18

Desde la roca donde estaba sentada, Jenna podía ver todo el pueblo y buena parte de la isla Wrangell, que se extendía hacia el horizonte. En lontananza, semejantes a pinturas sobre un muro azul grisáceo, se veían inmensos grupos de cumbres blancas que hacían pensar en gigantes enterrados por la nieve. Y durante un momento Jenna se relajó y se perdió en el paisaje; al fin y al cabo, para eso había ido allí, o eso pensaba. La razón del viaje era salir de su vida cotidiana para reorganizarse. Para ordenar sus pensamientos, deshacerse de lo ilusorio para ver qué ocurría en realidad. Al menos, ésa era una parte. Jenna sabía que había más, pero aún no quería ponerse a pensar en ello. Sí, había otras cosas. Estar en Alaska por primera vez desde la muerte de Bobby. Cosas como ésa. Cosas que tendrían que encontrar su propio camino. O tal vez quien debiera encargarse de ellas fuese un profesional en su consulta; la doctora Judith, para ser precisos.

Jenna rio para sí. Sabía que tarde o temprano traería a colación a su psiquiatra. Se preguntó qué diría Judith de todo esto. De cada cosa. Abandonar a su marido. Ir a Alaska. Tener constantes miedos a oír ruidos en casas abandonadas o a ducharse sola. Sin duda tendría algo que decir.

Si algo en Judith resultaba innegable, era que siempre tenía mucho que decir sobre cualquier cosa. Freudianos. Se creen que lo saben todo. Al menos, ésta era inofensiva. Lo único que pretendía era hablar de sueños o decirle a Jenna cómo arreglar su vida. Lo cual, según pensaba Jenna, estaba en abierta contradicción con la intención declarada de los psiquiatras de no participar en la vida de sus pacientes. Judith quería participar. Quería proponer soluciones, remangarse y ensuciarse las manos. Pero claro que todas sus soluciones eran estúpidas. Pero quizá por eso era la única psiquiatra que le caía bien a Jenna. Siempre se equivocaba. Cuando Jenna salía de la consulta, no le costaba ningún trabajo convencerse de que nada en ella andaba tan mal como decía la doctora. Cuando acudió a ese otro tío, Fassbinder, la confundió tanto con su lógica retorcida que casi la persuadió de internarse en una institución por propia voluntad. Eso sí, era generoso en materia de píldoras. Había que reconocerlo. Pero cuando comenzó a insistir con lo del Prozac, Jenna supo que había llegado el momento de abandonarlo. Una cosa son los narcóticos. Pero la mierda esa que altera la mente es, sin duda, mierda, Prozac, Nutra-Sweet, lo que sea. Cualquier cosa que hace que tu cerebro tome lo negro por blanco o lo amargo por dulce es mala. El Valium va y viene, pero el Prozac es para siempre.

Jenna acudió a Fassbinder porque necesitaba drogas. Increíble, ¿no? Hasta entonces, había estado yendo a otro psiquiatra; era simpático de verdad, pero le recordaba a Bob Newhart. Lo cierto es que hasta lo encontraba parecido a Bob Newhart. A Jenna le resultaba incomprensible que alguien hubiese estudiado tanto sólo para hablar con las personas acerca de sus problemas, no para tener un título de doctor que lo habilitase para suministrarles drogas.

Un día, Jenna le dijo a ese psiquiatra que tenía problemas para dormir. Se despertaba cada noche a la una de la madrugada e iba a la habitación de Bobby. Sabía que ello enfadaba a Robert, así que le preguntó al psiquiatra si no había algún tipo de píldora para dormir que le pudiera recetar. Pero en lugar de darle una receta, el tío le echó un discurso, diciéndole que un vaso de leche templada era el mejor de los sedantes. Jenna insistió: los remedios caseros no servían. Así que el otro la derivó a un psicofarmacólogo.

El psicofarmacólogo le dio una receta para diez pastillas de Valium. De dos miligramos. Sin repetición. Como si se tratase de una sustancia controlada o algo por el estilo. Como si fuese adictiva o quién sabe qué. Cuando se le terminaron, fue a pedirle más; le preguntó si no podía suministrarle más cantidad, porque a ella se le hacía un poco complicado tener que ir una y otra vez a la consulta (le llevaba diez minutos llegar allí). Y él le dijo que no. Que sólo le daría diez para que no se habituara.

Bueno, la cuestión es que Jenna le mencionó el asunto a su amiga Kim. Kim rio.

—¿Dijiste que de dos miligramos? —Y mientras hacía la pregunta le pasó a Jenna un frasquito marrón que contenía unas quinientas pastillas. De diez miligramos. Y Jenna pensó: «Mierda ¿cómo es posible que sea la última en enterarme de todo en materia de drogas? Ni siquiera fumé marihuana hasta que fui a la universidad. Será que no me junto con las personas adecuadas. O inadecuadas. Hay distintas maneras de verlo». Kim le dijo que tenía que ir a otro psiquiatra. Uno que entendiese. Y así fue como conoció a Fassbinder.

Fassbinder tenía gracia. Jenna fue a verlo, y fue como si él tuviese estudiado un guión. Una de las primeras cosas que le preguntó fue si tenía problemas para dormir. ¿Tú qué crees? Por supuesto que ella le dijo que sí, y él le hizo una receta. Para muchos Valiums.

