12

Era el fin del segundo día y Jenna estaba de pie en la cubierta del Columbia; contemplaba las estrellas. El viento arreciaba y hacía un poco de frío, pero Jenna prefirió cerrar la cremallera de su chaqueta y abrigarse con los brazos a emprender la retirada. Había encontrado un rinconcito oscuro y silencioso, en realidad, el único sitio del barco en que podía estar sola durante un momento, y no tenía intención de renunciar a él enseguida. Pronto llegaría el momento de reposar en la caverna amarilla que era como un dormitorio comunitario. Y su momento de silencio habría pasado.

Pensándolo bien, el ferry era el mundo perfecto para Jenna. Estaba sola, pero era consciente de que tenía cientos de personas a mano en caso de que las necesitara. Miró las estrellas, aspiró el aire frío; tuvo la certeza de que había hecho bien en alejarse de todo. Aun así, una parte de ella anhelaba tener a alguien con quien compartir esos momentos. Alguien a quien amara y que la amara. Podían abrazarse para protegerse uno al otro del frío. Beber chocolate caliente, soplarse las manos, besarse un poco. Él se abriría la chaqueta, y ella se metería dentro.

Así lo había hecho Robert dos veranos atrás. Se abrió la chaqueta y Jenna se deslizo entre sus brazos. Se besaron y miraron las estrellas. Bebieron vino, no chocolate caliente. Ojalá Steve Miller no los hubiera interrumpido. Si, al verlos, se hubiera dicho «no quiero molestarlos», Bobby estaría vivo. No, eso no era verdad. No había que pensar de ese modo. A Bobby le había llegado su turno y nada de lo que hubieras podido hacer habría cambiado eso. La parca hubiese llegado de un modo u otro. En esa encrucijada, o en la siguiente. Pero no existe modo de evitarla. Eso te enseñan en la escuela.

Todo comenzó en una fiesta en un barco que iba y venía frente a la costa de Seattle. Jenna y Robert estaban en la cubierta, en un mundo aparte, besándose y mirando las luces de la ciudad. Estaban a principios de junio y el tiempo era cálido. Los otros ocupantes de la nave cuchicheaban sobre qué buena pareja hacían.

Por aquel entonces, Robert era el niño audaz, el aventurero solitario. Mientras los demás agentes inmobiliarios de su edad se quedaban dentro, lamiendo el culo a sus superiores, Robert escogía estar en cubierta besando a Jenna.

Y lo respetaban por ello.

Robert solía decirle a Jenna que la amaba. Cuando tenían invitados a cenar, la besaba delante de todos. Solía regresar a casa a la hora del almuerzo para compartir algún pequeño deleite vespertino. Y tampoco es que todo ello hubiese ocurrido hacía mucho. Fue hacía apenas dos cortos años. Bobby tenía cinco años y ellos llevaban ocho de casados. En términos generales, eran como un matrimonio a la vieja usanza. Mientras que sus amigos se separaban, Robert y Jenna estaban en otro plano, inmunes a los problemas, sean cuales sean, que hacen que las parejas jóvenes se desintegren.

Y hasta hablaban de tener otro hijo. Una niña, esperaban.

Steve Miller les habló. A Jenna nunca le había caído del todo bien. Tenía treinta y tantos años y estaba divorciado. Se jactaba de haber tenido la previsión de acordar un contrato prenupcial, lo que había evitado que su ex esposa se hiciese con su dinero. Su pasatiempo favorito era conducir Porsches a toda velocidad y sin destino fijo. Era bajo, era evidente que no todo su pelo era suyo y un rumor afirmaba que se había hecho implantes en los pectorales y las pantorrillas. A Robert le caía bien, aunque le irritaba que Steve lo llamara «jefe». Decía que le parecía un simulacro de la camaradería propia de los albañiles.

—Hola, jefe.

—Hola, Steve.

—Jenna, ¿cómo te va, cariño?

Steve le dio un beso en la mejilla.

—Hola, Steve.

—Estás arrebatadora esta noche, Jenna. Ojalá tuviera una chica como tú para besarla en cubierta.

Steve le pasó un brazo sobre los hombros a Robert.

—Robert, necesito hablar un poco contigo, si me lo permites. Se trata de negocios, pero también de placer.

Steve se movió de modo tal que quedó entre Robert y Jenna.

—Estoy haciendo negocios con un grupo de inversores al que le va más que bien. Hemos apoyado algunos proyectos muy prometedores y que terminaron por producir ganancias altísimas. Todo Seattle quisiera ser parte de nuestra pequeña fraternidad; pero, como dicen: muchos acuden, pocos son escogidos. Sin embargo, Bob, quien te habla le ha mencionado tu nombre a dicho grupo; y me han dado su autorización para invitarte a nuestro próximo proyecto.

