Era tarde, en torno a las dos de la madrugada; Jenna estaba de pie en la cubierta de cargas, a la espera de que el ferry atracara en Wrangell. No había calculado que la hora de llegada sería tan tardía. Pero para ese momento, no le importaba qué hora era. Lo único que quería era salir al aire fresco, sentir tierra firme bajo sus pies. Jenna ya se había despedido de Debbie y de Willie. Parecieron tristes al enterarse de que los dejaría en mitad de la noche. Willie fue a la cafetería y compró un par de pasteles de chocolate; los tres se desearon buen viaje y éxito. Que Dios nos bendiga a todos.
Un perro gimió. Jenna se volvió y vio jaulas para perros, colocadas en fila. Muchos perros, ladrando con tristeza. Se acercó a una de las celdas carcelarias y metió el dedo en la que contenía un beagle. El animal le lamió el dedo con entusiasmo y lanzó un aullido de alegría. Cuerdas vocales diseñadas por la genética para oírse incluso en mañanas de niebla, alertando a los cazadores sobre la presencia de una presa. Corre conejo.
Un ensordecedor chirrido sobresaltó a Jenna. Se volvió y vio que el inmenso portón de hierro del lado de babor se abría. Los grandes engranajes metálicos giraban, y la fricción del portón sobre sus rieles producía un doloroso lamento. Los perros enjaulados aullaron y cantaron casi en armonía; Jenna se sintió como si estuviese en una residencia para depravados acústicos.
El portón continuó abriéndose, y Jenna distinguió la costa, a la que la traslación del barco imprimía un movimiento aparente, por la abertura. Estaban a unos cincuenta metros de tierra y se desplazaban en forma paralela a una playa. Oyó un fuerte bramido, seguido de las vibraciones de la hélice que cambiaba de sentido. Otro sonido doloroso; la cubierta vibró con tanta intensidad que pareció estar a punto de desarmarse bajo los pies de Jenna. El ferry fue disminuyendo la velocidad a medida que se acercaba a tierra.
Había una vieja, al parecer la única otra pasajera que desembarcaba allí, a unos seis metros de Jenna. Era menuda y regordeta, con largo y enmarañado cabello gris. Su rostro era marrón y rugoso, como una vieja bolsa de piel. Sus ojos pálidos atisbaban desde debajo de unas espesas cejas. Tenía dos grandes bolsos de tela basta a sus pies. Llevaba a la espalda una mochila de marco de aluminio y con una mano sostenía una caja rectangular de madera. A Jenna le sorprendió lo cargada que iba.
De pronto, la mujer la miró. Jenna sonrió y la saludó con una cabezada, pero la otra no respondió. Se la quedó mirando por un momento antes de volver los ojos hacia la oscuridad de la noche.
El embarcadero apareció en el portón, a apenas unos metros del barco. Jenna vio que una gruesa maroma enrollada en un cabrestante de cubierta se tensaba; el barco se detuvo con suavidad. En el muelle, un hombre accionó unos controles eléctricos que hicieron que una pasarela descendiera hasta la cubierta de cargas. Uno de los tripulantes del barco silbó para llamar la atención de Jenna y de la anciana y con un gesto les indicó que desembarcaran. Jenna se apresuró a cruzar el portón y luego la pasarela, y se encontró en el muelle.
La transición de un ambiente puramente mecánico a uno natural fue desconcertante. Como salir a otro mundo. El aire frío envolvió a Jenna cuando pisó el embarcadero; sus ojos se adaptaron a esa nueva oscuridad. Los bosques que se extendían por delante de ella emanaban una extraña quietud, una suerte de vacío sónico que absorbía los ruidos del ferry con su silencio.
Jenna caminó en dirección a la carretera. Hacia su derecha, veía algunas casas; más allá, comenzaba Wrangell. La parte principal del pueblo quedaba al otro lado de una curva. Recordó que había un hotel a la entrada del pueblo y rogó para que aún existiera.
Había luna y el cielo estaba despejado. Jenna pasó frente a las casas oscuras y silenciosas, mirando lo que la rodeaba. Cerca del puerto había pocas casas, aisladas y metidas entre los árboles. Pero conforme se acercaba a la ciudad, estaban más cerca unas de otras. Todas se parecían mucho: planta alta, muros de tablones, techo de pizarra embreada. Las más estaban bastante deterioradas. Una, un poco más adelante, estaba en un estado lamentable. Se inclinaba hacía un costado, las ventanas estaban clausuradas con tablas, la pintura descascarillada se desprendía por todas partes. Jenna la reconoció al instante. Era la casa de su abuela.
