3

Jenna se cambió. Ahora vestía un sencillo conjunto negro. Se había limpiado los surcos de maquillaje de la cara, se había cambiado de ropa y metió el pasado donde debe estar. Bien lejos. En la parte más oscura de su alma. Un lugar donde nunca miraba y del que nadie sabía nada. No me hagas preguntas y no te mentiré.

Estaba en la terraza del apartamento emplazado frente al mercado público y miraba la calle vacía. Detrás de ella, muchachos de chaqueta blanca repartían comida en bandejas de plata. Bonito lugar. Mucho dinero. Sólo había unos seis apartamentos en el edificio. Cada uno de ellos tenía una estupenda vista al agua y una inmensa terraza. Robert no pertenecía a esa categoría. Sí, pertenecía a una categoría, pero no a ésta. La morada pertenecía a Ted y Jessica Landis, agentes de bienes raíces de los dioses. Tenían dos hijos; ambos habían terminado la universidad, uno estaba haciendo un máster, el otro estaba metido en negocios. Michael. Probablemente lo llamaran Mikey cuando era pequeño.

Era una fresca velada de julio y una brisa soplaba desde las aguas. Eso es lo bueno de Seattle en verano: no hay humedad, así que refresca de un modo agradable. Los veranos son hermosos, pero los inviernos son malos, por la lluvia. Pero al menos no queda todo bajo la nieve, como en Cleveland.

Jenna contemplaba las embarcaciones de pasajeros que cruzaban el agua contra el fondo de luces centelleantes de Punta Alkai. De pie junto al borde de la terraza, dio un sorbo a su copa de vino. Había algunas otras personas fuera, pero no sentía deseos de hablar. Los Jeffery. Tienen dos hijas. Los Thompson. Ella acaba de tener un hijo y necesita hacer ejercicio. ¿Por qué no podemos ser todas como Demi Moore? Hay que levantar esos colgajos a fuerza de aparatos de gimnasia StairMaster.

—¡Jenna!

Una fuerte voz cortó el aire. Era Christine Davies. De la isla Mercer. Casa de veraneo sobre el canal Hood. Un niño de la misma edad que tendría Bobby. David Davies. Qué nombrecito más mono. ¿Se le ocurrió a él? Es tan inteligente. ¿Ya va a la universidad? Dicen que es el niño extraterrestre más inteligente de los que han sido engendrados por humanoides. Bébete otra copa, parece que te hiciera falta.

—Jenna, me encanta lo que llevas. ¿Compras toda tu ropa en otra ciudad? Yo sólo voy a Barney's y nunca veo cosas como éstas. ¡Es maravilloso! Estás hermosa. Ya quisiera tener unas caderas como las tuyas. ¿Has bajado de peso?

—Hola, Christine. —Jenna sonrió con forzada cortesía—. Gracias. No, no he adelgazado. ¿Cómo está David?

—Ah, ¿quieres comprar unas golosinas de excursionista? David las vende. Ya sé que no es una niña excursionista, el pobre. La mayor, Elizabeth, las está vendiendo para su tropa. Si vende cien cajas le dan un vale para un regalo en Nordstrom's. Le encanta la ropa, pero detesta vender. De modo que David y ella hicieron un pequeño trato. David vende las golosinas, y ella comparte el premio con él. ¿A que son astutos? Sólo tiene que vender veinte cajas más. Es un estupendo vendedor. Peter está convencido de que será agente inmobiliario algún día. Son esas chucherías de menta redondas. Sólo dos dólares por caja. Es para una buena causa.

—¿Cuál es la causa?

—¿Cómo dices?

—La buena causa, ¿cuál es?

—Ah, no sé. —Christine estaba sorprendida ante la pregunta—. Los discapacitados, creo. Los discapacitados mentales. ¿Importa qué causa es mientras sea buena?

Christine escupió una risa seca. Jec, jec, jec. Tos-risa. Especialidad escandinava. Jenna procuró convertir su mueca en sonrisa, pero no le pareció que lo lograra.

