Jenna despertó en torno a las diez y media. Miró la ventana desde debajo de las mantas. Había mucha luz afuera; el cielo estaba cubierto de altas nubes que lo hacían parecer una luminosa pantalla blanca.
Hacía calor en la habitación, y Jenna estaba feliz de holgazanear en su capullo. Era agradable sentir el contacto de las sábanas sobre su piel desnuda. Por lo general, dormía con camiseta, pero como había dormido completamente vestida sobre una tumbona de vinilo durante las pasadas tres noches, quería celebrar haberse liberado de la tiranía de sus vaqueros Banana Republic. Su alma anhelaba servicio en la habitación. Un tazón de café caliente, quizá unos plátanos, leche y avena. También un melón bañado con miel. Y zumo de pomelo.
Bueno, no se puede tener todo. Y Jenna ya estaba bastante contenta de poder quedarse bajo las sábanas. ¿Bastante contenta como para qué? ¿Para sentir el placer de sus propias y delicadas manos? Quizá. Hacía tiempo que no lo hacía. Por supuesto que en el ferry, no. Es una buena manera de comenzar la mañana. Uno rapidito para ponerse en marcha y empezar la jornada de buen humor. Se acarició el pecho, el vientre y se detuvo. Ahora no. El desayuno es hasta las once y tiene que ducharse. Además, hacerlo en un cuarto de hotel tiene algo de repugnante. ¿Y si alguien la oía desde el pasillo o algo por el estilo? Tal vez más tarde.
Jenna salió de la cama y fue al lavabo. Orinó, se cepilló los dientes, y puso a correr la ducha. Ah, qué buena ducha. Ese hotel le agradaba. Buenas camas, buena ducha. Con chorros abundantes y gruesos. Muchos, además. Detestaba las que sólo ofrecen un menguado circulito de chorros escasos, y que lo obligan a uno a moverse de un lado a otro para que el agua bañe todo el cuerpo. Es difícil encontrar una buena ducha.
Se metió en la bañera y corrió la cortina. Procuró que la parte inferior de la cortina quedase del lado de dentro de la bañera, pero en vano. Esas cortinas de plástico delgado y transparente siempre ondean cuando te das una ducha caliente, ¿por qué será? Se inflan y se te adhieren a la pierna, lo que es un poco exasperante. Jenna no estaba de ánimo para exasperaciones, así que maldijo a la cortina y la puso de modo en que pendiera del lado de fuera de la bañera. Que se jodan. Ahora tendrían que secar el suelo, y todo por no poner una cortina como debe ser, que se quede del lado de dentro de la bañera.
Jenna dejó que el agua caliente le empapara el cabello. Abrió el frasquito de champú que había junto a la ducha y se vertió un poco en la mano. Olía a coco, aroma que siempre le recordaba el de la loción bronceadora que había en Hawai, cuando Robert y ella estaban recién casados. En el hotel con vistas a la playa, Jenna había dicho en broma que el chorro del jacuzzi era ideal para masturbarse. Robert le dijo que se lo demostrara, de modo que ella lo hizo mientras él miraba. Nunca lo había hecho delante de alguien; le gustó. Una vez le pidió a Robert que lo hiciera delante de ella. Él no quería, pero le dio el gusto; fue divertido mirar. Pero no tan divertido como que él la mirara. El libro de la risa y el olvido. Todas las mujeres son exhibicionistas, todos los hombres son mirones. Sí, claro. Tal vez en Praga. Se aclaró el pelo y tomó el jabón. Se dio cuenta de que tenía los pezones erectos y se rozó uno con la punta de un dedo. Oh, al diablo. Que el desayuno esperara.