Se detuvo frente a ella y la estudió. Llevaba años abandonada, y se notaba. Así y todo, tenía algo que llamaba la atención. Jenna recordó la ocasión en que fue allí en ferry, cuando estudiaba secundaria. Entonces, como ahora, el barco había arribado por la noche. La abuela, en camisón, la aguardaba en el porche. Qué miedo le había dado acercarse a la casa y ver a esa anciana de cabello blanco, sentada en una mecedora de metal y hablando sola. Jenna se había sentido muy incómoda en ese momento; ahora, sin motivo aparente, sentía como un eco de aquella sensación. Porque la abuela ya había muerto. La casa también estaba muerta. Había estado vacía durante casi una década.
La vieja del ferry iba a la zaga de Jenna. Su mucho equipaje la demoraba. Había entrelazado ingeniosamente las asas de sus bolsos de tela y los remolcaba como si fuesen un tren. Así y todo, se notaba que le costaba mucho; Jenna se sintió obligada a ofrecer ayuda.
—¿Va lejos? —preguntó—. Quizá pueda ayudarla con los bolsos.
La vieja se detuvo y la miró. Evaluó el ofrecimiento durante un momento antes de señalar hacia delante.
—Sólo hasta el embarcadero del pueblo —graznó.
Jenna cogió las asas de los bolsos de lona y procuró alzarlos; no tardó en darse cuenta de por qué la anciana los arrastraba. Eran tremendamente pesados. Así que tuvo que arrastrarlos como lo hiciera la otra, que ahora la precedía.
Ambas ascendieron por la calle en silencio. La calle Front no tardó en abrirse en una suerte de plaza. Más arriba, y hacia la izquierda, Jenna divisó la calle principal y sus tiendas. Directamente a su derecha, una gran edificación oscura asentada sobre pilotes se alzaba por encima de las aguas; hacia allí se dirigieron. Pasaron frente a una casa con una enseña que decía «Posada Stikine», y Jenna vio con alivio que parecía abierta. Recorrieron unos veinte metros más hasta llegar a orillas del mar y a otro embarcadero que se adentraba en una bahía. La vieja se detuvo.
—Esperaré a mi hijo aquí.
Jenna soltó el asa. Una repentina ligereza se apoderó de su brazo y se sintió aliviada de haber terminado con la faena. Se reclinó contra la barandilla.
—Gracias por su ayuda —dijo la anciana.
—¿Necesita algo más?
La vieja meneó la cabeza. Jenna trató de distinguir su rostro en la oscuridad, pero las sombras lo ocultaban.
—Bueno, de nada —respondió Jenna, incorporándose—. Voy a ver si consigo una habitación.
—¿Te alojas en el hotel? —se apresuró a preguntar la vieja.
—Eso espero.
—Es un lugar agradable. Eso sí, tendrás que hacer sonar la campanilla para despertar a Earl. Es tarde.
—¿Toco el timbre, entonces?
La vieja asintió con la cabeza.
—El desayuno es gratis. Los huevos se pagan aparte.
—¿Cómo dijo?
—Si quieres huevos para el desayuno, debes pagarlos. Yo siempre desayuno con huevos.
—Qué bien —dijo Jenna.
La mujer no parecía del todo en sus cabales. Se la veía como dispersa y ausente.
—¿Aquí se queda? —le preguntó.
El embarcadero no parecía un destino final. Eso, además de la rareza de la mujer, era lo que había llevado a Jenna a preguntarlo.
—Mi hijo me recogerá por la mañana. Esperaré aquí.
—Entiendo —asintió Jenna—. Bueno, buenas noches, entonces.
Jenna se disponía a marcharse cuando la vieja habló otra vez.
—¿De dónde sacaste ese collar?
Jenna se llevó la mano de forma automática al amuleto de plata que le colgaba al cuello.
—Unos amigos me lo regalaron.
La mujer sin cara asintió con la cabeza.
—Mi hijo lo hizo.
Claro. Jenna se dio cuenta de que ésta era la extraña vieja de la que le hablaran Willie y Debbie. La que les vendió el collar.