Jenna se enamoró del fármaco más por el aspecto que por el efecto que producía. Bueno, eso no es cien por cien verdad; pero es bonito. La pequeña «V» grabada; le recordaba los palitos de caramelo que se compraba de niña. Tres simpáticos colores. Blanco como la tiza, de una blancura total. Amarillo como un limón recién cogido del árbol. Azul como el cielo que nos cubre a todos. Dan ganas de ensartarlos y hacerse un collar. Luzco con orgullo mi collar de Valium.

Y la magia del Valium con una buena copa de Chardonnay es algo que Jenna extraña hasta el día de hoy. Aunque hay que decir que cientos, miles, de horas de psicoterapia le han lavado el cerebro hasta convencerla (sí, está convencida) de que mezclar Valium y vino es algo malo. Malo, nenita, malo. Así y todo, a veces contempla esos días de gratificación instantánea como algo perdido. Inocencia perdida, o culpabilidad perdida, no sabe a qué carta quedarse. Pero sin duda, perdida. Y, con toda certeza, ya muy lejana.

Fassbinder le dio lo que buscaba. Sustancia controlada. Categoría IV. Se las suministraba como si fuesen una recompensa por buena conducta. Jenna sabía que Fassbinder era un verdadero cerdo. Pero tenía algo que ella necesitaba, y ambos sabían de qué iba la cosa y entraban en el juego. Él quería oír cochinadas. Quería que cada sesión lo estimulara. Que ella le contara sueños eróticos. Saber con qué frecuencia y de qué modo Jenna y Robert hacían el amor. Debe decirse que Jenna tenía conciencia de la perversidad del juego. Tenía verdaderos problemas. Acababa de perder un hijo y estaba a punto de perder la razón. Necesitaba terapia, no juegos mentales con un charlatán. Pero no creía. No creía en el poder de la terapia. A decir verdad, no creía en nada. Había perdido toda religión, y no tenía un Virgilio que la guiara hacia la luz. Iba derecha al infierno, y tropezaba mucho por el camino.

Antes de que Jenna fuese a su primera sesión, Kim le dijo:

—Te dirá que te sientes donde te apetezca. Hazlo en el sofá.

—Qué bien. ¿Así que me lo tengo que follar?

—No, no; es sólo que le gusta que las chicas se muestren…, eh…, bien dispuestas para el tratamiento.

Bueno, en efecto, cuando Jenna fue a la consulta, Fassbinder le dijo que se sentara donde quisiera. Ella se dio cuenta de que la estaba poniendo a prueba. Había una silla de respaldo recto frente al escritorio, un sillón reclinable junto a la biblioteca, un silloncito para dos contra una pared y un sofá Barcelona contra otra.

Cuando Jenna vio todo eso, entendió al instante a Herr Fassbinder. Sí, claro. Mies van der Rohe. La Bauhaus. Como correspondía.

Ella vestía camiseta sin mangas, falda corta. A él le gustaba que se quitara los zapatos, pero sólo si llevaba calcetines. Prefería que se recogiese el cabello de forma en que se le viera el cuello. Y, esto es lo increíble, le encantaba hacerla beber mucha agua, para que tuviese deseos de orinar durante la sesión. Eso era lo más asqueroso de todo. Siempre decía: «Por favor, por favor, ponte cómoda, usa mi lavabo privado». Se quedaba escuchando detrás de la puerta; se le ponía dura al oír el sonido de Jenna al orinar. Se le notaba, le abultaba la lana de los pantalones de media temporada. Era repugnante. Alguien tendría que denunciar a ese tipo. Ah, sí, recordó Jenna. Yo lo hice. Pero era el dueño de las píldoras «V». De la magia. Herr Fassbinder y Kendall Jackson eran sus amos. Ella era su esclava. Hacía cualquier cosa por ellos. Escondía el vino detrás de las cacerolas. Lo trasvasaba a botellas de zumo de manzana. Era un lugar común patético. La madre de Eugene O'Neill, escuchando el sonido de la sirena en la niebla. Así se veía. Largo viaje hacia la noche, cuyo monólogo recitó para alguna estúpida competición teatral en el instituto. El monólogo del final, cuando Mary, bajo el influjo de la morfina, vaga por el escenario hablando de cuán bellas eran antes sus manos. Así era Jenna.

Jenna oyó un susurro de hojas en el bosque, a sus espaldas, y se volvió. ¿Había alguien allí? Entornó los ojos, tratando de detectar algún movimiento. Su padre le había enseñado la manera de detectar un enemigo en el bosque: busca movimiento, no un cuerpo. No enfoques. Pasea la mirada y deja que tu ojo perciba el movimiento. Estaba demasiado atemorizada como para dejar su roca e investigar. Lo más probable era que se encontrase con que se trataba de un ave, o un mapache o algo por el estilo. Pero el bosque era aterrador. Los árboles eran como los de El mago de Oz. Esos horribles, que hablaban y agarraban a las personas.