—Claro, Christine. Venga, compro cinco.

—¿Cinco? Bueno. ¿Cuál es tu secreto, Jenna? ¡Se te ve tan delgada!

—Sigo una dieta estricta. Agua y menta para excursionistas.

Jec, jec, jec.

Christine se puso seria. Posó una mano sobre el brazo de Jenna, un gesto grave. Se mecía un poco en la brisa.

—En serio, Jenna, ¿cómo estás?

—Muy bien.

—Sí, pero ¿cómo estás de verdad? Este momento del año debe de ser muy duro para ti.

Jenna miró los ojos embriagados de Christine. Parecían enfocarse en forma independiente de la voluntad de su dueña, como los de un pez. Tenía un punto blanco de espuma en la comisura de la boca. Sus dientes estaban manchados. El aliento le olía a tortilla de salmón ahumado.

—Tiene que ser muy, muy duro para ti.

Jenna imaginó que el interior de la cabeza de Christine era una almeja gigante. Un bulto palpitante que absorbía agua antes de escupirla para propulsarse. La cabeza estaba en el fondo del océano. Un molusco bivalvo. Sorbía agua por un oído, la expelía por el otro; así, la cabeza se levantaba un poco por encima de la arena y avanzaba mediante impulsos de unos pocos centímetros.

—Es uno de esos momentos en los que me siento agradecida por tener a Robert.

Una estrella de mar le saltó a la cabeza. Le abrió el cráneo y chupó el jugoso mejillón que éste alojaba. Primero una valva, después la otra. Le chupó el mucoso cerebro por el oído y lo saboreó.

—Oh, ya lo creo. Qué sería de todos nosotros sin la familia.

—Discúlpame, Christine; debo hablar con Robert. No dejes que me marche sin esas golosinas.

Beso, beso.

Jenna se sintió a punto de vomitar cuando olió de cerca el aliento de Christine. Fritanga rancia. Ostras y huevos revueltos. Bivalvo y quién sabe qué otras cosas.

Jenna se acercó a Robert, que se lucía ante un grupo de agentes de bienes raíces junto a la barra. Estos agentes sí que saben beber. Supongo que si estás siempre preocupado por quedarte sin trabajo, te pones tenso. ¿Cómo va el mercado? No baja de los veinticuatro dólares por pie cuadrado.

Se quedó mirando la escena. Robert contaba una animada historia a tres hombres. Todos tenían treinta y pocos años. Claro que algunos eran más exitosos que otros. Todos ex atletas de la enseñanza secundaria. Eso significa mucho en el mundo inmobiliario. Todos pueden mear juntos y decir cosas como: «Cuando yo jugaba con los Huskies, ya sabes, cuando íbamos al Rose Bowl, nos emborrachábamos y nos íbamos de putas a la Oeste. Mira, se ve desde aquí. Vaya, si hubiésemos comprado en ese momento… ¡Hombre! ¡Pagaría cualquier cosa por tener una máquina del tiempo! ¡O una bola de cristal que funcione!».

Robert era el más triunfador. Tenía el mejor coche. La mejor casa. La mejor esposa, la más inteligente, la más bella. Y, hasta hace dos años, el mejor hijo; el más inteligente, el más hermoso. Pero ya no, ¿verdad? ¿Cuánto tardas en sobreponerte a una cosa como ésa? Toda la eternidad. No te sobrepones. Un hijo es una creación. Es tu sangre y la de otro. Es tu vida. Lo peor que te puede pasar es perder un hijo.

Robert vio a Jenna; la llamó. Los tres agentes borrachos la miraron.

—Jenna, mi amor, ven. Les estaba contando lo de aquella vez cuando regresamos a Cleveland. ¿Recuerdas cómo te enfadaste porque no había árbol de Navidad?

—No estaba enfadada, sólo desilusionada.

Los tres rieron.

—Estabas furiosa. Estaba tan furiosa. Arrancó una rama del árbol del jardín y lo puso en nuestra habitación. ¡Nuestro arbolito privado!

