El doctor David Livingstone parecía más un loco que un chamán. De pie en el embarcadero, con el pelo recogido en una prieta coleta que parecía brotarle del occipucio, extendía las manos, cerrando los ojos, en una suerte de plegaria. Sólo vestía un pantaloncillo de flores y zapatillas de deporte. Llevaba al cuello un pequeño envoltorio de gamuza pendiente de un collar de cuero trenzado. A sus pies tenía su vestimenta de chamán, desplegada sobre las piezas de arpillera, ahora desenrolladas, donde la había traído. Ferguson temblaba de sólo mirarlo. No podía decirse que hiciera calor. Pero David no parecía notar la temperatura. Movía los labios, pronunciando para sus adentros palabras inaudibles. Tras pasar unos minutos de esta guisa, David abrió los ojos y miró sus vestiduras.
—¿Eres de aquí, Ferguson? —preguntó, inclinándose para tomar una falda de piel de ciervo orlada de cuentas de marfil.
Ferguson asintió con la cabeza.
—De Wrangell.
David se ciñó la falda a la cintura antes de meter la cabeza en una suerte de poncho del mismo material. Falda y poncho tenían pintadas figuras rojas y negras.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —inquirió Ferguson.
—Claro.
—¿Haces esto con frecuencia? Quiero decir si sueles trabajar para empresas de este modo.
David soltó una suave risita.
—Diría que bastante. Pero por lo general no exorcizo espíritus.
—¿Ah, no? ¿Y qué es lo que más haces?
—Más que nada, trabajo para las compañías pesqueras. Predigo dónde estarán los peces durante la temporada. O bendigo una flotilla. En una ocasión, una maderera me contrató para que pidiera disculpas a los espíritus en su nombre, pues habían matado a cientos de lechuzas durante la labor de tala.
—Caray.
—Ya ves. Lo lamentable es que sólo lo hacían como operación de relaciones públicas. No les importó lo que yo hiciera. Podría haber recitado «Mary tenía una ovejita» en tlingit y ni se hubieran dado cuenta.
—Ya —murmuró Ferguson, meneando la cabeza con aire solemne—. Me pregunto… —No pudo contenerse—: ¿Y recitaste «Mary tenía una ovejita» en tlingit?
David sonrió.
—Es intraducible. No hay ovejas en Alaska, de modo que no existe una palabra que las designe. Pero ya sabes lo que quiero decir.
—Sí, sí que lo sé.
Ferguson lo sabía. Sabía que David quería decir que hay una diferencia entre lo que se contrata y lo que se espera. Pero David no había respondido a la verdadera pregunta: ¿con cuál de las dos cosas había cumplido? Para Ferguson, se trataba de una distinción importante. Pues, por más que Ferguson no creyese en todas esas cosas indias, sus inversores sí creían, y Ferguson tenía la obligación de suministrarles lo que requerían. No pagaban cinco mil dólares para un birlibirloque de cuento infantil.
David se ató al cuello un collar de garras de oso. Se puso en la cabeza una extraña corona de cornamentas de carnero ligadas con tiras de cuero.
—¿Qué sabes de la historia de este pueblo, Ferguson?
Por fin, pensó Ferguson, una pregunta sobre el pueblo.
Se sentía cómodo con ellas.
—Antiguamente fue un asentamiento pesquero de los rusos. Le decían bahía Mikoff. A principios del siglo veinte era un pueblo floreciente, con una planta de conservas, una buena bahía, honda y bien acondicionada, ideal para las embarcaciones. Podían capear las tormentas aquí. Pero llegó la depresión, después la guerra. La maquinaria de enlatar fue reducida a chatarra para hacer bombas, y así se terminó la ciudad. Y ahora, este grupo para el que trabajo la está convirtiendo en un complejo turístico de lujo para pescadores. Y, para atraer la buena suerte, le cambiarán el nombre. Le van a llamar «Bahía Thunder».