No vio nada y dirigió la mirada a la ciudad que se extendía por debajo de ella. Muy por abajo, a decir verdad. Llegar al monte Dewey le había llevado cuarenta y cinco minutos, no quince como dijera el Increíble Alfiletero Humano. En los pies, sentía el ardor de las ampollas producidas por sus botas nuevas y todavía duras. Cuarenta y cinco minutos. ¿Cuánto tiempo llevaría hacer el trayecto corriendo? Si uno camina muy rápido va a una velocidad de seis kilómetros por hora; es decir, que el recorrido que acababa de hacer debía de ser de unos cuatro kilómetros. Por lo tanto, si corres a quince kilómetros por hora… Además, cuesta abajo. Digamos que dieciséis kilómetros por hora. Recorrer los cuatro kilómetros le llevaría un cuarto de hora. Descuenta un poco más de tiempo porque probablemente no hubiese ido a seis kilómetros por hora en el tramo ascendente. De modo que podía estar a salvo bastante pronto.

Una rama se quebró con un fuerte ruido a sus espaldas. Un crujido de verdad. Un crujido pesado. No un crujido producido por un animal. Un crujido producido por una persona. El sonido provocado por un asesino que se agazapa para ver mejor entre la espesura. Una rama que se parte bajo una bota Timberland. Una imagen acudió a su mente. Un velludo leñador. Los pelos rojizos de su pecho se unen a los pelos rojizos de su barba. Pantalones mugrientos sujetados con tirantes. Camisa de franela roja. Y un gran cuchillo de filo de sierra, como los que usan los cazadores. Sirven para cortar huesos. Ella está en el claro, sentada sobre una roca, así que él no puede hacerle daño. Es como si hubiese un campo de fuerza o algo así en torno al claro. Él está en el bosque, al acecho, a la espera de que Jenna se aventure en su territorio para hacer lo que quiera con ella. Pero ¿qué quiere? ¿Sexo? ¿Sangre? ¿Ella se dejaría violar con tal de salvar la vida? ¿Y si deja que la viole y él igual la mata? ¿Qué sentido habría tenido? Si te han tomado de rehén y sabes que te van a matar, ¿por qué no correr? Quizá no te salves; pero si no corres, es seguro que no te vas a salvar. Ya sé por qué no correr. Porque siempre te queda la esperanza de que tu captor cambie de idea y te deje ir. Crees que existe la posibilidad de que el leñador del cuchillo se arrepienta y diga: «No sé por qué estoy haciendo esto. Venga, vete de aquí». Es una posibilidad que sólo existe en las películas. Pero quieres creer que existe la bondad humana, así que te aferras a esa esperanza hasta que el cuchillo te abre la yugular y tu vida se derrama a tus pies sobre la tierra. No habrá sufrimiento.

Te quedas mirando a tu asesino, azorada. ¿Por qué, por qué, por qué? Y te dices, maldita sea, la bondad humana no existe; vas cayendo al suelo, debilitada porque la sangre abandona tu cuerpo a chorros. Y duermes el sueño de los árboles muertos, un ser orgánico cuya vida se agotó, una nueva capa de mantillo a la espera de descomponerse para retornar a sus ancestros.

Bueno, chicas, eso no me pasará a mí. Pim-pam-pilla, patéale la rodilla. Pim-pam-pulo, patéale… la otra rodilla. Antes de que se le ocurriera un motivo para detenerse, Jenna se incorporó y saltó a tierra en un único movimiento fluido. Divisó el lugar donde la senda salía del bosque y se dirigió allí a la carrera.

Era un buen plan, ciertamente. Pero como había pasado tanto tiempo tumbada de espaldas antes de incorporarse de un salto y echar a correr de repente, la sangre abandonó su cerebro; se mareó. La tierra giró cuando se acercaba a la linde del bosque y cayó de bruces; se raspó las palmas al extender los brazos para no darse de cara contra el suelo. Adiós al factor sorpresa. Recuperó la compostura, se incorporó, volvió a correr; esta vez llegó a la linde del bosque, su punto de partida.

Mientras corría, miraba hacia atrás; no vio que nadie la siguiera. Pero sí oía algo. El sonido de dos pisadas. Sólo unas eran suyas. Vaya, y ella que pensaba que estaba paranoica. Que sólo imaginaba que había alguien oculto en la espesura. Una especie de broma. ¿Qué se hace cuando las fantasías paranoicas se hacen reales? Te vas tan deprisa como puedes.

Jenna estaba totalmente aterrada y corría a una buena velocidad. Estos arbustos son muy enmarañados, pero no me importa; avanzó por entre el sotobosque sin detenerse. De pronto, la preocupó un poco verse avanzando entre las matas. La senda de ida era completamente despejada. Miró en torno a sí sin dejar de correr; no reconoció nada de lo que veía. Aflojó el paso, agudizando el oído, atenta al sonido de otras pisadas. No oyó nada, así que se detuvo, jadeante. Le dolían las piernas. Se las miró y vio largos rasguños ensangrentados; la sangre le goteaba por las corvas, empapándole los calcetines. Pero no tenía tiempo para eso ahora. Miró hacia lo alto de la colina de la que acababa de descender corriendo y no vio nada.