Los tres rieron todavía más. Tres no-judíos. ¿Por qué Robert enfatiza su condición de judío? ¿Cree que ello le da alguna ventaja psicológica? Es probable que tenga razón.

—¡Y ella es medio judía! Eso es lo gracioso. Es como para creer que le alcanzaría con una menorá, pero no…

Uno de los agentes se lo puso fácil a Robert.

—¿Qué es una menorá?

—¡Un pastel judío! —replicó Robert, encantado de bromear con el candelabro ritual.

¡Ja, ja, ja! Robert le dio una palmada en la espalda a Jenna. ¡Eso sí que estuvo bien! Marchando una menorá con salsa de manzana. Mi plato preferido.

—¡Jenna sí que no tiene problemas! Es judía, india norteamericana y cristiana… ¡Imagina la cantidad de días festivos que tiene! ¡Se podría tomar la mitad del año libre en concepto de festividades religiosas! —Risa, risa—. La semana que viene celebramos un consejo tribal. ¡Toda la aldea está invitada!

Rieron tanto que parecía que les iba a explotar la cabeza. Sus caras estaban cubiertas de inmensos poros de los que rezumaba una inmunda combinación de sudor y grasa. Estos tíos no iban a envejecer bien. Jenna estudió el vaso lleno de whisky escocés y hielo que Robert tenía en la mano.

—Robert, supongo que esta noche me toca conducir a mí, ¿no?

Él dejó de reír. Los tres amigos adoptaron la expresión culpable de quien sabe que se ha metido en problemas. Se llevaron las manos a la boca para sofocar la risa. Robert se volvió hacia Jenna y la fulminó con la mirada.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada. Sólo que no me voy a beber otra copa.

—Estaba contando una historia…

—Sigue. Era graciosa.

—Y me interrumpiste. ¿Dónde está tu sentido del humor?

—Sólo quería saber si podía beberme otra copa de vino.

—Mentira. Jamás te bebes una segunda copa, y lo sabes. Me interrumpiste y lo sabes.

—Robert.

—Admítelo.

Lo miró, incrédula. Los tres amigos se habían escabullido. Ahora sólo Robert y Jenna estaban en medio del recinto; llamaban la atención. Las cabezas se volvían. Todos se daban cuenta de que él la estaba llamando al orden por su mala conducta.

—Robert, basta —susurró Jenna—. No me hagas esto en público.

Robert la agarró del brazo y la llevó hacia un lado de la sala. Llamó a una puerta antes de abrirla. Era un lavabo. La hizo entrar.

—¿Por qué me hiciste eso?

—¿Qué te hice? Robert, no hice nada.

—Me humillaste delante de mis colegas.

—No necesitas mi ayuda para eso. —Jenna se sentó sobre la tapa del inodoro y cruzó las piernas, procurando aparentar más calma de la que sentía.

—No seas perra —dijo él con aspereza. Jenna dio un respingo. Detestaba esa palabra y él lo sabía—. Si no estabas en condiciones de venir a la fiesta, mejor te hubieras quedado en casa.

Jenna alzó la mirada.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Por qué no iba a estar en condiciones de venir a la fiesta?

—Bueno, es evidente que sigues alterada porque le encendí una vela a Bobby y la tomas conmigo. Lo cual es típico.

—¿Típico?

—Sí, típico. Es propio de ti no poder sobreponerte a tu culpa, y es propio de mí poder hacerlo. Mira, si tú te sigues sintiendo culpable, no es asunto mío. Pude asumirlo y seguir funcionando como un ser humano normal, ¿eso está mal? Encendí una vela. Me agrada hacerlo. Me hace bien. Si tú no lo soportas, bueno, mala suerte.

Jenna se mordió el labio para no responder. No iba a dejar que un Robert lleno de whisky escocés la arrastrara a una disputa que ninguno podía ganar. Liarse a puñetazos en el lavabo de los Landis. Sangre en el suelo. Se levantó y abrió la puerta.

