8

La chica contó los artículos de Jenna antes de abrir una puerta blanca. Jenna entró al reducido probador, se desvistió y se quedó mirando el montón de ropa nueva sobre el banco. Vaqueros, ropa interior, calcetines, sostenes, jerséis y un bonito vestido de falda larga. Sabía que no lo necesitaría en el lugar a donde iba, pero se lo llevaba de todos modos. Le iba muy bien y no quiso perder la ocasión. ¿Qué demonios estaba haciendo? Comprándose una línea completa de ropa Banana Republic. Algo que sólo haría una fugitiva. Algo que sólo haría una persona asustada.

Y vaya si estaba asustada. Tanto como para perder la razón. Porque empezaba a asimilar que se había comprado un billete y que tenía toda la intención de abordar un ferry que la llevaría a Wrangell, Alaska. La escena del crimen. Bueno, no exactamente. La escena del crimen quedaba a unas millas náuticas al suroeste de Wrangell. Bahía Thunder. Era como estar en el sumidero de una bañera; Jenna, sin poder resistirse, era arrastrada por el agua al vaciarse. Se veía llevada a una confrontación ineludible. A una conclusión de alguna clase.

Había jurado no volver a pisar el estado de Alaska. Lo hizo dos años atrás, al marcharse del lugar donde el corazón le había sido arrancado, donde su alma misma había sido aplastada. Donde su espíritu se había ahogado junto a su niño. Juró que nunca regresaría. Y ahora, en el probador de un Banana Republic, soportando las estúpidas bromas de una chavala de instituto sobre cuántas cosas se probaba, Jenna comenzaba a darse cuenta de que, a no ser que girara de forma drástica a la derecha o a la izquierda, abordaría ese ferry, y ese ferry la depositaría precisamente en el lugar que había jurado no volver a pisar.

Por eso estaba asustada.

Pero el miedo no la detendría.

Salió de la tienda enfundada en unos vaqueros, una camiseta y un jersey, chaqueta de cuero y botas; en una mochila llevaba embutidos otro par de tejanos, pantalones cortos de color caqui, camisetas adicionales, calcetines y ropa interior. Tiró el vestido negro que tanto le había gustado a Christine en un contenedor de basura de la calle.

En la farmacia próxima, Jenna se compró versiones en miniatura de todos los elementos de higiene personal que necesitaría para el viaje. La mujer que la atendió fue tan amable como para permitirle emplear el lavabo que había detrás del mostrador para cepillarse los dientes y quitarse el pegajoso sabor a café con bollos de la boca; fue un alivio.

Eran las nueve y media y Jenna avanzó por el embarcadero. Coches y personas abordaban el barco. Jenna se sintió excitada por la perspectiva del viaje. Pensó que al menos tendría que decirle a Robert que se embarcaba. Vio un teléfono público a un lado de la terminal; llamó a su casa. Al cabo de cuatro timbrazos, respondió un contestador automático. Qué extraño, pensó. ¿Dónde podía estar Robert? Ojalá que no estuviera buscándola. Jenna dejó un breve mensaje y colgó. Se dirigió a la pasarela y se puso en la cola de los que iban a abordar el ferry.

El nivel más bajo era oscuro; sólo lo alumbraban unas opacas luces verdosas. El olor a humo de tubos de escape le produjo leves náuseas. La gasolina huele bien, sus gases mal. Los pasajeros cruzaron la fría cubierta siguiendo líneas pintadas en un vivo color amarillo. Las líneas conducían a dos ascensores, frente a los que los pasajeros aguardaban a que les llegara el turno de subir. Paciente, Jenna esperó en la fila.

Por fin, quedó hacinada con otras veinte personas en uno de los ascensores, que emprendió la subida hacia el puente más alto del barco. Sus compañeros de ascensor salieron a un vestíbulo del puente principal, y empujándose y abriéndose paso a la fuerza, se apresuraron a dirigirse a una de las puertas que daban a cubierta. Jenna recordó el motivo de tanta prisa. Los ferrys tienen sólo unos pocos salones de estar. Es decir, las grandes salas interiores con grandes sillones donde su abuela viajaba siempre. Pero en general, las personas prefieren el puente principal, porque allí hay un solárium que se mantiene caldeado; así, no te hielas por la noche. Maldita sea, pensó Jenna. Tendría que haberme comprado una manta.