Ahora que se tomaba un momento para contemplarlo, el paisaje le pareció bastante bonito. Árboles altos, sobre todo pinos y cedros, se unían formando un dosel por encima de su cabeza. Renovales que se tendían en la esperanza de obtener suficiente luz para seguir creciendo. El penetrante aroma de la pinocha en el aire. Bajo sus pies, el suelo de musgo era blando y esponjoso. Desde la base de los árboles se proyectaban raíces que parecían pies largos y estrechos que se pisaran unos a otros. Jenna se sintió como dentro de una gigantesca carpa. Reinaba el silencio; el ocasional gorjeo de un pájaro se oía con la claridad que adquieren los ruidos en las bibliotecas.

Entonces lo vio. Era pequeño, aproximadamente del tamaño de un niño, oscuro y cubierto de pelo. La miraba con fijeza desde detrás de un árbol. No tenía idea de qué clase de animal podía ser. Estaba en pie sobre dos patas y casi parecía humano; pero era pequeño y peludo.

De pronto, se puso a trepar por el árbol; parecía encogerse. Debía de ser cosa de la perspectiva, pero a Jenna le dio la impresión de que se hacía cada vez más pequeño. Ascendió unos nueve metros antes de detenerse y mirar hacia abajo. A continuación, trepó un poco más, de forma tan repentina como lo fuera su detención, y abandonó el árbol de un salto. Era una ardilla de alguna clase. Una ardilla gigante voladora humanoide. Surcó el aire hasta ir a dar al árbol que estaba justo por encima de la cabeza de Jenna.

Bueno, por más que a Jenna le interesaran la antropología y el estudio de las especies de ardillas voladoras gigantes de Alaska, se dijo, mierda, las ardillas son carnívoras. Divisó el sendero a su derecha y se dirigió hacia allí a toda velocidad. Sintió un regusto a sangre en la garganta y supo que se trataba de la sensación que a veces produce un esfuerzo excesivo. No había más arbustos enmarañados, pero no tenía idea de dónde estaba. No había nada reconocible en ese bosque. Estaba totalmente perdida, escapando de un incomprensible animal arbóreo.

Oía sonidos por encima de su cabeza; cada tanto, veía al niño ardilla saltando de un árbol a otro, siguiéndola. Y cada vez que aterrizaba en un árbol inmediato a Jenna, ella cambiaba el rumbo de su huida, hasta que perdió del todo la orientación y no supo siquiera si corría colina arriba o colina abajo.

Silencio otra vez. No se veía al ser saltando de un árbol a otro, lo que era bueno. Quizá se hubiese cansado y regresado a su madriguera o algo así. Escrutaba el matorral en busca de algo que pudiera ser un sendero cuando lo vio por delante de ella, saltando de un árbol a otro. Ya no sabía qué hacer, porque estaba claro que el pequeño hijo de puta era mucho más veloz que ella. Ni siquiera sabía si aún estaba en el último árbol donde lo divisara. Podía haber ascendido por el tronco, saltado a otro, descendido; y ahora estaba por saltarle a la espalda.

Giró sobre sus talones. Nada. Estaba acalorada y sudorosa y pensando en darse por vencida cuando vio el sendero, a unos quince metros. Respiró hondo y volvió a correr. Se encontró con que un gran tronco caído le cerraba el paso; le pareció que podría franquearlo con un buen salto.

Pero se equivocó. Saltó, pero sus piernas ya no tenían fuerza y una rama le enganchó el pie… Cayó de bruces con fuerza; esta vez no llegó a amortiguar la caída con las manos.

La cabeza debía de haber chocado con una roca, porque vio un vivido destello. Quizá hasta se había desvanecido, pero no estaba segura. Cuando por fin recuperó energías suficientes para incorporarse, sintió frío. Estaba bañada en sudor y un poco mareada. Se quedó sentada en el suelo, cubierta de sangre y de tierra. Se sentía completamente indefensa y a punto de echarse a llorar.

Oyó unos pasos. Lentos y medidos, como los de un ser humano que pasea, así que no tuvo miedo. Por el sendero, apareció un hombre. La saludó con la mano y dijo:

—¿Te encuentras bien?

Oh, por fin, la salvación. Alguien la había oído gritar y se acercaba a ver qué ocurría. La llevaría de regreso al hotel y la pesadilla habría terminado.

El hombre se acercó. Era alto, delgado y moreno. Sus rasgos faciales eran suaves y redondeados, y a Jenna le habría resultado imposible calcular su edad. Volvió a preguntar:

—¿Te encuentras bien?

—Me perseguía un animal —respondió Jenna.

—¿Un oso?

—No tan grande, pero muy veloz. ¿Los oseznos corren?

—Pueden ser muy rápidos —dijo él.

Pero Jenna sabía que no se trataba de un osezno, porque los oseznos no vuelan. El hombre la ayudó a ponerse de pie. Olía de un modo raro. Un aroma almizclado, como el de un perro mojado. Sus brazos eran delgados pero muy fuertes. Jenna se levantó. Mientras procuraba quitarse la tierra de la ropa, notó que los ojos del hombre eran negros. Como si no tuviese esclerótica. Tampoco iris. Sólo inmensas pupilas negras. «Qué bien —se dijo—, el tipo que me encontró está en pleno viaje de ácido. ¿Qué hacer ahora?».

—Ven, te indicaré cómo salir del bosque —sugirió él.

Cuando emprendían la marcha colina abajo, Jenna oyó el ladrido de un perro en la distancia. Un ladrido insistente, alarmante. Un ladrido que buscaba llamar la atención de alguien. Sonaba extraño en ese bosque en el que reinaba un silencio casi total hasta hacía apenas un instante.

