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El timbre del teléfono hizo que Robert se despertara, sobresaltado. Miró el reloj. Las seis de la mañana.

—Con el señor Rosen, por favor —dijo una voz grave y autoritaria.

—¿Quién es?

—Sargento Wald, departamento de policía de Bellingham.

Robert se espabiló. Se sentó en la cama.

—Sí, habla Robert Rosen.

—Señor Rosen, hemos confiscado un BMW 850i 1994, negro, dos puertas, registrado a nombre de usted.

—Sí, es mío. ¿Mi esposa iba en él?

—¿Cómo dice?

—Tenía la esperanza de que mi mujer estuviese en el coche.

—No, que yo sepa. El vehículo fue remolcado al depósito policial ayer por la mañana. Metimos los datos en el ordenador y vimos que figura como «vehículo extraviado». ¿Fue robado?

—No. La policía de Seattle me dijo que daría la alerta por el vehículo, nada más. Es que mi esposa desapareció con el coche el sábado por la noche y no volví a tener noticias de ella. La policía de aquí me comunicó que difundiría un aviso por el coche, porque técnicamente mi mujer no es una persona desaparecida.

—Entiendo. Bueno, en el vehículo no había ningún daño que haga pensar en nada sospechoso. Es que estaba aparcado en una zona prohibida.

—¿Cuánto tiempo estuvo allí?

—Como le dije, fue remolcado ayer por la mañana; a las siete cero cinco, en la avenida Harris. Es una de las calles que tienen más tráfico en hora punta.

—Pero ni rastro de mi esposa.

—No, señor.

—Bien. Bueno, gracias por llamar.

Robert se dispuso a colgar.

—¡Señor! ¿Va a retirar el vehículo hoy?

—¿Hoy?

—Hay una tarifa de veinticinco dólares por la custodia, además de la multa por el remolque.

—Oh, no sé. Es probable que hoy no. Diría que mañana.

—En ese caso, serían veinticinco dólares más.

Robert sonrió. Veinticinco dólares. Menos que en un aparcamiento.

—Aceptamos Visa y MasterCard.

—Estupendo.

Robert cortó. Mierda, mierda, mierda. Desapareció el coche. Desapareció Jenna. Apareció el coche. Jenna sigue sin aparecer. Ni telefonear, nada. Quizá la secuestraron. Llama a la policía. Sí, claro, qué gran ayuda. Si no me equivoco, las palabras exactas fueron: «Si tiene más de dieciocho años puede abandonarlo a usted si le apetece. La policía no tiene la obligación de buscarla». Si no hay indicios de nada anormal, ni petición de rescate, no hay evidencia de que haya sido secuestrada. Y si no hay evidencia, ello significa que ella escogió marcharse. Puede hacerlo si quiere. Esto son los Estados Unidos de América, no China.

Robert fue a la cocina y se puso a hacer café. Se preguntó si existiría algo más frustrante que lo que le pasaba. No estaba acostumbrado a no controlar su destino, a verse forzado a permanecer al lado del teléfono, a la espera de que suene. A tener que ir a trabajar fingiendo que todo estaba bien. Eso era irritante. Aunque el trabajo, al menos, le permitía apartar su mente del asunto. Podía obnubilarse, confundirse apilando más y más cosas en su escritorio hasta que las tareas pendientes lo abrumaban y tenía que dedicar toda su concentración a resolverlas. No dejar tiempo libre para dudar sobre lo que no sabía, es decir dónde y por qué. Sobre todo dónde. ¿Dónde estaba ella y qué demonios estaba haciendo allí? ¿Y por qué? Él no había hecho nada malo, ¿verdad? Eso era lo más desesperante. Hacerse preguntas que no podía responder. Rumiar preguntas es estúpido. Robert prefería, con mucho, obtener respuestas.

Tomó el periódico del umbral y lo repasó mientras se bebía su taza de café. Titular: Un coche atropella y mata a tres estudiantes. Titular: La peor sequía en diez años. Titular: Una secta religiosa militante se enfrenta con el FBI. Chiflados.

Entonces, hizo la asociación de ideas. Secta. ¿Qué se hace cuando un ser amado es captado por una secta? Haces lo que John Wilson: envías a alguien a buscarlo. Hacía unos meses, Steve Miller le contó que John Wilson, un abogado amigo de ambos, tenía problemas con su hija. Cuando fue a estudiar a la universidad se unió a una secta y desapareció. Wilson quedó verdaderamente desolado. Al parecer, acudió a una suerte de especialista, un investigador, que encontró a la muchacha y la recuperó. La policía se había negado a ayudar a Wilson porque la chica tenía dieciocho años; así que él tuvo que buscarse a alguien que operase al margen de la ley.

Esa es la respuesta, pues. ¿Por qué ser pasivo cuando puedes ser activo? Si Jenna le hubiese explicado que necesitaba alejarse, sería otra cosa. Si le hubiera dicho que necesitaba unas vacaciones o algo así, bueno. Pero esto era una locura. Desaparecer de un momento para otro. Podía significar cualquier cosa. Que hubiese perdido la chaveta. Que se hubiera metido en problemas. Podía estar tirada en una zanja, víctima de algún asesino en serie.

No era momento de andar con rodeos. Robert cogió su maletín, de donde extrajo su agenda electrónica. Buscó el número de teléfono de John Wilson. El de la casa. Lo pulsó. Una voz soñolienta respondió.

—¿John? Habla Robert Rosen. Lamento llamarte tan temprano, pero tengo un gran problema y necesito tu ayuda.

Robert se lo contó todo a John Wilson con tanta claridad cómo le fue posible.

—Bueno, Robert, el tío ese que contraté es un experto. Encontró a Cathy y se ocupó de todo. Ahora, ella está muy bien. Volvió por completo a la normalidad, duerme en su antiguo cuarto, todo. El tipo realmente sabe lo que hace.

—¿Cómo lo hizo?

—Me pidió que no se lo preguntara. Dejó claro que en un caso como el de Cathy, el fin siempre justifica los medios. Y, a decir verdad, tenía razón. A veces, hay que combatir el fuego con el fuego, ¿entiendes?

—Sí. Lo contrato.

—Eso sí, nos costó mucho dinero. Debes tener eso en cuenta. No era barato.

—El dinero no importa. Sólo quiero recuperar a mi esposa.

—Espera. Te buscaré su número de teléfono.

Robert tamborileó nerviosamente con los dedos sobre la mesa mientras esperaba a Wilson. Ahora se sentía mucho mejor. La acción siempre había sido su mayor fuerza. Jenna tenía que estar en algún lugar. No podía desaparecer así como así. Y ese tío la encontraría. Si sólo se hubiese marchado por unos días, Robert se enteraría de dónde estaba y de si estaba bien o no. Pero si en realidad la habían secuestrado, o algo peor, sin duda Robert haría algo. Algo. Lo que define la personalidad de un hombre son sus acciones. Y si Robert tuviera que escoger un modo de denominar su personalidad, se haría llamar, precisamente, el señor Acción.