Deslizó la mano vientre abajo y gimió un poco cuando encontró lo que buscaba. Mmmm ¿Qué tenemos aquí? Apoyó la frente contra la pared y dejó que el agua fluyera sobre su espalda y sus flancos. Se arqueó un poco para que sus pezones rozaran las baldosas frescas. Movió la mano cada vez más deprisa; sentía que un círculo de tibieza se expandía en su vientre. Extendió su mano libre por encima de su cabeza y la apoyó en la pared para arquearse más. Sintió una punzada de gozo, como si le hubiesen inyectado una sustancia química que le entibiara la sangre. Apretó más y su respiración se aceleró. Cerró los ojos e imaginó que estaba en su casa, en la cama; Robert, sentado entre sus piernas, la miraba trabajar. Le acariciaba el interior de los muslos. Ella lo miraba a los ojos. Ojos que sonreían al verla perder el control. Se acarició levemente el vientre, con las uñas, nada más. Robert se inclinó y le metió la lengua en el ombligo; le tomó una mano. Ella extendió la otra y se agarró de la cabecera. El calor, la tibieza aumentan; la mano de él se mueve acompasadamente. Robert se pone a horcajadas sobre ella y le mete los dedos bien adentro. Las dos manos. Ella gime y cierra los ojos, aferrada a la cabecera. Empalada a la cama por Robert, grita cuando la tibieza la avasalla. Su cuerpo se pone rígido. El de Robert le pesa. Sostiene ese peso. Resiste tanto como le es posible, hasta que la tibieza va disminuyendo para volverse poco más que cosquillas. Entonces, se suelta y ríe.
Jenna se relaja y se vuelve hacia el agua, dejando que bañe su rostro. Bueno, salió bastante bien. Se pasa las manos por el pelo. Entonces, oye algo. Un crujido del suelo. El peso de una persona sobre los tablones del suelo de la habitación. Vuelve la cabeza hacia la puerta. Hay alguien ahí, pero se oculta en cuanto ella mira. Cada vello de la nuca de Jenna se eriza; un escalofrío le recorre la espalda. A la mierda. Hay alguien en mi cuarto. Alguien que me estaba mirando. El corazón le late con tanta fuerza que parece que le fuera a saltar del pecho. Se queda paralizada durante un segundo. Parecen minutos pero sólo es un segundo. Vio a un hombre. Hay un hombre en la habitación. La estuvo mirando. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Quién es? ¿Sigue en el cuarto? ¿Va a matarla? ¿Será fuerte? ¿Está armado?
Ahora, la sangre de Jenna está llena de adrenalina, sus sentidos se aguzan. Su olfato, su oído, su vista, trabajan con frenesí para detectar al intruso. Aquí en la ducha soy un blanco fácil. Toda una Janet Leigh a la espera del cuchillo. Toma la iniciativa. Comienza tú la pelea. Eso le enseñó su padre. Nunca muestres temor. Sé agresiva. Alguien que viene a por ti siempre creerá que te acobardarás sólo porque eres mujer; así que lo que tienes que hacer es correr directamente hacia él y darle un puntapié en las pelotas con tanta fuerza como te sea posible. Después, da un paso a un lado. ¿Por qué? Para que no te ensucie el vómito, porque si a un tío le das una buena patada en las bolas, sin duda vomitará. Te lo aseguro. De modo que Jenna corre la cortina de la ducha de un tirón, entra a la carrera al dormitorio, gritando y enseñando los dientes, los puños apretados, los pies listos para machacarle los huevos al cabrón.
Pero no hay nadie en el dormitorio. Jenna mira con detenimiento. La puerta está cerrada, la cadena corrida desde dentro. Todas las ventanas cerradas. Nadie en el ropero. Nadie debajo de la cama. El corazón aún le golpea en el pecho. Pero al no poder confirmar que vio un intruso, su confianza mengua. Había un hombre. Lo vio. Sin duda. Pero ¿dónde se metió?
