11

Cuando Ferguson despertó ya había oscurecido y del fuego sólo quedaban fulgentes brasas. A Livingstone no se lo veía por ningún lado. Fergie pensó que era extraño que David se hubiese marchado sin decirle nada. Quizá sólo había salido a tomar un poco de aire.

Llovía a cántaros. Fergie se quedó parado ante la puerta, escuchando el sonido de la lluvia sobre las hojas de los árboles. Escudriñó la negrura para ver si distinguía la embarcación de David en el amarradero, pero estaba demasiado oscuro. Así que soltó una maldición, se puso su chubasquero, tomó la linterna y bajó para ver si Livingstone lo había abandonado.

Su embarcación seguía amarrada al muelle, de modo que no se había ido definitivamente. Era de suponer que andaría vagando por los bosques en busca de espíritus o algo por el estilo. Fergie emprendió el regreso colina arriba; se sentía un poco incómodo, como si alguien o algo lo estuviese observando. Llovía y estaba oscuro, y las pilas de su linterna estaban en las últimas, de modo que no tenía mucha luz. Fergie se había criado en contacto con la naturaleza, y allí no hay lugar para el temor a la oscuridad. Pero aun así, sintió un poco de miedo. David no estaba. Ello significaba que Ferguson estaba completamente solo y a unos cuantos kilómetros de la población más cercana. Sin provisiones ni teléfono. Pensó en encender uno de los grandes generadores de gasolina para poder tener algo de luz, pero recordó con cuánta vehemencia se había opuesto David al empleo de electricidad. Sólo fuego. De modo que se apresuró a regresar a la casa común; una vez allí, cerró la puerta con el cerrojo tras de sí. Echó más leña al fuego; decidió que no dormiría durante el resto de la noche.

***

Los equipos de trabajo llegaron por la mañana. El primer lugar al que se dirigieron fue a la casa comunitaria. Lo habitual era que los operarios se congregaran allí antes de comenzar la jornada; también la usaban durante los descansos y para protegerse de la lluvia. Pero Ferguson los estaba esperando. Les dijo que ese día no se les permitía entrar, porque un especialista estaba llevando a cabo modificaciones muy importantes. A los trabajadores esto no les sentó muy bien, pero no podían hacer nada al respecto. A fin de cuentas, Ferguson era el contratista. De modo que esperaron bajo la lluvia a que los capataces les asignaran sus tareas.

Durante el resto del día, Ferguson se ocupó de mantener el fuego, a la espera del retorno de David. Le daba veinticuatro horas, pensó. Si para la mañana siguiente no había aparecido, se pondría en contacto con las autoridades para que iniciaran su búsqueda. Encendió otro cigarrillo, felicitándose por haber tenido la previsión de llevar un cartón de Kent en su avión. Al menos tendría mucho tabaco para acompañar otra noche de pies fríos. Le había mendigado un bocadillo de atún a uno de los jornaleros, con lo que aplacó malamente su hambre; pero no sabía cuánto tiempo aguantaría sin algo sustancioso de comer.

Si bien Ferguson no tenía mucho contacto con los obreros, su presencia lo confortaba. Lo cierto es que no quería pasar otra noche solo junto al fuego. De modo que lamentó oír el sonido de la sirena que señalaba el fin de la jornada.

Anochecía. Ferguson estaba sentado en silencio frente al fuego. Afuera seguía lloviendo. Cuando cayó la noche, el cielo pareció volverse más complejo, no más oscuro, y Ferguson pensó que empezaba a alucinar por falta de comida. Llegada la medianoche, le pareció que las sombras que se veían por la ventana se movían. Que formas espectrales flotaban en el bosque. Y, en un momento, tuvo la certeza de que un par de ojos lo contemplaba. Era como si alguien lo estuviese acechando; procuró deshacerse de su miedo haciendo lo que había visto hacer a David: dar vueltas en torno a la hoguera murmurando frases y palabras sin sentido. Alimentaba el fuego, pues sentía que de algún modo éste lo protegía de lo que hubiese en el exterior, fuera lo que fuese. No había nadie, se dijo, nadie más que los duendes de su mente. Pero aun así… Un ruido en la ventana, probablemente una rama movida por el viento; unos pasos apresurados, tal vez un animal, un coyote, porque hacía demasiado ruido, de criatura demasiado grande para tratarse de una ardilla. ¿Por qué distinguía esos sonidos en ese momento? Sabía que siempre había ruidos en el bosque, y que existían aunque él no estuviese allí para oírlos. Supuso que su estado de agotamiento y hambre lo volvían hipersensible. También se dijo que la falta de contacto humano y el estar encerrado en ese estúpido lugar sin hacer más que mirar un fuego lo estaban afectando. Y toda la nicotina que se estaba metiendo en el cuerpo también debía de contribuir. Así y todo, y a pesar de sus racionalizaciones, no pudo evitar que el corazón le saltara hasta la garganta cuando oyó un pesado golpe contra la pared, como si un animal hubiese chocado con la casa.