Al salvador de Jenna también le llamó la atención. Se puso a la defensiva al oírlo. Se enderezó, tensó los músculos del cuello y se volvió en dirección al sonido. Se quedó inmóvil, casi como si olfateara el aire. Era extraño, desde luego.

—¿El perro es suyo? —preguntó Jenna. Pero el hombre no respondió. Se limitó a quedarse como estaba, en tensión, ignorándola—. ¿Pasa algo? —Jenna hizo un nuevo intento.

Él se volvió; sus ojos taladraron a Jenna. Tan negros, tan intensos. Sus delgados labios se plegaron en una sonrisa burlona que reveló dientes torcidos y marrones. Parecía muy grande, muy cercano. Jenna se estremeció. El hombre cabeceó con lentitud, y Jenna se dijo que estaba viendo cosas, porque su rostro pareció cambiar. Se tornó más chato y oscuro. Se dijo que era como cuando uno mira una imagen durante demasiado tiempo: parece transformarse. O cuando te invade el pánico y pierdes el control, y por más que sepas que no pasa nada malo, te asustas cada vez más. Procuró ocultar su conmoción porque sabía que lo que creía ver eran puras imaginaciones. Trató de no dar un paso atrás, pero le fue imposible. Intentó sofocar una exclamación, pero en vano. Respiró hondo. Se sentía mareada, con frío. No quería que el hombre viera su temor; pero él lo percibió. Lo olió. Jenna hedía a miedo. No quería morir.

—Ven conmigo —rogó él.

Su voz sonaba extrañamente familiar. Tendió su mano de dedos largos. Jenna la miró y creyó ver una garra. Su cerebro corría a un millón de kilómetros por hora. No le gustaba ese hombre. No quería que la ayudara. No le importaba si era hombre o monstruo. No le importaba si eran puros delirios de su mente desquiciada. Simplemente, no quería estar cerca de él. Quería irse a casa.

Pero estaba demasiado asustada para correr. Él dio un paso hacia ella; sus ojos diabólicos le taladraban el cerebro, pero Jenna no se movió. Procuró alejarse, pero algo la obligaba a quedarse donde estaba, la impedía moverse. El hombre le tocó el brazo; su contacto era malévolo, y Jenna cerró los ojos con fuerza y se echó a llorar, porque no podía evitar quedarse donde estaba y que él la tocara. Estaba paralizada; el olor del hombre lo embargaba todo.

Pero cuando ya se daba por muerta, él titubeó. Los ladridos habían vuelto a escucharse. Jenna abrió los ojos y vio que el hombre miraba en dirección al sonido. Husmeaba el aire. Sintió que podía escapar. Era la ocasión. Se volvió y echó a correr. Corría hacia el ladrido. El perro debía de estar cerca de una casa, supuso, y en una casa tenía que haber un fusil. Oyó los pasos del degenerado a sus espaldas y corrió más que nunca en su vida. No tenía ni la menor intención de permitir que un psicótico drogado la asesinase en un bosque. De ninguna manera. Zigzagueó, saltó sobre troncos, se agachó para eludir ramas. Braceaba al correr. Se imaginó en una pista, compitiendo por la medalla de oro. Y cuando sintió que iba a desmayarse de agotamiento, se empeñó en extraerse una gota más de adrenalina y corrió más que antes.

Vio que el bosque se abría. Un claro se distinguía entre los árboles. El perro aún ladraba con furia, instándola a ir a su encuentro. Superdegenerado le iba a la zaga, pero no la alcanzaba. Jenna mantenía el ritmo, y la luz entre los árboles estaba cada vez más cerca.

Atravesó la última barrera de sotobosque y salió al claro. Y ahí estaba el perro, ladrando con furia, frenético de excitación. Al verla, se precipitó a su encuentro como un viejo amigo. A Jenna le cedieron las piernas y se derrumbó sobre la alta hierba. El degenerado no la siguió hasta el claro. Estaba a salvo. La sangre le martilleaba las sienes, le comprimía el cerebro. Estaba empapada en sudor y no podía respirar. La garganta le ardía, el pecho se convulsionaba en busca de más aire, pero en vano. El mundo que la rodeaba parecía moverse. No sabía si miraba hacia arriba o hacia abajo. Algo giraba, algo tintineaba, Jenna no sabía qué, si ella misma o lo que tenía a su alrededor. Pero lo último que vio antes de sumirse en la oscuridad fue un perro, un hermoso perro, que le ladraba al bosque.

***

Una brisa fresca agitaba la alta hierba con un susurro tintineante que hizo que Jenna recuperase el sentido. Había perdido el conocimiento durante un instante. Su cuerpo, superado, había dejado de funcionar por un momento para recuperarse. Pero ahora se sentía mucho mejor. En realidad, y si se pasaba por alto el hecho de que tenía las piernas surcadas por arañazos sanguinolentos, un tremendo dolor de cabeza y tanta sed que no podía tragar, se sentía muy bien. Rodó para quedar boca arriba y se sobresaltó al ver el gran morro negro de un perro a un palmo por encima de su cara. Ahora recordaba. El perro.

