7

–¿Cómo funciona esto? —preguntó Ferguson. Estaba sentado junto al fuego. El calor de las llamas sobre su espalda era agradable…

David estaba recorriendo el lado opuesto de la casa comunitaria, estudiando las paredes, vigas, ventanas; de cuando en cuando, le daba una sacudida a su sonajero.

—¿Cómo funciona qué?

—Eso de ser chamán. La magia.

—¿Qué pasa? ¿Ahora quieres una introducción a las técnicas chamánicas?

Ferguson se encogió de hombros.

—No sé. Por ejemplo, ¿qué estás haciendo ahora?

—¿Ahora? Estoy mirando la construcción del edificio. Hicieron un buen trabajo con el encastre de las vigas.

—No entiendo. ¿Estás pensando en hacer un hechizo?

David sonrió y se acercó a Fergie pasando entre el laberinto de mesas cubiertas de sillas patas arriba.

—Todavía no. Quizá no haga falta. No sabemos con qué nos podemos encontrar.

David llegó a la vera del fuego. Tomó una silla de una de las mesas y se sentó frente a Ferguson.

—Trataré de explicártelo. El mundo está lleno de gente y de espíritus, todos los cuales irradian cierta energía, aunque la mayoría no irradia mucho; tampoco son muchos los que son capaces de percibirla. Soy chamán, así que irradio mucha energía y puedo percibir la de los demás. De modo que lo que estoy haciendo ahora es lanzar energía. Como un sonar lanza sus ondas. Envío ondas, y si son detectadas por un espíritu que siente que estoy invadiendo su espacio, me lo hará saber. Tú, en cambio, no tienes tanta energía como yo, de modo que ese mismo espíritu tal vez ni te note. Pero cuando muchas personas como tú se reúnen, digamos que las suficientes como para ocupar una población como ésta, sí que serán notables, y ahí es donde puede haber un problema. ¿Me sigues?

—Claro —dijo Ferguson, aunque no le parecía tan evidente—. Pero ¿cómo es que irradias tanta energía?

—Porque soy chamán. En el transcurso de mi aprendizaje entré en contacto con muchos espíritus y obtuve mi energía de ellos. Son mis ayudantes espirituales; los llamamos yeks. Guardo sus energías en este morral.

David alzó la funda de cuero que llevaba al cuello.

—¿Qué contiene?

—Lenguas. No enteras. Trozos de lenguas. Las suficientes como para dar a entender que tengo su poder. Si me quitara la bolsa perdería mi poder.

—¿Puedo probármela? Quiero el poder.

David rio.

—Si alguien que no sea el chamán usa su morral de energía, enloquece.

—¿De veras? ¿Hasta qué punto?

—Del todo. Se vuelve un loco furioso. Te encontrarías corriendo por los bosques desnudo y desgreñado. Te alimentarías de ranas. La gente de la aldea contaría historias sobre ti en torno al fuego. Los niños te temerían.

—Bueno, olvídalo. No quiero asustar a los niños. Pero después, ¿qué? Una vez que los espíritus detectan tu sonar, ¿qué ocurre? ¿Ahí es cuando lanzas un hechizo?

—En realidad, no se trata de hechizos. —David suspiró; el esfuerzo por explicarse de una manera comprensible para Ferguson lo hacía fruncir el ceño—. Bueno, sí, existen hechizos, pero están destinados a los espíritus inferiores, que el chamán puede dominar con facilidad. Lo más probable es que si hay algo aquí se trate de otra cosa. Supongamos que un espíritu mora en este lugar y lo quiera para él solo. Te puede hacer la vida muy difícil espantando a los animales para que no tengas nada que comer, encantando el lugar; cosas así. Si ello ocurre, procuraré negociar un acuerdo. Trataré de aplacar al espíritu ofreciéndole un homenaje. Es decir, cada año, la empresa deberá hacer un sacrificio de tal o cual modo.

—¿Y si eso no funciona? —preguntó Ferguson.

—Bueno, entonces, tenemos que elegir. O nos retiramos sin más o presento batalla. Si presento batalla, invocaré a los espíritus que tengo bajo mi poder para que me ayuden, a los espíritus cuyos trozos de lengua tengo en mi bolsita. Nos liamos a tortazos, y gano yo. Eso espero, al menos.

—Entiendo —musitó Ferguson. Se preguntó durante un instante si David no se lo estaría inventando todo. Tal vez no fuesen más que cuentos. Aunque no dejaba de tener su interés. Los espíritus indios eran mucho más tangibles que los cristianos. Pelear mano a mano con un sacerdote. Le resultaba imposible imaginarse a un cura batallando con el diablo. Aunque ello sucedía en El Exorcista. De modo que, a fin de cuentas, tal vez fuese lo mismo—. Entiendo —repitió Ferguson—. Por ejemplo, en el caso de esa empresa forestal de la que me hablaste. Lo de las lechuzas. ¿Funcionó? ¿Les pidieron disculpas a los espíritus?