Se relajó un poco pero siguió escrutando la habitación. De acuerdo, no había sido nada. Un ruidito en la noche, nada más. Una sombra. Un ave que pasó volando; su sombra se vio por la ventana. Alguien pasaba por el corredor y sus pasos hicieron crujir el suelo. Por coincidencia, ambas cosas pasaron al mismo tiempo. No muy probable, pero sí muy posible. Crujido, sombra. Sencillo. Se acercó a la puerta del cuarto de baño y cargó deliberadamente su peso sobre un pie. Anheló que no hubiera un crujido. Pero lo hubo. Fuerte. Igual al que acababa de oír. También eso es coincidencia. Es evidente que los bonitos suelos de madera de ese viejo hotel crujen. Apuesto a que cada tabla del suelo de esta habitación cruje.
Jenna resistió la tentación de probar cada una de las tablas. Regresó a la ducha y se aclaró a toda prisa, sin quitar los ojos de la puerta. Se secó, se envolvió el pelo en una toalla y se vistió.
***
El tema del que debemos ocuparnos es del teléfono. No hay teléfonos en los barcos. Eso facilita las cosas. No hace falta tomar una decisión. Pero en las ciudades, incluso las pequeñas y poco importantes, como Wrangell, hay teléfonos por todas partes. Jenna se enfrentó a ese hecho mientras miraba la calle Front por la ventana. Es que, si bien las habitaciones de la Posada Stikine no tenían teléfono, podía ver uno desde la suya. Justo frente al hotel había una reducida cabaña prefabricada; una enseña afirmaba que era la Oficina de Turismo de Wrangell. La cabañita tenía un patio, y en el patio había unas pocas cosas: un tótem, (¿existe una oficina de turismo de Alaska que no tenga uno?), un banco, una cabina telefónica.
Ahora, Jenna se enfrentaba a su obligación. Tenía que telefonear a sus familiares para que no se preocuparan por ella. Debía hacerles saber que se encontraba bien. Aunque Jenna sentía que debía mantener su voto de silencio, y que el proceso curativo, fuera cual fuere, que había comenzado con su huida requería de una adhesión estricta y total, su madre la preocupaba. Lo más probable era que estuviese enferma de preocupación. Lo mejor sería llamar para explicar cómo eran las cosas. Decirles que todo andaba bien.
Bajó al vestíbulo, donde también había una cabina telefónica, y se metió en ella. Se sentó y cerró la puerta. Una luz se encendió y un ventilador pequeño y ruidoso se puso en marcha. Marcó el número de sus padres, recurriendo a su tarjeta de llamadas. Su madre respondió al primer timbrazo.
—Hola, mamá.
Una pausa.
—¿Jenna?
—Sí, mamá, soy yo.
—¿Dónde estás?
—Necesitaba alejarme durante un tiempo.
—Jenna, ¿dónde estás? ¿Te encuentras bien? Creímos que te habían secuestrado. La policía encontró el coche de Robert, pero nadie te encuentra a ti. Y el mensaje que dejaste era tan extraño. Pero ¿estás bien? ¿Qué ocurrió? ¿Hay problemas entre Robert y tú? ¿Vas a abandonarlo? Jenna, ¿dónde estás ahora? ¿En Seattle?
A Jenna esta andanada de preguntas la entristeció. Había dejado confusión. Confusión y absoluto caos tras de sí. Las tropas habían sido abandonadas sin explicación, así que procuraban inventar una. Era triste oír a su madre lanzando una pregunta tras otra. Había tanto que hacer entender, tanto que explicar.
El abandono es el más egoísta de los actos. Jenna lo sabía. Pero también sabía que no era una persona egoísta. Jenna siempre se plegaba a los deseos ajenos, siempre concedía, siempre se amoldaba y modificaba su conducta para ser más compatible. No le agradaba incomodar a las personas, de modo que siempre les permitía a los demás decidir dónde comerían o qué película verían o dónde ir de vacaciones. Pero en ese momento no quería responder a ninguna de las preguntas de su madre. De hecho, no le caían bien, porque su madre las formulaba por egoísmo. Exigía información para aliviar sus heridas, pero no hacía intento alguno por paliar las de Jenna.
