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Jenna sacó la suprema máquina rodante del garaje del edificio de apartamentos donde vivían los Landis, en la Primera Avenida. Un super coche BMW 850i, grande y negro; noventa y dos cilindros, todo automático. En una ocasión, Robert pulsó el botón de la cosa esa de la alarma y todas las ventanillas y el techo corredizo se abrieron y se negaron a cerrarse. Error del ordenador. Tuvo que llevarlo al centro a que lo conectaran al ordenador madre para ver cuál era el problema. Madre dijo que se trataba de un fallo en un microprocesador. Mil doscientos dólares. Bueno, si uno va a gastarse setenta mil en un coche, se diría que tiene que estar dispuesto a que un microprocesador cueste mil doscientos. Jenna tenía un Volkswagen Jetta 1987. Adivina cuál de los dos requería mantenimiento con más frecuencia.

Jenna condujo su trineo a propulsión hacia la izquierda, hasta Union, que la llevaría, colina arriba, a Broadway. Otro giro a la izquierda y estaría en casa. Robert y Jenna eran dueños de una muy hermosa casa antigua en Capitol Hill; tenía ventanas con cristales emplomados de época. Eso era lo que más le gustaba de ella a Jenna. Cristal emplomado. La arquitectura de Seattle tiene mucho encanto en ciertas zonas, y Capitol Hill es una de ellas.

En un semáforo en rojo, Jenna encendió la radio. Era una emisora AM. Se daba cuenta por el leve siseo de fondo, el sonido de las ondas en el aire. Dos excitadas voces con acento de Boston parloteaban acerca de la mejor manera de limpiar un carburador. ¿Se acumuló hollín? Sóplalo. ¿Cuántos estás por cumplir? ¿Ciento veinte? Tu cabeza durará a lo sumo un año más. Dejó el programa automovilístico sonando en la radio. Había algo consolador en la pasión con que esos tíos hablaban de motores.

Mientras cruzaba la ciudad, Jenna trató de imaginar qué diría Robert cuando se diera cuenta de que su coche no estaba. ¿Qué ausencia notaría primero? ¿La de Jenna o la del coche? Ella tenía su billetera. Él necesitaría pedir dinero prestado para pagar el taxi que lo llevara a casa. Quizá hiciera como que nada había ocurrido, como si Jenna se hubiera ido a dormir llevándose accidentalmente su billetera consigo. Eso estaría bien. Lo pondría a salvo de un bochorno público. Pero quizá Robert estuviese demasiado borracho como para que se le ocurriese que ésa era la manera de actuar. Tal vez se limitara a tener un ataque de furia. No. Ni siquiera borracho haría una escena en una fiesta. Alguien podría verlo.

Jenna recordó que tenía cinco cajas de chucherías de chocolate y menta en el asiento del pasajero. Tomó una y, cuando se disponía a quitarle el envoltorio de celofán, se dio cuenta de que se había metido en la entrada a la autopista en lugar de seguir por Union. Mierda. No tenía modo de salirse, a no ser que diera marcha atrás por el carril por donde venía. Tenía un coche detrás, de modo que se vio obligada a seguir adelante. Tendría que tomar la salida a Montlake y rectificar desde ahí.

Cuando aceleró y se metió en el tráfico, la sobresaltó un agudo sonido que parecía el de una pistola láser disparada por una nave extraterrestre en un videojuego. Detector de radar. Miró por el espejo retrovisor. Nada. Ni siquiera iba tan deprisa. Hacen estos coches como videojuegos para que los varones se entretengan. Glip-glip-glip. ¡Fuego enemigo! A las dos del cuadrante; ¡cubríos, cubríos! Se pasó al carril derecho.

Los dos aficionados a los motores seguían hablando. Qué placer estar en la carretera. Todo el mundo debería salir a conducir. Ponlo en condiciones, sácalo. A los coches les agrada que los conduzcan. Es como llevar a un perro a un campo y tirar una pelota para que la coja. Les encanta. Y deberías cuidar de tu coche como de tu perro. Sacarlo a dar un paseo de fin de semana. Conducir es uno de los pocos placeres de la vida que subsisten. Apaga el teléfono del coche, pon un poco de música, suéltate. Te sentirás mejor, en lo mental. Todos tus problemas parecerán achicarse. Conducir es muy terapéutico. Mejor que el yoga, porque no duele tanto. Buenas noches, gente. Buenas noches a todos. Jenna apagó la radió y se pasó de la salida que hubiera debido tomar. Siguió conduciendo en dirección norte.

***

Jenna se había comido la mitad de la caja de golosinas de menta sin darse cuenta de lo que hacía y ahora sentía una real necesidad de lavarse los dientes. Andaba por la autopista desde hacía una hora, sin tomar ninguna de las salidas que la hubieran llevado a su casa. Se limitaba a avanzar. El auto ronroneaba tranquilo, a ciento treinta por hora. Era cierto: le agradaba que lo sacaran a pasear. Y Jenna se sentía mucho mejor, tal como lo dijeran los tíos de la radio. Se sentía relajada, nada cansada, aunque ya eran las dos menos cuarto. No había pensado en Robert ni una vez; se preguntó si él habría pensado en ella.

Glip-glip-glip. El videojuego volvió a dispararse. Jenna aflojó la presión del acelerador y dejó que el coche bajara sólo a cien. No había coches en la carretera. ¿De dónde había salido el radar?

De pronto, unas luces azules centellearon a sus espaldas. El corazón le dio un brinco. El timbre del radar enloqueció. Disminuyó la velocidad hasta detenerse en el arcén.