—Un nombre con cierto atractivo, ¿no te parece? Pero, Ferguson, olvidaste una cosa. Tal vez la más importante.
—¿Qué?
—Los rusos, los británicos, los estadounidenses… ninguno de ellos pobló nada que no estuviese poblado desde antes.
David miró a Ferguson con expresión seria. Éste asintió lentamente con la cabeza.
—Los primeros que poblaron esta bahía fueron los tlingit. Los rusos solían erigir sus fuertes cerca de aldeas tlingit para facilitar el comercio.
—Entiendo.
—Después, claro, ya se sabe cómo son las enfermedades; muchos indios murieron y sólo quedaron los llamados colonos.
—Así es.
—Y estoy seguro de que es el motivo por el cual tus inversores temen que el alma de algún indio muerto vaya a levantarse y asesinar a sus clientes.
—Sí, seguro.
—Bien —respondió David, respirando hondo—. Pues a trabajar.
Se inclinó para tomar un último elemento de encima de la arpillera. Era un curioso sonajero, hecho con el cráneo de un pequeño mamífero suspendido entre dos de las puntas de una cornamenta de ciervo mediante tiras de cuero. Hacía pensar en un tirachinas. Las sonajas colgaban del cráneo; eran otras tiras de cuero, en las que iban ensartadas unas cuentas. David le dio una sacudida al sonajero y, volviéndose en dirección al pueblo, emprendió el camino, dejando el embarcadero tras de sí.
El pueblo estaba construido sobre la ladera de una montaña que ascendía directamente desde las aguas. Ello hacía que las calles fuesen tan empinadas que parecía que las construcciones reposaban unas sobre otras. En la base del promontorio se veía una vasta pasarela de madera que recorría toda la costa. Varios embarcaderos sobresalían de esa estructura. La lancha de David y el avión de Fergie estaban amarrados al más largo de ellos.
El pueblo no había sido extenso ni siquiera durante su apogeo, lo cual lo volvía ideal para transformarlo en complejo turístico. La planta de conservas, la mayor de las construcciones, había sido reconstruida, y transformada en centro comunitario, con cafetería y lugar de encuentro. El antiguo almacén de subsistencias vendía ahora utensilios de pesca y recuerdos. Y aunque equipos de constructores se pasaban meses enteros trabajando sin descanso, nadie había habitado el pueblo desde 1948.
Fergie se apresuró a seguir los pasos de David. Le señaló el paisaje costero.
—Eso sí, es un hermoso pueblo. Tiene mucho encanto.
—Claro.
Fergie no terminaba de hacerse idea de lo que pensaría David de la idea misma del complejo turístico. Le daba la impresión de que no la aprobaba. Intuía que David sólo estaba allí por el dinero. No es que eso tuviese nada de malo. Todos estaban allí por ese motivo.
—¿Qué sabes de Cuervo, Ferguson?
El interpelado movió negativamente la cabeza.
—Nada.
—Cuervo es algo así como el santo tutelar de los tlingit. Es quien se encarga de traer el sol, la luna, el agua y casi todo lo demás, a la tierra. ¿Quieres que te hable de estas cosas?
—Claro, me encantaría.
—Cuervo nació de la angustia. Pero tengo que retroceder un paso para contártelo bien.
Al comienzo, hubo un poderoso jefe que era muy fuerte y orgulloso y muy respetado por toda la gente de su clan. Tenía una mujer hermosa a la que amaba mucho; pero era celoso, y no confiaba en que ella le fuera fiel. Vivía atemorizado por la posibilidad de que uno de los jóvenes fuertes de la aldea la sedujera y se la robase. Para protegerse de esa eventualidad, cada vez que el jefe se iba a cazar focas metía a su mujer en una caja, que colgaba de las vigas de su casa para que nadie pudiese alcanzarla.
