John Ferguson, de pie en el embarcadero, al lado del hidroavión, contempló la pequeña figura que se aproximaba a bordo de una lancha Boston Whaler. Cuando la embarcación azul estuvo más cerca, el sonido de su gran motor fueraborda desgarró el aire de la apacible mañana de Alaska, obligando a una bandada de gansos a levantar el vuelo y emprender la retirada.
Fergie, como lo llamaban, no pudo menos que reír para sus adentros. Estaba a punto de pagarle cinco mil a un especialista indio para que hiciese un diagnóstico del lugar. En una reunión de las autoridades comunales del vecino pueblo de Klawock, algunos sugirieron que convocase al doctor David Livingstone, diciendo que era el mejor de la zona. Fergie bromeó.
—No sabía que los médicos-brujos usaran el título de doctor. —Y se encontró con que había ofendido a casi todos los presentes. Resultó que el individuo no sólo era chamán, sino que tenía un verdadero doctorado. Quién lo hubiera dicho.
Ahora, la embarcación estaba a menos de veinte metros y Fergie vio con sorpresa que el doctor Livingstone era un hombre joven y bien parecido, no el anciano y arrugado indio a bordo de una canoa que habría sido de esperar. Saludó con la mano, y el del bote le devolvió el saludo. La lancha atracó y el joven desembarcó de un salto.
—¿Ferguson? —preguntó el hombre, mientras amarraba la lancha al embarcadero.
—El doctor Livingstone, supongo.
Fergie llevaba más o menos una semana ensayando esa frase. Se moría por soltarla, pero temía que fuese motivo de ofensa. Al parecer, no era así.
—David.
David se inclinó sobre la barca y sacó varios raídos envoltorios de arpillera. Los dispuso en hilera sobre el muelle. Fergie no supo si ofrecer ayuda; quizá aquellos objetos fuesen elementos para hechizos indios que se contaminarían si los tocaba. Se quedó mirando, incómodo, desplazando el peso de un pie a otro.
—Y bien, ¿qué te parece? ¿Alguna primera impresión? —preguntó, esperanzado—. ¿Algún espíritu del pasado tlingit encanta el lugar? —Fergie procuró pronunciar correctamente el nombre indio, para no parecer ignorante. Como se lo había oído decir a un indio de verdad, sabía que debía sonar más gutural, como un mordisco dado en una manzana.
David terminó de descargar sus hatos y se enderezó. No era alto. Debía de medir más o menos uno setenta; el cabello le llegaba a la cintura y tenía un rostro redondo, de facciones suaves. Sus francos ojos castaños parecían celebrar el milagro de poder ver, y cuando se volvió hacia Fergie, pareció casi feliz.
—¿Cuánto sabes de los tlingit, Ferguson?
—Oh, no mucho —respondió el otro, dubitativo. Había supuesto que sería sometido a un interrogatorio, de modo que había estudiado el capítulo correspondiente en la Enciclopedia del indio norteamericano—. Sé que los tlingit y los haida eran las principales tribus de la región. Su economía se basaba en la pesca y las pieles. Comerciaban con rusos y británicos. A fines del siglo diecinueve, el gobierno proscribió los idiomas nativos y las convenciones tribales, pero eso se terminó ahora.
—Bueno, no es exactamente así —corrigió Livingstone—. Entiendes el espíritu de la ley, pero no su letra.
Ferguson suspiró un poco más fuerte de lo que hubiera querido. Cerró la boca y miró las lejanas montañas de picos blancos que se veían por detrás del hombro de Livingstone.
—No es que el gobierno haya proscrito directamente los idiomas nativos y los encuentros tribales —explicó David—. Lo que hicieron fue clasificar como «indios civilizados» a aquellos que no se juntaban con otros indios. Los indios que sí se asociaban con indios eran enviados a reservas o escuelas para indios. Así que el efecto de la ley, como bien dedujiste, fue eliminar los idiomas y la legislación nativa. Pero la ley en sí no decía eso.
—No lo sabía.
—El hombre blanco es demasiado inteligente como para darle a nada un carácter abiertamente impropio.
Ferguson asintió. Acababa de conocer a Livingstone, y no estaba muy seguro de que le cayera bien. Tenía algo atractivo, pero sepultado bajo una desafiante arrogancia que no le agradaba.
David se arrodilló y desató uno de los envoltorios. Dentro, había sartas de cuentas y garras de animales.
—¿Sabes algo sobre nuestras creencias —preguntó David—, o sobre nuestras leyendas?
Ferguson decidió no correr más riesgos. Bastaba de respuestas estúpidas. No iba a dar pie a que el otro le volviera a soltar una contestación embarazosa. A veces, el silencio es la mejor defensa. Meneó la cabeza.
—Entiendo. Pero aun así crees que nuestros fantasmas pueblan este lugar.
Ferguson tragó saliva. Volvía a quedar en evidencia. Sintió deseos de decir la verdad, que todo el asunto no era más que un incordio. Que sólo lo hacía porque un grupo de hombres de negocios japoneses iba a poner un montón de dinero para hacer un hotel, pero que insistían en que el lugar fuese sometido a una «limpieza espiritual» antes de cerrar el trato. Pero Fergie sabía que no debía decir una cosa como ésa. Habría sido demasiado directo.
—Mire, doctor, me encantaría haberme informado y saber más sobre la cultura tlingit, pero lo cierto es que me veo obligado a dedicar cada minuto de mi tiempo a poner este lugar en condiciones para unos potenciales inversores que vienen en julio. Lo lamento, pero simplemente no me alcanza el tiempo.
—No te pongas a la defensiva, Ferguson, sólo era una pregunta. Quería saber qué terreno pisábamos, por así decirlo. Ahora lo sé.
La expresión inocente y sincera de David hizo que Fergie se sintiera aún más incómodo. Habló impulsado por una desesperada necesidad de llenar el vacío que los separaba.
—Todos los involucrados en el negocio se han comprometido a respetar cuanto sea posible la historia de la región y la cultura de los pueblos tlingit —dijo—. No queremos poner el proyecto en marcha para luego encontrarnos, cuando ya sea tarde, con…, eh…, ya sabes, una situación no deseada.
—¿Se refiere a un pleito? ¿O a una situación estilo El resplandor?
Fergie se retorció. Maldita sea, este tío sí que sabía ponerte incómodo.
—Eh, bueno, diría que… sí, claro, las dos cosas.
David le sonrió con sus ojos grandes y cálidos y Fergie se tranquilizó. Detestaba hablar con esa gente; siempre terminaba por decir algo ofensivo. No puedes usar tu lenguaje habitual al hablar con minorías. Te preocupas por las palabras que puedes usar y tu incomodidad se nota; entonces, te toman por racista y todo termina mal.
—Te propongo una cosa, Ferguson —dijo David—. Tienes abogados; usa su magia para que lidien con los pleitos. Yo usaré la mía para lidiar con los fantasmas. ¿Qué te parece?
Ferguson lanzó un largo suspiro y sonrió.
—Me parece muy bien, doctor. A fin de cuentas, tú eres el médico.
David desenvolvió otro hato. Ferguson vio parte de una cornamenta de ciervo.
—Y, exactamente, ¿qué harás para lidiar con los espíritus? Sólo lo pregunto por curiosidad.
David alzó la vista.
—Me pondré unas plumas, sacudiré un sonajero y esparciré algo de polvo mágico. Soy indio, ¿qué otra cosa podría hacer?
David rio. Y Ferguson, sorprendido pero contento, también rio.