—Es muy hermoso —dijo Jenna—. ¿Sabría decirme qué es?
La anciana tendió la mano y cogió el amuleto durante un instante.
—Un kushtaka.
—Sí, eso me dijeron. ¿Qué es un kushtaka? ¿Es una leyenda tlingit?
La vieja juntó los bolsos de lona para hacerse una especie de asiento y se dejó caer sobre ellos, extendiendo las piernas.
—Una leyenda, sí. Un cuento para atemorizar a los niños y evitar que se vayan demasiado lejos de las casas. ¿Tienes un cigarrillo?
—Lo siento, no fumo —dijo Jenna, encogiéndose de hombros—. ¿Y qué son los kushtaka?
—¿Los kushtaka? ¿Qué quieres saber? Son espíritus.
—¿De qué clase?
—Del pueblo de las nutrias. Son muy poderosos. Digo, si crees en ellos. Custodian las aguas y los bosques y rescatan almas perdidas. ¿Crees en ellos?
—No sé. Nunca había oído hablar de ellos.
La abuela le contaba cuentos tlingit, pero no recordaba que ninguno fuese sobre los kushtaka. Había uno acerca de un hombre que se casaba con una osa, otro sobre un chico que mató un monstruo y lo quemó, y ése era el origen de los mosquitos.
—Se llevan las almas a las aldeas kushtaka y las tornan en kushtaka. Son ladrones de almas.
—Vaya. ¿Hay algún cuento sobre eso?
—Por supuesto. Muchos.
—¿Me puede contar uno?
—¿Cuál? ¿El de cómo se originaron?
—Sí. ¿Cómo se originaron?
—Yo lo sé.
Fue después de la inundación. Cuervo hizo una inundación para matar a todos los malos. Había demasiados. Quiso limpiar el mundo. Pero no podía matar a los malos sin matar también a los buenos. Así que todos murieron. Incluso la madre de Cuervo; eso lo entristeció mucho. Amaba a su madre, y se puso muy triste.
La mujer abrió uno de sus bolsos, tomó un paquete de cigarrillos, encendió uno. Jenna sonrió. Los cigarrillos ajenos siempre saben mejor que los propios.
Un día, cuando la inundación ya había bajado, Cuervo caminaba por la playa, juntando piedras; oyó que alguien cantaba su nombre. Siguió el sonido y se encontró con unas nutrias que jugaban en la arena.
—¿Quién me llama? —preguntó Cuervo.
—Súbete a mi lomo —respondió una de las nutrias—, y te llevaré al lugar desde el cual te están llamando.
—Pero me ahogaré si voy contigo —dijo Cuervo. Le temía mucho al agua, pues no sabía nadar.
—No tengas miedo —dijo la nutria—. Conmigo estarás a salvo.
Así que Cuervo se montó en la nutria; aunque procuró prestar atención al camino que seguían, se sintió muy mareado y se durmió. Cuando despertó, se encontró en una aldea muy populosa. Cuervo recorrió las playas de esa tierra desconocida hasta que encontró a su madre. Se alegró mucho de verla, porque hasta entonces creía que había perecido en la inundación, como todos los demás. Le preguntó a su madre cómo había llegado a esa tierra, y ella le contó que cuando las aguas subieron, las nutrias la habían rescatado y llevado a ese lugar, donde la trataban muy bien… Bueno, Cuervo estaba tan feliz de que las nutrias hubiesen rescatado a su madre que decidió hacerles un regalo. A partir de entonces, las nutrias podían adoptar cualquier forma, como lo hacía Cuervo. Podían tornarse de nutrias en personas, o en peces, o cualquier otra cosa que les apeteciera. Y el don implicaba una responsabilidad. Cuervo les dijo que debían guardar los bosques y los mares y rescatar a todo el que estuviese en peligro de ahogarse o morir de frío. Y les dio un nombre. Las llamó kushtaka.
La vieja sonrió y Jenna vio que sólo tenía cuatro dientes.
—Qué lindo cuento —dijo Jenna—. Pero no da mucho miedo.
—¿No te dio miedo?
—No.
—Será porque nunca los viste.
—¿Cómo son?
La vieja se encogió de hombros.