Siguiendo al gentío, Jenna llegó al puente principal. Era una gran área abierta, de acero cubierto con una delgada capa de césped sintético. El lado que miraba hacia popa estaba abierto a los elementos. Más o menos un tercio del recinto, en dirección a proa, era un solárium de techo amarillo, una especie de gigantesco invernáculo. El extremo estaba abierto, pero tenía paredes a los costados, y éstas y el techo ofrecían amparo del viento y la lluvia. El solárium ya estaba atestado de viajeros que desplegaban sus sacos de dormir para marcar territorio. Había unos pocos sillones, pero ya estaban todos ocupados. En el puente abierto que quedaba por debajo de éste, algunos instalaban sus pequeños campamentos.

Jenna suspiró. No podía decirse que hubiese planificado ese viaje, y ya se notaba. No tenía saco de dormir, ni manta, ni nada. La idea de dormir sobre el duro césped artificial envuelta en su chaqueta no era nada agradable. Quizá quedara algún lugar adentro. Se apresuró a bajar las escaleras que había a un costado del solárium y que bajaban en dirección a proa.

El salón de dormir era imposible. Para empezar, estaba repleto de gente. Todos los sillones estaban ocupados. Y todos fumaban. El recinto estaba lleno de una espesa nube de humo tóxico. Jenna apenas podía respirar. Varios televisores suspendidos del techo berreaban a todo volumen para acompañar sus imágenes, borrosas. Segundo intento vano.

Abatida, Jenna puso rumbo a la cafetería. Se compró un café y un plátano y se sentó a una mesa. El entusiasmo la había abandonado. Miró su reloj. Eran las once menos cuarto. Quizá aún tuviese tiempo de desembarcar y regresar a casa. Quizá estar ahí no fuese buena idea. Nunca sigas tu instinto, siempre te equivocarás. La espantaba la idea de pasarse tres días embarcada, sin un lugar donde dormir.

—¡Eh!

Jenna alzó la vista y vio a Willie y a Debbie.

—No nos dijiste que cogerías el ferry.

Jenna sonrió.

—Fue algo así como un impulso.

—Qué bien.

—No sé si tan bien; tal vez me pasé de impulsiva. No tengo saco de dormir ni nada, y no queda sitio adentro.

Willie sonrió y miró a Debbie.

—Ven con nosotros. Estamos en el puente.

—Creo que desembarcare y haré el viaje en otro momento.

—Ni se te ocurra, le cedo mi asiento.

—Willie ya viajó en el ferry —explicó Debbie—. Conoce el pasadizo secreto para llegar arriba antes que nadie. Nos consiguió dos sillones bajo el solárium.

—Puedes ocupar el mío. Yo dormiré en cubierta…

—Oh, no podría.

—Claro que podrías. Tengo una colchoneta. Para mí es igual. No es la primera vez que lo hago. De todos modos, me agrada más la cubierta. Sólo cogí los sillones por Debbie. Es mujer.

—Willie, no seas sexista. Las mujeres también podemos dormir en cubierta.

—Lo que tú digas —respondió Willie riendo—. Cuando termines, sube. Te dejo mi sitio. De todos modos, el barco ya va a zarpar. Ya no tienes tiempo de desembarcar. Te esperamos arriba.

Ambos la miraron con aire esperanzado. Jenna sonrió.

—De acuerdo.

Le devolvieron la sonrisa y abandonaron la cafetería. Al menos no sería un viaje solitario, pensó Jenna, mientras pelaba su plátano.

La mujer salió a cubierta cuando el barco soltaba amarras. Hay algo en un barco que deja el puerto que hace que uno se detenga durante un instante. Quizá sea porque se recuerda la fatídica travesía del Titanic. ¿O será que se trata de un modo de transporte que da tiempo para la reflexión? Los aviones van demasiado rápido, los coches exigen demasiada atención. En barco, te diriges a tu destino casi a ritmo de marcha, con lo que tienes tiempo para pensar en lo que dejas atrás y en lo que te espera.

Jenna había dejado Seattle. Había dejado a Robert. Había dejado su casa y su vida. Había dejado sus cámaras. Pero eso último no tenía nada de nuevo. Su carrera de fotógrafa había terminado hacía mucho. La última vez que había usado sus cámaras fue la última vez que estuvo en Alaska. Dos años atrás, cuando murió Bobby. Se había obligado a revelar esos rollos e imprimir un par de imágenes, pero ya no podía hacerlo. Miles de dólares en equipos fotográficos acumulaban polvo en un armario porque Jenna no soportaba tocarlos.