Mierda. Un poli con una linterna en una mano y la otra sobre su pistolera se acercó al coche. Jenna se volvió y abrió la puerta.

El poli se adelantó de un salto, desenfundó su arma, le cerró la puerta en la cara a Jenna de una patada. Le apuntó la pistola a la cabeza desde el otro lado de la ventanilla. Jenna abrió mucho los ojos. Levantó las manos. Él le hizo un gesto con el arma. Quería que ella bajara la ventanilla. Jenna buscó el botón. Le costó siglos encontrarlo. La ventanilla bajó al fin con un zumbido.

—El procedimiento indicado cuando a uno lo detienen, señora, es bajar la ventanilla, encender la luz interior y poner ambas manos sobre el volante.

Jenna se apresuró a asentir con la cabeza.

—¿Tendría la amabilidad de encender la luz, señora?

Jenna, asustada, alzó la mirada hacia el hombre. No sabía dónde estaba. Miró en torno a sí. El detector de radar seguía chillando como loco.

—¿Tendría la amabilidad de apagar el detector de radar, señora?

—Es el coche de mi marido; no sé…

—Encima del espejo retrovisor, señora.

Jenna miró y vio el interruptor de la luz. La encendió.

—El detector está en el salpicadero, al lado de la palanca, señora.

Estiró la mano y apagó el detector.

—¿Es consciente de que iba a excesiva velocidad, señora?

—Oh, ni me di cuenta. Es que el coche es de mi marido y no estoy acostumbrada a él. Mi coche hace mucho ruido cuando sobrepasa los noventa. Éste es muy silencioso.

El poli sonrió. Enfundó su arma. Qué alivio.

—Lo lamento si la asusté, señora. Es que en esta carretera han disparado a policías. Las precauciones nunca son demasiadas cuando uno se aproxima a un coche de noche.

Jenna asintió.

—¿Dónde va, señora?

—A casa.

—¿Dónde queda?

—Seattle.

—Entonces, va en la dirección equivocada. Seattle queda al sur.

«Ay. Me pillaron».

—¿Estuvo bebiendo, señora?

—No. Mi marido y yo… tuvimos una pelea o algo así y quise alejarme.

—¿La golpeó?

—No, pero…

—¿Le pareció a usted que estaba a punto de golpearla?

—No, no se trata de eso —procuró explicar Jenna—. Es algo bastante complicado. Me quería alejar, eso es todo.

—Señora, tiene comida en la boca.

Jenna lo miró, confundida. Se echó un vistazo en el espejo y vio que tenía un manchurrón del chocolate que envolvía la menta en torno a la boca. Se lo limpió con la mano. ¿El poli se habría dado cuenta de que se ruborizaba? Qué vergüenza. Jenna rio. El poli sonrió…

—Golosinas de menta. ¿Quiere una?

—No, señora. Estoy de servicio.

Volvieron a reír. Era bastante guapo. ¿No dicen que las mujeres tienen fantasías con hombres uniformados?

Sonó el teléfono. Como si no bastase con la multa por exceso de velocidad. El teléfono sonaba. Caray. Jenna miró al poli y se encogió de hombros con aire de pedir disculpas. Seguía sonando.

—¿Quiere responder?

—Lo más probable es que sea mi marido, que se pregunta dónde estaré.

—No me extraña. ¿Por qué no atiende la llamada y le dice que se encuentra bien?

Jenna asintió y tomó el teléfono del salpicadero. Era Robert, sí.

—Jenna, ¿dónde coño estás? —chilló en el teléfono.

—En el coche.

—Vaya, quién lo hubiera dicho… ¡Si estoy llamando a ese número! ¿Dónde estás?

—Estoy bien. Sólo quería despejarme un poco. Regreso enseguida —dijo Jenna, mirando de soslayo al policía con una sonrisa de disculpa.

—¿Por qué me dejaste solo en la fiesta? ¿Qué te pasa?

—Estoy bien. No te preocupes. Pronto estaré en casa.

Cortó cuando él comenzaba a hacer otra pregunta.

Volvió a mirar al poli. Tarde por la noche, en la carretera con un poli. Ideal para una buena porno. Agente, haré lo que sea para que no me multe. Cualquier cosa.

—Señora, le permitiré marcharse con una advertencia, nada más. A partir de ahora, préstele atención al indicador de velocidad y no a las vibraciones del coche, ¿de acuerdo? Y regrese a casa, o si no se siente segura, váyase a dormir a un motel. A esta hora de la noche, esta carretera es muy oscura como para andar de paseo.

Se apartó de la ventanilla.

—Sí, agente. Gracias.

Él se volvió y emprendió el regreso a su coche. Jenna lo miró. Sacó la cabeza por la ventanilla y le habló.

—Agente… ¿Está seguro de que no quiere una caja de menta? Están buenas.

Él se detuvo y se volvió hacia ella. Tenía un bonito perfil, una bonita sonrisa. Se llamaba McMillian. Así lo decía su insignia. Movió la cabeza.

—No, señora, pero gracias por el ofrecimiento.

Se metió en su coche y apagó la destellante luz azul. Jenna puso el coche en marcha y regresó a la carretera. El teléfono volvió a sonar. No respondió, pero cuando la campanilla se interrumpió, imaginó la voz de ordenador que debía de haber atendido.

—Lo sentimos, pero el cliente con el que intenta comunicarse no se encuentra disponible. Puede dejar un mensaje pulsando el uno… ahora.