—Como cualquiera. Como yo. Quizá yo sea un kushtaka, y tú estás bajo mi hechizo en este momento. Te podría llevar a mi guarida y te quedarías atrapada ahí para siempre.
La vieja lanzó una cómica risilla y Jenna rio.
—¿Es usted un kushtaka?
—¿Quieres venir conmigo?
—¿Qué?
—Mi hijo viene con su bote. Podrías venir con nosotros.
—No, gracias.
—¿Ves? —La anciana parecía resoplar—. Si yo fuera un kushtaka no hubieses podido negarte.
—Ah, entiendo —Jenna bostezó—. Bueno, tengo que marcharme.
—Dame algo de dinero.
Jenna se sobresaltó.
—¿Qué?
—Que me des algún dinero. Te conté un cuento, como me pediste. Ahora, me tienes que pagar.
Jenna se quedó sorprendida por el inesperado curso que tomaba la conversación, pero no quería discutir. Lo cierto era que la mujer le había contado el cuento, y era probable que el dinero fuese más importante para ella que para Jenna. Además, lo único que quería era conseguir una habitación y descansar. Sacó un billete de cinco dólares y se lo dio a la mujer.
—¿Quieres que te cuente otro?
—No, gracias. Me quiero ir a dormir. Pero gracias, de todos modos.
—No te pierdas en el bosque, o los kushtaka te robarán el alma.
La mujer rio de una manera siniestra y Jenna se sintió incómoda.
—Tendré cuidado —dijo Jenna, echándose la mochila a un hombro.
—Ni te darás cuenta —contestó la otra.
—¿De qué?
—De que van a por ti.
Jenna sonrió.
—Gracias por el cuento. Me cuidaré —dijo y emprendió camino.
De pronto, tuvo la sensación de que la vieja estaba loca. Le dieron escalofríos. Cuando estaba llegando al extremo del embarcadero, la anciana la llamó. Jenna pensó en ignorarla, pero se detuvo y se volvió.
—Los ojos —dijo la anciana, señalando uno de los suyos—. No les cambian. —Volvió a reír y un intenso temor embargó a Jenna. Necesitaba llegar al hotel y conseguir una habitación. Toda aquella situación comenzaba a asustarla.
Jenna se apresuró a llegar a la Posada Stikine y ascendió los cinco escalones del porche frontal. Estaba oscuro. Abrió la puerta-mosquitero y probó si la puerta de entrada estaba cerrada con llave. Estaba abierta. Entró al penumbroso vestíbulo y cerró la puerta a sus espaldas; ya se sentía un poco más segura.
Una pequeña lámpara apoyada en el mostrador de recepción era la única fuente de luz. Jenna se acercó y vio una campanilla, que hizo sonar. El sonido retumbó en el vestíbulo. Ni un movimiento. Eso era malo. Jenna sintió que la invadía el pánico. La vieja la había atemorizado. No con su cuento, sino con su conducta. Volvió a hacer sonar la campanilla. Nadie respondió.
Jenna paseó la mirada por el vestíbulo, en busca de un sillón para tumbarse y pasar la noche. Había un banco cerca de las escaleras. Una vieja cabina telefónica de madera. Un par de sillas metálicas plegables. Un comedor del lado de la orilla. Pero nada que pareciese muy confortable. Sin duda, nada sobre lo que se pudiera dormir. Detrás del mostrador se veían unos ganchos de donde colgaban las llaves de las habitaciones; todas parecían estar ahí. De modo que había alojamiento libre. Jenna pensó que podía coger una, ir a una habitación, y pagar por la mañana. Pero antes de hacerlo, probó una vez más con la campanilla.
Esta vez hubo respuesta. Oyó unos refunfuños, después pasos y, al cabo de un momento, apareció un hombre de edad con el cabello revuelto y enfundado en un pijama azul.
—Lamento llegar a esta hora —se disculpó Jenna mientras el otro se dirigía al mostrador arrastrando los pies.
—¿El ferry acaba de llegar? —preguntó el hombre.
—Sí.
El hotelero le pasó un impreso y un bolígrafo.
—Rellene esto.
Jenna garabateó la información. Nombre, dirección, duración de la estancia. Aproximadamente una semana. Mientras escribía, el hombre tomó una de las llaves que colgaban y la puso frente a ella en el mostrador.
Cuando Jenna terminó con los trámites, el hombre cogió el impreso y lo estudió con detenimiento.
