílla. También había que buscarle un nombre. Procuró recordar si el Abominable Hombre de las Nieves de Rudolf, el reno de la nariz roja tenía nombre. Pensó que el del Abominable Hombre de las Nieves sería adecuado, porque todos lo consideraban un verdadero canalla, hasta que el pequeño elfo le extrajo un diente que le hacía daño. Entonces, se dieron cuenta de que siempre había sido un buen tipo con dolor de muelas. Al fin, se decidió por Óscar, por el personaje que vive en un cubo de basura en Barrio Sésamo. Le pareció un nombre apropiado en razón del incidente de los cubos de basura.
Jenna escogió una linda traílla, una correa con collar para Óscar. Mientras pagaba, preguntó al chaval de los piercings y los ojos encapotados por un lugar donde alojarse en el que permitieran perros. Pensó un buen rato antes de responder:
—¿No te quieren en la Posada Stikine?
Jenna le contó que Earl la había expulsado.
—Bueno, el único otro lugar es el Motel Sunrise, sobre la carretera que va al aeropuerto.
Jenna le dio las gracias y, tomando el collar y la correa, se dispuso a marcharse. Una señora de cierta edad emergió de la habitación del fondo. Parecía tratarse de la madre del chaval perforado, pero, curiosamente, no tenía perforaciones visibles en su cuerpo. Ni siquiera aretes. El chaval perforado le preguntó a la señora por un lugar donde Jenna pudiera hospedarse con el perro. Ahora, le tocó a la señora reflexionar por un momento.
—Mire —le dijo a Jenna—, no le recomiendo que se albergue en el Sunrise. Es un poco…, en fin, no es lugar para una dama. —Pensó un poco más—. Camine un poco hacia la derecha por la calle Front; pase unas diez casas… y se encontrará con una…, con ventanas azules…, ahí vive un tío de nombre Ed Fleming. Alquila una habitación, y estoy tratando de recordar si está ocupada ahora…, me parece que no. Se la alquila a trabajadores, en la temporada de verano, sabe…, los que se emplean en la planta de conservas o en algún pesquero. Pero creo que este año no tiene a nadie. Diría que le conviene más que el Motel Sunrise. Yo probaría con Ed Fleming antes.
—Gracias, me ha sido de mucha ayuda.
—No le recomiendo el Sunrise —insistió la otra—. Pruebe con Ed Fleming. Si la habitación ya está ocupada, regrese aquí y trataré de pensar en otra opción.
Jenna le dio las gracias a la mujer otra vez antes de salir de la tienda.
La vivienda de persianas azules estaba exactamente a doce casas de distancia desde la tienda. La undécima era la de la abuela de Jenna.
Golpeó a la puerta; al cabo de un minuto, alguien la abrió de golpe. Se trataba de un joven de unos treinta años de edad, con cabello espeso y desgreñado, de un marrón arenoso. Tenía una mandíbula firme con barba de tres días y brillantes ojos azules. No llevaba camisa, de modo que Jenna vio que su torso musculoso era casi demasiado delgado. Tenía el brazo izquierdo en un cabestrillo que se ceñía contra el vientre. No tenía escayola, pero sí un grueso vendaje que iba del antebrazo al hombro.
Miró a Jenna con expresión expectante; era evidente que aguardaba a otra persona.
—Disculpa —dijo—. Creí que era Field.
—¿Field? —preguntó Jenna.
—Sí, un amigo. Dijo que vendría a echarme una mano con el fregadero; es que, por el momento, no puedo utilizar el brazo.
Jenna sonrió.
—¿Eres Ed?
—Sí, soy Eddie. ¿Dónde está tu perro?
Durante un momento, Jenna se quedó azorada. ¿Que dónde estaba su perro? ¿Cómo lo sabía? Pero, en fin, ¿por qué no iba a saberlo? A Jenna le venían ocurriendo tantas cosas increíbles que una más no tenía importancia.
—¿Cómo sabes que tengo un perro?
—Tienes una correa en la mano. A veces, Gilly Woods dobla esa esquina a toda velocidad con su camioneta y atropella a algún perro. Es algo que ya vi demasiadas veces. Por eso pregunté. Si yo fuera tú, lo mantendría atado. Es terrible ver que un perro muere de forma innecesaria.