Y Jenna no tenía intención de detener su viaje egoísta ahora que había llegado tan lejos. Desaparecer había sido una forma de sentir que tenía algún poder. Se había puesto en una posición en la que tener el control dependía de ella, y debía seguir hasta las últimas consecuencias.
—Mamá. Me estoy tomando unas vacaciones. Estoy bien. Cuando las vacaciones terminen, te lo contaré todo.
—¿Qué quieres decir? Dime ahora mismo dónde estás.
—No, mamá. Volveré a telefonear para ver cómo siguen las cosas.
—¡Jenna! Escúchame bien. Nos has causado una gran preocupación a tu padre y a mí. Exijo que respondas a mis preguntas.
—Mamá, dile a papá que lo amo. Te amo. Llamaré pronto.
—¡Jenna!
—Adiós, mamá.
Colgó. Qué desastre. Ahora Jenna entendía por qué la gente elige desaparecer, entendía a las personas que se marchan de pronto y no le dicen a nadie dónde van. En Mi vida es mi vida, Jack Nicholson se monta en su camioneta y se va sin más. Estaba harto. Ocúpate tú de los pollos, fea vaca vieja.
Jenna aún tenía la mano sobre el auricular. ¿Llamaba a Robert? ¿Debía hacerlo? Sí. ¿Quería? No. Oh, mierda, venga, llámalo. Pero hazlo en tus términos. No cedas un ápice.
—Robert, soy yo.
—Jenna…
—Robert, escucha, no me hagas un millón de preguntas, porque si lo haces, cuelgo ya mismo.
Silencio.
—Mira, lamento haberme marchado así, pero necesitaba hacerlo. Estoy bien, está todo en orden; pero necesito alejarme un poco para reorganizarme.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, estoy bien. Mira, ya sé que hice las cosas de mala manera. Pero hacerlo fue bueno, ¿entiendes? Lo necesitaba.
—Comprendo.
Robert parecía derrotado.
—¿Cuándo vuelves a casa? —preguntó—. Bueno… ¿dónde estás?
Jenna se mordió los labios.
—No puedo decírtelo.
—De acuerdo. Estás bien, no sabes cuándo regresas. ¿Eso es todo?
¿Eso es todo, eso es todo, eso es todo? Sí, eso es todo. Por eso llamé. Para decirte eso y nada más. Eso es todo. Adiós.
—Dame un número de teléfono; para poder ubicarte, nada más.
—No.
—Te prometo que no llamaré. Es sólo para saber que si necesito hacerlo, puedo. Por favor.
—Imposible. No puedo.
—Jenna, por favor. Sólo para poder llamarte. Sólo para saber.
—¿Saber qué?
Una pausa.
—Saber si regresarás a mí.
Oh. Robert se estaba conteniendo, y mucho. Su voz lo delataba. Estaba al borde del llanto. Estaba sentado ante su escritorio, la cabeza entre las manos, aferrado al teléfono, con los ojos rojos. Jenna sentía deseos de concederle algo para consolarlo. Pero un número de teléfono era demasiado pedir. Rompería el encantamiento. Ella dejaría de mirar a través de un cristal espejado, sin que nadie la viera. Si daba un número, todos podrían importunarla, invadirla. Si conseguían acceder a ella, no podría escapar. Necesitaba ser egoísta, hacer algo para sí. Debía mostrar resolución. No tenía que ceder ante las emociones. Debía ser firme.
—Te llamaré mañana. No puedo prometer más.
—Dios, Jenna. —Robert dejó escapar un sollozo. Pobrecillo. Lloraba—. Esto me está matando.
Jenna respiró hondo.
—Lo siento, Robert. Pero a mí me está salvando.
Jenna cortó la comunicación y se quedó sentada en silencio; el ruidoso ventilador zumbaba por encima de su cabeza. Se preguntó qué hubiera pasado, de qué modo habrían ocurrido las cosas, dónde se encontraría en ese momento de no haber sido porque fueron a esa estúpida fiesta en el aniversario de la muerte de Bobby.