Se sentó y miró alrededor. Había supuesto que iría a dar a un vecindario residencial o cosa parecida, pero no vio indicio alguno de civilización. Estaba en un campo en medio de la nada. Debía de haber salido de los bosques por la ladera opuesta a la que miraba al pueblo. No estaba muy segura de lo que había ocurrido en el bosque. Se había espantado por un tío y, dominada por el pánico, corrió. Ahora se arrepentía. ¿De qué se había asustado tanto? Probablemente se tratara de un pobre hombre que padecía deformidades y vivía solo en el bosque. Sólo procuraba ayudarla, y ella, como la estúpida insensible que era, huyó de él. Se juró que dejaría de ver películas de terror. Siempre le daban malas ideas.

Se puso de pie y se dirigió al bosque, seguida por el perro. Ahora que lo veía bien, se daba cuenta de que tenía un aspecto peculiar. Nada de hermoso, como le pareció antes; era un pastor despeinado y escuálido con una oreja desgarrada. No estaba bien cuidado. Su pelaje estaba sucio y apelmazado en los extremos. Debía de ser el perro vagabundo del pueblo o algo así. Pero era bastante amistoso. Caminaron juntos por la alta hierba hasta que un declive del terreno los condujo a un arroyo.

Jenna miró el agua transparente y fresca que corría y se puso a salivar. Vaya, caray. Un regalo de Dios. Se quitó las botas y los calcetines y se metió al agua fría. Era un arroyo poco profundo con lecho de lisos cantos rodados. Se arrodilló y se limpió las piernas. Se dio cuenta de que, además de todo lo otro, en algún momento debía de haber pasado por una mata de ortigas. Tenía las piernas cubiertas de ampollas blancas que escocían; le recordaron su infancia, cuando iba a la granja de su tío, cerca de Puyallup. Con las botas en la mano y seguida por el perro vadeó el arroyo, cruzando a otro campo.

Terminaron por toparse con una cerca de tablas como las que se ponen en los campos donde hay caballos. El perro pasó entre dos tablones, mientras que Jenna tuvo que trepar. Siguieron andando un poco hasta que, tras cruzar una hilera de árboles, Jenna se dio cuenta de dónde estaban. En un cementerio.

Jenna se quedó inmóvil durante un momento al ver la primera fila de tumbas. Siempre le había dado miedo pisar sepulturas. Había visto personas que andaban por los cementerios pisando sin la menor aprensión la tierra blanda que cubre los cuerpos; pero a Jenna, por algún motivo, hacerlo le causaba escalofríos.

También se había detenido porque se dio cuenta de que era el cementerio donde estaba enterrada su abuela. Jenna nunca había visto la tumba de su abuela. No fue a su funeral. Asistía a la escuela por entonces, y el viaje de Nueva York a Wrangell es largo. Además, lo cierto es que su madre no quería que fuera. Al menos, eso pensó Jenna. Su madre ya tenía bastantes preocupaciones.

Ahora, Jenna quería ver la lápida. El cementerio no era muy grande y sabía que la tumba de su abuela estaba junto a otra, en cuya lápida había un corderito. Su abuela tuvo once niños. Dos de ellos murieron cuando eran bebés. Estos niñitos estaban sepultados uno al lado del otro en una única tumba, entre la abuela y el abuelo de Jenna. Pero la abuelita nunca fue rica —vivía de la seguridad social, de una pensión que el gobierno del estado le pagaba como «pionera», y de otra, del gobierno federal, que así pretendía compensarla por el hecho de que el hombre blanco había matado y despojado de sus tierras a su pueblo—, de modo que nunca pudo permitirse poner una lápida sobre la tumba de sus hijos, por más que siempre había querido hacerlo. Cada cierto tiempo, hablaba de que le gustaría colocar una lápida con la figura de mi corderito, porque en el convento donde fuera criada en Canadá había visto que ésa era la costumbre de los ricos.

Cuando la abuelita murió, su hija, la madre de Jenna, encargó dos lápidas. Una para la abuela, otra para los dos bebés. Y la de los dos bebés representaba un corderito; para que velara por ellos. De modo que Jenna buscó el cordero, y lo encontró. No hay muchos corderos en el cementerio de Wrangell. Y se quedó allí parada, contemplando su pasado.

Es extraño estar parada sobre la propia historia. Mirar el lugar de donde provienes y ver que no es más que tierra, hierba y piedra. En cierto modo, pone en evidencia el hecho de que no existirías sin esas personas. Si alguien tropezara y se rompiera una pierna —o no se la rompiera— en un día en particular, el mundo sería otro. No diferente en el sentido de que una guerra habría comenzado, o no. Hay cierta inevitabilidad en los grandes movimientos de la historia. Pero al mismo tiempo, cada respiración de cada persona produce un cambio químico en el mundo, que siempre afecta a algo en algún lagar. Jenna, de pie ante la tumba de su abuela, procuró imaginar cómo habría sido su vida como india casada con un hombre blanco. Un hombre que le decía que se la llevaría de esa miserable aldea de pescadores, pero que nunca lo hizo. Y así fue como ella crió a sus hijos. A tantos hijos. Y los vio crecer y tener hijos a su vez, hasta que constituyeron una familia de inmensas proporciones. La fuerza que esa mujer debió tener para vivir en las fronteras de la civilización y criar a nueve niños era imposible de concebir para Jenna. Ella no había podido criar ni siquiera a uno.