Eddie se volvió y entró a la casa, dejando a Jenna en la puerta. Sin saber exactamente qué hacer, ella lo siguió. Eddie entró a la cocina; seguía hablando.
—No es que Gilly lo haga adrede. Es que a veces se pasa con el Jagermeister. Eso te pudre el cerebro. Cuando le ocurre, se cree que la calle Front es el circuito de las Quinientas de Indianapolis y que él es Mario Andretti, rumbo a la bandera de llegada.
Eddie metió su brazo útil bajo el fregadero e hizo furiosos movimientos de torsión. Aplastaba la cara contra la encimera mientras pugnaba por alcanzar su objetivo.
—No anda suelto por ahí —dijo Jenna—. El alguacil me lo está cuidando.
—Buena idea. Con él estará a salvo.
Se incorporó y se acercó a Jenna.
—Disculpa la confusión. Es que mi fregadero tiene problemas y, como de costumbre, estoy esperando a que Field se digne venir.
Jenna se removió, incómoda.
—Verás…, la mujer de la tienda me dijo que quizá tuvieras una habitación para alquilar y que no te importaría que yo tuviera un perro.
—¿Para alquilar? —Se rascó la cabeza—. Tengo un cuarto, sí. Y en temporada, es habitual que aloje a alguno de los del barco, sí…
Jenna se dio cuenta de que la mujer de la tienda quizá había errado en su afán de ayudar.
—Oh, lo siento —se disculpó—. Entendí que se trataba de una especie de…
—¿Probaste en la Posada Stikine?
—Me echaron.
—Mmm. Supongo que prefieres no alojarte en el Sunrise.
—No; sí que iré allí. No tengo problema. Es que ella dijo…
—Si te parece bien, hospédate aquí. No me molestan los perros.
—Es que, mira…, la mujer dijo…, o yo entendí, que lo que tenías era algo como un hospedaje familiar. Que te dedicabas a ello.
—Entiendo.
—Y por eso vine. Pero ahora veo que no es así; no te molesto más, me marcho.
—No me molestas.
—Gracias; sigue con lo que estabas haciendo, por favor.
Jenna se apresuró a dirigirse a la puerta.
—Espera —dijo él—. ¿Cómo te llamas?
—Jenna —hizo una pausa—. Jenna Ellis.
¿Por qué usó el apellido de soltera de su madre? No tenía ni idea. No, no es cierto. Sí que tenía idea. Lo hizo porque quería ver cómo respondía Eddie. Se preguntaba si él habría conocido a su abuela, o si era nuevo en Wrangell; simplemente, quiso ver si él hacía la debida asociación de ideas.
—¿Ellis? —Estudió a Jenna con atención—. ¿Sabes que una Ellis vivió en la casa de al lado durante años?
—Era mi abuela.
—¿Tu abuela?
Eddie calló y la miró a los ojos con fijeza, como si procurara determinar si le estaba diciendo la verdad.
—Mira, señora Ellis —añadió—. No es que yo alquile habitaciones. Sí tengo un cuarto que le permito usar a gente por la temporada, o cosas por el estilo. La casa es grande y a veces me gusta compartirla. Lo cierto es que no tienes dónde alojarte en toda la isla. Así que ve, recoge a tu perro, regresa aquí y ocupa la habitación. Me vendría bien alguna ayuda, ya ves cómo tengo el brazo. Y tú necesitas un lugar para tu perro. Así que si no te molesta echar una mano con las cosas de la casa, puedes usar la habitación. Gratis.
—No sé si me sentiría cómoda…
—¿Por qué no?
Por cierto, ¿por qué no?
—¿Sabes una cosa? —prosiguió—. Mi padre solía hacer trabajos de fontanería para tu abuela.
Miró a Jenna y sonrió.
Bajo circunstancias normales, Jenna habría preferido estar sola en un motel a compartir una casa con un desconocido. Pero tras pasar los últimos cuatro días más o menos sola, anhelaba estar algún tiempo con alguien amistoso. Suspiró y depositó su mochila en una silla.
—Bueno. Si de veras no es una molestia para ti. Pero te tengo que pagar algo.
Él se encogió de hombros.
—De acuerdo. Lo que te parezca.
Jenna se dirigió a la oficina del alguacil en busca de Óscar. No pudo menos que sonreír. Sólo llevaba un día en Wrangell y las cosas ya iban mejorando.