—¿Dejó su equipaje en el puerto? —preguntó.
—No, esto es todo lo que tengo.
El hombre abrió un poco más los ojos, que hasta el momento tenía casi del todo cerrados.
—¿Se queda una semana y eso es todo lo que trae?
—Viajo ligera de equipaje.
El hombre se encogió de hombros e hizo una mueca que parecía decir que las personas como Jenna son el mayor problema del mundo actual. Siguió escrutando el impreso.
—¿De vacaciones?
—Sí. Bueno, en realidad, mi madre es de aquí. Estoy visitando el pueblo. No he estado aquí desde que era niña.
—¿Cómo se llama su madre?
—Sally Ellis.
El hombre cabeceó con aire pensativo.
—¿Cómo está?
—Bien. Vive en Nueva York.
—¿Nueva York? Ajá. Bueno, cuando la veas dile que Earl le manda saludos.
—Eso haré.
—Habitación nueve —dijo Earl antes de regresar sobre sus pasos, arrastrando las chanclas. Cuando estaba a punto de perderse en la oscuridad del pasillo del fondo, señaló al comedor con vistas al mar—. Ese local es el restaurante Tótem. Se sirve el desayuno hasta las once. El desayuno continental está incluido en el precio de la habitación. Si quiere huevos, debe pagarlos aparte.
Y se marchó.
Jenna subió las escaleras y buscó la habitación número nueve. Al abrir la puerta se encontró exactamente con lo que esperaba: un cuarto de hotel barato, una estancia vieja y confortable. Dejó caer la mochila en una silla que había junto a la puerta y encendió el viejo televisor en color. Había un mando a distancia atornillado a una base de metal en la mesilla de noche. La cama estaba flanqueada por un par de ventanas que daban al sur, a la ensenada y el puerto, y otro que miraba al este, a la ciudad.
Jenna miró por una de las ventanas y vio el embarcadero. Se hizo una visera con las manos para ver mejor. La vieja, tan inquietante como antes, seguía sentada allí. Como si se hubiese dado cuenta de que la miraban, la anciana se volvió hacia Jenna y la saludó con la mano. Jenna retrocedió y bajó precipitadamente la cortina. Fue a la puerta y cerró con cadena. No es que la vieja fuese una amenaza. Sólo para estar tranquila.
Se quitó la chaqueta y la arrojó a la silla. Se desabrochó los pantalones y se quitó el jersey. Mientras se desprendía el sostén, rio en voz alta. La cama estaba abierta y sobre la almohada había una pequeña chocolatina de menta envuelta en papel dorado.
Por fin estaba en casa.
Jenna y Robert se conocieron en una fiesta. Una fiesta de ambientación mexicana a la que Jenna en realidad no había querido asistir. Sus amigos Henry y Susan, la más feliz de las parejas, eran los que la daban. Haz tus propias fajitas. Es cuestión de asar, enrollar, comer, nada más. Qué divertido. Cerveza Dos Equis y margaritas heladas. El sábado por la tarde, en nuestro entablado con vista al lago Union. Sólo parejas, pero invitemos a Jenna, así recordamos cómo son las personas solteras.
Sí, es cierto que Jenna estaba un poco susceptible en aquellos días. Era soltera y se sentía un poco sola. Pero no se trataba simplemente de que se sintiera sola porque no tenía compañero. Lo que más la afectaba de la soledad era no tener a nadie cerca. No podía soportar la carga de no tener a otro ser humano a su alcance. Incluso si ese otro ser humano ni siquiera hablara, para Jenna era importante tener siempre cerca a alguien para recordar que no estaba sola en el mundo. Sí, era una rareza, pero así era; Jenna apenas aguantaba ducharse sola. Siempre le parecía que había alguien escondido en la habitación, o alguien a punto de irrumpir, o alguien aguardando junto a la ventana, a la espera de que el agua comenzase a correr, para así poder romper el cristal sin ser oído, entrar y matarla. Su paranoia respecto a la soledad dominaba su vida, pero lidiaba con ella, tal como lo hacía con todo lo demás. Y fue a la fiesta, aunque sabía que era la única soltera que habría allí. Porque un compromiso es un compromiso, y si había algo que Jenna hacía, era honrar los compromisos. Así que fue y enrolló fajitas mexicanas.
