Todo fue muy sencillo después de aquello. Incluso un monarca neófito como Ben no tuvo muchas dificultades para decidir qué hacer con todos sus atónitos súbditos presentes. Les rogó que se levantaran y se dirigieran a Plata Fina para celebrar la victoria. Las circunstancias habían sido adversas hasta esa mañana y podían complicarse otra vez al día siguiente, pero al menos durante el resto del día todo pareció ir sobre ruedas.
Transportó en el deslizador del lago a sus amigos, al Amo del Río y algunos de sus familiares más próximos, a los señores del Prado y sus asistentes. Dejó que los soldados y los demás acompañantes acamparan en la orilla. Hicieron falta varios viajes para cruzar a todos los invitados, y Ben tomó nota mentalmente de la necesidad de construir un puente antes de la próxima reunión.
—Había un puente en los viejos tiempos, gran señor —le susurró Questor, como si hubiese leído sus pensamientos—. Pero cuando el viejo rey murió, la gente dejó de venir al castillo, el ejército se dispersó y, al final, el tráfico cesó por completo. El puente se fue deteriorando hasta quedar en estado ruinoso, los tablones se partieron y se pudrieron, las cuerdas que los unían se deshilacharon, los clavos se oxidaron; quedó sólo como una gran obstrucción en el lago, que reflejaba el estado lamentable de todo el reino. Traté de salvarlo con la magia, gran señor, pero las cosas no salieron como las planeé…
Se detuvo como si no quisiera entrar en explicaciones.
Ben alzó las cejas.
—¿Qué cosas?
Questor se acercó un poco más. Estaban a medio cruzar el lago, en el último viaje.
—Me temo que hundí el puente, gran señor.
Tras decirlo, fijó la vista en la proa del deslizador. Ben no indagó más. Le costó trabajo reprimir la risa, pero lo consiguió.
Reunió a sus invitados en el gran salón y los sentó alrededor de una serie de mesas que habían colocado. Le preocupó, cuando ya era tarde, que Plata Fina no pudiera alimentarlos a todos, pero sus temores resultaron infundados. El castillo multiplicó las provisiones de la despensa con su recuperada fuerza, como si sintiese la victoria conseguida, y hubo comida y bebida suficiente para todos, los de fuera y los de dentro.
Fue una fiesta maravillosa, una celebración en la que todos participaron. La comida y la bebida se consumió con deleite, se brindó y se contaron aventuras. Había un compañerismo que superaba a la incredulidad remanente, había un extraño sentimiento de renovación. Uno a uno, los allí reunidos se levantaron, animados por Questor, y volvieron a prometer lealtad y apoyo incondicional al nuevo rey de Landover.
—Larga vida al gran señor Ben Holiday —proclamó el Amo del Río—. Que todo vuestro futuro sea comparable al día de hoy.
—Que conserve su magia y le dé buen uso —declaró Kallendbor, con un inconfundible tono de advertencia en su voz.
—Fuerza y sabiduría, gran señor —le deseó Strehan, con la mente nublada por una mezcla de temor y duda.
—¡Magnífico gran señor! —gritó Fillip.
—¡Poderoso gran señor! —añadió Sot.
Bueno, fue un cajón de sastre, pero estuvo bien. Uno tras otro le presentaron sus promesas de lealtad y sus buenos deseos, y Ben lo agradeció con cortesía. Había motivos para el optimismo, aunque pudieran surgir complicaciones al día siguiente. El Paladín había regresado de un lugar en donde a nadie se le había ocurrido buscarlo, liberado de la prisión en que lo mantenía el propio Ben. La magia había vuelto al valle, y Landover pronto iniciaría su transformación en la tierra bucólica que antes era. Los cambios se producirían con lentitud, pero se producirían. Las nieblas y la penumbra serían expulsadas por la luz del sol. El deslustre sería superado. Plata Fina dejaría de parecer el castillo de Drácula. La enfermedad de los lindoazules se debilitaría hasta dejar de existir. Los bosques, los prados y las montañas recuperarían la salud. Los lagos y los ríos quedarían incontaminados. La vida silvestre florecería de nuevo. Todo iba a renacer.
Y un día, un día aún lejano, quizás después de su muerte, la visión dorada de la vida del valle que había tenido en el mundo de las hadas se haría realidad.
Se dijo que podía ocurrir. Sólo tenía que creerlo. Sólo tenía que continuar trabajando para lograrlo.
Cuando terminaron, se levantó.
—Ahora y siempre, soy vuestro servidor y el de esta tierra —les dijo con voz tranquila, y las conversaciones se interrumpieron—. Os pido que vosotros también lo seáis los unos para los otros. Tenemos muchas cosas que realizar juntos, y debemos hacerlas sin demora. Dejaremos de contaminar las aguas y devastar los bosques de nuestros vecinos. Trabajaremos juntos, demostrándonos mutuamente que podemos proteger y restaurar toda la tierra. Planearemos acuerdos comerciales que faciliten el libre intercambio entre todos nuestros pueblos. Estableceremos programas de trabajos públicos para nuestros caminos y cursos de agua. Revisaremos nuestras leyes y constituiremos tribunales para respaldarlas. Intercambiaremos embajadores, y nos reuniremos periódicamente en Plata Fina para exponer nuestras quejas de un modo pacífico y constructivo. —Hizo una pausa—. Encontraremos el modo de ser amigos.