Un día, el jefe sorprendió a su mujer y a uno de sus sobrinos cambiando miradas. El jefe se enfureció. Tomó un cuchillo dentado, como una sierra, y le cortó la cabeza a su sobrino. Como temía ser víctima de nuevas traiciones, también mató a todos sus demás sobrinos.
Cuando la hermana del jefe se encontró con que él había asesinado a sus diez hijos, quedó abrumada por el dolor. El año anterior, su esposo había muerto en una cacería, y ahora no tenía una familia que cuidara de ella en su ancianidad. La hermana del jefe estaba tan desesperada que se internó en el bosque para quitarse la vida.
Cuando recorría la foresta en busca de un lugar donde suicidarse, se encontró con un amable anciano. El viejo le preguntó por qué estaba tan afligida. Ella le contó su historia.
El viejo asentía con la cabeza mientras ella le relataba la felonía y la crueldad de su hermano. Eso no estaba bien, dijo él. El jefe no se había mostrado respetuoso con la vida.
—Ve a la playa cuando la marea esté baja y busca un guijarro redondo —le dijo el anciano a la mujer—. Ponlo en el fuego hasta que esté bien caliente y después trágatelo. No te preocupes; no te hará daño.
La hermana hizo lo que el viejo le dijo, y después de tragarse el guijarro quedó encinta. Se construyó una choza en el bosque, junto a la playa y vivió allí. Llegado el momento, dio a luz a un hijo que creció hasta que llegó a ser un hermoso niño. Era Cuervo.
Ferguson y el doctor llegaron al centro comunitario y entraron. Fergie albergaba la esperanza de que David quedara impresionado. La casa comunal era un inmenso recinto con un techo enmaderado de nueve metros de alto. El interior había sido revestido de nuevo con madera de abeto, que le daba un color rico y cálido y un aroma delicioso. En medio de la habitación se abría un enorme espacio circular para encender el fuego, por encima del cual se alzaba una vasta campana de ventilación. Se trataba de una instalación pensada para cocinar; un espetón para piezas de caza mayor cruzaba por mitad del hogar, a lo largo de cuyo perímetro asomaban puntas de metal destinadas a sujetar parrillas para pescado. Largas mesas de madera estaban dispuestas a lo largo del espacio: daban una idea de verdadera vida comunitaria.
—Muy bonito —dijo David mirando alrededor. A Ferguson esto le agradó. Con esas dos palabras, David por fin había dado su aprobación a la totalidad del proyecto.
—Pusimos todo nuestro esfuerzo y nuestro interés en este espacio común —explicó Ferguson—. Queremos que la gente realmente sienta deseo de venir a este lugar a estar con otra gente.
—Así debe ser —respondió David—. La casa comunitaria era el eje de la vida de las aldeas tlingit. En realidad, lo que hoy llamamos sociedad no es más que una broma. Cada uno tiene su habitación, y en ella, todo lo que necesita: teléfono, televisión, pizza a domicilio. Ya nadie necesita vida social. ¿Cómo puede llamarse «sociedad» a algo que carece de vida social?
David se acercó al lugar donde se hacía el fuego.
—¿Se puede utilizar ahora?
—Claro.
—Quisiera encender un fuego, si no hay problema.
Ferguson señaló un montón de leña apilada a lo largo de uno de los muros. Era idea suya, lo de mantener la leña dentro del local. Ello haría que la madera se conservase seca, lo que era importante. Pero además, le daba un ambiente acogedor al recinto; los huéspedes sabrían que allí siempre abundaba la leña para encender fuego.