Supo que tenía que ir a ver. Sería lo único que lo tranquilizaría. Salir a la fría oscuridad y ver qué había allí. Hay que enfrentarse a los temores. Mirarlos a la cara y dilucidar qué tienen de real y qué de imaginario. Es la única forma de proceder en la vida. Así que empuñó su linterna y abrió la puerta.

No oyó más que el golpeteo de la lluvia y el soplido del viento; rodeó el edificio. No veía nada: ni movimientos, ni animales, ni sombras. Nada. Se convenció de que lo que había oído era resultado de la debilidad, la fatiga, que le hacían imaginar cosas. Pero, sólo para cerciorarse, decidió dar otra vuelta a la casa. Sólo para estar seguro. Emprendió el recorrido, y cuando iba por la parte trasera de la edificación, hundiéndose hasta los tobillos en el barro, notó un movimiento. Había un animal tendido en el suelo junto a un muro. Desde donde estaba no podía distinguir exactamente qué era, pero se lo veía bastante grande, con lomo peludo y patas largas. La luz de la linterna era débil, y el resplandor amarillo que echaba sobre el animal no le reveló nada a Ferguson. El animal se movió; Ferguson vio que su pelambre corta y brillante, como aceitosa, relumbraba en la lluvia. Gruñó, de modo que indudablemente vivía, pero daba la impresión de que estaba herido. Ferguson cogió un palo, no tan largo como hubiese querido; extendiéndolo, hurgó al animal. El animal ladró y le tiró un mordisco al palo. Ferguson retrocedió, espantado. Aún en la oscuridad y la lluvia, se dio cuenta de que lo que había encontrado no era un animal. No, no era un animal en absoluto. Era David Livingstone.

Ferguson dio un paso atrás y miró al animal con incredulidad. Nunca antes había visto algo así. Ni hombre ni animal, estaba echado de costado y jadeaba. Ferguson se acuclilló para mirar mejor. ¿Era David? Le había parecido distinguir su rostro, pero ahora no estaba tan seguro. Fuera lo que fuese, estaba herido. No tenía fuerzas. Ferguson extendió la mano, con intención de hacerlo volverse para verlo mejor. Tocó la suave pelambre. Sólo ponerlo de espaldas. De pronto, el animal se volvió, apartando el brazo de Ferguson, mostrando sus afilados colmillos. Ferguson lanzó un chillido y cayó sentado. Estaba vivo. Vivo y no muy amistoso. El animal emitió un sonido chirriante y se le echó encima. Ferguson le dio un fuerte golpe en un lado de la cabeza con la linterna. El animal reculó y Ferguson le dio otro golpe, y después un tercero, que lo hizo desplomarse, inconsciente.

El animal no se movió cuando Ferguson lo tocó con la punta del pie. Lo tumbó de espaldas y enfocó la linterna en su cara. Ahora sí tuvo la certeza de que era el rostro de David, extrañamente achatado, pero reconocible. Unos curiosos bracitos delgados le brotaban del pecho. Todo su cuerpo estaba cubierto de una corta pelambre. Ferguson no entendía qué ocurría, ni qué era la cosa, la criatura, lo que fuese, que tenía a sus pies. Pero decidió llevarlo a rastras al interior por si realmente era David. Antes de que la criatura despertara, Ferguson le ató manos y piernas con una soga. La amarró a una silla, que puso frente al fuego. Se sentó y esperó.

El ser despertó con un grito. Un aterrador grito de dolor y angustia. A Ferguson lo invadió el pánico. La criatura parecía ser David, por lo que sentía que debía ayudarla; pero al mismo tiempo, le daba miedo. Se quedó mirándola con nerviosismo, sin saber si desatarla o volver a dejarla inconsciente de un golpe. El ser calló y lo miró directamente a los ojos; un escalofrío recorrió el espinazo de Ferguson.

—Desátame, John —dijo el ser en tono calmo.