Había un muchacho en la fiesta. Era guapo y no llevaba pareja. ¿Cómo era posible? Amigo de un amigo y acababa de mudarse a Seattle. Tráelo. ¿Habrá suficiente comida? Por supuesto; traed unas cervezas, nada más. ¿Qué hace? Se acaba de graduar en estudios inmobiliarios en Michigan. ¿En la universidad? En la universidad. Ann Arbor. Se parece a Tom Cruise. Tengo a la chica justa para él.
Muy bien, untas la tortilla con guacamole. Por encima, dispones unas tiras de pollo mal cocido, infestado de salmonella. Agrega cebollas y salsa, enrolla y come deprisa, antes de que el jugo te chorree hasta el codo.
—Hola, soy Robert. Susan dice que eres de lo más interesante y que debo hablar contigo.
—Robert. Ah, sí. El soltero.
—¿El soltero?
—Robert, aquí sólo hay dos solteros. Un chico y una chica; yo soy la chica.
—Supongo que entonces soy el chico.
—¿Así que te acabas de mudar desde Michigan y comienzas a trabajar en septiembre?
—¿Tienes mi curriculum?
—La señora Levi me informó de tu perfil.
—Bien, ¿alguna pregunta antes de que comience a cortejarte?
—Sólo un par de cuestiones. Por favor, respuestas concisas y relevantes. ¿Tu postura sobre el aborto?
—¿Mi posición personal o si me parece que el gobierno tiene derecho a restringir el derecho a elegir de las mujeres?
—Excelente. ¿Sobre rezar en las escuelas?
—Soy judío. Creo que eso lo dice todo.
—¿Votaste a Reagan?
—Jamás. No me importa si hizo muchas cosas buenas por el país. Es una cuestión de principios.
—¿Qué opinas del sistema de asistencia pública?
—El concepto de asistencia pública es bueno en sí mismo y necesario para toda sociedad progresista. El nuestro necesita una reforma. Pero pago todos los impuestos y mi asesor fiscal debe ser el único honesto que queda; así que es probable que pudiera pagar menos si quisiera protestar por la ineficiencia del sistema. En otras palabras…
—Dije «conciso». ¿Homosexualidad?
—Eh, cada cual es libre de ser como sea.
—¿Libre de ser como sea? ¿Mario Thomas?
—Me encanta.
—No era una pregunta. Muy bien, aprobaste. ¿Tienes algo que preguntarme a mí?
—Sólo una cosa.
—Venga.
—¿Quieres casarte conmigo?
Robert era joven e inteligente. Le gustaba el mundo de los bienes inmuebles porque le permitía ejercer su habilidad para interpretar a las personas. Quería formar una familia, tener tres hijos. Su madre le había enseñado a usar el lavavajillas y a secar las planchas de asar de hierro calentándolas en el fogón para que no se oxidasen. Sabía coser botones, lavar y planchar, pero no cocinar. Le gustaban las actividades de aire libre, pero no los deportes, porque sus habilidades no estaban a la altura de su competitividad. Detestaba hacer la compra, pero le encantaba ver a otra gente comprar. Su único problema con el dinero era que le encantaba gastarlo. En particular, en buenas cenas y vinos buenos para acompañar esas buenas cenas. Sabía bailar el fox-trot y el vals. De niño, su cereal preferido era Quisp, y el Concentrate le gustaba casi tanto como aquél. Vivía solo en un pequeño apartamento en la colina Queen Anne; era demasiado caro, pero le gustaba porque desde él se veía la Aguja Espacial. Y encontraba que Jenna tenía los ojos más hermosos que nunca hubiese habido en la historia del mundo, y de verdad quería salir a solas con ella para conocerla un poco más.
Jenna lo encontró demasiado limpio. Demasiado convencional. También pensó que los diez últimos artistas con los que había salido eran abrumadoras y vanidosas parodias de sí mismos. Tal vez este tío fuese diferente.
Jenna le contó a Robert que estaba a punto de viajar a Europa; quizá pudieran salir a su regreso. Se marchaba la semana próxima. Iba a visitar a una amiga en Carimate, un pueblecito en la ribera sur del lago Como. Llevaría su cámara para fotografiar puertas. Hay puertas estupendas en Italia. Puertecitas de madera, puertas de hierro, puertas para perros, pomos, aldabas, picaportes. Todo puertas, todo el tiempo. Era su ocasión de adquirir renombre. Un gran paso respecto al trabajo de fotógrafa de bodas. A su retorno, publicaría un libro de puertas y se haría rica. Bueno, tal vez rica no. Pero hay que aspirar a más de lo que uno puede abarcar, si no, ¿para qué existe el cielo?