—Los tlingit no creen que haya un paraíso en el cielo —continuó David—. Creemos que, cuando uno muere, el alma se va de viaje. Se va al otro lado de la isla, o de un promontorio, o del otro lado del agua, a la Tierra de las Almas Muertas. La Tierra de las Almas Muertas no es otra dimensión; simplemente, es un lugar que queda lejos. Y, como los muertos están vivos, están sujetos a las mismas condiciones que los vivos. Si la aldea sufre porque es un mal año para la caza o la pesca, la comida también escasea entre los muertos. Por eso es importante dar parte de tu alimento a los muertos cada vez que comes algo. Pero a ellos les es imposible venir a comer de tu plato. Así que echamos algo de comida al fuego antes de empezar a comer. El fuego la quema, y los muertos pueden consumirla. Recuérdalo, Ferguson: la manera de llegar al corazón de los muertos es a través de su barriga. Dales de comer y te dejarán en paz.
A Ferguson la idea le agradó. Una simpática tradición para Bahía Thunder. Sacrificar algo de alimento antes de cada comida. Como matar dos pájaros de un tiro: mantienes felices a los muertos y entretienes a los clientes al mismo tiempo. Todos quedarían impresionados por los conocimientos de Fergie acerca de los tlingit. Ayudó a David a llevar madera al fuego.
La madre de Cuervo le puso bajo la lengua una piedra que le confería invulnerabilidad. Además, lo bañaba dos veces al día en la laguna, para que creciera deprisa.
Cuando Cuervo fue lo bastante grande para correr por los bosques y nadar en el mar, su madre le hizo un arco y muchas flechas, que usó para cazar conejos, zorros y lobos. Tal como le enseñaba su madre, Cuervo siempre mostraba el debido respeto por los animales que cazaba.
La madre de Cuervo hacía mantas con las pieles de los animales que él mataba. Cuervo era un cazador, y cada vez tenían más mantas. Una tarde, el chico mató un gran pájaro blanco de un flechazo. Se atavió con la piel del ave y de inmediato sintió un ardiente deseo de volar. En la aldea, al poderoso jefe le llegaron noticias de su hermana y del hijo de ésta, experto cazador. Envió a uno de sus esclavos a decirle al muchacho, su sobrino, que lo visitara. La madre de Cuervo le advirtió de que no fuera. Le contó las acciones terribles que cometiera su hermano. A pesar de las advertencias, Cuervo declaró que visitaría a su tío; le dijo a su madre que no se preocupara.
Cuando Cuervo llegó a casa de su tío, éste intentó matarlo con el mismo cuchillo serrado que usara para matar a sus hermanos. Pero cuando quiso degollarlo, los dientes del filo se desprendieron y Cuervo salió indemne.
Entonces, el jefe le pidió a Cuervo que lo ayudase a desplegar su canoa. Cuando Cuervo se metió bajo la canoa, el jefe se la tiró encima, inmovilizándolo. El jefe suponía que Cuervo sería incapaz de salir y que la marea, al subir, lo ahogaría. Pero Cuervo partió la canoa con facilidad; regresó a casa de su tío y arrojó los trozos de la canoa a sus pies.
El tío le pidió a Cuervo que lo ayudara a pescar un calamar para comer. Subrepticiamente, Cuervo ocultó una pequeña canoa bajo su manto. Cuando se internaron en el mar en busca del calamar, el tío echó a Cuervo por la borda para que se ahogara y emprendió el regreso. Pero Cuervo tenía su propia canoíta y se apresuró a regresar a casa de su tío, llegando antes que él.
Se apostó sobre el techo de la casa a esperar el retorno del tío, que no tardó en llegar, convencido de que por fin se había deshecho de su sobrino. Cuervo atrancó la puerta desde fuera y llamó a las aguas para que ahogaran a su malvado tío.
Las aguas crecieron y Cuervo se elevó por los aires gracias a sus blancas alas. Llegó tan alto que su pico se clavó en el cielo, haciendo que se quedara allí durante diez días. Cuando las aguas bajaron, Cuervo se soltó y voló de regreso a la tierra. Todos los habitantes de la aldea, incluida la madre de Cuervo, habían sido arrastrados por las aguas y nadie los volvió a ver. A Cuervo lo entristeció que la inundación, a pesar de haber vengado a sus hermanos, le hubiese acarreado también la desgracia.