—¿Por qué no te bebes otra copa, Robert? El alcohol te pone muy atractivo.

Lo miró a los ojos. Él la fulminó con una mirada dura. En sus ojos había odio, nada menos. Profundo, inconfundible. Ella salió a la fiesta, cerrando la puerta a sus espaldas. Fue directamente a la terraza. Necesitaba aire fresco para despejarse. El encierro del lavabo la había mareado. Una vez fuera, respiró hondo. No iba a alterarse. No iba a permitir que Robert se lo hiciera dos veces en la misma noche. De ninguna manera. Caminó a lo largo de la terraza. Todo está bien. No dejes de moverte. Quítatelo de encima. Está borracho. Él es quien tiene un problema. Él es el malo.

Al cabo de un par de minutos, Jenna sintió que recuperaba el control, que volvía a embutir las emociones en el Tupperware de su mente. Entró y pidió un vaso de Perrier en la barra. De todos modos, no quería otra copa de vino. En eso, Robert tenía razón. Sólo había querido cortar su estúpido cuento, su insoportable cháchara. El alcohol estaba haciendo que Robert hablase un poco demasiado fuerte y riera un poco demasiado, cosas que siempre avergonzaban a Jenna. Por no hablar del hecho de que se embriagara en una fiesta tan sobria. Eso sí que la irritaba. Si estaba enfadado con ella, aun si al entrar a la fiesta ya no eran una pareja feliz, ella ya no desempeñaba el requerido papel de esposa colaboradora. Pero ¿qué importaba? Esto era una fiesta de trabajo. Se hacían negocios. Se cultivaban relaciones. Eso de andar perdiendo el tiempo con borrachos inútiles hacía que Robert pareciese uno de ellos.

Lo habitual era que Robert se mantuviera al margen del gentío. Era un tío bien plantado, hubiese dicho el padre de Jenna. Sí, señor. No bebe más de la cuenta. No habla de más. No piensa demasiado. Se limita a hacer la faena, y a hacerla bien. Como corresponde a un buen judío.

Papi era judío. Por más que renegara de toda demostración exterior de judaísmo, era bien judío por dentro, y Jenna lo sabía. Estaba contento de que Jenna hubiese encontrado a Robert. No tenía la idea romántica de que debían criar a sus hijos en el judaísmo, pero su alma sentía que pondrían un judío más en el mundo. Y, por cierto, si lo que tenían era un bris, un varoncito judío, tanto mejor.

Papi también se sorprendió al enterarse de que la familia de Robert no tenía árbol de Navidad. La Navidad no es religiosa, es estadounidense. ¿Qué estadounidense no celebra las Navidades? La mejor manera de evitar la persecución religiosa es evitar mostrarse muy religioso. Eso decía él. Después de jubilarse, regresó a vivir a la ciudad de Nueva York con mami. «Vuelvo a casa», decía. A la ciudad donde los judíos no son tratados como visitantes. A mamá le gustaba la comida de allí, nada más.

La ensoñación de Jenna se rompió de repente. Se encontró con que estaba en un silencioso pasillo que, al parecer, llevaba a los dormitorios. Miró en torno a sí. Era evidente que se trataba del corredor de los recuerdos. Todas las paredes estaban cubiertas de fotos; comenzaban con las de los abuelos, en blanco y negro, y progresaban hasta las más recientes, de bebés diminutos. Jenna escrutó rápidamente las paredes. Bailes de fin de curso. Bodas. Fotos navideñas con Santa Claus. Vacaciones. Se entretuvo en una imagen de Ted Landis y uno de sus hijos, cuando era más pequeño. Más o menos de la edad de Bobby, parecía. Estaban de pie en un embarcadero. Un lago centelleaba bajo el sol vespertino. El niño mostraba, orgulloso, un pez. Jenna se quedó mirando; apartarse le era imposible. Era una foto tan simple. Un evento tan simple, también. Un niño, su padre, un pez.