—Sí.

—¿Y aceptaron?

—No. La empresa sólo lo hizo para salir en los periódicos. No cumplieron con su parte del trato; no ofrecieron los sacrificios.

—¿Entonces qué pasó?

—Una avalancha de barro acabó con la operación entera.

—¿En serio? —Ferguson parecía sorprendido—. ¿Los espíritus hicieron eso?

—Sí.

—¿Qué pasó?, ¿eran espíritus malignos?

—No.

—Pero lo arrasaron todo.

David suspiró. Había muchas preguntas, y cada una abría camino a otras nuevas. Pero la única manera de acabar con la ignorancia es la educación. Al menos, Ferguson mostraba interés.

—Los tlingit no tienen bien y mal —explicó David. Se puso de pie y echó un par de leños más a la hoguera—, le contaré otra historia.

Había un jefe muy poderoso que tenía el sol, la luna y las estrellas encerrados en tres cajas; no permitía que nadie las tocara. Cuervo había oído muchas cosas sobre esas cajas y las quiso; inventó un plan para obtenerlas.

Cuervo sabía que el jefe amaba a su familia más que a ninguna otra cosa. Tenía una hija a la que quería mucho y cuidaba con todo tipo de precauciones. Cuervo se dio cuenta de que podría quedarse con las cajas si se convertía en nieto del jefe.

Como Cuervo podía adquirir cualquier forma, se transformó en hoja de hierba. Se posó en el borde de un cuenco del que la hija estaba bebiendo; al tragar, también se tragó a Cuervo. La hija se dio cuenta de que se había tragado algo, pero ya era tarde. Quedó encinta y en su momento dio a luz a un niño. Nadie sospechó que el niño era Cuervo.

El abuelo se alegró mucho de tener un nieto; amaba al niño más que a nada en el mundo. Así que cuando Cuervo lloró y lloró pidiendo una de las preciadas cajas del jefe, éste no pudo negarse a dársela. Cuervo se llevó la caja fuera para jugar; cuando la abrió, todas las estrellas escaparon hacia el firmamento y la caja quedó vacía. Al abuelo lo entristeció perder su tesoro, pero no riñó a su nieto.

Cuervo volvió a llorar; esta vez, para pedir la segunda caja. El abuelo se la dio con renuencia, advirtiéndole de que no la abriera. Una vez más, Cuervo se llevó la caja fuera y la abrió. Así fue como la luna llegó al cielo.

Cuando Cuervo le pidió la tercera caja, el abuelo se negó firmemente a dársela. Es que contenía el sol, la más valiosa de sus posesiones. Los chillidos y llantos de Cuervo de nada valieron. Pero cuando Cuervo dejó de comer y de beber y enfermó a fuerza de anhelar la caja, el abuelo no pudo negársela. Se la dio, con la estricta advertencia de que sería castigado si la abría.

Cuervo salió y, con la caja en su poder, se transformó en ave y voló en dirección a la tierra. Mientras volaba, llamaba a los pobladores de la tierra. Pero como no había sol, no podía verlos. Cuando oyó que respondían a su llamada, abrió la caja y el sol salió de un salto y brilló sobre todos los territorios. Y desde entonces, la tierra tuvo luz.

—¿Entiendes, Ferguson? Cuervo nos dio el sol, la luna y las estrellas, pero tuvo que robárselos a alguien.

—No te sigo.

—Robar está mal. Pero dar está bien. Luego, Cuervo, ¿fue bueno o malo?

Ferguson se sintió un poco tonto por ser inducido a responder de ese modo.

—Ambas cosas.

—Las dos. Exacto. Ahora tienes un panorama completo de la religión tlingit.

Ferguson asintió.

—Los espíritus tlingit deben ser respetados, Ferguson. Deben ser tratados con justicia. Si no se los respeta, pueden ser duros y vengativos. Si se los trata con justicia, pueden ser generosos y amables.

—Entiendo —dijo Ferguson, a falta de algo mejor que decir. La charla se estaba poniendo un poco demasiado intensa para él. Lo único que quería era terminar de una vez. Ya bastaba de lecciones.

—Estoy aquí porque tú me lo pediste —prosiguió David—. Espero que no sea sólo porque crees que te hará quedar bien con la población local.

—No, no es por eso —se apresuró a contestar Ferguson, volviéndole la espalda a Livingstone y tendiendo las manos hacia el fuego para calentárselas—. No lo es.