Oyó un ladrido y vio que el perro, parado en el extremo de una hilera de sepulturas, la miraba. Supuso que a él tampoco le gustaría pisar tumbas. Al lado de él, pasaba el camino que llevaba al pueblo. Así que Jenna regresó al hotel con el perro a la zaga. No sabía qué haría con él. Era evidente que no podía conservarlo. Lo más probable era que tuviese dueño. Calculó que, una vez en el pueblo, alguien lo encontraría y se lo llevaría a casa. En esos momentos, lo que más la urgía era llegar a un lugar donde hubiese gente, para sentirse a salvo.

***

El mundo es mi ostra. A Sam le encantaba aplicarse esa frase mientras acariciaba la correa de la funda de su pistola calibre 38 Special modelo policial.

Mientras aguardaba a que un operador humano atendiese el teléfono, estudió el formulario que Robert Rosen le suministrara. Buena casa, buen coche, buen trabajo. En un par de días de trabajo podía ganar una buena suma. El mundo es mi ostra. Como de costumbre, Sam se asombró de la cantidad de información privada que las personas están dispuestas a dar. Con la información contenida en ese formulario, Sam podía averiguar todo lo referido a Rosen y a toda su parentela. Vaya, si hasta podía llevarlo a la bancarrota. Pero Sam jamás haría algo indecente. La investigación privada se basa en la confianza. Por suerte, la confianza cuesta dinero.

—¿Su número de cuenta? —preguntó la operadora.

Se lo leyó.

—Señor Rosen, ¿en qué podemos ayudarlo?

Sam sonrió, burlón, y adoptó un tono que le pareció propio del señor Rosen.

—Sí, es que desde hace un par de días mi mujer no encuentra su tarjeta de crédito. Quisiera confirmar cuáles son los últimos empleos que le dimos para cerciorarme de que nadie más la esté usando.

—Muy bien, señor. ¿Me da por favor su número de seguridad social?

Lo leyó.

—¿El apellido de soltera de su madre, por favor?

Sam respondió.

—Gracias; un momento, por favor.

Sam se arrellanó en el sillón y metió un meñique indagador en su fosa nasal derecha. Cien dólares la hora por hablar por teléfono. Vaya broma. Sam resolvía el noventa por ciento de sus «casos» desde su escritorio. Se distrajo; otra vez pensaba en Grecia. Se había pasado toda la mañana obsesionado con Grecia.

Acababa de mecanografiar un informe escrito por su hija para su clase de estudios sociales. Lo único que Sam sabía hacer, además de mentir, era mecanografiar. El informe era sobre un palacio en la isla de Creta; tenía tantas habitaciones que la gente decía que era un laberinto. El rey se llamaba Minos. Tenía unos pilares muy curiosos, más anchos por arriba que por abajo, pues habían descubierto que esa forma era la que mejor resistía los terremotos. Vaya locura, si te lo piensas. Sam encontraba que la idea de ir a Grecia, beber mucho ouzo y contemplar a las turistas suecas bailando en topless en la playa era atractiva. De lo más atractiva.

—Señor Rosen, tengo la información que me pidió. Los últimos gastos hechos con la tarjeta son en un Banana Republic de Bellingham, Washington. También hay una compra de billetes del ferry de la Carretera Marítima del Estado de Alaska. Ambos gastos fueron realizados el domingo por la mañana y nos fueron enviados el lunes.

Sam anotó la información.

—Ajá. Aquí hay algo curioso —dijo la mujer.

—¿Qué?

—En lo de la Carretera Marítima del Estado de Alaska. Hay dos cargos por el mismo monto, hechos el mismo día. Cada uno de doscientos sesenta y cinco dólares y cincuenta y seis centavos.

—Mmm… sí que es raro.

—¿Son gastos que usted autorizó?

—Sí, mi esposa compró un billete a Alaska el domingo. Pero por cuanto sé, sólo uno. A no ser que…

—¿Quiere que impugnemos el segundo billete por facturación doble? Mientras investigamos, no se cargará la comisión por ese gasto.

—¿No será que…? —se interrumpió.

—Oh, estoy segura de que es una doble facturación, nada más, señor Rosen —se apresuró a decir la mujer, interpretando correctamente la sugerencia de Sam—. Ocurre con frecuencia. Yo no le daría importancia.

—Bueno, sí, si puede investigarlo, se lo agradeceré.

—Por supuesto, señor Rosen. ¿Puedo hacer algo más por usted?

Después de cortar la comunicación, Sam se quedó pensando durante un momento. Esos billetes son para el ferry que va a Alaska desde Bellingham. Coincide con el hallazgo del coche. Marcó un número.

Si la gente se diera cuenta de todo lo que se puede hacer por teléfono, él se quedaría sin trabajo. Conclusión: la gente no quiere hacer sola las cosas. La gente que contrata a Sam es gente que no quiere encargarse de su propio trabajo sucio. Consideran que contratar a un investigador privado es emocionante. Quieren llamadas telefónicas secretas y mensajes crípticos. Algo sensacional. Como cuando Jim Rockford deja inconsciente al malo de un puñetazo. O cuando Hunter desbarata una banda de traficantes de drogas. Mira esto, este Rosen le había suministrado una clave. Si Sam la invocaba al telefonearlo, Rosen interrumpiría cualquier reunión para atender su llamada.