Ferguson se quedó paralizado, mirando los grandes ojos negros de la criatura.

—Desátame, John —repitió. Ferguson sintió la necesidad de obedecerlo. Sabía que no era una buena idea, pero se sentía impulsado a hacer lo que ese ser le pidiera. Dio un paso hacia él, y el otro sonrió y le dijo—: Buen chico.

El corazón de Ferguson dejó de latir. Ya no era la voz de David. Era la voz de su padre.

En la penumbra, Ferguson escudriñó el rostro de su prisionero. Vio una cara larga con nariz torcida y patillas. Una boca como un tajo, sin labios. Los ojos hundidos de su padre, negros como el carbón. Y la voz, con su habitual matiz despectivo. «Buen chico», había dicho, como solía hacer su padre cuando John llevaba a cabo algo que cualquier idiota hubiera podido hacer. «Buen chico». Ferguson procuró resistirse con todas sus fuerzas a desatar al ser, pero le fue imposible. Era como si el cuerpo delgado y peludo con el rostro y la voz de su padre lo atrajera.

Ferguson tomó su cortaplumas y se dispuso a cortar la soga que amarraba a la criatura. Era gruesa, de cáñamo, y seccionarla no era fácil. El cortaplumas se le resbaló y le hizo un corte en el pulgar. La herida sangró. Se llevó el pulgar a la boca y chupó. La sangre tenía un sabor cálido. Muy caliente. Y, de pronto, sintió que su mente se despejaba. La sensación de que no controlaba sus acciones lo abandonó. Fue como quitarse un pesado abrigo. Ferguson podía moverse como le apeteciera. Se apartó y la criatura lo miró con ira.

—Desátame, idiota. ¿Eres tan estúpido que no sabes hacer ni eso?

Ferguson miró al ser y toda la rabia que sentía contra su padre, que había fallecido hacía años y a cuyo funeral no había asistido a modo de protesta, toda su rabia y su ira contra ese hombre horrible que había arruinado su vida y la de su madre, salieron a la superficie; enarboló la linterna, convencido de que esa cosa atada a la silla, fuera lo que fuese, estaba usando el alma muerta de su padre para manipularlo. La furia le llenó la garganta de bilis.

—Lo siento, David —dijo antes de descargar la linterna sobre la cabeza de la criatura con suficiente fuerza como para hacerle perder la conciencia hasta que llegase el día y el sol hubiera subido por encima del horizonte.

Y, cuando por fin despertó, no era un engendro. Era David Livingstone, un hombre, un chamán que se había enfrentado a una fuerza muy superior a la suya y había perdido. Pero a cambio de un precio que ni siquiera supo que había pagado, se había salvado de convertirse en uno de los que no mueren, de transformarse para siempre en kushtaka.

***

Ferguson no hizo preguntas. No dijo palabra. No quería saber. En lo que le atañía, la pasada velada no había tenido lugar. Fue todo un sueño, una alucinación. No podía ser otra cosa. La gente no cambia de forma, no se vuelve animal. No es algo que ocurra.

Ninguno de los dos dijo nada en el camino hacia el embarcadero. David parecía contento de no mencionar el asunto. Se lo veía aturdido. A Ferguson le pareció casi frágil. Quebrantado. Tenía dos grandes cardenales en la sien y parecía dolorido. David abordó su nave y puso en marcha el motor fueraborda.

—¿Me harás llegar un informe y la cuenta por tus honorarios? —le preguntó Ferguson.

David lo miró y asintió con una ligera cabezada mientras maniobraba su embarcación para hacerla salir a la bahía.

Ferguson soltó las amarras de su hidroavión antes de abordarlo. Encendió el motor y, mientras la hélice comenzaba a girar, tomó todo lo ocurrido esos dos días y lo sepultó en su mente. De todos modos, supuso que alguna que otra vez se preguntaría qué habría pasado. ¿Qué le había sucedido a David Livingstone? Era un buen tipo, pero ¿qué demonios le había pasado? En cualquier caso, nunca lo sabría.

El agua era lisa e informe como un lago. Ferguson accionó la palanca y la aeronave fue tomando velocidad hasta despegar. Miró hacia abajo y vio que la embarcación de David ponía rumbo al norte. Cuando Ferguson volvió la vista a lo que tenía por delante, ya había expulsado todo el episodio de su mente. Sólo pensaba en darse una ducha, tomarse una cerveza, comerse un cuenco de chile. Tres cosas que había experimentado antes y que podía entender con facilidad.