Brindaron y supo que fue más por el planteamiento que por la viabilidad de lo que proponía, pero aún así era un comienzo. Había otras ideas que tendrían que ponerse en práctica: un sistema eficaz de impuestos, una moneda uniforme para los intercambios, un censo y varios proyectos de recuperación. Tenía ideas que aún no había meditado lo suficiente para exponerlas. Pero ya llegaría el momento. Encontraría la forma de ponerlos a todos a trabajar.
Recorrió la mesa, deteniéndose junto a Kallendbor y el Amo del Río. Se inclinó hacia ellos.
—Confío en ustedes, más que en nadie, para que las promesas se mantengan. Deben ayudarse como han prometido. Ahora somos aliados.
Asintieron con solemnes inclinaciones de cabeza y murmuraron garantías. Pero en sus ojos persistió un velo de duda. Ninguno de los dos estaba seguro de que Ben Holiday fuese el hombre capaz de mantener a sus enemigos a raya. Ninguno de los dos estaba convencido de que fuese el rey que necesitaban. Su victoria sobre la Marca había sido impresionante, pero era una victoria aislada. Esperarían y verían.
Ben lo aceptó. Al menos tenía su promesa de lealtad. Encontraría el modo de ganar su confianza.
Recordó durante un momento la batalla librada entre el Paladín y la Marca. No había dicho a nadie lo que había descubierto, no había mencionado el vínculo entre él y el caballero errante. Aún no estaba seguro de la conveniencia de hacerlo. Se preguntó si podría hacer que regresara el Paladín si fuera necesario. Creía que sí. Pero sintió un escalofrío al recordar la transformación que había experimentado dentro de la armadura, los sentimientos y emociones que había compartido con su campeón, los recuerdos de batallas y muertes acaecidas en el transcurso de muchos años. Sacudió la cabeza. Tendría que haber una razón muy importante para llamar de nuevo al Paladín…
Uno de los barones propuso otro brindis en su honor, deseándole salud. Lo agradeció y bebió. Contad con eso, les prometió mentalmente.
Sus pensamientos tomaron otros derroteros. Debía comenzar a trabajar sin demora en la restauración del Corazón. Había sido muy dañado durante la batalla con la Marca. Su tierra fue desgarrada, los reclinatorios de terciopelo blanco destruidos, las astas de las banderas tronchadas. Tenía que devolver el Corazón a su estado anterior. Aquel lugar tenía un significado especial para todos, pero aún más para él.
—Ben. —Sauce abandonó su asiento y se le acercó. Alzó su copa de vino—. Os deseo felicidad, gran señor —susurró con una suavidad que contrastaba con el ambiente.
Él sonrió.
—Creo que he encontrado esa felicidad, Sauce. Tú y los otros me habéis ayudado a encontrarla.
—¿Es verdad eso? —Lo miró con atención—. Entonces, ¿ya no sientes dolor por lo que perdiste en tu antigua vida?
Se refería a Annie. Una imagen de su esposa muerta atravesó la mente de Ben durante un segundo, luego se desvaneció. Su antigua vida había terminado. No volvería a ella nunca más. Ahora lo aceptaba. Nunca podría olvidar a Annie, pero sí permitir que se alejase.
—Ya no siento dolor —respondió.
Los ojos verdes se fijaron en los suyos.
—¿Me permitirás que me quede contigo el tiempo suficiente para comprobarlo, Ben Holiday?
Él asintió.
—Es lo que deseo.
Ella se inclinó y lo besó en la frente, en las mejillas y en la boca. La fiesta continuó alrededor.
Después de medianoche las celebraciones concluyeron y los invitados comenzaron a retirarse a las habitaciones que les habían preparado. Ben acababa de dar las buenas noches a los rezagados y estaba pensando en la comodidad que le ofrecía su cama, cuando Questor se aproximó, un poco turbado.
—Gran señor —dijo, y se interrumpió—. Gran señor, lamento molestaros con un problema tan insignificante a estas horas, pero es necesario solucionarlo y creo que vos sois el más apto para eso. —Se aclaró la garganta—. Parece ser que uno de los señores trajo consigo un perro de compañía, a quien quiere como si fuera un miembro de su familia, según me han dicho, y ha desaparecido.
Ben arqueó las cejas.
—¿Un perro?
Questor asintió.
—No he dicho nada a Abernathy…
—Comprendo. —Ben miró a su alrededor. Fillip y Sot no se veían por ninguna parte—. ¿Y cree que…?
—Es una posibilidad, gran señor.
Ben suspiró. Los problemas del día siguiente ya habían comenzado. Pero, en realidad, ya era el día siguiente. Sonrió a pesar suyo.
—Bueno, Questor, vamos a averiguar si lo gnomos están preparando una cena de media noche.
El gran señor Ben Holiday, rey de Landover, inició el nuevo día mucho más temprano de lo que esperaba.