Es una estampa universal. Toda familia tiene una foto así. Todo padre lleva a su niño a pescar. Pero no todos van a pescar a Alaska. No todos van a la Bahía Thunder. El hijo no siempre se ahoga.

—Jenna.

Jenna miró. Era Christine. Golosinas de menta.

—Jenna. Nos vamos.

Christine la tomó del brazo y la hizo entrar a una habitación.

—¿Robert está borracho?

—Supongo. Probablemente sí.

—Porque estaba hablando de… Bobby. Ya sabes, de lo que sucedió.

Por Dios, nunca se termina. Jenna cerró los ojos y suspiró.

—Es nuestro aniversario —dijo.

—¿En serio? Creí que os habíais casado en invierno.

—No. El aniversario de la muerte de Bobby.

En el oscuro dormitorio, Christine se quedó paralizada. Fuera, al otro lado de la ventana, las luces del centro chispeaban en la distancia. Una farola del alumbrado público proyectaba un extraño matiz anaranjado sobre el rostro de Christine. Miró a Jenna con compasión. Compasión que no hubiera sido imaginable en esa mujer. Piedad verdadera. Sincera.

—Oh, Jenna, lo lamento tanto. Tanto, tanto.

Envolvió a Jenna en un abrazo. La cabeza de Jenna cayó sobre el hombro de Christine y finalmente se entregó a esa mujer de cabeza de almeja. Se echó a llorar. Desde el fondo de su alma. Sollozaba. Boqueaba. Oh, el horror. La injusticia. El olor a perfume y a cuerpo. Las torpes manos de Christine acariciándole el cabello. El dique cedió y un torrente se desencadenó.

Debieron de pasar minutos. Jenna oyó que había otras personas en la habitación. Gente que iba y venía. Christine les indicaba que se marcharan con un gesto. Les decía calla, vete. La acariciaba. Porque lo cierto es que duele. De verdad. Es una herida como cualquier otra. Un brazo roto necesita escayola. Un corte, unos puntos. Un alma, lágrimas.

Jenna, sentada en la cama, se enderezó. Christine aún estaba allí, contemplándola. Christine miró su reloj. Era perdonable. ¿Cómo esperar que una almeja no le eche un vistazo a su reloj? Que se hubiera quedado tanto ya era mucho.

—¿Estás bien? Debemos regresar a la isla.

Jenna sollozó una última vez. Se sonó.

—Lo siento, Christine. Tenías razón. Esta época del año es dura.

—Ay, Jenna. Pero Peter se quiere ir. Debo marcharme. ¿Estarás bien? Puedo ir en un taxi más tarde. Me puedo quedar contigo. ¿Me quedo?

—No, no. Estoy bien, de veras. Eres demasiado buena. Me da vergüenza. Mucha. Las golosinas. No te marches sin dármelas.

Tambaleándose, Jenna se incorporó. Encontró su bolso a tientas y miró dentro. No llevaba dinero en la billetera. Había otra. La de Robert. No le gusta llevar billetera porque le abulta en el traje. Extrajo un billete de diez dólares.

—Dame cinco cajas.

Christine la miró y sonrió.

—Eres muy generosa, Jenna. De verdad que eres muy buena, en serio. En serio, eres muy buena.

Christine sacó cinco cajas de golosinas de menta del interior de otra, más grande. Tomó el dinero, le dio un beso a Jenna en la mejilla y se marchó.

Jenna se quedó sentada en el dormitorio. Devolvió la billetera al bolso. Ahí también había llaves. Las del coche.

Titubeó durante un momento. Miró en la billetera y vio el tique del aparcamiento. Se puso de pie y salió de la habitación.

La fiesta estaba en su apogeo, aunque casi era medianoche. Jenna se detuvo durante un momento, con el rostro arrasado por los sollozos, estrechando contra su pecho las cinco cajas de menta de las niñas excursionistas. Robert seguía hablando con sus colegas. Seguía bebiendo. Jenna respiró hondo. Una respiración de despedida.

Y, sin más, se marchó.