Me muero de hambre. —Farfulló Ferguson, mientras se metía un cigarrillo más en la boca. Eran las diez y media, fuera estaba oscureciendo, y no había comido nada desde el almuerzo. Le costaba mantenerse despierto y tenía los pies húmedos y fríos. Le hubiera venido bien un cuenco de chiles. Caliente, con cebollas y grandes frijoles rojos.
Livingstone no le permitía encender las luces. El fuego que ardía en el hogar era la única fuente de luz y calor. Pero le pertenecía a Livingstone. Él lo mantenía y lo alimentaba y no dejaba ni acercarse a Ferguson. Livingstone había estado rindiéndole culto al fuego desde la mañana. Se sentaba frente a él, se lo quedaba mirando durante horas, se levantaba y caminaba en círculo a su alrededor durante horas. Había pronunciado unas palabras extrañas. Sólo había mirado a Ferguson a los ojos una vez desde el comienzo de la sesión, cuando éste intentó echar un leño más al fuego. Livingstone no se lo permitió. Eso había sido hacía bastante rato; ahora, le pareció a Ferguson, Livingstone estaba aún más ido que entonces. Parecía el tío ciego del comienzo de Kung Fu, el que llama «Pequeño Saltamontes» a David Carradine.
En esos momentos, Livingstone caminaba en círculos, cubierto con una manta; cada tanto, daba un saltito. Fergie había visto danzas indias en muchas ocasiones, y lo cierto es que no había quedado impresionado. No era como el ballet o alguna cosa por el estilo, donde todos saben qué hacer y lo realizan con gran exactitud. No era más que un montón de gordos con las barrigas colgando; corrían en círculo y chocaban unos con otros. No parecía haber ningún orden en ello. Fergie había creído que se trataba de que eran malos bailarines, nada más, pero resultó que eran los mejores. Así tenía que ser: un montón de gordos con cascos de madera, tropezando unos con otros.
—Tengo hambre —repitió, en voz más alta.
Esta vez, David lo oyó. Se detuvo y lo miró.
—Esas cosas te matarán —dijo David, señalando el cigarrillo de Ferguson. Tenía una sonrisa torcida en el rostro y sus ojos eran más distantes, vacíos; no eran los mismos que Fergie viera esa mañana.
—Lo que me va a matar es la falta de comida.
—¿Trajiste el saco de dormir, como te dije?
—Está en el avión —respondió Fergie.
—¿Y no trajiste comida?
—No supuse que pasaríamos la noche aquí.
—Pero te dije que trajeras tu saco de dormir.
David le dedicó una amplia sonrisa. Extraño, pensó Fergie. Se lo ve tan suelto y relajado. Por la mañana parecía tenso.
—¿Cuánto tiempo llevará esto?
—Lo que haga falta.
—Bueno, los obreros llegan por la mañana, así que más vale que hayas terminado para entonces.
—Oh, no —dijo David, y de pronto se sentó. Se frotó la cara con las manos, masajeando las partes carnosas, contorsionando el rostro, mirando a la distancia—. Oh, no —repitió—. No, no, no. Nada de obreros. Éste es nuestro lugar. Nuestro fuego. De nadie más.
—Pero tienen que trabajar.
—No. —David cayó hacia atrás; su cabeza dio contra el suelo. El sonido del choque hizo que Fergie diese un respingo, pero David no pareció notarlo—. Estamos aquí. Ellos saben que estamos aquí. Vendrán a por nosotros cuando estén listos. Ésta es nuestra casa. —La palabra «casa» fue casi un ladrido. Su voz se había vuelto más gutural, como la de un animal—. No comeré ni beberé hasta que vengan.
—¿Y cuándo vendrán?
—Cuando estén listos.
David cerró los ojos y se puso a emitir un extraño sonido que brotaba desde la garganta. Un ruido oscuro, estrangulado. Ferguson apagó su cigarrillo y se incorporó, frustrado y un poco incómodo.
—Voy a buscar mi saco de dormir —le dijo a la habitación; salió a la noche.