—Te llamaré a mi regreso.
—¿Y si nos encontramos allí?
—¿Dónde?
—¿Adónde llega tu avión?
—A Milán. Ahí alquilaré un coche, conduciré hasta Venecia, y después desandaré camino hacia el lago Como; me detendré en cada ciudad a tomar fotos de puertas.
—¿Qué ciudades?
—No las conozco todas. Vicenza, Padua, Verona…
—¿Cuándo estarás en Verona?
—Tendría que verificarlo en mi itinerario.
—Dime cuándo estarás allí, e iré a encontrarme contigo. Conozco esa ciudad. Hay una fuente en la plaza central. Estaré allí a la una de la fecha que tú digas. Cenaremos en Verona esa noche y, si te agradara, quizá podríamos tener una segunda cita en Italia.
Después de la fiesta, Jenna lo telefoneó una vez, para decirle que estaría en Verona el dieciséis de junio. No volvió a hablar con él. Pero el dieciséis de junio a la una, fue a la fuente de la plaza. Él estaba sentado allí, con una gran sonrisa en el rostro.
—Aquí llega —dijo.
Aquí llega. Un comentario casual, sin duda. Probablemente, él ni recordara haberlo formulado. Pero caló hondo en Jenna. Era como si él la hubiese estado esperando junto a esa fuente durante toda su vida, y ella finalmente hubiera llegado.
Fueron al hotel donde se alojaba Robert. Hotel Due Torri. El hotel de las dos puertas. Era caro, el mejor de Verona. Mucho mejor que el lugarcito que había escogido Jenna. En la habitación, él pidió una bandeja de fruta y una botella de vino blanco. Les llevaron una gran fuente colmada de manzanas, ciruelas, uvas y kiwis con adhesivos de Nueva Zelanda en la cáscara. Comieron la fruta, bebieron el vino e hicieron el amor. Jenna se dejó puesta su camiseta sin mangas porque se sentía insegura de sus pechos. ¿Y si a él no le gustaban? La habitación estaba a oscuras porque las grandes persianas estaban echadas. Haces de luz solar se colaban por entre las tablas y un ventilador de techo ronroneaba sobre sus cabezas.
Jenna encendió la tele; había un canal llamado Super Station. Ponían un programa llamado Viaje en el tiempo que tomaba un año de la historia de Estados Unidos, del que hacía un perfil cultural de quince minutos. Mostraban informativos, anuncios, actuaciones musicales y escenas de telenovelas. Jenna miró 1964 y 1969 mientras Robert se daba una ducha.
Después fueron al lugar donde había vivido Julieta, y Jenna le dio su cámara a un desconocido, cosa que nunca había hecho antes, y le pidió que les hiciera una foto a Robert y a ella bajo la pequeña arcada. Aún conservaba esa foto. Llovía y le compraron un paraguas azul a un vendedor ambulante.
Esperaron a que pasara la lluvia besándose bajo un arco del patio. Muchas puertas daban a ese patio, pero Jenna no hizo ni una foto. Después fueron a un pequeño restaurante, donde pidieron dos ensaladas, un risotto con frutos de mar y otra botella de vino. Robert dijo que nunca había comido un risotto tan bueno. A continuación, fueron al hotel de Robert y volvieron a hacer el amor.
Y así fue como ocurrió. Él llevaba el cabello corto y desgreñado. Su rostro era delgado, sus pómulos muy hermosos. La gente lo tomaba por alemán, por su apariencia. Una pareja de turistas estadounidenses se le acercó y le preguntó en muy mal italiano cómo llegar al estadio. Él fingió un mal acento italiano y les respondió en un inglés chapurreado que siguieran dos calles a la derecha, una a la izquierda. Le agradecieron su amabilidad y le dijeron que su inglés era muy bueno.
Jenna telefoneó a su madre esa noche y le dijo que el proyecto de las fotografías de puertas no iba muy bien, pero que había conocido a un chico. Sí, había conocido a un chico y, sí, quizá también el amor.