Esta vez, la voz alegre de un hombre.

—Dígame una cosa —intentó Sam—. Si tengo unos doscientos cincuenta dólares y compro un billete en Bellinghaus, ¿hasta dónde puedo llegar?

—¿Cuándo comenzaría su viaje, señor?

—Ayer.

Una risa. Responde de una vez, idiota.

—Bueno, señor, un billete de ida de Bellingham a Skagway cuesta doscientos cuarenta y seis dólares, más impuestos. Claro que si es ida y vuelta el precio se duplica. Ahora, si usted quiere gastar sólo doscientos cincuenta dólares, sólo llegara a Príncipe Rupert, que es en Canadá.

—¿Cuánto se tarda hasta Skagway?

—Es un viaje de cinco días.

—¿Y si desembarco por el camino?

—Si desembarca antes de llegar a destino y después quiere proseguir con el viaje, se le cobrará un monto adicional igual al de la tarifa entre los dos puertos. Por ejemplo, si desembarca en Sitka, pero tiene billete a Skagway, le cobrarían…

—Sí, sí, entiendo. Gracias.

Sam cortó. Mierda, ella podía haber desembarcado en cualquier lugar. Tendré que esperar a que aparezca otro gasto con la tarjeta de crédito. A ella no parece preocuparle recurrir al plástico. No se pone en el caso de que alguien la esté siguiendo. Pero ¿por qué dos billetes? Es evidente que se fue a Alaska con su amante. Qué original. Qué romántico. Sam marcó el número de la oficina de Robert.

—Hola, llamo del restaurante Grotto Azura, quiero hablar con Robert Rosen.

Una joven nerviosa.

—¿Grotto Azura? Un momento, por favor.

¿Qué demonios es el restaurante Grotto Azura? ¿De dónde mierda saca la gente estas estupideces?

Robert estaba muy agitado.

—¿La encontró?

—Todavía no, pero tengo una pista. ¿Ella conoce a alguien en Alaska?

—¿Alaska? Sí, me llamó desde ahí esta mañana.

—¿Lo llamó? ¿Y por qué no me lo dijo?

—Estaba atareado.

—Bueno. Quizá pueda contarme qué le dijo ella.

—Me dijo que no hiciera preguntas y que no sabía cuándo regresaba y que no tenía un teléfono que darme. ¿Alaska? Su familia es de Alaska.

Sam bufó.

—Gracias por el dato.

—¿Cómo se enteró de lo de Alaska?

—Ella compró un billete de ferry para ir allí el domingo.

—Caray. Bueno, entonces supongo que está todo bien. Lo más probable es que haya ido a visitar a su prima o algo así.

—¿Ah, sí? —Sam hizo una pausa dramática antes de lanzar la bomba—. ¿Entonces por qué compró dos billetes?

Sam oyó cómo Robert sofocaba una exclamación. Era como si pudiera ver con sus ojos cómo palidecía su cliente.

—¿Dos?

—Sí, compró dos billetes.

—Ajá. —La voz de Robert sonaba mal, a hombre derrotado—. Dos billetes.

—Mire, señor Rosen; en toda investigación se alcanza un punto en el que el cliente debe preguntarse de cuánto está dispuesto a enterarse.

—Bueno, ella no tiene un amante. De ser así, yo lo sabría.

—¿De cuánto quiere enterarse, señor Rosen? Puedo estar en Bellingham de aquí a una hora, indagando quién vio qué. Si podemos rastrear su paradero a un lugar en particular de Alaska, puedo tener un hombre allí en cuestión de horas. Si hay suerte, tendremos un avistamiento para el día siguiente. Pero de lo que se trata es: ¿de cuánto quiere usted enterarse?

No hubo respuesta. Así suele ocurrir. Estos tíos se creen que lo tienen todo. De todos modos, por lo general ellos también son infieles y merecen lo que les ocurre. Tienen una secretaria que la mama bien y se dicen que no están engañando a sus mujeres porque no se la meten. Qué mentira. Hay que ocuparse del fuego del hogar si no quieres que se extinga. Así es. Estar atento a cómo se fríen tus patatas, si no quieres que se pongan negras, que se quemen y se vuelvan mierda.

—Mire, señor Rosen. Haré con mucho gusto lo que usted decida. ¿Quiere pensárselo? ¿Llamarme más tarde? Aquí estoy. Haremos lo que usted diga.

—Investigue.

Vaya, qué rápido.

—¿Investigo? ¿Está seguro?

—Ya me oyó. Ahora, vaya a Bellingham sin tardanza.

La línea quedó en silencio. Pequeño gilipollas. Mira que cortarme así. ¿Te crees que estás en una puta película de la tele? Muy bien, ¿con que quieres tu puto código Grotto Azura? Recibirás unas fotos de tu mujer que no podrás olvidar nunca.

Sam hizo una última llamada antes de abandonar su oficina. Le contestó una máquina. Dejó un mensaje.

—Despierta y haz tu equipaje, chico. Te vas a la naturaleza salvaje; si todo sale como debe, partes esta noche.