Caía una ligera llovizna. Ferguson aún tenía los pies fríos; comenzaban a darle calambres. Cogió su bolsa del avión y se quedó mirando al asentamiento. Todo estaba a oscuras, a excepción de un fulgor anaranjado en la casa comunitaria. El cielo era una pizarra gris; los últimos trazos del día apenas aclaraban las nubes. El aire olía a canela y, por alguna razón, Ferguson recordó a su padre. Un hombre menudo de cabello negro y ojos verdes. Irlandés moreno. Malo como el demonio. En octubre se iba a cazar alces con sus compañeros y se traía a casa un par de piezas para el invierno. Fergie siempre quería ir, pero era demasiado pequeño. No estaba en condiciones de seguir el ritmo a los otros. Pero cuando cumplió los once años, su papá le dijo que podía acompañarlos. Fergie estaba tan entusiasmado que no pudo dormir durante tres días. Acampó con los hombres; mojados en sus sacos de dormir, húmedos por la niebla y la llovizna. Tenía los pies muy fríos. Su padre le gritaba que no se quedara atrás. Se sentaron a descansar en un tronco, y una hembra de alce con su cría se les acercó. Fergie quiso dispararles, pero su padre dijo que no, que eran animales indefensos. Les disparamos a los machos; mujeres y niños están exentos. Y después dispararon a un macho y lo rastrearon cuando huyó herido. No había sido un tiro limpio. No le dio en el corazón. Fue en los pulmones y el animal corrió y corrió hasta que la falta de sangre lo dejó sin fuerzas. Y su padre lo colgó de un árbol por las patas y le cortó la cabeza, y la sangre que quedaba se derramó en el suelo. Y después tomó un cuchillo y abrió la funda de piel que contenía las entrañas del animal, que se desparramaron sobre la tierra. Y el olor a canela desaparecía, reemplazado por el de los intestinos tibios. Fergie volvió la espalda; no podía controlar las náuseas que le producían el olor, el ver a su padre hurgando en la cavidad, las manos negras de sangre. Fergie vomitó y su padre se rio. ¿Está malo el bebé? ¿Vomitaste, niñita? Sacaba órganos a puñados, serraba huesos. El desgraciado pesaba como cien kilos. Se echó la res a la espalda; sudaba y maldecía. Fergie estaba encargado de sujetar la linterna. Oscurecía y debían regresar a la camioneta. A Fergie se le cayó la linterna; se rompió. Se quedaron sin luz. Su padre le dio un fuerte cachete en la cara. Le sangró la nariz. Se dio la vuelta y su padre le volvió a pegar, en la parte posterior de la cabeza. A mí no me des la espalda, mariconcito, dijo. De modo que Fergie se volvió hacia él. Recibió otra bofetada. Si se me llega a caer este puto ciervo, te doy una paliza, niño. De modo que Fergie emprendió el camino de regreso, temblando de rabia y de miedo, seguido por su padre y por un ciervo muerto. ¿Vas a llorar, nenita? Te compraré un vestido rosa. ¿Vas a llorar un poquito? ¿Extrañas a mamaíta? Vamos, llora.
El repentino ladrido de un coyote interrumpió los pensamientos de Ferguson. Miró en dirección al oscuro bosque. Algo se movió, las ramas susurraron y durante un instante vio los ojos del animal. Pero desaparecieron tan deprisa como aparecieron. Ferguson se estremeció y se dirigió a la casa comunitaria. Sólo deseaba irse a casa y dormir, dormir en una cama de verdad. Ya había sacrificado mucho por la Bahía Thunder; se había pasado la noche buscando espíritus malignos con un chamán que era precisamente eso. Pero había un caldero lleno de oro al final del arco iris. Ferguson sabía que le tocaría una importante recompensa si tenía el complejo en funcionamiento para el primero de julio. Dinero para darle a su esposa esa nueva cocina que quería. La que le prometiera cuando compraron la casa, quince años atrás. Qué estupendo sería, pensó. Y después de que terminaran la obra, podían invitar a cenar a este Livingstone. Tener un indio amigo no venía mal. Parecía un tío agradable. Se divertirían. Beberían cerveza y recordarían la noche en que expulsaron los malos espíritus de Bahía Thunder.