El ferry estaba a unos doscientos metros del muelle cuando Jenna sintió una punzada de arrepentimiento. Ya no podía retornar. El próximo puerto era Príncipe Rupert, en Canadá, y faltaban dos días para llegar. Después, Ketchikan y finalmente Wrangell. Quizá, después de visitar la casa de su abuela, abordara otra vez el ferry y siguiera el viaje hasta el final del trayecto, en Skagway, para aprovechar el billete que había pagado. Pero tal vez no lo hiciera. Tendría que ver cómo iban las cosas. Si ni siquiera era capaz de mirar sus fotos de Alaska, era indudable que no sabría qué sentiría estando allí.

Fue al solárium a ocupar el sillón que le cedieran Willie y Debbie. Willie quitó sus cosas del sillón y se acomodó entre Jenna y Debbie. Ahora, la cubierta estaba llena de gente y de sacos de dormir. Se formaban grupos en torno a elementos aglutinadores como cajas de cerveza, barajas, radios. Algunos dormitaban, otros leían, otros comían. Todos iban enfundados en las coloridas ropas de los que van a Alaska. Los turistas llevaban ropas nuevas, de nailon morado intenso o rojo, velludos accesorios Patagonia y botas flamantes. Los viajeros veteranos vestían prendas de lana, camisas de franela y vaqueros gastados. Grunge. Si eran músicos, tenían el éxito asegurado.

Jenna se recostó en la silla. Era una tumbona de piscina, con pegajosas cintas de plástico tendidas sobre un armazón de tubos de aluminio. Jenna no tenía un saco de dormir para hacerla más confortable, pero al acostarse se dio cuenta de que no lo necesitaba. Estaba muy cansada, y el techo de vidrio amarillo irradiaba calor. Se durmió casi enseguida.

***

Cuando Jenna despertó, el sol comenzaba su descenso. El cielo se oscurecía y una banda anaranjada arropaba el horizonte por el oeste. Willie estaba tumbado en su saco de dormir, leyendo. Debbie no estaba. Reinaba el silencio en cubierta. El ronquido de los motores hacía vibrar el suelo.

Jenna se sentía mareada y con ciertas náuseas. Nunca le había gustado dormir la siesta. La hacía sentirse mal. Se quedó tumbada unos minutos para recuperar la compostura. Cuando se incorporó, Debbie regresaba a su silla cargada con algunas bolsitas de galletas.

—Dormiste mucho —dijo Debbie, con una sonrisa.

Jenna asintió con la cabeza. Willie dejó su libro y se incorporó.

—Debbie y yo te compramos algo —añadió, tirándole de la pernera del pantalón a su compañera. Debbie sacó del bolsillo algo envuelto en papel fino.

—Oh, no teníais que hacerlo.

—Queríamos hacerlo —explicó Debbie—. Has sido muy buena con nosotros.

Abrió el envoltorio y extrajo un medallón de plata pendiente de una correa de cuero negro. Se lo dio a Jenna. Tenía tallado un maravilloso e intrincado diseño.

—Se lo compré a una vieja india en la cafetería —dijo Debbie.

—Es plata de verdad —añadió Willie.

—Es hermoso. ¿Qué representa? ¿Un pez?

Se parecía un poco a un pez, pero no lo era. Un pez con bracitos. Tenía dos caras, un poco como si un animal grande se hubiese tragado a otro, más pequeño. Un bicho grande y parecido a un pez con otro más pequeño dentro.

—No, ella dijo otra cosa. Una nutria no sé qué. Lo apunté —dijo Debbie. Hurgó en su bolsillo hasta encontrar un trozo de papel—. Se llama kushtaka.

—¿Kushtaka? ¿Qué es eso? Es muy bello.

—Un espíritu indio. Escogí éste porque me pareció el más adecuado para ti.

Jenna sonrió y alzó la vista.

—Ayúdame a ponérmelo.

Debbie le ató la correa; todos se quedaron admirando lo bien que le sentaba.

—Un kushtaka. Suena muy misterioso.

—La mujer me contó una historia, pero la olvidé. Tenía algo que ver con robar almas. Es que entenderla no era muy fácil. Era muy simpática, aunque me parece que también un poco rara.

—Bueno, sois muy dulces. Muchas gracias.

Jenna le dio un beso en la mejilla a cada uno. Era una bonita alhaja. Jenna se preguntó cuánto les habría costado. Tomó el amuleto y lo miró. Kushtaka. ¿Qué clase de espíritu indio sería? Quizá buscara a la vieja que lo había vendido y se lo preguntaría. Kushtaka.