Steve se interrumpió y escudriñó la boca de Robert.

—Me parece que tienes un poco de carmín en la boca, jefe.

Jenna se lamió el pulgar y limpió con él el labio inferior de Robert.

—Hay un pueblo abandonado en Alaska. Está en una isla del sudeste llamada isla Príncipe de Gales.

—La familia de Jenna es de Alaska. De una ciudad que se llama Wrangell.

—¿De veras? Queda prácticamente al lado del sitio del que te hablo.

—Sí, ella tiene un cuarto de sangre india tlingit.

Steve alzó la mano en un burlesco saludo indio.

—Hau. Bueno, resulta que es un antiguo pueblo pesquero que fue abandonado hace años, y lo estamos transformando en complejo turístico de lujo. Nuestro grupo se asoció a unos inversores japoneses y estamos reuniendo un grupo limitado de socios para financiar el proyecto. Lo llamaremos Bahía Thunder. Las unidades se están vendiendo a cien mil la pieza.

Robert alzó las cejas.

—Ahora bien, Robert, antes de que me digas que no tienes cien mil dólares para invertir, te diré dos cosas. Una, que con mucho gusto te integraríamos a un grupo de inversores interesados en participaciones más pequeñas. Cincuenta mil, veinticinco mil, lo que fuere. Dos, que en realidad el sentido de todo esto que te estoy contando es que, si dices que estás interesado, te ganas unas vacaciones gratuitas. Me explico. Como somos conscientes de la magnitud de la cifra que pedimos a los potenciales inversores, hemos decidido hacer promoción en serio. Abriremos el lugar durante una semana en julio, e invitaremos a los interesados en invertir a que se alojen gratis. Así, se harán una idea de lo bueno que puede ser el lugar. Unas vacaciones con todo pagado para ti y tu familia. A Jenna y a Bobby les encantará.

Robert miró a Jenna. Los ojos le brillaban. Ella percibió su entusiasmo.

—Parece muy divertido, Steve.

—Ya lo creo que lo es. Este complejo será el ejemplo perfecto de las nuevas tendencias en turismo y ocio. Mira, la gente quiere experimentar el contacto con la naturaleza salvaje, ¿verdad? El aire libre, todo eso. Pero en última instancia, lo que les importa de verdad es comer bien. Quieren divertirse y vivir la naturaleza y todas esas cosas; pero cuando regresan a sus habitaciones por la noche, quieren una ducha caliente y una buena botella de vino. ¿Me equivoco? En el hotel tenemos cocineros de primera línea. Pero la comida la pones tú. Sí, es una aldea de pescadores y cazadores. Los huéspedes cazan y pescan durante el día, por la noche comen lo que obtuvieron. Preparado por los mejores chefs. Tenemos los mejores guías de caza y pesca. Ellos se ocupan de despellejar y preparar las piezas. Un sólido Châteauneuf du Pape con carne de caza. Un Hermitage blanco con trucha fresca. No me digas que no es tentador.

A esas alturas, a Robert se le caía la baba, pero disimulaba.

—¿Y si decido no invertir, qué? No creo que estemos en condiciones de hacer una apuesta de esa importancia en este momento. Hasta veinticinco mil es mucho para que lo arriesguemos.

—Mira, jefe, tómalo como un aliciente. Este grupo de inversores es muy activo. Quieren tenerte cerca. Sólo di que te interesa. Si no inviertes en esta ocasión, ya lo harás más adelante. Lo cierto es que ellos están invirtiendo en ti. Mira, estás en la lista de invitados. Considéralo un honor.

Jenna se dio cuenta de que Robert estaba convencido. Y lo cierto es que la idea tampoco le desagradaba a ella. La isla Príncipe de Gales. Nunca había oído hablar de ella. Bahía Thunder. La buscaría en el mapa. Robert había quedado seducido por la propuesta de Steve Miller, eso de cazar tu comida. A ella, esa parte le parecía algo así como pelar tú mismo los camarones en el restaurante, pero en fin. En ese momento, la mente de Robert estaba en la Bahía Thunder, y ahí se quedaría hasta que Jenna lo hiciese regresar.

Jenna miró el horizonte. Sí, la ciudad era hermosa. Estar en el agua era agradable. Romántico. Pero ¿a quién le importa el romance si tienes fusiles, cañas de pescar, si puedes cazar, matar comida de gourmet, beber vinos finos, y todo gratis?